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Evangelio según San Mateo 26,14-75.27,1-66:
Uno de los Doce, llamado Judas Iscariote, fue a ver a los sumos sacerdotes y les dijo: “¿Cuánto me darán si se lo entrego?”. Y resolvieron darle treinta monedas de plata.
Desde ese momento, Judas buscaba una ocasión favorable para entregarlo.
El primer día de los Acimos, los discípulos fueron a preguntar a Jesús: “¿Dónde quieres que te preparemos la comida pascual?”.
El respondió: “Vayan a la ciudad, a la casa de tal persona, y díganle: ‘El Maestro dice: Se acerca mi hora, voy a celebrar la Pascua en tu casa con mis discípulos'”.
Ellos hicieron como Jesús les había ordenado y prepararon la Pascua.
Al atardecer, estaba a la mesa con los Doce y, mientras comían, Jesús les dijo: “Les aseguro que uno de ustedes me entregará”.
Profundamente apenados, ellos empezaron a preguntarle uno por uno: “¿Seré yo, Señor?”.
El respondió: “El que acaba de servirse de la misma fuente que yo, ese me va a entregar.
El Hijo del hombre se va, como está escrito de él, pero ¡ay de aquel por quien el Hijo del hombre será entregado: más le valdría no haber nacido!”.
Judas, el que lo iba a entregar, le preguntó: “¿Seré yo, Maestro?”. “Tú lo has dicho”, le respondió Jesús.
Mientras comían, Jesús tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y lo dio a sus discípulos, diciendo: “Tomen y coman, esto es mi Cuerpo”.
Después tomó una copa, dio gracias y se la entregó, diciendo: “Beban todos de ella,
porque esta es mi Sangre, la Sangre de la Alianza, que se derrama por muchos para la remisión de los pecados.
Les aseguro que desde ahora no beberé más de este fruto de la vid, hasta el día en que beba con ustedes el vino nuevo en el Reino de mi Padre”.
Después del canto de los Salmos, salieron hacia el monte de los Olivos.
Entonces Jesús les dijo: “Esta misma noche, ustedes se van a escandalizar a causa de mí. Porque dice la Escritura: Heriré al pastor, y se dispersarán las ovejas del rebaño.
Pero después que yo resucite, iré antes que ustedes a Galilea”.
Pedro, tomando la palabra, le dijo: “Aunque todos se escandalicen por tu causa, yo no me escandalizaré jamás”.
Jesús le respondió: “Te aseguro que esta misma noche, antes que cante el gallo, me habrás negado tres veces”.
Pedro le dijo: “Aunque tenga que morir contigo, jamás te negaré”. Y todos los discípulos dijeron lo mismo.
Cuando Jesús llegó con sus discípulos a una propiedad llamada Getsemaní, les dijo: “Quédense aquí, mientras yo voy allí a orar”.
Y llevando con él a Pedro y a los dos hijos de Zebedeo, comenzó a entristecerse y a angustiarse.
Entonces les dijo: “Mi alma siente una tristeza de muerte. Quédense aquí, velando conmigo”.
Y adelantándose un poco, cayó con el rostro en tierra, orando así: “Padre mío, si es posible, que pase lejos de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad, sino la tuya”.
Después volvió junto a sus discípulos y los encontró durmiendo. Jesús dijo a Pedro: “¿Es posible que no hayan podido quedarse despiertos conmigo, ni siquiera una hora?
Estén prevenidos y oren para no caer en la tentación, porque el espíritu está dispuesto, pero la carne es débil”.
Se alejó por segunda vez y suplicó: “Padre mío, si no puede pasar este cáliz sin que yo lo beba, que se haga tu voluntad”.
Al regresar los encontró otra vez durmiendo, porque sus ojos se cerraban de sueño.
Nuevamente se alejó de ellos y oró por tercera vez, repitiendo las mismas palabras.
Luego volvió junto a sus discípulos y les dijo: “Ahora pueden dormir y descansar: ha llegado la hora en que el Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los pecadores.
¡Levántense! ¡Vamos! Ya se acerca el que me va a entregar”.
Jesús estaba hablando todavía, cuando llegó Judas, uno de los Doce, acompañado de una multitud con espadas y palos, enviada por los sumos sacerdotes y los ancianos del pueblo.
El traidor les había dado esta señal: “Es aquel a quien voy a besar. Deténganlo”.
Inmediatamente se acercó a Jesús, diciéndole: “Salud, Maestro”, y lo besó.
Jesús le dijo: “Amigo, ¡cumple tu cometido!”. Entonces se abalanzaron sobre él y lo detuvieron.
Uno de los que estaban con Jesús sacó su espada e hirió al servidor del Sumo Sacerdote, cortándole la oreja.
Jesús le dijo: “Guarda tu espada, porque el que a hierro mata a hierro muere.
¿O piensas que no puedo recurrir a mi Padre? El pondría inmediatamente a mi disposición más de doce legiones de ángeles.
Pero entonces, ¿cómo se cumplirían las Escrituras, según las cuales debe suceder así?”.
Y en ese momento dijo Jesús a la multitud: “¿Soy acaso un ladrón, para que salgan a arrestarme con espadas y palos? Todos los días me sentaba a enseñar en el Templo, y ustedes no me detuvieron”.
Todo esto sucedió para que se cumpliera lo que escribieron los profetas. Entonces todos los discípulos lo abandonaron y huyeron.
Los que habían arrestado a Jesús lo condujeron a la casa del Sumo Sacerdote Caifás, donde se habían reunido los escribas y los ancianos.
Pedro lo seguía de lejos hasta el palacio del Sumo Sacerdote; entró y se sentó con los servidores, para ver cómo terminaba todo.
Los sumos sacerdotes y todo el Sanedrín buscaban un falso testimonio contra Jesús para poder condenarlo a muerte;
pero no lo encontraron, a pesar de haberse presentado numerosos testigos falsos. Finalmente, se presentaron dos que declararon: “Este hombre dijo: ‘Yo puedo destruir el Templo de Dios y reconstruirlo en tres días'”.
El Sumo Sacerdote, poniéndose de pie, dijo a Jesús: “¿No respondes nada? ¿Qué es lo que estos declaran contra ti?”.
Pero Jesús callaba. El Sumo Sacerdote insistió: “Te conjuro por el Dios vivo a que me digas si tú eres el Mesías, el Hijo de Dios”.
Jesús le respondió: “Tú lo has dicho. Además, les aseguro que de ahora en adelante verán al Hijo del hombre sentarse a la derecha del Todopoderoso y venir sobre las nubes del cielo”.
Entonces el Sumo Sacerdote rasgó sus vestiduras, diciendo: “Ha blasfemado, ¿Qué necesidad tenemos ya de testigos? Ustedes acaban de oír la blasfemia.
¿Qué les parece?”. Ellos respondieron: “Merece la muerte”.
Luego lo escupieron en la cara y lo abofetearon. Otros lo golpeaban,
diciéndole: “Tú, que eres el Mesías, profetiza, dinos quién te golpeó”.
Mientras tanto, Pedro estaba sentado afuera, en el patio. Una sirvienta se acercó y le dijo: “Tú también estabas con Jesús, el Galileo”.
Pero él lo negó delante de todos, diciendo: “No sé lo que quieres decir”.
Al retirarse hacia la puerta, lo vio otra sirvienta y dijo a los que estaban allí: “Este es uno de los que acompañaban a Jesús, el Nazareno”.
Y nuevamente Pedro negó con juramento: “Yo no conozco a ese hombre”.
Un poco más tarde, los que estaban allí se acercaron a Pedro y le dijeron: “Seguro que tú también eres uno de ellos; hasta tu acento te traiciona”.
Entonces Pedro se puso a maldecir y a jurar que no conocía a ese hombre. En seguida cantó el gallo,
y Pedro recordó las palabras que Jesús había dicho: “Antes que cante el gallo, me negarás tres veces”. Y saliendo, lloró amargamente.
Cuando amaneció, todos los sumos sacerdotes y ancianos del pueblo deliberaron sobre la manera de hacer ejecutar a Jesús.
Después de haberlo atado, lo llevaron ante Pilato, el gobernador, y se lo entregaron.
Judas, el que lo entregó, viendo que Jesús había sido condenado, lleno de remordimiento, devolvió las treinta monedas de plata a los sumos sacerdotes y a los ancianos,
diciendo: “He pecado, entregando sangre inocente”. Ellos respondieron: “¿Qué nos importa? Es asunto tuyo”.
Entonces él, arrojando las monedas en el Templo, salió y se ahorcó.
Los sumos sacerdotes, juntando el dinero, dijeron: “No está permitido ponerlo en el tesoro, porque es precio de sangre”.
Después de deliberar, compraron con él un campo, llamado “del alfarero”, para sepultar a los extranjeros.
Por esta razón se lo llama hasta el día de hoy “Campo de sangre”.
Así se cumplió lo anunciado por el profeta Jeremías: Y ellos recogieron las treinta monedas de plata, cantidad en que fue tasado aquel a quien pusieron precio los israelitas.
Con el dinero se compró el “Campo del alfarero”, como el Señor me lo había ordenado.
Jesús compareció ante el gobernador, y este le preguntó: “¿Tú eres el rey de los judíos?”. El respondió: “Tú lo dices”.
Al ser acusado por los sumos sacerdotes y los ancianos, no respondió nada.
Pilato le dijo: “¿No oyes todo lo que declaran contra ti?”.
Jesús no respondió a ninguna de sus preguntas, y esto dejó muy admirado al gobernador.
En cada Fiesta, el gobernador acostumbraba a poner en libertad a un preso, a elección del pueblo.
Había entonces uno famoso, llamado Barrabás.
Pilato preguntó al pueblo que estaba reunido: “¿A quién quieren que ponga en libertad, a Barrabás o a Jesús, llamado el Mesías?”.
El sabía bien que lo habían entregado por envidia.
Mientras estaba sentado en el tribunal, su mujer le mandó decir: “No te mezcles en el asunto de ese justo, porque hoy, por su causa, tuve un sueño que me hizo sufrir mucho”.
Mientras tanto, los sumos sacerdotes y los ancianos convencieron a la multitud que pidiera la libertad de Barrabás y la muerte de Jesús.
Tomando de nuevo la palabra, el gobernador les preguntó: “¿A cuál de los dos quieren que ponga en libertad?”. Ellos respondieron: “A Barrabás”.
Pilato continuó: “¿Y qué haré con Jesús, llamado el Mesías?”. Todos respondieron: “¡Que sea crucificado!”.
El insistió: “¿Qué mal ha hecho?”. Pero ellos gritaban cada vez más fuerte: “¡Que sea crucificado!”.
Al ver que no se llegaba a nada, sino que aumentaba el tumulto, Pilato hizo traer agua y se lavó las manos delante de la multitud, diciendo: “Yo soy inocente de esta sangre. Es asunto de ustedes”.
Y todo el pueblo respondió: “Que su sangre caiga sobre nosotros y sobre nuestros hijos”.
Entonces, Pilato puso en libertad a Barrabás; y a Jesús, después de haberlo hecho azotar, lo entregó para que fuera crucificado.
Los soldados del gobernador llevaron a Jesús al pretorio y reunieron a toda la guardia alrededor de él.
Entonces lo desvistieron y le pusieron un manto rojo.
Luego tejieron una corona de espinas y la colocaron sobre su cabeza, pusieron una caña en su mano derecha y, doblando la rodilla delante de él, se burlaban, diciendo: “Salud, rey de los judíos”.
Y escupiéndolo, le quitaron la caña y con ella le golpeaban la cabeza.
Después de haberse burlado de él, le quitaron el manto, le pusieron de nuevo sus vestiduras y lo llevaron a crucificar.
Al salir, se encontraron con un hombre de Cirene, llamado Simón, y lo obligaron a llevar la cruz.
Cuando llegaron al lugar llamado Gólgota, que significa “lugar del Cráneo”, le dieron de beber vino con hiel. El lo probó, pero no quiso tomarlo.
Después de crucificarlo, los soldados sortearon sus vestiduras y se las repartieron;
y sentándose allí, se quedaron para custodiarlo.
Colocaron sobre su cabeza una inscripción con el motivo de su condena: “Este es Jesús, el rey de los judíos”.
Al mismo tiempo, fueron crucificados con él dos ladrones, uno a su derecha y el otro a su izquierda.
Los que pasaban, lo insultaban y, moviendo la cabeza, decían: “Tú, que destruyes el Templo y en tres días lo vuelves a edificar, ¡sálvate a ti mismo, si eres Hijo de Dios, y baja de la cruz!”.
De la misma manera, los sumos sacerdotes, junto con los escribas y los ancianos, se burlaban, diciendo: “¡Ha salvado a otros y no puede salvarse a sí mismo! Es rey de Israel: que baje ahora de la cruz y creeremos en él.
Ha confiado en Dios; que él lo libre ahora si lo ama, ya que él dijo: “Yo soy Hijo de Dios”.
También lo insultaban los ladrones crucificados con él.
Desde el mediodía hasta las tres de la tarde, las tinieblas cubrieron toda la región.
Hacia las tres de la tarde, Jesús exclamó en alta voz: “Elí, Elí, lemá sabactani”, que significa: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”.
Algunos de los que se encontraban allí, al oírlo, dijeron: “Está llamando a Elías”.
En seguida, uno de ellos corrió a tomar una esponja, la empapó en vinagre y, poniéndola en la punta de una caña, le dio de beber.
Pero los otros le decían: “Espera, veamos si Elías viene a salvarlo”.
Entonces Jesús, clamando otra vez con voz potente, entregó su espíritu.
Inmediatamente, el velo del Templo se rasgó en dos, de arriba abajo, la tierra tembló, las rocas se partieron y las tumbas se abrieron. Muchos cuerpos de santos que habían muerto resucitaron y, saliendo de las tumbas después que Jesús resucitó, entraron en la Ciudad santa y se aparecieron a mucha gente.
El centurión y los hombres que custodiaban a Jesús, al ver el terremoto y todo lo que pasaba, se llenaron de miedo y dijeron: “¡Verdaderamente, este era el Hijo de Dios!”.
Había allí muchas mujeres que miraban de lejos: eran las mismas que habían seguido a Jesús desde Galilea para servirlo.
Entre ellas estaban María Magdalena, María -la madre de Santiago y de José- y la madre de los hijos de Zebedeo.
Al atardecer, llegó un hombre rico de Arimatea, llamado José, que también se había hecho discípulo de Jesús,
y fue a ver a Pilato para pedirle el cuerpo de Jesús. Pilato ordenó que se lo entregaran.
Entonces José tomó el cuerpo, lo envolvió en una sábana limpia
y lo depositó en un sepulcro nuevo que se había hecho cavar en la roca. Después hizo rodar una gran piedra a la entrada del sepulcro, y se fue.
María Magdalena y la otra María estaban sentadas frente al sepulcro.
A la mañana siguiente, es decir, después del día de la Preparación, los sumos sacerdotes y los fariseos se reunieron y se presentaron ante Pilato,
diciéndole: “Señor, nosotros nos hemos acordado de que ese impostor, cuando aún vivía, dijo: ‘A los tres días resucitaré’.
Ordena que el sepulcro sea custodiado hasta el tercer día, no sea que sus discípulos roben el cuerpo y luego digan al pueblo: ‘¡Ha resucitado!’. Este último engaño sería peor que el primero”.
Pilato les respondió: “Ahí tienen la guardia, vayan y aseguren la vigilancia como lo crean conveniente”.
Ellos fueron y aseguraron la vigilancia del sepulcro, sellando la piedra y dejando allí la guardia.
Domingo de Ramos
El Domingo de Ramos recordamos la entrada triunfal de Jesús a Jerusalén. De esta manera comenzamos con la semana más importante en la historia de la humanidad.
1) Tiene un antecedente en el Antiguo testamento
El Rey Salomón, hijo de David, también fue recibido con gran alegría al llegar al pueblo: “Los allegados de David hicieron montar a Salomón sobre la mula del rey… todo el pueblo gritó: ‘Viva el rey…’. Subió después todo el pueblo detrás de él; la gente tocaba las flautas y manifestaba tan gran alegría que la tierra se hendía con sus voces” (1 Re 1, 38-40).
2) ¿Solo se pueden usar palmas?
Según el Directorio sobre la piedad popular y la Liturgia, en Domingo de Ramos tenemos estas otras opciones: “La procesión, que conmemora la entrada mesiánica de Cristo en Jerusalén, es de carácter alegre y popular. Los fieles suelen mantener ramas palma o de oliva u otra vegetación, que han sido bendecidas el Domingo de Ramos, en sus casas o en sus lugares de trabajo.“
3) ¿Por qué Jesús entró a Jerusalén de esa manera?
En su libro Jesús de Nazareth, Benedicto XVI nos da esta explicación:
Jesús reclama el derecho de los reyes, conocido en la antigüedad, para requisar los modos de transporte.
La utilización de un animal sobre el que hasta ahora nadie se sienta es un signo más del derecho de reyes. Lo más sorprendente, sin embargo, son las alusiones del Antiguo Testamento que dan un significado más profundo a todo el episodio.
Por ahora notemos esto: Jesús está, en efecto haciendo una afirmación real. Él quiere que su camino y su acción sean entendidos en términos de las promesas del Antiguo Testamento que se cumplen en su persona.
Al mismo tiempo, a través del anclaje en el texto en Zacarías 9:9, el “zelote” está excluido de la exégesis del reino: Jesús no está construyendo sobre la violencia; no instiga una revuelta militar contra Roma. Su poder es de otro tipo: se encuentra en la pobreza de Dios, la paz de Dios, que identifica al único poder que puede redimir [Jesús de Nazaret, vol. 2].
4) ¿Por qué el pueblo gritaba Hosanna?Benedicto XVI nos vuelve a dar la respuesta en su libro Jesús de Nazareth:
Originalmente se trataba de una palabra de súplica urgente, que significa algo así como: ¡Ven en nuestra ayuda! Los sacerdotes la repetían en un tono monótono en el séptimo día de la Fiesta de los Tabernáculos, durante la procesión de siete veces alrededor del altar del sacrificio, como una oración urgente para la lluvia.
Pero como la Fiesta de los Tabernáculos cambió gradualmente de una fiesta de petición a una de elogio, así también el grito de ayuda se volvió cada vez más en un grito de júbilo.
En la época de Jesús, la palabra también había adquirido connotaciones mesiánicas. En la aclamación Hosanna, nos encontramos con una expresión de las complejas emociones de los peregrinos que acompañan a Jesús y a sus discípulos: alegría y alabanza a Dios en el momento de la entrada procesional, esperanza de que había llegado la hora del Mesías, y al mismo tiempo una oración para que el reino de David, y por lo tanto la realeza de Dios sobre Israel, fuera restablecida [Jesús de Nazaret, vol. 2].
5) Quienes recibieron a Jesús el Domingo de Ramos no eran las mismas personas que pidieron su crucifixión
Muchos piensan que las personas que recibieron con palmas a Jesús en su entrada triunfal a Jerusalén eran las mismas persona que gritaron “crucifíquenlo” durante su juicio. Sin embargo, eso es solo un mito y Benedicto XVI lo explica así: Los tres evangelios sinópticos, así como San Juan, dejan muy claro que la escena de homenaje mesiánico de Jesús se produjo en su entrada en la ciudad y que los participantes no eran los habitantes de Jerusalén, sino las multitudes que acompañaron a Jesús y entraron en la Ciudad Santa con él.
Este punto se ve con mayor claridad en el relato de Mateo del pasaje inmediatamente después del Hosanna a Jesús, Hijo de David: “Cuando entró en Jerusalén, toda la ciudad se conmovió, diciendo: ¿Quién es este? Y la multitud decía: Este es el profeta Jesús de Nazaret de Galilea” (Mt 21:10-11).
La gente había oído hablar del profeta de Nazaret, pero él no parece tener ninguna importancia para Jerusalén, y la gente no lo conocía.
La multitud que rindió homenaje a Jesús en la puerta de entrada a la ciudad no era la misma multitud que luego exigió su crucifixión.
Fuente: http://es.churchpop.com
Stanley Francis Rother
Estados Unidos tendrá pronto a su primer mártir beatificado por la Iglesia Católica ya que el Papa Francisco firmó el pasado 2 de diciembre el decreto en el que se reconoce el martirio del Padre Stanley Francis Rother, originario de la pequeña población de Okarche en Oklahoma y asesinado en Guatemala en 1981, donde era conocido como el Padre Aplas o Padre Francisco.
En Okarche, la parroquia, el colegio y las granjas eran los pilares de la vida comunitaria. El pequeño Stanley asistió toda su vida al mismo colegio y vivió con su familia hasta que entró al seminario.
Rodeado de buenos sacerdotes y de una vibrante vida parroquial, Stanley sintió desde muy joven el llamado de Dios a ser sacerdote. A pesar de ello, este joven tuvo que luchar luego de reprobar muchos cursos antes de graduarse del seminario Mount St. Mary’s en Maryland.
Al escuchar las luchas del joven Stanley, la hermana Clarissa Tenbrick, quien fue su profesora cuando estaba en quinto grado, le escribió para alentarlo y le recordó que San Juan María Vianney, Patrono de los sacerdotes, también había experimentado ese tipo de luchas en el seminario.
“Ellos eran hombres sencillos que supieron que estaban llamados al sacerdocio y alguien debía autorizarlos para que cumplieran sus estudios y se hicieran sacerdotes”, dijo en entrevista con Catholic News Agency, Maria Scaperlanda, autora del libro The Shepherd Who Didn’t Run, (El pastor que no salió corriendo), una biografía de este mártir.
“Ellos trajeron consigo bondad, sencillez y un corazón generoso en todo lo que hacían”, aseguró la autora.
Cuando Rother estaba todavía en el seminario, el entonces Papa Juan XXIII pidió a las diócesis de Estados Unidos que enviaran asistencia y establecieran misiones en Centroamérica.
Fue así que pronto las diócesis de Oklahoma City y Tulsa, también en el estado de Oklahoma, establecieron una misión en Santiago Atitlán, Guatemala, una comunidad rural de muy escasos recursos, cuya población es mayoritariamente indígena.
Pocos años después de ordenado, el Padre Rother aceptó la invitación de unirse a este equipo misionero, donde pasaría los siguientes 13 años de su vida.
Al llegar a la misión de los indios mayas de Tz’utujil, en la villa no tenían un nombre equivalente a Stanley, por lo que comenzaron a llamarlo Padre Francisco.
El sacerdote había aprendido de joven, en la granja de su familia la ética de trabajo que serviría mucho en este nuevo lugar. Como sacerdote misionero, fue llamado no solamente a celebrar Misa y a administrar los sacramentos sino a ayudar en tareas sencillas como reparar camiones o a trabajar en los campos.
Construyó una cooperativa de agricultores, un colegio, un hospital y la primera estación de radio católica, la cual podría llevar catequesis a los lugares más remotos.
“Es sorprendente cómo Dios no pierde ningún detalle”, relata Scaperlanda. “El mismo amor por la tierra y ese pequeño pueblo donde todos se ayudaban entre ellos, todo lo que aprendió en Okarche es exactamente lo que necesitó cuando llegó a Santiago”, indica.
“El Padre Francisco también era conocido por su amabilidad, el olvido de sí mismo, por ser una persona alegre y por estar siempre presente entre sus feligreses, Decenas de fotos muestran a niños risueños corriendo detrás suyo y tomando sus manos”, afirma la autora.
“El Padre Stanley tenía una disposición natural a compartir la labor con ellos, a partir el pan con ellos y a celebrar la vida con ellos, lo que hizo que la comunidad en Guatemala dijera que el Padre Stanley, era nuestro padre”, dice su biógrafa.
Con el paso de los años la violencia de la guerra civil de Guatemala llegó a la que antes era una aldea pacífica. Pronto llegaron a hacer parte de la vida diaria las desapariciones, los asesinatos y el peligro, pero el Padre Rother permaneció firme y apoyando a su gente.
En los años de 1980 y 1981, la violencia llegó a un punto casi insoportable y el sacerdote veía cómo sus amigos y feligreses eran secuestrados o asesinados.
En una carta a los católicos de Oklahoma durante la que fue su última Navidad, el sacerdote compartió los peligros que diariamente enfrentaba en su parroquia y en su misión.
“La realidad es que estamos en peligro. Pero no sabemos cuándo o de qué manera el gobierno usará sus fuerzas para reprimir a la Iglesia… Dada esta situación confieso que no estoy listo para salir de aquí todavía… pero si este es mi destino yo daría mi vida por estar aquí (…) Existe todavía mucho bien que puede ser entregado también bajo estas circunstancias”.
El sacerdote finalizó su carta con la que se convirtió en la frase que en adelante acompañaría su firma: “El pastor no puede salir corriendo ante la primera señal de peligro. Ora por nosotros para que podamos ser un signo del amor de Cristo hacia nuestra gente, para que nuestra presencia entre ellos pueda fortificarlos para que ellos soporten estos sufrimientos en preparación para el Reino de Dios que ya llega”.
En enero de 1981, cuando se encontraba en peligro y su nombre estaba dentro de una lista de posibles muertos, el Padre Stanley Rother regresó a Oklahoma por unos meses, pero cuando se aproximaba la Pascua decidió regresar a pasar Semana Santa con su gente en Guatemala.
La mañana del 28 de julio de 1981 tres “ladinos” –hombres que masacraban indígenas y campesinos de Guatemala desde la década de los 60–, irrumpieron en la rectoría.
Al no querer poner en peligro a los demás en la misión de su parroquia, el Padre Francisco luchó, pero no pidió ayuda. Pasaron 15 minutos. Se escucharon dos disparos. Mataron al sacerdote y los asesinos se fueron de la tierra de misión.
Maria Scaperlanda, quien ha trabajado en la causa de canonización del Padre Rother, dijo que el sacerdote es un buen testimonio y ejemplo: “él dio de comer al hambriento, acogió al forastero, visitó a los enfermos, consoló a los afligidos, soportó pacientemente las incomodidades, sepultó a los muertos”.
“Su vida es también un gran ejemplo de cómo las personas que viven una vida ordinaria están llamadas a hacer cosas extraordinarias por Dios”, aseguró la biógrafa.
“Lo que más me ha impactado de la vida del Padre Stanley fue lo sencillo que era”, dijo.
Sobre el sacerdote, el Arzobispo de Oklahoma, Monseñor Paul Coakley, señaló que “necesitamos el testimonio de hombres y mujeres santos que nos recuerden que estamos llamados a la santidad. Estos hombres y mujeres vienen de lugares ordinarios como Okarche, Oklahoma”.
“Aunque los detalles son diferentes, creo que el llamado es el mismo y el reto es también el mismo. Como el Padre Francisco, cada uno de nosotros es llamado a decir ‘sí’ al Señor con todo nuestro corazón. Estamos llamados a ver a quién está de pie ante nosotros como un hijo de Dios, a tratarlos con respeto y con un corazón generoso”, agregó.
“Estamos llamados a ser santos ya sea que vivamos en Okarche, Oklahoma, en Nueva York o en Ciudad de Guatemala”, concluyó Maria.
Fuente: ACI Prensa.