Evangelio según San Juan 20,1-9:
El primer día de la semana, de madrugada, cuando todavía estaba oscuro, María Magdalena fue al sepulcro y vio que la piedra había sido sacada.
Corrió al encuentro de Simón Pedro y del otro discípulo al que Jesús amaba, y les dijo: “Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto”.
Pedro y el otro discípulo salieron y fueron al sepulcro.
Corrían los dos juntos, pero el otro discípulo corrió más rápidamente que Pedro y llegó antes.
Asomándose al sepulcro, vio las vendas en el suelo, aunque no entró.
Después llegó Simón Pedro, que lo seguía, y entró en el sepulcro: vio las vendas en el suelo, y también el sudario que había cubierto su cabeza; este no estaba con las vendas, sino enrollado en un lugar aparte.
Luego entró el otro discípulo, que había llegado antes al sepulcro: él también vio y creyó.
Todavía no habían comprendido que, según la Escritura, él debía resucitar de entre los muertos.
Resurrección
Por Felipe Zegarra– Diario El Comercio.
Para mucha gente en nuestro país –de toda condición social, etnia, idioma, cultura–, la vida es algo muy complicado. Sin duda hay momentos buenos, pero más frecuentes son –o parecen ser– las tristezas, las dificultades, los problemas. De un pasado mejor apenas hay memoria y el futuro, ¿quién sabe qué nos traerá?
Con ese ánimo –“pesimismo de la realidad”, lo llamó Vasconcelos–, ¿qué sentido tienen los días de la Semana Santa? No son pocos los que piensan en Asia, San Bartolo o algo por el estilo. Otros sienten que pasarán días aburridos en sus casas, quizá con la compañía principal de su celular.
Para muchas y muchos con práctica cristiana, la Semana Santa se trata de ir a la Iglesia el Domingo de Ramos (hay que guardar el ramo bendito en casa) y el Viernes de Pasión… Pero eso no parece muy alentador.
¡Perdón! Pero el Viernes Santo la Iglesia lee la Pasión según San Juan, donde Jesús, que era juzgado, interroga también a Pilato, el juez, y con buen “dominio de escena”. Y ya desde ese día se abre una esperanza: la muerte de Jesús no es la última palabra. Los que no celebran el Sábado de Gloria o el Domingo de Resurrección se pierden además algo fundamental: El “Dios amigo de la vida”, que no nos creó para la muerte (Sabiduría 11,24 y 26), pues “no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva” (Ezequiel 18,21-28), inaugura en y con Jesús el camino de la muerte a la vida y vida en plenitud.
Ocurre que Jesús, puede decir cualquiera, “me amó y se entregó por mí” (Gálatas 2,20), pues fue siempre fiel en su servicio a la humanidad, y ese amor y la entrega que lo consumó llevó al Padre a resucitar a Jesús y a convertir a sus discípulos en testigos (ver Hechos 2,32). Amor que significó desvivirse, servir, acompañar, alegrar.
El más joven de los discípulos, junto al lago de Galilea, se limitó a exclamar al verlo: “¡Es el Señor!”. Es decir, el viviente, quien ha triunfado sobre esa terrible muerte de cruz. “Sí, claro… ¿Y a mí, qué?”, pensarán muchos. Pues que también para cada persona, entre sus dificultades y problemas, se abre cada día una esperanza: para cada uno, esta vida es el camino a la Resurrección. A una amiga desesperanzada, Jesús le dijo: “Yo soy la resurrección y la vida; y el que cree en mí, aunque muera, vivirá” (Juan 11,25), porque nos considera semejantes a Él, y nos llama a vivir aun después de muertos.
Los amigos y seguidores de Jesús, a lo largo de casi veinte siglos, lo han entendido así, y viven con esperanza y con una actitud compleja, hecha de confianza, libertad y audacia (Hechos 4,29-31). Es por eso que el obispo de Roma, Francisco –a quien solemos llamar “Papa”– escribió poco después de su elección un documento que llamó: “El gozo del Evangelio” (Evangelii Gaudium). Y no exageró, precisamente porque “evangelio” quiere decir “Buena Noticia” (no “mala noticia”, ¡por favor!). Así lo entendió el pueblo de Israel, tras pasar 48 años en el exilio, cuando proclamó con un profeta qué hermosos son los pies del que trae las buenas nuevas (ver Isaías 52,7). Y así puede –¡debe! – entenderlo todo el que esté dispuesto a creer y a crecer en la fe.
Recuerdo, para terminar, dos frases importantes. Vasconcelos agregó otra a la que cité casi al inicio: “y optimismo del ideal”. Y alguien más, quizá Santa Teresa de Ávila, nos interpeló seriamente al escribir: “Velar se debe la vida de tal suerte – que viva quede en la muerte”. Es que se trata del don del Dios: el amor.
La esencia del cristianismo
Por Raúl Zegarra– Diario El Comercio.
Tras la muerte de Jesús, algo inesperado sucedió. Algunas de sus discípulas se dirigían a la tumba para embalsamar el cuerpo, pero al llegar fueron abrumadas por algo que no anticipaban: el cuerpo de su maestro y amigo no estaba más allí.
Después de la sorpresa, las conjeturas inevitables emergieron. María Magdalena asumió de inmediato que alguien había robado el cuerpo, nos cuenta Juan (20, 2). En efecto, ninguno de los cuatro evangelios nos indica que los discípulos esperaban la resurrección. Esta idea les tuvo que ser revelada por una presencia extraña, posiblemente un ángel. Y tal revelación, de hecho, no les trajo consuelo. Marcos nos dice que las mujeres huyeron de la tumba llenas de terror y espanto (16, 8). Tan poco esperada era la resurrección, que Lucas enfatiza que los apóstoles no creyeron en el testimonio de las mujeres (24, 11).
Pensemos por un segundo en esto. Ni ellas ni el resto de los discípulos esperaban la resurrección. Acongojados, más bien, empezaban a asimilar la muerte del rabí. La tumba vacía, entonces, supuso un momento de definición. Frente a la tumba, estas mujeres definirían el futuro del cristianismo: Jesús no ha muerto; ha resucitado.
Luego de este momento fundacional, la historia toda del cristianismo cambiaría. Los evangelistas narrarían la vida de Jesús como una de profecías cumplidas, yendo a la Biblia Hebrea para señalar cómo en ella se anticipaba la muerte del que ahora llamaban con mayor convicción, el Cristo. La resurrección daría cumplimiento a todas estas profecías y la historia trágica de la derrota del Mesías se convertiría pronto en una de victoria.
Este acto de definición frente al cadáver ausente de Jesús debe invitarnos a reflexionar sobre qué es el cristianismo, particularmente hoy en Domingo de Resurrección. ¿Cuál es la esencia del cristianismo? Este debate, por supuesto, es tan antiguo como la historia de esta fe. Sin embargo, tuvo un pico extraordinario a finales del siglo XIX y comienzos del XX. Tres fueron sus figuras decisivas: Adolf von Harnack, Alfred Loisy, y Ernst Troeltsch.
Harnack apelaría exclusivamente a los evangelios para buscar la respuesta. Para él, el estudio crítico de las escrituras señala que la esencia del cristianismo se define por tres factores: la expectativa del reino, el rol paternal de Dios y el valor infinito de la vida humana, y la invitación a una forma de virtud radical marcada por el mandamiento del amor, siendo esto último la clave.
Loisy no podría sino estar de acuerdo. Sin embargo, notaría que la exclusión deliberada de la tradición de la Iglesia debilitaba la posición de Harnack. En clara línea católica, señalaría que no es posible saber lo que el cristianismo es si no contamos con la ayuda de su larga tradición de interpretación. Pero, añadiría, la importancia de la tradición no supone dogmatismo. Por el contrario, la interpretación ha de ser fluida, como la historia misma del cristianismo.
Troeltsch entraría al debate para, a mi juicio, darle la respuesta definitiva. Harnack y Loisy, argumentaría, tienen razón. Para definir la esencia del cristianismo necesitamos de los evangelios y de la tradición. No obstante, él llevaría la posición de Loisy a su zenit. En un movimiento brillante, Troeltsch propuso que cada vez que la pregunta por la esencia del cristianismo se plantea, tal esencia es definida nuevamente. La idea es sencilla, pero crucial. Puesto que el cristianismo es una fe viva y no un mero objeto de estudio, cada nuevo momento en su historia le da nueva forma.
Sí, el cristianismo es el mensaje de Jesús recopilado en los evangelios. Sí, es la interpretación de ese mensaje en las epístolas de Pablo. Sí, es la tradición de los Padres de la Iglesia. Sí, es también la crítica de Lutero y Calvino y las respuestas de Eck y Moro. Sí, es el Vaticano I, pero también Vaticano II. Y, esto es fundamental, es cada acto creativo de ayer y hoy que le va dando nueva forma y lo reinterpreta a cada paso.
Por supuesto, no toda interpretación es igualmente válida. Un cristianismo que no cree en Cristo y en su mensaje de amor por el prójimo, por ejemplo, difícilmente podría llevar tal nombre. Pero uno que no cree en la autoridad de Roma, en cambio, supone una forma perfectamente válida, como lo muestra la rica historia del protestantismo.
La resurrección de Jesús, entonces, nos recuerda que el cristianismo es una fe viva y que desde sus inicios estuvo marcada por decisiones fundamentales. ¿Resucitó o no el Señor? Sí, respondieron los discípulos. ¿Es Jesús Dios o tan solo un profeta? Dios, respondió la mayoría. ¿El primado de Pedro o la igualdad entre los obispos?, preguntaron los patriarcas de Oriente. Divergencia marcó la respuesta. ¿Roma o solo la Biblia?, preguntó la Reforma. Las respuestas fueron disímiles.
Pero no toda diferencia supone ruptura. Y las diferencias, de hecho, nos ayudan a profundizar nuestra fe. Frente a la tumba vacía de Jesús nos toca hoy también tomar decisiones. ¿Igualdad de derechos para hombres y mujeres o roles preconcebidos que los eliminan? ¿Darle estatus legal al amor entre parejas del mismo sexo o invisibilizarlas? La manera en la que respondamos a estas preguntas y muchas otras definirá la esencia del cristianismo hoy.
Aprendamos de las discípulas. No dejemos que el terror por lo desconocido nos abrume. Que nuestra fe en el amor venza el espanto y que ella haga del cristianismo una fe abierta donde todos tengan un lugar en la mesa del Señor.
San Hugo de Grenoble
Por Meg Hunter-Kilmer– es-aleteia.org
La vocación cristiana de la humildad es difícil.
Para las personas que son tremendamente talentosas, apuestas y que caen bien a todo el mundo, su desafío está en ser más conscientes de sus defectos y del hecho de que todo lo bueno viene de Dios.
“¿Quién es el que te distingue?”, pregunta san Pablo en 1 Corintios 4:7. “¿Qué tienes que no lo hayas recibido? Y si lo has recibido, ¿a qué gloriarte cual si no lo hubieras recibido?”.
Los que tienen problemas de orgullo harían bien en recordar que todo don y talento y atributo positivo que poseen es todo un regalo.
Para otros, la dificultad está en otro lugar.
A pesar de tus dones, te sientes incompetente ante la tarea que el Señor ha puesto ante ti. Cada vez que fallas, surge la tentación de rendirte, seguro de que nunca podrás ser suficiente. En lugar de reconocer que el Señor aprueba a los que responden a su vocación, te desesperas porque tu esfuerzo solo termina en fracaso.
San Hugo de Grenoble (1053-1132) fue uno de estos últimos. A pesar de ser un hombre apuesto, habilidoso y tan brillante que fue elegido obispo con 27 años, Hugo estaba tan convencido de su propia incompetencia que, en más de una ocasión, llegó a abandonar su puesto para retirarse a un monasterio, ofreciendo su resignación ante un trabajo que sentía que no podía abarcar.
Nacido en Francia en el seno de una familia devota y elogiado por su inteligencia desde muy joven, este lego de 27 años protestó abiertamente cuando fue elegido obispo.
“¡Pero les repito que no soy digno de ello!”, exclamaba. “¿Qué tipo de cuento es este?”, preguntaba al obispo Hugo de Die.
“¿Quién te pide que actúes solo con tu propia fuerza? Primero confía en Dios, Él te ayudará”. Por primera vez aleccionaban a Hugo de Grenoble con la lección que se convertiría en el lema de su vida: es Dios quien obra en ti, o dicho de otra forma (con las palabras de Éxodo 14:14), que “Yahveh peleará por vosotros, que vosotros no tendréis que preocuparos”.
El obispo Hugo quedó abrumado ante las tareas que le esperaban cuando heredó una diócesis repleta de corrupción y apatía. Pero nunca había fracasado antes, así que aceptó voluntariosamente al personal de su obispo y empezó a luchar contra la simonía, la ignorancia y la impureza clerical por toda la diócesis.
Perseveró durante dos años, pero con poco éxito. Desanimado por su lento progreso, se declaró a sí mismo no apto para el episcopado y se retiró a un monasterio a vivir como monje benedictino. Durante un año, las cartas se sucedieron entre el monasterio y el Vaticano, desde donde el Papa le recordaba firmemente que el Señor no necesitaba de su talento, sino de su fidelidad.
“¡Pero le repito que no puedo hacer nada bueno ni digno de valor!”, insistía. A lo que el papa san Gregorio VII repondía: “Muy bien, así sea. No puedes hacer nada, hijo mío, pero eres obispo, y el sacramento puede hacerlo todo”.
Escarmentado, el buen obispo regresó a Grenoble para continuar con lo que estaba convencido sería una batalla infructuosa.
A menudo somos nosotros únicamente los que no logramos ver los buenos efectos de nuestro trabajo, y san Hugo se pasó los siguientes 50 años tratando una y otra vez de renunciar a su cargo, incapaz de ver la reforma que estaba consiguiendo con su liderazgo y su ejemplo.
San Hugo, que probablemente es más conocido por su contribución a la formación de la Orden de los Cartujos (san Bruno fue su mentor y san Hugo le dio la tierra que se convertiría en la Gran Cartuja), se retiraba a menudo al silencio del monasterio.
Cada vez que se nombraba un Papa nuevo, Hugo presentaba su dimisión de nuevo, implorando al Santo Padre que encontrara a alguien más apropiado para la tarea. Y todas las veces, Roma y san Bruno le recordaban su deber, tanto para su diócesis como para Dios, que era quien obraba a través de él.
Después de su episcopado de 52 años, la diócesis de Grenoble era un lugar totalmente diferente, transformado por los dones naturales de san Hugo y el poder de Dios a través de su humilde siervo.
Al final de su vida, todavía esperanzado con poder retirarse a una vida de silenciosa oración, san Hugo fue capaz de hacer suyas las palabras de Isaías: “Yahveh, tú nos pondrás a salvo, que también llevas a cabo todas nuestras obras” (Isaías 26:12).
Así, pasó medio siglo reformando al clero, atendiendo a los pobres e inspirando a los fieles a seguir sus humildes pasos. A pesar de sufrir unos agotadores dolores de cabeza durante años, nunca se quejó ni bajó su ritmo de trabajo, y al final de su vida escuchó cómo el Padre le recibía a un descanso bien merecido: “Bien hecho, mi buen y leal siervo”.
Recemos por todos los que se sienten incapaces de vivir la vida que el Señor les ha concedido, por que reconozcan con humildad que Dios mismo luchará por ellos.
San Hugo de Grenoble, ¡ruega por nosotros!