Por Gustavo Baena SJ- Revista Theologica Xaveriana N°128 (Octubre-diciembre 1998). Pontificia Universidad Javeriana. Facultad de Teología.
Resumen
El Proyecto educativo de nuestra Universidad Javeriana tuvo en gran manera como fuente y criterio las Orientaciones del RP Peter-Hans Kolvenbach, Prepósito General de la Compañía de Jesús, sobre la Universidad Jesuítica, como obra apostólica de la Compañía. En esas orientaciones se percibe que, desde San Ignacio, la Compañía acogió la Universidad para educar en valores dentro de lo académico y a través de lo académico. Esta intencionalidad apostólica de transformación de valores implica necesariamente una imagen ideal de hombre, puesto que es éste el único referente de los valores y, al mismo tiempo, el punto de partida y su objetivo. Por otra parte, el mismo Padre General señala que esa misma comunicación y transformación de valores se logra principalmente en el campo específicamente académico de la interdisciplinariedad. De allí, entonces que la base de esta tarea sea identificar cual debe ser esa imagen ideal de hombre que se desea formar en la universidad, imagen no puede ser otra que la revelada en el misterio de la Encarnación.
Introducción
Los Documentos de Misión y el Proyecto Educativo de la Pontificia Universidad Javeriana tuvieron, en gran manera, como fuente y criterio, no solo la Misión de la Compañía propuestos hoy por las últimas Congregaciones Generales del Instituto, sino también las orientaciones del RP Peter-Hans Kolvenbach, Prepósito General de la Compañía de Jesús sobre la Universidad Jesuítica hoy, como obra apostólica (1).
Es, pues, el propósito de este trabajo identificar cual es la imagen humana ideal que se pretende formar en nuestros estudiantes en lo académico y a través de lo académico y a qué tipo de ser humano pretende servir con prioridad nuestra Universidad, supuesto el contexto real de nuestro país, siguiendo de cerca las Orientaciones del Padre General.
Pero antes de entrar a identificar esa imagen ideal de hombre en sí misma, que pretendemos formar, me parece oportuno considerar el lugar que ocupa dicha imagen ideal, dentro del contexto lógico de la concepción de Universidad jesuítica, que con tanto empeño promueve nuestro Padre General.
I. LA IMAGEN IDEAL DE HOMBRE COMO FINALIDAD DE LAS CIENCIAS EN NUESTRA UNIVERSIDAD
La razón fundamental por la cual la Compañía de Jesús opta, en su labor apostólica, por la educación en colegios y universidades se remonta a la voluntad misma de su fundador:
Ignacio sabía perfectamente que un colegio es un colegio y una universidad una universidad. Tienen su propia finalidad y no son mera oportunidades para la evangelización o la defensa de la fe. Puesto que la difusión de la reforma se debía en parte a la decadencia de los estudios, Ignacio -en pos del hombre integral, «virtuosos y doctos» (Const. 308)- adoptó los valores y la transformación de los valores que un colegio o una universidad pueden garantizar y desarrollar (2).
En consecuencia, la universidad no es un espacio para desarrollar allí, paralela a lo académico, una pastoral evangelizadora; la pretensión de Ignacio era educar personas precisamente por medio de lo típicamente académico, comunicando valores en las ciencias y por las mismas ciencias, por eso afirma:
Es mi convencimiento, que en el interior de la Compañía de Jesús, existe actualmente la conciencia de que no hay aspecto en la educación, aún en las llamadas ciencias puras, que sea neutral. Toda enseñanza comunica valores y estos valores pueden ser tales que promuevan la justicia o estén en pugna, parcial o totalmente, con la misión de la Compañía de Jesús hoy en la Iglesia (3).
Pero el Padre General va más allá, hasta el plano de lo concreto, a saber, cuales serían los mecanismos que deben emplearse dentro de la Universidad para comunicación y transformación de valores cuando dice:
Pero entonces, cómo podremos comunicar efectivamente los valores evangélicos e ignacianos a fin de formar las mentes y los corazones de nuestros estudiantes? Permítanme referirme a continuación a tres campos específicos y complementarios de lo expuesto: 1. La Interdisciplinariedad…2. La Reflexión… 3. El Trabajo en conjunto (4).
Pero de estos tres campos específicos el que mejor comprensión y más ampliación exige es la interdisciplinariedad; ésta no siempre es un término unívoco como lenguaje académico, y por otra parte, tiene un sentido particular dentro del contexto de las orientaciones del P. Kolvenbach sobre la Universidad Jesuítica.
Ya de entrada el Padre General señala hacia dónde apunta como objetivo la interdiciplinaridad, en función del hombre:
En una Universidad cada ciencia es insuficiente en sí misma para explicar la totalidad de la creación. Por eso se requiere una integración cualitativa de la investigación que desemboque en una verdad más amplia. Es una lástima que la interdisciplinariedad, que es el único camino significativo para curar la fractura del conocimiento, sea considerada todavía un lujo reservado a algunos seminarios ocasionales de gentes selectas o de los consejos directivos o que se reduzca a unos cuantos programas de post-grado. Por supuesto que un acercamiento interdisciplinario no carece de problemas: corre el riesgo de recargar simplemente a los estudiantes, de enseñarles relativismo, de convertirse en una violación inadmisible de la metodología de las disciplinas particulares. Pero un amor por la verdad total, un amor por la entera situación humana, puede ayudarnos a superar estos y otros problemas posibles (5).
Si el objetivo de las ciencias es el hombre, y además, así lo afirma expresamente el Proyecto educativo de nuestra Universidad: «Fin de la Universidad Javeriana es el ser humano y en él reconoce el sentido y finalidad de la ciencia» (n.43); y lo es precisamente porque las diferentes ciencia o son ellas mismas valores, o porque promueven valores, o porque educan en valores; solo que todo esto exige un conocimiento muy consciente y diferenciado de los valores mismos.
Por eso es oportuno tener presente una ilustrativa descripción de lo que son los valores:
Valor significa literalmente algo que tiene precio, que es querido, que es de mucha estima o que vale la pena; consiguientemente, algo por lo que uno está dispuesto a sufrir o a sacrificarse, algo que es una razón para vivir y, si fuere preciso, para morir. Así, los valores aportan a la vida la dimensión del «significar algo para alguien». Son los rieles que mantienen el tren en su camino y le facilitan el deslizarse suavemente, con rapidez y determinación. Los valores proporcionan motivos, dan identidad a la persona, le ponen facciones, nombre y carácter. Sin valores uno fluctuaría como los troncos en los remolinos del Potomac. Los valores son algo que ocupa el centro de la propia vida, marcando su extensión y su profundidad (6).
Es evidente que todo esto exigiría una intencionalidad consciente debidamente ilustrada y metódicamente buscada, que ayudara a descubrir los valores implicados en cada una de las ciencias y, a su vez, los promoviera en el orden práctico. Esta es justamente la función propia de la interdisciplinariedad. Por eso, este campo específico no es una mera concepción especulativa y globalizante de las ciencias, es ante todo un mecanismo práctico de integración de los saberes de la Universidad, que debe ser científicamente tratado y sistemáticamente programado para que todas las ciencias encuentren su armonía en su objeto que es el hombre.
Así, pues, la armonía de las ciencias como procedimiento interdisciplinario se mueve dentro del campo de los valores de las mismas ciencias, y son éstos, los valores, los que apuntan como a su único referente:
Es, pues, esta primacía del hombre, la que apremia a la Universidad Católica y Pontificia, y a la Universidad de la Compañía a empeñarse, no en unos conocimientos puramente teóricos, sino que tengan como mordiente, el interés de ese hombre tomado en todas sus dimensiones (7).
Se concluye, pues, que la interdisciplinaridad si no es simplemente un mecanismo científico teórico sino un campo específico que descubre y promueve los valores de las ciencias, se sigue de allí, que tal mecanismo lo que pretende es esclarecer y promover lo auténticamente ético de las ciencias. Por lo tanto, es de decisiva importancia identificar, con precisión y detalle, cual es la imagen ideal de persona humana que se presupone como punto de partida que determine la escala de valores y debe estar a la base de las ciencias en nuestra Universidad. El Proyecto Educativo es explícito al respecto:
Para promover la formación integral en la Universidad Javeriana es esencial la comunicación de valores del Evangelio. A partir de ellos la investigación, la docencia y el servicio adquieren una dimensión trascendente que logra dar sentido al progreso del individuo y de la sociedad (n. 09).
Por su parte, el P. Kolvenbach dice:
Por eso tenemos que subrayar fuertemente que para la Universidad Católica queda manca esa realidad del hombre sin el misterio de la Encarnación que es la historización de la divinidad y la divinización de la historia. Un misterio que convulsiona nuestras posibles cosmovisiones, dándonos, además, una comprensión distinta de la historia, sencillamente porque Dios un día se hizo historia8.
Si, pues, la armonía de las ciencias como procedimiento interdisciplinario se mueve en el campo de los valores y éstos, a su vez, dependen de la imagen ideal de ser humano que se tenga; pero si, por otra parte, se establece que tal imagen ideal es justamente la que se nos revela en el misterio de la Encarnación, se entenderá el por qué la interdisciplinariedad resulta implicada en el campo mismo de la Teología, en donde recibe luz, apoyo y motivación.
Esta relación de la Teología con las demás ciencias dentro del campo específico de la interdisciplinariedad, la percibe con mucha claridad el P. General:
En plena búsqueda prometedora un cultivo serio de la Teología, en la forma académica más apropiada en cada caso puede contribuir más que nunca a lograr esta armonía o unidad de las ciencias, siempre que no reivindique el monopolio de esta exigencia universitaria… La Iglesia estimula a la Teología en el seno de la Universidad, a profundizar, sin duda, su propio saber, pero también a iniciar, en diálogo científico con otras facultades, la solución a los problemas que preocupan a la Universidad, cuyo verdadero objeto de investigación es el hombre9.
El P. Kolvenbach explicita aún más su referencia ala misterio de la Encarnación, a fin de identificar la imagen ideal del hombre acogiéndose a una muy densa declaración doctrinal del Concilio Vat, II: «Finalizar en favor del hombre, cuyo misterio se esclarece sólo en el misterio del Verbo Encarnado (Gaudium et Spes 22), he ahí la razón de ser de la labor universitaria»10.
II. SIGNIFICACIÓN DEL MISTERIO DE LA ENCARNACIÓN
En realidad, el misterio del hombre solo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado…en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación…El es imagen del Dios invisible (Col 1,15) es también el hombre perfecto…En él la naturaleza humana asumida, no absorbida, ha sido elevada también en nosotros a dignidad sin igual. El Hijo de Dios con su encarnación, se ha unido, en cierto modo, con todo ser humano (Gaudium et Spes número 22).
Dada la trascendencia de este texto conciliar y teniendo en cuenta la brevedad de este artículo, he preferido recoger algunos apartes de un estudio más amplio, que he hecho sobre este mismo número 22: su significación dentro de la Constitución Pastoral Gaudium et Spes, su génesis a todo lo largo del desarrollo del Concilio Vaticano II, su exégesis, y finalmente, su sentido y amplitud como antropología cristiana y universal.
1. La concepción que Jesús mismo tenía del misterio de la encarnación
Quizás se ha tratado este misterio desde el punto de vista abstracto o, a veces, de modo muy especulativo, tanto en el caso de Jesús como en el caso de todo ser humano, sin descubrir las implicaciones concretas en cuanto al comportamiento tanto individual como social. Por eso con toda razón el P. Tillard dice:
Hay que confesar que cierta escolástica que ha reducido el tratado de Verbo Incarnato a simples proezas metafísicas de la naturaleza y de la persona, el supuesto y la substancia, apenas ha prestado a la Iglesia el servicio que debe esperar de la reflexión teológica. Esto nos parece grave, pues la Encarnación lleva en sí un valor salvífico propio y radicalmente irreemplazable11.
A fin de evitar especulaciones acertadas o no y acercarnos más, no sólo a la realidad ontológica de la Encarnación, sino sobre todo, a su significación dentro de la economía salvífica de Dios, quizás lo más conducente, aunque parezca extraño, será recurrir a la comprensión que Jesús tenía de este misterio, tal como acontecía en Él mismo y lo vivía, y tal como lo anunció partiendo de su propia experiencia.
Es muy ilustrativo, para entender esta comprensión del misterio como Jesús lo entendía y anunciaba, volver sobre lo que fue seguramente el primer núcleo, punto de partida del n. 22 de G S, y que ya se encontraba en el primer texto del famoso Esquema XIII, que fue presentado a la consideración de los Padres en el aula conciliar, (Congregación General 105, octubre 20 de 1964)12 y sería luego la Constitución Pastoral Gaudium et Spes. Curiosamente este pequeño núcleo en cuestión y que luego daría origen al n. 22, no se encontraba en ninguno de los cuatro capítulos, que contenía, en ese momento, el Esquema XIII, sino en el Anexum I, y allí su función era fundamentar doctrinalmente dicho Anexo, cuyo título era: «De Persona humana in Societate». Es muy diciente el título que llevaba ese pequeño núcleo doctrinal: De sensu hominis in revelatione Jesu Christi.
El aparte de ese núcleo, que aquí nos interesa, es: Ideo Christus solus novit hominem, ipse scit quid sit in homine. Non solvit legem, sed extollens eius interiorem praestantiam perficit omnem legem. Ipse novit intima secreta hominis et ad cor eius loquitur, unde omnis cogitatio el omnes actos voluntatis el amoris procedunt. Agnoscentes in eis nosmetipsos, in ipsis simul agnoscimus Christum13.
Por eso deja de ser menos extraño que intentemos saber cómo Jesús comprendía al hombre y cómo en concreto le decía al hombre lo que el hombre es.
Un análisis de las parábolas de Jesús no ya como formas empleadas y hasta nacidas en contextos vitales propios de la Iglesia primitiva, o bien en el contexto vital al que correspondían las intencionalidades de los tres primeros Evangelios, sino en cuanto consideradas, ellas mismas, en entera vinculación con la persona y experiencia misma de Jesús14 y, en lo posible, con las intencionalidades del mismo Jesús15, arrojaría los siguientes resultados:
a) Las parábolas son un lenguaje para expresar el acontecer de la acción de Dios Creador en Él, que Él experimenta y con las características que de Él siente en el contacto inmediato con Dios su Padre.
b) Jesús pretende hacer tomar conciencia a los que le escuchan de cómo Dios crea a los hombres, esto es, aconteciendo en ellos y, en consecuencia, cómo Dios actúa en cuanto Creador de seres humanos. De donde se sigue cual es el concepto que Jesús tenía del ser humano, a saber, alguien con quien Dios hace comunión para que sea realmente hijo de Dios.
c) Jesús hace este anuncio, del Reino de Dios Creador, para que sus oyentes, siendo conscientes de este modo de proceder de Dios, que obra personalmente en ellos, asuman su vida y sus comportamientos cotidianos en entera coherencia con esa realidad divina.
Estos resultados tan sintéticos piden alguna ampliación:
Jesús pretendía con sus narraciones parabólicas, que sus oyentes descubrieran y sintieran en ellos mismos el obrar de Dios y se comprometieran éticamente con ese proceder, de la misma manera como el mismo Jesús descubría, percibía y se comprometía con ese mismo Dios, su Padre, que acontecía humanizándose en Él, haciendo incondicionalmente su voluntad, voluntad expresada para Él en ese mismo acontecer, en cuanto percibido conscientemente por Jesús.
La parábola en sí misma es una modesta narración de lo mundano y de lo cósmico, pero lo que Jesús buscaba, no era precisamente comparar lo mundano y cósmico con lo divino, sino mostrar un acontecer, a fin de establecer, de esa manera, una relación con el oyente, que lo dispone y lo mueve a que en Él también acontezca lo que en mismo Jesús acontece16. Por su parte E. Schweizer dice:
Pero todavía más importante es cómo (Jesús) hablaba de Dios. El narra parábolas. Una parábola solo puede entenderse si uno se deja mover por ella. La parábola puede decir hoy una cosa y mañana otra. Una parábola no se posee para siempre. Naturalmente, uno la puede aprender de memoria y, en este sentido, se la puede «poseer»; pero lo que significa en esta o en aquella situación, nunca lo sabemos de antemano. Si Jesús habla de Dios en parábolas, lo hace así porque sabe que Dios es un Dios vivo que siempre nos habla de una forma nueva y que nunca tenemos a nuestra disposición17.
Y en otro lugar afirma:
Su «extrañeza» (la de Jesús) consistía en que Él contaba con la presencia de Dios en todo su hablar, obrar y padecer. Por eso se expresa en parábolas, porque contaba con que luego sería el mismo Dios el que hablaría en el corazón de sus oyentes y les diría lo que eso significaba para ellos18.
El contenido propio de este lenguaje que junta en un mismo acontecer la relación de Dios con Jesús, así como la relación de Dios con el oyente19, no puede tener su origen en otra cosa que en la relación de inmediatez de Dios con Jesús mismo.
Por eso se entiende el por qué de la necesaria vinculación de la parábola con la experiencia de Jesús; en efecto, si en Jesús mismo no hubiese estado aconteciendo la real presencia de Dios con toda su libertad, las parábola no habría tenido el efecto pretendido por Jesús. Porque ese mismo acontecer no sólo era el contenido de la parábola, sino al mismo tiempo la garantía de su eficacia; de lo contrario, habría carecido de capacidad para disponer al oyente a abrirse a la relación de Dios con él, de tal manera que pudiese Dios acontecer en él, en el mismo sentido en el que acontecía la presencia personal de Dios en Jesús.
La Comunidad cristiana primitiva, supuesta la experiencia pascual, comprendía, muy movida por la tradición de la predicación de Jesús, particularmente sus parábolas, que Jesús, y su historia en cuanto narrada en la Comunidad era la Parábola20 con la cual Dios humanizado se decía, Él mismo, en el hombre Jesús para que los hombres comprendieran lo que ellos mismo eran. Esta es precisamente la intención del Concilio cuando afirma:
En la misma revelación del misterio del Padre (el misterio del Verbo encarnado) y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación (G S n. 22).
Se desprende, pues, con facilidad, que en el misterio de la Encarnación, tal como Jesús lo experimenta, lo comprende y lo compromete como hombre, en el cual Dios acontece a plenitud, lo que está implicado es la manera como Dios actúa creando a los seres humanos, esto es, habitando en ellos, -por la acción del Espíritu Santo, como precisaría luego la Iglesia primitiva- trascendiéndose en ellos y por lo tanto humanizándose en los mismo hombres.
Esta manera de actuar de Dios, en su tarea por crear al hombre, tiene una finalidad específica, a saber, hacer de los seres humanos verdaderos y reales hijos de Dios, participándoles la divinidad, haciendo comunión (koinonía) con ellos y dándose aconteciendo personalmente en ellos por su Espíritu, y por la misma razón, haciéndolos inmortales, liberándolos por ese mismo hecho, del poder de la finitud que tienen los elementos contingentes o corruptibles, que también componen al ser humano terrestre. Esta comprensión del sentido del hombre revelado en Jesucristo es ya doctrina común de San Pablo -como lo veremos más adelante- y admirablemente recibida e interpretada por la penetrante Cristología de San Ireneo; según él en la Encarnación Dios hace comunión (koinonía) con el hombre con el fin de participarle su incorruptibilidad o su inmortalidad21.
2. La antropología cristiana
El hombre que Dios revela en el misterio de la Encarnación, no es el hombre meramente biológico, compuesto de «alma y cuerpo» o el «animal racional», o «animal que posee razón» o «cosa que es material y espiritual» o «materia biológica con capacidad de replegarse conscientemente sobre sí misma»; ni es el hombre que es una concepción particular de una religión o de una creencia; sino la autenticidad del hombre real y total que es común a todo hombre y que por lo tanto interesa y toca a la universal humanidad.
La pretensión del Concilio Vaticano II a todo lo largo del tratamiento del Esquema XIII, que sería luego la Constitución Gaudium et Spes, era configurar desde la revelación22, una Antropología Cristiana23, que fuera luz para todos los pueblos, mostrando qué es el hombre real e ideal deseado por Dios mismo, y así poder ofrecer un fundamento doctrinal firme, sobre el cual se asentara coherentemente todo el entramado de la vida de toda la humanidad: sus núcleos básicos, sus responsabilidades sociales a todos los niveles, la armonía de todas las culturas situadas sobre una imagen subyacente de hombre auténtico y consecuentes con esa misma imagen en sus escalas de valores, frente a los problemas sociales, políticos, económicos y religiosos, que perturban la comunidad internacional y así se pudiera asegurar una paz mundial.
Pero también los teólogos, que no solo participaron en el Concilio sino que luego se pronunciaron para explicitar los propósitos del mismo, ven en los dos primeros capítulos una auténtica e intencionada antropología cristiana24. Más aún, con relación al n. 22, el Concilio pretendía mostrar, en el misterio de la Encarnación, el fundamento último de la dignidad de la persona humana y por lo tanto, es allí, en su propio acontecer, donde se dibuja la antropología cristiana, o el hombre en su total dimensión25.
Pero al decir que allí se trata de una antropología cristiana, no se quiere reducir a una antropología particular, o a la concepción humana de una determinada creencia religiosa, ni tampoco a una antropología del monopolio de los cristianos. Fue intención, varias veces manifestada en el Concilio por los Padres, que esta antropología, en cuanto revelada en el misterio de la Encarnación, es revelación del Dios único, para la universal humanidad; de allí, entonces que el hombre revelado en Jesús de Nazaret es todo hombre, el hombre universal26.
La novedad de la Antropología Cristiana ya aparece claramente visualizada en el Nuevo Testamento. En efecto, la Comunidad cristiana primitiva, a partir de la experiencia pascual, comprendió que la humanización de Dios en el hombre, o la trascendencia de Dios, haciendo comunión de vida divina con Él, ya realizada en su plenitud en Jesús y percibida y anunciada por Él mismo, era posible por la acción personal del Espíritu de Dios que habita en el hombre mismo (Rm 8, 5-11; 1 Co 3,16). Esto quiere decir, que Dios hace presencia personal actuante en nosotros por su Espíritu y de igual manera el Hijo de Dios encarnado también actúa personalmente en nosotros por su Espíritu (Flp 3,10; 1 Co 2,1-5; 2 Co 4,7-12). Brevemente, el Padre y el Hijo encarnado acontecen en nosotros, se humanizan, se hacen historia, por la acción personal del Espíritu.
Según San Pablo, la función del Espíritu, que habita en nosotros, consiste en hacernos hijos de Dios, como Jesús:
En efecto todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios, pues no recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en el temor, antes bien, recibisteis un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar Abba! Padre (Rm 8,14s). Es decir, de la misma manera que Jesús en Getsemaní (Mc 14,36).
Pablo más adelante afirma: «El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios» (Rm 8,16). Según esto, Pablo considera como integrantes del hombre revelado en Cristo, el Espíritu de Dios y el espíritu del hombre y además su materia corpórea. Esto significa, entonces, que para Pablo el cuerpo no es solamente la materia corpórea, sino todo el hombre terreno y corruptible o finito, con su espíritu también terreno y corruptible o finito, mientras que su alma o el Espíritu que configura todo el hombre terreno y lo diviniza, es el Espíritu de Dios (1 Co 15,452-50; 2 Co 4,7-5,5).
Esta Antropología se refleja en la doctrina del mismo Pablo sobre la Comunidad cristiana como Cuerpo del Señor en sus cartas auténticas (Rm 12, 4-13; 1 Co 12, 1-30). Aquí la cabeza no se menciona y con toda razón, mal haría Pablo desde su visión propia identificar a Cristo con una parte del cuerpo, como es la cabeza; por eso la función de Cristo en la comunidad no es propiamente ser cabeza -como sí ocurre en Cartas de discípulos de Pablo, como Colosenses y Efesios y cuyas razones habría qué explicar- sino ser el Espíritu, o el alma de la Comunidad, dándose personalmente a ella por medio de su Espíritu y configurándola como su propio cuerpo; (Rm 8,18-13; 2 Co 3,17-18) pero aquí no se trata solamente de la comunidad en su conjunto sino de cada uno de sus miembros, (Rm 12,5;1 Co 12,27) de lo contrario tal doctrina no sería real ni concreta.
De allí, entonces que en la Antropología cristiana, el Espíritu de Cristo o las primicias del Espíritu, que habita en nosotros, es propiamente nuestro espíritu o nuestra alma, porque su función es configurarnos con esa imagen que se revela en Jesús (Rm 8,29).
Es oportuno y consecuente con la comprensión paulina de la Encarnación, hacer referencia a la manera como se recibió esta doctrina desde la Época de los primeros Padres de la Iglesia.
El P. Orbe en su penetrante estudio sobre la luminosa Cristología de San Ireneo, descubre esa antropología revelada en el Verbo Encarnado. Para San Ireneo el orden de la economía humana sería así:
a) Primero el plasma; b) luego su animación que le constituye «hombre animal»; c) por fin, la comunión del Espíritu, que le hace el «hombre espiritual»… «El plasma y el alma no hacen todavía al hombre espiritual perfecto, de San Ireneo (resp. de San Pablo). Componen al hombre animal destinado a «Espiritual»27.
En términos muy semejantes se expresa E. Schweizer:
Adán se convirtió sólo en «alma viviente», cuando Dios le insufló el «alma» o el «hálito de vida» (Gn 2,7). Esto es lo que somos nosotros: una persona viviente, dotada de un alma. Y si se puede decir algo más de nosotros, esto sólo es posible porque Cristo llegó a ser algo más que Adán. El se hizo «espíritu viviente» (o «espíritu que crea la vida») como dice Pablo. Así, pues, en Cristo, el Espíritu creador de Dios se hizo de tal manera viviente que nos proporciona una vida real y definitiva, y nos establece como «cuerpo espiritual» o como «hombre celestial28.
El P. Orbe señala a qué limitaciones insalvables podría llevar si el hombre real solo tuviera las dimensiones que percibe la filosofía, y por eso dice:
El concepto estricto de anthropos, compuesto de alma y cuerpo, prescinde de la economía de Dios sobre Él. Y como Ésta une lo antropológico, la cosmogonía y lo soteriológico y aún lo trinitario; el hombre de la filosofía, aceptable quizás en pura hipótesis, apenas resuelve nada en el actual orden de cosas»29. Y luego agrega, quien concibe al hombre como simple animal racional, compuesto de alma (racional y libre) y cuerpo, corre el peligro de presentarle como una especie más; perfectible en sus individuos, dentro del orden moral, pero sin salir nunca de las fronteras de lo humano. La especie como tal hará progresos hacia fuera en las ciencias, en el arte y en la técnica; hacia adentro en lo moral. Pero jamás se supera a sí30.
Pero estos tres elementos (carne, alma y Espíritu de Dios) no se unifican por yuxtaposición, ni siquiera por unión de partes, sino que hacen una sola substancia o unión personal. Luego comenta el P. Orbe: El hombre perfecto resulta de la unión del cuerpo, alma y espíritu, o de la unión de nuestra humana sustancia compuesta de cuerpo y alma y el Espíritu de Dios31.
Muy cercana a esta concepción del hombre se sitúa la percepción que tiene el P. Kolvenbach sobre la persona humana ideal que se revela en el misterio de la Encarnación y que propone como punto de partida de las escalas de valores que se deben descubrir y promover en las ciencias de una Universidad jesuítica: «Pertenece a la realidad misma del hombre su transfiguración en Cristo por la potencia del Espíritu»32.
3. Una ética individual y social coherente con una antropología cristiana
Si se leen cuidadosamente los Evangelios y se atiende, no sólo a los hechos y comportamientos de Jesús, sino a sus instrucciones y exhortaciones, se descubriría que su modo de proceder es una absoluta coherencia con la «plenitud del Dios vivo que habita en Él» (Col 2,9) y una fidelidad u obediencia incondicional a su voluntad, voluntad que Él percibe, y precisamente, en el continuo contacto inmediato con el acontecer de Dios en Él.
Por otra parte sus instrucciones no son propiamente un conjunto de normas morales, sino, más bien, promoción de actitudes y comportamientos que sean coherentes con la realidad del Dios vivo, que habita en todo ser humano. Tal era justamente el propósito buscado por Jesús en sus parábolas.
Parecería que el discurso de Jesús en el monte, (Mt 5-7) en cuanto colección de numerosas y pequeñas unidades de tradición, independientes y hasta de diverso origen, pero ensambladas, en gran parte, según una lógica de secuencias literarias intencionadas, pero que además siguen muy de cerca o reflejan la directa predicación de Jesús, se presentaría ante un lector desprevenido y menos crítico, como intolerables en algunas partes, o como contrarias al sentir común en otras o, en fin, como exageradas o demasiado exigentes.
Por eso, este discurso, no resulta auténticamente inteligible si no se presupone el anuncio del Reino de Dios, tal como fue entendido por el mismo Jesús; o en otros términos, si el que lo lee o lo escucha, no se sitúa vitalmente en la misma experiencia que Jesús tenía de la relación de Dios con Él. Esto quiere decir, que quien lea o escuche este discurso de Jesús en el monte, desde la óptiva vital de la soberanía de Dios en sí mismo y se haga responsable de Dios como creador, con relación a sus hermanos, como lo hizo Jesús, el contenido de este discurso resulta coherente con el Reino de Dios realmente aconteciendo o, lo que es lo mismo, auténticamente vivido.
Es aquí donde podemos entender y hasta tratar de configurar lo que debe ser una Ética cristiana, en cuanto coherencia, conscientemente comprendida, asumida y continua, con la realidad del Dios vivo, que habita en nosotros, moviéndonos e impulsándonos en nuestros comportamientos cotidianos y que se deja sentir en su mismo acontecer, en nuestra interioridad consciente por la acción personal del Espíritu de Dios (Rm 8,26-27).
Por eso, en consecuencia, el hombre total y auténtico, que se revela en Jesús, solo puede desatar una Ética coherente y consecuente con su propia realidad, también divina, si se abre conscientemente a la acción del Espíritu de Dios y se deja guiar mansamente por ese mismo Espíritu; (Rm 8,14) y esto es justamente lo que constituye al hombre en cuanto divino, o lo diviniza o lo hace hijo de Dios, o sea, auténtico ser humano.
El P. Kolvenbach repite, en varias de sus alocuciones sobre la tipicidad de la educación en una Universidad Jesuítica, algunas fórmulas, aunque con variantes secundarias. Me permito transcribirlas, dada su significación en el contexto de tales documentos:
La reducción del mensaje evangélico a la sola dimensión socio política, robaría a los pobres lo que constituye un supremo derecho suyo: el de recibir de la Iglesia el don de la verdad entera sobre el hombre y sobre la presencia del Dios vivo en su historia33.
En un College o Universidad de Jesuitas el conocimiento de la realidad total resulta incompleto, y hasta no verdadero, si le falta el conocimiento de la humanizadora Encarnación de Dios en Cristo y la divinización del hombre y de la mujer por el don del Espíritu34.
Por eso tenemos que subrayar fuertemente que para la Universidad Católica queda manca esa realidad del hombre sin el misterio de la Encarnación, que es la historización de la divinidad y la divinización de la historia35.
En una Universidad como ésta, el conocimiento de toda la realidad queda inacabado -y desde este punto de vista, no se podría llamar verdadero- sin el complemento de lo que significa la Encarnación humanizadora de Dios en Jesús y la divinización de la humanidad por el don del Espíritu36.
Estas recurrentes afirmaciones del P. General están en entera correspondencia con todo lo anteriormente visto y cuyo núcleo lo constituyen las dos siguientes expresiones:
Primera: «el conocimiento de la humanizadora Encarnación de Dios en Jesús».
Aquí se trata de una descripción densa y estereotipada de lo que es realmente el ser humano que se revela en el caso de Jesús, o sea la Antropología cristiana.
Segunda: «el conocimiento… de la divinización del hombre y de la mujer por el don del Espíritu».
Divinización no es, en este contexto, un lenguaje mítico o para expresar que una realidad creatural o finita deje de serlo, para convertirse entitativamente en otra realidad divina o infinita. Esta segunda expresión no es desvinculable de la primera; más bien, expresa la coherencia del comportamiento humano, supuesta la Antropología cristiana.
Se trata, pues, nuevamente, de una descripción densa, estereotipada y además fundamental, de lo que debe ser una Ética cristiana.
¿Qué se quiere decir, entonces con la expresión «el conocimiento… de la divinización del hombre y de la mujer por el don del Espíritu, en cuanto ética cristiana? ¿O a qué corresponde en la esfera de lo concreto y de los comportamientos prácticos?
Para responder a estas preguntas, resulta obligado y determinante, volver de nuevo a la Encarnación en el caso de Jesús, como norma y como criterio. Ya habíamos visto, más arriba, que en este misterio, tal como fue experimentado, comprendido y anunciado por el mismo Jesús, se nos revela, que Dios crea al hombre trascendiéndose en Él, humanizándose en Él, o en forma más penetrante para lo que estamos buscando, haciendo comunión (koinonía) con el hombre, dándose incondicionalmente a Él, y por la misma razón, participándole su vida o su divinidad, para que fuera realmente hijo de Dios y no muriera nunca, esto es, infinito inmortal.
Pero esa divinidad dada o participada concedida al ser humano por la acción del Espíritu de Dios, si no encuentra resistencias en la finitud del hombre, como fue el caso de Jesús, lo lanza también incondicionalmente al servicio de sus hermanos, preferentemente en favor de lo más débiles y desprotegidos; o lo que es lo mismo, lo lanza a hacer comunión (koinonía) con sus hermanos, participándoles todo lo que le es dado, a saber, lo divino, su misma vida.
Es de gran significación para precisar más la imagen ideal del hombre deseada por Dios y revelada en la Encarnación y por lo tanto criterio último de los valores cristianos, tener en cuenta un logion, o sentencia de Jesús, que sorprendentemente se encuentra repetido, con pocas variantes, en los cuatro Evangelios37, y con igual sentido en numerosos lugares del resto del Nuevo Testamento38.
La forma original del logion parece encontrarse en Marcos (8,35)39 y es no solo premarcana sino, según algunos críticos, posiblemente auténtica palabra de Jesús; y si prescindimos ahora de las adiciones hechas, por razones claras, por este evangelista, tendríamos el logion original40: «Quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida, la salvará»
La fórmula, en todos los paralelos de los cuatro Evangelios y hasta en los de sentido, del resto del Nuevo Testamento, se encuentra en contexto del seguimiento del Crucificado y probablemente responde a contextos históricos de persecución41, o en otros términos, se trata de un empleo de un logion de Jesús para expresar, ya en la comunidad cristiana, el Bautismo, como una identidad con Cristo crucificado, lo que es lugar común en todo el Nuevo Testamento.
El logion ya en labios de Jesús significa el ideal del ser humano, tal como Jesús lo entendía, desde su propia vida y desde la experiencia de inmediatez con Dios su Padre.
De aquí se sigue que Jesús pensaba, desde su propia experiencia, que el ser humano, al venir a este mundo, tiene que enfrentarse a una alternativa: o venir al mundo a cuidar su vida, esto es, a buscar intereses y encerrarse en sí mismo y esto sería ir contra la voluntad de Dios y en consecuencia perder o frustrar la vida; o bien, venir al mundo a entregar la vida, dándose, no buscando sus propios intereses sino buscando servir a los otros y esto sería la voluntad de Dios, en armonía con la realidad de El, que crea al hombre dándose humildemente a Él.
El logion de Jesús no sólo revela cual es la imagen ideal de hombre, que Él percibe desde su propia vida, sino que va más allá y expresa una sensatez que tiene significación y validez para la universal humanidad el (hombre universal); en efecto, es lugar común en el sentir humano, que el destino práctico del hombre no puede ser sino: o darle sentido a la vida sirviendo y siendo útil o frustrar la vida encerrándose en su propios intereses y siendo inútil para sus semejantes.
Esta sentencia, lo repito, expresa fundamentalmente la ética del mismo Jesús, a saber, si Dios creaba su humanidad, humanizándose en Él, haciendo comunión con Él, entonces, su comportamiento coherente y obviamente consecuente con esa misma realidad divina que acontecía en Él, era hacer comunión (koinonía) con sus hermanos los seres humanos, dando su vida incondicionalmente, inclusive hasta la muerte ignominiosa y violenta. Esto lo realizó sirviendo, sin buscar nunca su propio interés.
Su ética, en suma, fue haber asumido responsablemente en su humanidad, la solidaridad de Dios mismo con los seres humanos, o en otros términos, Jesús mismo fue la diáfana solidaridad de Dios con la humanidad y por tanto es ésto lo que constituye fundamentalmente la ética cristiana.
Por eso todo ser humano, cuando es consciente de ser Él mismo un don de Dios, para ser dado y no para ser retenido por sí mismo, no lo hace espontáneamente movido por ningún poder o tendencia terrena o finita, sino movido por el don del Espíritu de Dios, que habita en Él y hace unidad personal con su ser, dándose o sirviendo en solidaridad incondicional.
Pero a pesar de que el hombre constitutivamente es creado personalmente por Dios, por medio de su Espíritu que habita en Él; sin embargo, también el hombre es constitutivamente terreno, contingente o finito, y por lo tanto, con una fuerza o un poder (Rm 7,14) que lo presiona y lo esclaviza a aferrarse a lo finito o contingente, apoyarse en su propia autosuficiencia y en consecuencia a buscarse afanosamente a sí mismo, a sus intereses. Esto es lo que Pablo llama pecado en singular, expresión que en términos actuales no sería otra cosa, que el poder, incontrolable por nosotros mismos de la finitud. San Pablo describe así este conflicto interno: «Pues bien sé que nada bueno habita en mi, es decir en mi carne; en efecto, querer el bien lo tengo a mi alcance, mas no el realizarlo, puesto que no hago el bien que quiero, sino que obro al mal que no quiero. Y, si hago lo que no quiero, no soy yo quien lo obra, sino el pecado que habita en mi» (Rm 8, 18-20).
De allí, entonces, que en la Antropología de San Pablo, tan finamente descrita, en todo ser humano, y así lo experimentamos todos, se da un doble «Yo», a saber, el «Yo» divino, o el «hombre interior» animado y movido por la acción del Espíritu de Dios; (Rm 7,21-23) -Éste es el «Yo» auténtico deseado y buscado por Dios- y el «Yo» finito, terreno, u «hombre exterior», o el pecado que nos mueve y nos impulsa a identificarnos con lo finito o corruptible (2 Co 4,16-5,5) y a encerrarnos en nuestra propia autosuficiencia42.
Ahora ya podemos entender mejor que lo que se quiere decir con la expresión «divinización del hombre y de la mujer», no es un cambio entitativo de un ser humano, que deja de serlo, para convertirse en Dios.
Dios no crea al hombre, según la revelación, sacándolo de la nada, sino sacándolo de materia terrena o finita, hasta hacer de Él un real hijo de Dios, por participación personal de la divinidad en Él. Pero el hombre, por ser terreno, y por lo tanto, finito o corruptible, tiende, desde dentro de sí mismo, a aferrarse a lo finito o corruptible o a su propia autosuficiencia, – esto es el pecado según San Pablo; pero de otro lado, por ser creado por acontecer de Dios en Él o por participación personal de la divinidad en Él, por la acción de su Espíritu, el hombre tiende, también desde dentro de Él mismo, a salir de sí, a trascenderse en sus hermanos y también por la acción del Espíritu.
De allí, entonces, que si el ser humano opta conscientemente por la acción del Espíritu que se deja sentir en Él mismo, por medio de llamadas interiores, por las mociones interiores del Espíritu, como dice San Ignacio, o por la voz interna de la consciencia, o en fin, por aspiraciones del Espíritu, como dice el mismo Pablo, ese mismo Espíritu es quien lo libera del poder de la tendencia hacia lo finito, de la búsqueda de intereses y de la autosuficiencia (Rm 6,12-19; 8,5-13) y lo conduce al servicio de sus semejantes.
En esto consiste propiamente la «divinización del hombre y de la mujer»: optar libre y conscientemente por la acción del Espíritu, dejándose poseer o saturar por Él, de tal manera que lo transparenten en todos los comportamientos humanos y por esta misma razón, su ética coherente y consecuente es la solidaridad como manifestación, y visible, de la solidaridad de Dios con los hombres.
Síguese, en consecuencia, que cuanto más solidario es un ser humano, es tanto más divino y por lo tanto, más auténtico ser humano. Es aquí donde encuentra su sentido pleno la expresión «divinización del hombre y de la mujer por el don del Espíritu».
En el contexto de esta ética de solidaridad se sitúa una reflexión del P. Arrupe y que el P. Kolvenbach cita con regularidad en sus alocuciones sobre la educación jesuítica en la Universidad:
No es por tanto, la educación en sí misma, lo que se cuestiona, sino su integración en el conjunto del impulso apostólico de la Compañía. El Padre Pedro Arrupe proclamó con toda claridad, que nuestro apostolado en el campo educativo tiene por finalidad el formar hombres y mujeres para los demás, a imitación de Cristo, el hombre para los demás y nos retó a poner en marcha las consecuencias pedagógicas de este objetivo (AR XVII, 238s)43.
Pero esta reflexión del P. Arrupe ya dentro de las Alocuciones del P. Kolvenbach, están siempre situadas dentro del contexto del servicio de la fe y la promoción de la justicia:
La Compañía manifiesta que el servicio de la fe y la promoción de la justicia es la forma omnium que, como algo primordial, ha de integrarse en todos nuestros apostolados. Este cambio en las prioridades de ninguna manera pone en cuestión el valor de la enseñanza en cuanto tal. El decreto IV, a pesar de algunas interpretaciones, en realidad demanda que el apostolado de la educación se intensifique. El decreto describe la fuerza que el apostolado de la enseñanza tiene para contribuir a la formación de multiplicadores para el proceso de educación del mundo mismo. En este sentido la enseñanza puede ser una poderosa palanca para cambiar actitudes humanizando el clima social44.
Se deduce, pues, que la investigación en todas las ciencias, la docencia y el servicio, como funciones propias de la Universidad han de poner particular atención a la ética de la solidaridad, dando soluciones a los problemas que agobian esa masa humana que ocupa los sitios inferiores de nuestra sociedad.
Conclusión
La Universidad jesuítica no es propiamente un espacio o una oportunidad para la evangelización o la defensa de la fe45. Pero de otro lado, la Compañía de Jesús tiene muy claro que en la Universidad el objetivo de todas las ciencias es el hombre, y en consecuencia, lo que pretende es comunicar y transformar valores, puesto que los valores tienen como punto de partida y a su vez como punto de referencia una imagen ideal de persona humana.
Además vimos que esa persona humana ideal es la que se revela en el misterio de la Encarnación, manifestada en su plenitud, en la persona de Jesús de Nazaret y también allí hemos podido descubrir, en esa misma revelación, la antropología en su realidad total. Por eso, Jesús no es un caso fuera de serie, sino el tipo de la serie humana y al cual está llamado a ser todo hombre.
Es evidente que aquí no se trata de una antropología en cuanto teoría abstracta, sino de la autenticidad del hombre aconteciendo en su totalidad, para decir a todo hombre lo que Él es, es decir, el acontecer de Dios en lo humano o la humanización de Dios en todo hombre. De allí, entonces, que si cada ser humano, se abre a la divinidad, esto es, a la acción del Espíritu de Dios, que habita en Él, lo que debe transparentar es el modo como Dios lo crea, a saber, aconteciendo en el, dándose a Él. Si pues, el ser humano es coherente y consecuente con esta realidad que acontece en Él y lo crea, debe desatar en sus comportamientos cotidianos un ética de solidaridad con sus hermanos, esto es, que se comporte con sus semejantes de la misma manera como Dios se comporta con Él creándolo continuamente.
Hemos podido considerar con algún detenimiento que la interdisciplinaridad tal como la propone el P. Kolvenbach para la Universidad de la Compañía, es un campo específico de comunicación de valores evangélicos46, cuyo único referente es el hombre revelado en la Encarnación. Ello quiere decir, que lo que pretende la Universidad con este mecanismo científico y metódicamente programado es, ante todo, la ética de las ciencias, haciendo descubrir los valores que cada ciencia tiene y promueve en solidaridad con nuestros hermanos más frágiles.
Es oportuno recordar: «La diferencia entre la universidad católica y otra que no lo es consiste en el hecho de que en aquella la enseñanza y la investigación no son ni siquiera concebibles sin esta coherencia de los saberes en la realidad misma del hombre, sus valores y su sociedad. Ser universitario de una universidad católica es una tarea a realizar como profesor e investigador, como estudiante y directivo, insertando la particularidad propia de cada uno en el universal a crear»47.
Cuando se considera que la Universidad es una obra apostólica de la Compañía y ésta, a su vez proclama que el servicio de la fe y la promoción de la justicia es la prioridad de todas las prioridades48, entonces la ética de las ciencias en la perspectiva de la interdisciplinariedad, precisa aún más la solidaridad, abriéndose hacia la solución de los problemas que padecen las clases humanas que ocupan los últimos lugares de nuestra sociedad.
Notas:
1. Kolvenbach, Peter Hans, «La Universidad Jesuítica hoy», (Frascati, 5 de noviembre de 1985), en Información S.J., año XVIII, enero-febrero 1986, Madrid, pp. 7-15.
2. Kolvenbach, Peter Hans, La Universidad Jesuítica hoy…, p. 10.
3. Kolvenbach, Peter Hans, «Educación y valores» (Universidad Iberoamericana, México, 23 de agosto de 1990), en Información S.J., año XXII, sept.-oct., 1990, Madrid, pp. 146-14.
4. Kolvenchach, Peter Hans, Educación y valores…, pp. 149-153.
5. Kolvenchach, Peter Hans, Educación y valores…, p. 149.
6. Kolvenchach, Peter Hans, Asamblea de Enseñanza Superior, S.J. Universidad de Georgetown (7 de junio de 1989), en Información S.J., año XXI, julio-agosto, 1989, Madrid, pp. 112-113. Citaremos en adelante Universidad de Georgetown.
7. Kolvenchach, Peter Hans, «La Universidad: espacio para la unidad de las ciencias» (Universidad Javeriana, Bogotá, 24 de febrero de 1990) en Pontificia Universidad Javeriana, Orientaciones Universitarias No. 4, p. 7.
8. Kolvenchach, Peter Hans, La Universidad: espacio para…, p. 7.
9. Kolvenchach, Peter Hans, «Discurso en la Universidad de Deusto» (5 de junio de 1987), en Información, S.J., año XIX, sept-oct., 1987, Madrid, p. 155. Citaremos en adelante Universidad de Deusto.
10. Kolvenchach, Peter Hans, La Universidad: espacio para…, p. 7.
11. Tillard, J.M.R., «La Iglesia y los valores terrenos», en La Iglesia en el mundo de hoy, estudios y comentarios a la Constitución ´Gaudium et Spes´ del Concilio Vaticano II (Esquema XIII), Ed. Guillermo Barauna, O.F.M., Madrid, 1967, p. 260.
12. Concilio Vaticano II, Acta, vol. III, Pars V, Tomo 17, pp. 116-142.
13. Concilio Vaticano II, Acta, vol. III, Pars V, Tomo 17, p. 148.
14. Gnilka, Joachim, Jesús de Nazaret, mensaje e historia, Barcelona, 1993, p. 119.
15. Un excelente análisis de las parábolas en sí mismas y, a su vez, partiendo de un estudio crítico sobre las posiciones de A. Jülicher, R. Bultmann, C.H. Dodd, J. Jeremias, E. Lohmeyer y E. Fuchs nos lo ofrece Jüngel, Eberhard, Paulus und Jesus, Tübingen, 1962, pp. 87-215.
16. Harnisch, Wolfang, Las parábolas de Jesús, una introducción hermenéutica, Salamanca, 1989, p. 270ss., Jüngel, Eberhard, Dios como misterio del mundo, Salamanca, 1984, p. 378.
17. Schweizer, Eduard, El Espíritu Santo, Salamanca, 1984, p. 70.
18. Schweizer, Eduard, El Espíritu…, p. 143.
19. Jüngel, Eberhard, Paulus und Jesus, Tübingen, 1962, p. 173.
20. Jungel, Eberhard, Dios como misterio del mundo, Salamanca, 1984, pp. 373-374.
21. «Il unit donc l’homme avec Dieu et opéra une commnunion de Dieu et de l’homme, car nous n’aurrion pu d’aucune autre maniére recevoir une participation a l’incorruptibilité, s’il n’était venu chez nous. Irenee de Lyon, Démonstration de la Prédication Apostolique, 31, Sources Chrétiennes, N. 62, Paris, 1959, p. 80. «Si le Verbe de Dieu ‘tient ainsi la primanté en toutes les choses’ c’est qu’il est homme véritable et ‘merveilleux conseiller et Dieu fort’, appelant de nouveau l’homme a la communion avec Dieu, a fin que, par le moyen de cette communion avec lui, nous recevions la participation a l’incorruptibilité». Irenee de Lyon, Démostration de la Prédication…, 40, p. 94.
22. Lyonnet, Stanislas, «Fundamentos bíblicos de la Constitución Pastoral», en La Iglesia en el mundo de hoy, estudios y comentarios a la Constitución ‘Gaudium et Spes’ del Concilio Vaticano II (Esquema XIII), Madrid, 1965, p. 228.
23. Las numerosas reacciones de toda índole expuestas oralmente y por escrito por los Padres frente al primer Texto del Esquema presentado en la Congregación general 105 (20 de octubre 1964) y discutido en las siguientes Congregaciones, fueron llevadas a estudio por diversas comisiones de peritos durante casi un año y se produjo un nuevo Texto, presentado a la consideración de los Padres en el aula conciliar de la Congregación General 132 (21 de septiembre 1965). Luego de la Relación general de presentación del nuevo Texto, se hizo un «Addendum: De ratione novae redactionis schematis cum textu priore», que se refiere precisamente a lo que aquí nos interesa: La Antropología Cristiana. Con relación al «Cap. I. De humanae personae vocatione,» dice: «Plura tamen de hac ‘Anthropologia Christiana’ de facto sun nova, quia a Patribus enixe postulata fuerunt». En cuanto a la Prima Pars globalmente dice: «Ex duobus elementis essentialiter constat: nempe ex Anthropologia sub lumine fidei exposita et ex Cosmologia». Y luego en cuanto a los desiderata de los Padres con relación al «Cap. I: De humanae personae vocatione, dice: “Sat multi Patres rogant ut anthropologia initium sumat in revelatione ipsa… Alii auten postulant ut fundamentum anthropologiae paeprimis in campu naturali ponatur…Plures denique insistunt in veritate ‘biblica’ circa hominem creatum ad imaginem Dei, cuius dignitas in Christo restauratur». Acta Conc. Vaticani II, Vol IV, Periodus quarta, Pars I, Tomo 21, pp. 526 y 527.
24. Schillebeeckx, Edward, «Foi chrétienne et attente terrestre», en L’Eglise dans le monde de ce temps, Constitution ‘Gaudium et Spes’ Commentaires du Schema XIII, Mame, 1867, pp. 123-131.
25. «Per comprendere il significato de questo numero nell’insieme del primo capitulo della nostra Costituziones, bisogna tener presente che il Concilio non intende esperre la dottrina rivelata su Cristo, se non in quanto essa illumina il ‘mistero dell’uomo’: la cristologia e presentata in funzione antropologica… La rivelazione su Cristo per due ragioni contiene anche un messaggio sull’uomo. Da una parte, il dogma dell’incarnazione implica una dottrina sulla natura umana, intera e perfetta, quale fu assunta da Cristo; dell’altra parte, e specialmente, il dogma della redenzione ci descrive in che cosa consiste la restaurazione dell’ imagine di Dio, operata in Cristo». Alszeghy, Zoltan, «La Dignitá della persona umana, L’imagine di Dio nella sotira della salvezza», en La Costituzione pastorale sulla Chiesa nel mondo contemporaneo, Introduzione storico-dottrinale, Testo latino e traduzione italiana, Esposizione e Commento, Torino, 1966, p. 447s.
26. «C’est bien ici que le Concile affirme avec la plus de force que l’état de l’homme renouvelé selon le Christ n’est pas le monopole des chrétiens (ch I, n. 22)», Schillebeeckx, Edward, L’Eglise dans le monde…, p.129.
27. Orbe, Antonio, Antropología de San Ireneo, Madrid, 1969, p. 17.
28. Schweizer, Eduard, El Espíritu Santo…, p. 139.
29. Orbe, Antonio, Antropología…, p. 18.
30. Orbe, Antonio, Ibídem, p. 19.
31. Orbe, Antonio, Antropología…, p. 20.
32. Kolvenbach, Peter Hans, Universidad de Deusto…, p. 156.
33.Kolvenbach, Peter Hans, La Universidad jesuítica hoy…, p. 8.
34. Kolvenbach, Peter Hans, Universidad de Georgetown…, p. 115.
35. Kolvenbach, Peter Hans, La Universidad: espacio para…, p. 7.
36. Kolvenbach, Peter Hans, Educación y valores…, p. 150.
37. Mt 10,39; 16,25; Mc 8,35; Lc 9,24; 17,33; Jn 12,25.
38. Vgr. Rm 12,1; 2 Co 6,9; 12,10 ss.
39. Schmithals, Walter, Das Evangelium nach Markus, Kapitel 1-9,1, Gütersloh, 1979, p. 392.
40. Bultmann, Rudolf, Die Geschichte der Synoptischen Tradition, Göttingen, 1958, p. 110; Schweizer, Eduard, Das Evangelium nach Markus, N T D, Göttingen 1967, p. 99; Pesch, Rudolf, Das Markus Evangelium, 2. Teil, Kommentar zu Kap. 8,27-16-20, Freiburg, 1977, p. 62.
41. Benoit, P. – Boismard, M.E., Synopse des quatre Évangiles en Français, Tome II, Paris 1972, 250.
42. Bultmann, Rudolf, Teología del Nuevo Testamento, Salamanca, 1981, p. 299s.
43. Kolvenbach, Peter Hans, La Universidad Jesuítica hoy…, p. 11. La itálica es nuestra.
44. Kolvenbach, Peter Hans, Universidad de Georgetown…, p. 110-111.
45. Kolvenbach, Peter Hans, La Universidad Jesuítica hoy…, p. 10.
46. Kolvenbach, Peter Hans, Educación y valores…., p. 149-150.
47. Kolvenbach, Peter Hans, Universidad de Deusto…, p. 156.
48. Kolvenbach, Peter Hans, La Universidad Jesuítica hoy…, p. 8.
Antropología subyacente en la universidad jesuita
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