Gonzalo Gamio vuelve a enviarme un texto, y lo coloco con un interés especial ya que toca un tema que nos debería preocupar a todos: el de la secularización. Yo había leído también la carta al Somos (del 14 de Abril 2007) que él menciona, y había tenido la misma preocupación, que él expresa en este artículo mucho mejor de lo que yo misma podría hacerlo. Va el texto de Gonzalo y dejo mis comentarios para otra ocasión.
Cuerpo místico y República (Gonzalo Gamio Gehri)
El tema del conato de captura de la PUCP ha recuperado para la discusión pública el tema – urgente, impostergable – de la necesaria secularización de la política en una democracia. Aprender a reconocer la autonomía de lo temporal le hará mucho bien a la sociedad que habitamos, y creo que también a la Iglesia. Lo digo como católico. Leo hoy una carta dirigida a la Revista Somos en la que su remitente manifiesta su irritación frente a las críticas que le ha dirigido un periodista a la autoridad eclesiástica capitalina; otros han cuestionado la protesta de los jóvenes que han salido en defensa de la autonomía universitaria y del pluralismo que la PUCP cultiva. La autora de la carta sugiere que los católicos debemos guardar un respetuoso silencio cuando la autoridad habla. Si discrepamos, debemos guardarnos esa discrepancia y ofrecérsela a Dios en oración. Recientemente hemos escuchado un alegato que describe la majestad de la investidura episcopal – señalada como fruto del designio divino – invocando los pasajes de una de las Cartas de San Pablo en los que desarrolla la idea del cuerpo místico de la Iglesia (1 Corintios 12): unos son cabeza, otros son mano, otros son pie. Todos constituyen una unidad y sirven al mismo cuerpo desde diferentes funciones. La mano no debe levantarse contra la cabeza, cada miembro debe mantenerse concentrado en su función. La moraleja de la interpretación del texto paulino es la siguiente, de acuerdo al alegato que comentamos: la autoridad no debe ser cuestionada por el cristiano de a pie.
No puedo estar de acuerdo con una posición como esa. Manifiesto mi desacuerdo – respetuoso, por supuesto, pero no por ello menos categórico – como cristiano y como ciudadano. En primer lugar porque, desde un punto de vista teológico, la única cabeza del cuerpo de la Iglesia es Cristo, y nadie más. He confirmado estos datos consultando diversos textos y recurriendo al consejo de reputados eclesiólogos. Cualquier intento por asimilar la cabeza del cuerpo místico con alguna autoridad humana puntual y local no proviene de la tradición bíblica o paulina, sino de la teoría política medieval. Se suponía que la más elevada jerarquía eclesial poseía las dos espadas, la del poder temporal y la del poder espiritual, confiadas por el mismo Dios. De este modo, su palabra (sobre cualquier tema) era incuestionable. Sabemos que muchos conservadores sienten una profunda nostalgia por la baja edad media europea, evocada como modelo de cristiandad. No obstante, la teología contemporánea ha superado hace ya tiempo esa interpretación política de la reflexión paulina.
La creencia cristiana no exige guardar silencio frente a conductas o posiciones que nos resultan inaceptables por razones que podemos establecer con claridad. Desde pequeño se me enseñó en las aulas y desde el púlpito que la Iglesia valora la profecía, la disposición del hombre de fe a denunciar la injusticia allí donde se reconoce su presencia, sin temor a llamar las cosas por su nombre. Ese camino llevó a los profetas – y al propio Jesús – a confrontar a las autoridades políticas y religiosas de su tiempo; no olvidemos el severo juicio del Nazareno acerca del comportamiento de los fariseos. Aún el texto mencionado de 1 Corintios 12 evoca el enorme valor que tiene para la Iglesia la práctica profética. El silencio y la sumisión frente a las actitudes discutibles que asuma la autoridad parecen ir en contra del ethos judeocristiano, y enrarecen el ideal de imitatio christi que guía al creyente católico.
Pero podemos hacer una observación desde otro frente no menos importante. No olvidemos que habitamos una república, una comunidad de ciudadanos. Ser un ciudadano significa ser un agente racional independiente, titular de derechos que se fundan en la igualdad civil y la libertad. Ello implica la potestad de participar en los debates al interior de los espacios públicos sin restricciones externas. Desde el punto de vista del Estado democrático constitucional, los ciudadanos somos libres de plantear nuestras inquietudes y formular nuestros argumentos en torno a cuestiones morales y políticas sin que autoridad alguna nos obligue a guardar silencio (por principio, esta tesis no debería mortificar a los religiosos ortodoxos ¡Ningún dogma doctrinal está aquí en juego!). La preservación de la autonomía de una Universidad de calidad como la PUCP ante la amenaza de que sea intervenida y convertida en un clon de la Universidad de Piura – con temas prohibidos y libros proscritos – es un buen ejemplo. Defender la libertad académica y la autonomía de las instituciones es materia de una discusión ciudadana simétrica, sin oráculos ni censuras externas. Este es un principio liberal de larga data, que los falsos liberales de la prensa conservadora han desatendido sistemáticamente en el contexto de la discusión acerca de la PUCP. Asuntos de esta clase son importantes para nuestras vidas y tenemos algo que decir acerca de ellos. Tenemos derecho a criticar y transmitir nuestra opinión bajo la única condición de respetar las reglas racionales del diálogo. El único límite, evidentemente, lo constituye el derecho de otro ciudadano.
En un país como el nuestro, en donde las fronteras entre la religión, la moral y la política son opacas para mucha gente, quizá todo esto no resulta evidente. Por ello creo que merece la pena que ciudadanos y académicos tomemos en serio la tarea de discutir y precisar mejor el mapa de nuestros espacios sociales. Examinar lo que significa vivir en un Estado laico y participar de una sociedad plural. La autonomía de lo temporal y la independencia de lo político son ideas que están presentes explícitamente en nuestra Constitución, así como en los documentos del Concilio Vaticano II. Esto no está claro en una comunidad nacional que se define políticamente como una república pero que al mismo tiempo celebra anualmente un Te Deum o admite la imagen de que cuenta con “instituciones tutelares” que pueden eventualmente guiar su destino. Mientras tales costumbres y categorías imperen en nosotros no seremos completamente ciudadanos.
Entre nosotros, la secularización constituye un proyecto incompleto, pese a que su concreción resulta esencial para transitar efectivamente el camino republicano de la modernización cultural y política. Esto no equivale a marginar la religión de la vida, sino reconocer su lugar más allá de las fronteras de lo estrictamente cívico. Se acabaron los días en que se comprendía la relación entre Iglesia y sociedad como equivalente a la que existe entre alma y cuerpo (el propio Concilio ha rechazado esa interpretación arcaica. En una democracia cada uno de nosotros tiene derecho a ser un interlocutor válido – en igualdad de condiciones – en el contexto de la discusión moral y política. Repito lo dicho hace un tiempo: en esta clase de discusiones, la única autoridad que puede ser invocada con propiedad es la de la solidez de los argumentos. En esta perspectiva, las cartas inflamadas que invocan el silencio frente a los disensos y las apelaciones nostálgicas a la teología política medieval no tienen lugar.