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El autor es Doctor en Historia de América Latina por la Universidad de Columbia, Nueva York. Profesor de Historia en la Unidad de Postgrado y en la Facultad de Ciencias Sociales, Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Investigador Asociado del Instituto de Estudios Peruanos. Conductor del programa de TV especializado en Historia “Sucedió en el Perú”, Televisión Nacional del Perú, IRTP. Autor de: Society and local power : the community of Villa El Salvador, Lima-Peru, 1971-1992, heterogeneity and social conflict / Dissertation: Thesis (Ph. D.)–Columbia University, 1997 v, 313 leaves. Includes bibliographical references.
El mito de Sísifo
Dr. Antonio Zapata Velasco
Como Arequipa y Huánuco están de aniversario, valga la ocasión para reflexionar sobre el desfase político entre Lima y las regiones. Sin proponérselo, la descentralización peruana viene profundizando el disloque entre capital y provincias. La mayor evidencia de esta situación es un Congreso sin representación de los movimientos ganadores de los gobiernos regionales. La única excepción es el APRA que dispone solamente de dos presidencias sobre un total de 26. Por ello, el Parlamento representa exclusivamente a los partidos nacionales, que no están en capacidad de competir con los movimientos regionales en las localidades y regiones. En las provincias invariablemente vencen los movimientos de base local y pierden los partidos nacionales.
Por su parte, la ley no permite que los movimientos regionales presenten candidatos al Congreso. Para ser parlamentario, uno necesariamente debe presentarse a través de un partido nacional. Así se han precavido los congresistas de una posible avalancha de parlamentarios provenientes de movimientos regionales. De este modo, se ha creado una dicotomía que no existía en el pasado político peruano.
En efecto, décadas atrás, por ejemplo en los 80, los partidos presentes en el legislativo competían exitosamente por los municipios provinciales y distritales. La lucha política estaba organizada nacionalmente y en todos los niveles participaban los mismos actores. Pero, el sistema se vino abajo presionado por sus propias ineficiencias, además del terrorismo y la hiperinflación. Ese derrumbe explica la presencia de Fujimori, y desde entonces, los partidos no se han reconstituido. Como consecuencia, carecen de fuerza orgánica verdadera. Así, no pueden ganar las competencias locales, porque allí compiten los grupos de poder local y de interés más preciso. En ese terreno los partidos valen poco o nada.
De este modo, estamos viviendo una esquizofrenia de los agentes del quehacer político. Los políticos locales no tienen espacios para entenderse con los nacionales y proceden de canteras distintas sin comunicación. Por ello abundan las mesas y otros espacios no institucionalizados ni previstos por la ley. Esa dicotomía entre los niveles de gobierno constituye una elevada vulnerabilidad del sistema. Ante cualquier convulsión fuerte puede caer.
Si se revisa la historia política peruana del siglo XX se halla que hemos vivido en un péndulo. Cada cierto tiempo se sale de una dictadura para efectuar la respectiva transición hacia la democracia. Pero los problemas no se resuelven y la democracia es débil. La carcomen la corrupción y el desgobierno. Como estos dos males se potencian, después de cierto tiempo se derrumba la democracia y el país vuelve al autoritarismo. La forma peruana de este autoritarismo es conocida como dictablanda, porque combina la dictadura con un Parlamento sometido. A este modelo responden tanto Leguía como Benavides, Odría y Fujimori, quienes gobernaron con Congresos dóciles y cierto apego a las reglas electorales.
Ese movimiento conlleva un tiempo determinado. Los últimos ciclos han establecido períodos de unos 12 a 15 años, antes de un cambio brusco de posición pendular. Es decir, si ya llevamos nueve años de democracia, la tentación autoritaria y dictatorial acompañará el próximo período presidencial. En otras palabras, tendremos 2011, pero no necesariamente 2016.
¿De qué depende? En realidad, la democracia para asentarse requiere controlar dos variables: corrupción y debilidad institucional. Pero, desde la caída de Fujimori el país no ha realizado reformas institucionales serias que destierren la corrupción e impongan el buen gobierno. A la vez, desde esa transición hemos perdido la ocasión para fortalecer el sistema político.
Los partidos siguen agónicos y la dicotomía entre gobiernos regionales y Congreso nacional constituye una debilidad de primer orden. A la larga hace ingobernable el país porque mientras ciertas decisiones se adoptan en Lima, otras se desean en las provincias. Con fragilidades de ese tipo, no extrañaría demasiado que ahora mismo estemos deslizándonos a un nuevo ciclo autoritario, que nos haga retroceder al punto de partida. El péndulo peruano evoca al mito de Sísifo. Cada vez que la democracia sube la cuesta cargando la piedra, ésta vuelve a caer.
Dr. Antonio Zapata Velasco
Como Arequipa y Huánuco están de aniversario, valga la ocasión para reflexionar sobre el desfase político entre Lima y las regiones. Sin proponérselo, la descentralización peruana viene profundizando el disloque entre capital y provincias. La mayor evidencia de esta situación es un Congreso sin representación de los movimientos ganadores de los gobiernos regionales. La única excepción es el APRA que dispone solamente de dos presidencias sobre un total de 26. Por ello, el Parlamento representa exclusivamente a los partidos nacionales, que no están en capacidad de competir con los movimientos regionales en las localidades y regiones. En las provincias invariablemente vencen los movimientos de base local y pierden los partidos nacionales.
Por su parte, la ley no permite que los movimientos regionales presenten candidatos al Congreso. Para ser parlamentario, uno necesariamente debe presentarse a través de un partido nacional. Así se han precavido los congresistas de una posible avalancha de parlamentarios provenientes de movimientos regionales. De este modo, se ha creado una dicotomía que no existía en el pasado político peruano.
En efecto, décadas atrás, por ejemplo en los 80, los partidos presentes en el legislativo competían exitosamente por los municipios provinciales y distritales. La lucha política estaba organizada nacionalmente y en todos los niveles participaban los mismos actores. Pero, el sistema se vino abajo presionado por sus propias ineficiencias, además del terrorismo y la hiperinflación. Ese derrumbe explica la presencia de Fujimori, y desde entonces, los partidos no se han reconstituido. Como consecuencia, carecen de fuerza orgánica verdadera. Así, no pueden ganar las competencias locales, porque allí compiten los grupos de poder local y de interés más preciso. En ese terreno los partidos valen poco o nada.
De este modo, estamos viviendo una esquizofrenia de los agentes del quehacer político. Los políticos locales no tienen espacios para entenderse con los nacionales y proceden de canteras distintas sin comunicación. Por ello abundan las mesas y otros espacios no institucionalizados ni previstos por la ley. Esa dicotomía entre los niveles de gobierno constituye una elevada vulnerabilidad del sistema. Ante cualquier convulsión fuerte puede caer.
Si se revisa la historia política peruana del siglo XX se halla que hemos vivido en un péndulo. Cada cierto tiempo se sale de una dictadura para efectuar la respectiva transición hacia la democracia. Pero los problemas no se resuelven y la democracia es débil. La carcomen la corrupción y el desgobierno. Como estos dos males se potencian, después de cierto tiempo se derrumba la democracia y el país vuelve al autoritarismo. La forma peruana de este autoritarismo es conocida como dictablanda, porque combina la dictadura con un Parlamento sometido. A este modelo responden tanto Leguía como Benavides, Odría y Fujimori, quienes gobernaron con Congresos dóciles y cierto apego a las reglas electorales.
Ese movimiento conlleva un tiempo determinado. Los últimos ciclos han establecido períodos de unos 12 a 15 años, antes de un cambio brusco de posición pendular. Es decir, si ya llevamos nueve años de democracia, la tentación autoritaria y dictatorial acompañará el próximo período presidencial. En otras palabras, tendremos 2011, pero no necesariamente 2016.
¿De qué depende? En realidad, la democracia para asentarse requiere controlar dos variables: corrupción y debilidad institucional. Pero, desde la caída de Fujimori el país no ha realizado reformas institucionales serias que destierren la corrupción e impongan el buen gobierno. A la vez, desde esa transición hemos perdido la ocasión para fortalecer el sistema político.
Los partidos siguen agónicos y la dicotomía entre gobiernos regionales y Congreso nacional constituye una debilidad de primer orden. A la larga hace ingobernable el país porque mientras ciertas decisiones se adoptan en Lima, otras se desean en las provincias. Con fragilidades de ese tipo, no extrañaría demasiado que ahora mismo estemos deslizándonos a un nuevo ciclo autoritario, que nos haga retroceder al punto de partida. El péndulo peruano evoca al mito de Sísifo. Cada vez que la democracia sube la cuesta cargando la piedra, ésta vuelve a caer.
Fuente: Diario La República.