Piedras, serpientes y escorpiones

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Por Julio Loredo de Izcue- Tradición y Acción por un Perú mayor.
Tal vez la historia lo recuerde como “el bombazo de Navidad”.
Durante la Santa Misa dominical en la Catedral Metropolitana, el pasado 19 de diciembre, el arzobispo de Lima, Monseñor Carlos Castillo Mattasoglio, profirió durante el sermón palabras que dejaron a los fieles estupefactos. En el corto espacio de una línea, Su Excelencia consiguió negar dos dogmas fundamentales de la fe católica: “Jesús no muere haciendo un sacrificio de un holocausto, Jesús muere como un laico asesinado”. Poco más adelante volvió a la carga: “Los sacerdotes no iban a representar la salvación [de Israel], sino un laico”.
Estas afirmaciones contienen dos errores mayúsculos:
– Jesús es un laico y no un sacerdote;
– En el Calvario, Jesús no realizó un acto sacrificial.
Así, de un solo golpe, se derriban dos columnas de la fe, y se niega el carácter redentor de la misión de Nuestro Señor Jesucristo, poniendo por ende en entredicho también sus enseñanzas, que pasan a ser no las de la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, encarnada para redimir el género humano, sino las de “un ser humano como todos ustedes que están aquí presentes”.
Como dije, esto contradice frontalmente el Magisterio.
Nuestro Señor Jesucristo es sacerdote
Es doctrina dogmática de la Iglesia que Nuestro Señor Jesucristo es sacerdote. De lo contrario, no hubiera podido transmitir el sacerdocio a sus apóstoles y, en consecuencia, ni siquiera estos a sus discípulos: presbíteros y diáconos. En otras palabras, si Jesús no fuese sacerdote, no existiría el sacerdocio en la Iglesia (y por lo tanto Monseñor Castillo no tendría ninguna autoridad…).
Sacerdote quiere decir mediador, en este caso se trata de un mediador entre Dios y los hombres.
En el Antiguo Testamento había el sacerdocio de los primogénitos de la tribu de Leví. La Biblia nos cuenta que los levitas fueron consagrados por Dios, por medio de Moisés, para el servicio del Tabernáculo y luego del Templo de Jerusalén.[1] Es de notarse que la ordenación sacerdotal de los levitas era hecha en modo casi idéntico al actual: por la imposición de las manos.
La Iglesia califica el sacerdocio levítico como legítimo pero no perfecto, pues, como dice el Concilio de Trento: “Bajo el Antiguo Testamento, como testifica el Apóstol san Pablo, no había consumación (o perfecta santidad), a causa de la debilidad del sacerdocio de Leví”.[2]
En otras palabras, los sacerdotes del Antiguo Testamento realizaban sacrificios agradables a Dios, pero sin un carácter específicamente redentor que pudiese justificar (o sea, salvar) a los hombres.

Doctrina idéntica nos es enseñada por el Catecismo de la Iglesia Católica que, como sabemos, es emanación del Concilio Vaticano II: “Dentro del pueblo de Israel, Dios escogió una de las doce tribus, la de Leví, para el servicio litúrgico (Nm 1, 48-53). Un rito propio consagró los orígenes del sacerdocio de la Antigua Alianza (Éx 29, 1-30; Lv 8). En ella los sacerdotes fueron establecidos ‘para intervenir en favor de los hombres en lo que se refiere a Dios para ofrecer dones y sacrificios por los pecados’ (Hb 5, 1)”.[3]
Siendo el sacerdocio de Leví no perfecto, continúa el Concilio de Trento: “Fue conveniente, disponiéndolo así Dios, Padre de misericordias, que naciese otro sacerdote según el orden de Melquisedec, es a saber, nuestro Señor Jesucristo, que pudiese completar, y llevar a la perfección cuantas personas habían de ser santificadas”.[4]
De Melquisedec, Rey de Salem, el Antiguo Testamento nos dice: “Ofrecía pan y vino, y era sacerdote del Dios Altísimo”.[5] El salmo 110 igualmente afirma: “Ha jurado Yahvé y no se arrepentirá: Tú eres sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec”.[6] En su Epístola a los Hebreos, san Pablo traza un paralelo entre el Sumo Sacerdote de Israel y Nuestro Señor Jesucristo, a quien llama varias veces “Sumo Sacerdote según el orden de Melquisedec”.[7]
Encuentro de Abraham y Melquisedec, Laurent de La Hyre (1629). Óleo sobre cobre – Museo de Bellas Artes, Rennes, Francia.
En esta epístola, explicando a los hebreos por qué tenían que aceptar a Nuestro Señor, san Pablo es muy claro: mudada la Ley, era necesario que mudase también el sacerdocio. Se establece así el sacerdocio de la Nueva Ley, que lleva la Redención a su completamiento: “Con esto se anuncia la abrogación del precedente mandato, a causa de su ineficacia e inutilidad, pues la Ley [antigua] no llevó nada a la perfección, sino que fue solo introducción a una esperanza mejor, mediante la cual nos acercamos a Dios. Y por cuanto no fue hecho sin juramento -pues aquellos fueron constituidos sacerdotes sin juramento, mas este lo fue con juramento, por el que le dijo: ‘Juró el Señor y no se arrepentirá: Tú eres sacerdote para siempre-, de tanta mejor alianza, se ha hecho fiador Jesús”.[8]
Por eso el Catecismo de la Iglesia Católica nos enseña: “Todas las prefiguraciones del sacerdocio de la Antigua Alianza encuentran su cumplimiento en Cristo Jesús. (…) Cristo [es] sumo sacerdote y único mediador”.[9] En otras palabras, en la Nueva Ley hay un solo sacerdocio, el de Cristo, que es perfecto. El mismo Catecismo nos recuerda la sentencia de santo Tomás de Aquino en sus comentarios a la Carta a los Hebreos: “Y por eso solo Cristo es el verdadero sacerdote; los demás son ministros suyos”.[10]
El sacerdocio de Cristo se refiere obviamente a su naturaleza humana y no a la divina. Este sacerdocio consiste en su obra de perfecta mediación entre Dios y los hombres y, como veremos más adelante, se transmite de un cierto modo a todos los bautizados (sacerdocio común de los fieles) y, en modo especial, a los clérigos a través del Sacramento del Orden (sacerdocio jerárquico, sacramental o ministerial).
Negar que Nuestro Señor Jesucristo sea sacerdote, y -por lo tanto- que haya transmitido este sacerdocio a su Iglesia, es herético. Sentencia el Concilio de Trento: “Si alguno dijere, que no hay en el Nuevo Testamento sacerdocio visible y externo; o que no hay potestad alguna de consagrar, y ofrecer el verdadero cuerpo y sangre del Señor, ni de perdonar o retener los pecados; sino solo el oficio, y mero ministerio de predicar el Evangelio; o que los que no predican no son absolutamente sacerdotes; sea excomulgado”.[11]
Más claro no canta un gallo…
Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote de la nueva Alianza.
En el Calvario Nuestro Señor ofreció un sacrificio
Esto nos lleva directamente al segundo error. Según el arzobispo de Lima, en el Calvario, Jesús no realizó un acto sacrificial para nuestra redención. Este, dicho sea de paso, es un error proprio de la Teología de la liberación, que nuestro arzobispo parece seguir, y fue explícitamente condenado por el Vaticano en 1984.[12]
La Segunda Persona de la Santísima Trinidad se encarnó para redimir el género humano, abriendo las puertas del Cielo y llevando así la obra salvífica a su perfección. Redimir significa recuperar algo pagando el precio debido. Equivale a rescatar. En la Redención, Nuestro Señor Jesucristo pagó a Dios Padre el precio de la deuda que la humanidad había contraído con el pecado original, permitiendo así al hombre entrar al Cielo. Dice san Pablo: “Habéis sido comprados a un alto precio”.[13]
Solo Cristo podía pagar esta deuda. Dado que el crimen se había cometido contra Dios infinito, solo el Hijo de Dios, igualmente infinito, podía redimirlo. De otro lado, solo Él podía ofrecer este sacrificio, pues solo un mediador (sacerdote) infinito puede ofrecer una víctima infinita. En el Calvario Nuestro Señor Jesucristo fue, pues, a la vez Sacerdote y Víctima. Fue la Víctima inocente, el Cordero de Dios que, en un acto gratuito de puro amor, expió por toda la humanidad. Esta es la causa eficaz de nuestra Redención, en la que la justicia infinita se une maravillosamente a la misericordia igualmente infinita de Dios. Cada acto de Nuestro Señor tuvo un carácter redentor. Pero su obra redentora alcanza su cúspide con su pasión y muerte en la cruz.
El sacrificio (holocausto) del Calvario fue perfecto, ofrecido una vez por todas. Se trata solo de renovarlo continuamente, para poder así perpetuar en la historia los beneficios de la Redención. Esta renovación se da en el Santo Sacrificio de la Misa, celebrado por ministros debidamente ordenados, a quienes Nuestro Señor transmite su sacerdocio. Por ello, la Misa se define como “la renovación incruenta del sacrifico cruento del Calvario”.
Misa de San Gregorio, Juan de Nalda (1505). Óleo sobre tabla – Museo Arqueológico Nacional, Madrid.
La Misa es un sacrificio. Leemos en el Catecismo de la Iglesia Católica: “[La Misa es] Santo Sacrificio, porque actualiza el único sacrificio de Cristo Salvador e incluye la ofrenda de la Iglesia; o también Santo Sacrificio de la Misa, sacrificio de alabanza (Hch 13, 15; Sal 116, 17), sacrificio espiritual (1 P 2, 5), sacrificio puro (Ml 1, 11) y santo, puesto que completa y supera todos los sacrificios de la Antigua Alianza”.[14]
Se trata de un sacramento, instituido por Cristo en la última cena. Nos dice el Catecismo, citando la Constitución conciliar Sacrosanctum Concilium: “Nuestro Salvador, en la última Cena, la noche en que fue entregado, instituyó el Sacrificio Eucarístico de su cuerpo y su sangre para perpetuar por los siglos, hasta su vuelta, el sacrificio de la cruz y confiar así a su Esposa amada, la Iglesia, el memorial de su muerte y resurrección”.[15]
El Catecismo repite lo que ya había enseñado dogmáticamente el Concilio de Trento: “El mismo Dios, pues, y Señor nuestro, aunque se había de ofrecer a sí mismo a Dios Padre, una vez, por medio de la muerte en el ara de la cruz, para obrar desde ella la redención eterna; con todo, como su sacerdocio no había de acabarse con su muerte; para dejar en la última cena de la noche misma en que era entregado, a su amada esposa la Iglesia un sacrificio visible, según requiere la condición de los hombres, en el que se representase el sacrificio cruento que por una vez se había de hacer en la cruz, y permaneciese su memoria hasta el fin del mundo, y se aplicase su saludable virtud a la remisión de los pecados que cotidianamente cometemos; al mismo tiempo que se declaró sacerdote según el orden de Melchisedech, constituido para toda la eternidad, ofreció a Dios Padre su cuerpo y su sangre bajo las especies de pan y vino, y lo dio a sus Apóstoles, a quienes entonces constituía sacerdotes del nuevo Testamento, para que lo recibiesen bajo los signos de aquellas mismas cosas, mandándoles, e igualmente a sus sucesores en el sacerdocio, que lo ofreciesen, por estas palabras: Haced esto en memoria mía; como siempre lo ha entendido y enseñado la Iglesia católica”.[16]
Negar que la Misa sea un sacrificio es herético. Sentencia el Concilio de Trento: “Si alguno dijere, que no se ofrece a Dios en la Misa verdadero y propio sacrificio; o que el ofrecerse este no es otra cosa que darnos a Cristo para que le comamos; sea excomulgado”. [17]
En el día de su consagración episcopal, Monseñor Carlos Castillo Matassoglio junto al Padre Gustavo Gutiérrez.
Piedras, serpientes y escorpiones
Las tremendas palabras de Monseñor Carlos Castillo, arzobispo de Lima, merecerían ulteriores comentarios teológicos. Pero creo que el panorama ha quedado claro. Culmino con algunas consideraciones de carácter pastoral.
La jerarquía eclesiástica, y concretamente los obispos que tienen la plenitud del sacerdocio, recibe de Dios Nuestro Señor una triple misión: enseñar, gobernar y santificar. De ella deberá rendir cuentas a Dios. Además de administrar los sacramentos que transmiten la gracia santificante y de gobernar el Pueblo de Dios para que camine en la recta vía, los obispos en unión con el Papa tienen el sacrosanto deber de enseñar la sana doctrina. Así como los fieles tienen el sacrosanto derecho de recibir de sus pastores la verdad sin mancha.
Las palabras de Monseñor Castillo no hicieron vacilar mi fe ni siquiera un milímetro. Conozco su pensamiento y, francamente, ya no me sorprende nada. Pero temo que hayan podido tener el efecto de una bomba en personas menos preparadas desde el punto de vista teológico, e ingenuamente inclinadas a aceptar todo lo que venga de su obispo. Me vienen a la mente las palabras de Nuestro Señor Jesucristo: “¿Qué padre entre vosotros, si el hijo le pide un pan, le dará una piedra? ¿O, si le pide un pez, le dará una serpiente? ¿O, si le pide un huevo, le dará un escorpión?”.[18]
Notas:
[1] Nm. 8, 5-26.
[2] Concilio de Trento, De institutione sacrosanti Missae sacrifici, Cap. 1. Denzinger-Hünermann, n. 1739.
[3] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1539.
[4] Concilio de Trento, De institutione sacrosanti Missae sacrificii, Cap. 1. Denzinger-Hünermann, n. 1739.
[5] Gén 14, 18.
[6] Salmo 110, 4.
[7] Heb 7, 17.
[8] Heb 7, 18-22.
[9]Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 1544, 1546.
[10]Santo Tomás de Aquino, Commentarium in epistolam ad Haebreos, c. 7, lect. 4.
[11]Concilio de Trento, Canones de sacramento ordinis, Can. 1. Denzinger-Hünermann, n. 1771.
[12]Congregación para la Doctrina de la Fe, Libertatis Nuntius, IX, 17.
[13] I Cor 6, 20.
[14]Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1330.
[15]Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1323.
[16] Concilio de Trento, De institutione sacrosanti Missae sacrificii, Cap. 1. Denzinger-Hünermann, n. 1739.
[17] Concilio de Trento, Canones de ss. Missae sacrificio, Can. 1. Denzinger-Hünermann, n. 1751.
[18] Lc 11, 11-12.

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Un pensamiento en “Piedras, serpientes y escorpiones

  1. Raúl Mariano Pastor Gálvez

    Si Gutiérrez está a su derecha, otros demonios le rodean. Si Jesús no hubiera sido Sumo Sacerdote, tampoco Sumo Pontífice. Si Jesús no fuera Palabra encarnada, ni Promesa plenamente cumplida, tampoco sería Primicia del Cielo y presente salvífico. Si a Jesús se le fuera a arrebatar su condición para aplanarlo en una laicidad vulgar, la Iglesia no sería su cuerpo místico y nosotros seríamos poco menos que hinchas o partidarios. Qué otra ponzoña puede esperarse de los hijos de Francisco I. Su análisis, Doctor, es humanamente justo y docto, y es, cristocéntricamente, fiel y leal.

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