Los mejores hombres luchan contra el narcotráfico
Por Geraldine Santos y Leslie Searles– Ojo Público.
El narcotráfico, la tala ilegal y el tráfico de tierras se extienden con agresividad en el territorio kakataibo, ubicado entre la frontera de Huánuco y Ucayali. Cuatro líderes de este pueblo han sido asesinados durante la pandemia de la Covid-19 y otros ocho se encuentran amenazados por grupos vinculados a actividades ilícitas. Aunque recientemente se creó la Reserva Indígena Kakataibo Norte y Sur, la Federación Nativa de Comunidades Kakataibo (Fenacoka) pide aplicar con urgencia una adecuada estrategia de erradicación de la hoja de coca y de protección a los líderes amenazados en la zona.
¡Silencio!, ¡silencio!, exclama en voz alta el indígena kakataibo Herlin Odicio. Todo el grupo de personas que lo sigue se detiene en el bosque y levanta las orejas para escuchar. Un zumbido a lo lejos se confunde con el cantar de las aves, el chillido de los monos y el croar de las ranas. “Escucha, es una avioneta”, indica el joven líder. La selva espesa hace difícil observar con claridad. Las copas de los árboles, verdes y frondosos, apenas dejan espacio para observar el cielo azul. Pasan los segundos y el zumbido se agudiza. La aeronave sobrevuela en círculos. “Es una avioneta del narcotráfico“, sentencia el apu y espera con impaciencia que aterrice para proseguir con la caminata.
“Esta es mi tierra, por aquí caminaron mis abuelos”, dice Herlín Odicio, líder de la etnia kakataibo, mientras que con la ayuda de un hacha se abre paso entre las lianas, los enormes árboles de tornillo y una enmarañada sábana de hojas y ramas. El hombre -35 años, callado, mirada serena- dirige el retorno de la Reserva Kakataibo de un equipo de Ojo Público que llegó a la zona para conocer los peligros a los que se enfrenta este pueblo, ubicado a un día y medio de caminata desde la comunidad de Yamino. Kakataibo se traduce al español como el pueblo de los “mejores hombres”.
Yamino se localiza a cuatro horas de la calurosa ciudad de Pucallpa, en la región Ucayali, ubicada en la frontera amazónica de Perú con Brasil. Para llegar hasta allí hay que abordar un auto que nos conducirá, durante tres horas, hasta la ciudad de Aguaytía, en la provincia de Padre Abad. Enseguida se debe tomar una camioneta rural (combi). El trayecto demora una hora y se debe pasar por extensas hectáreas de cultivos de palma aceitera. Un puente de madera con grafías del pueblo kakataibo es la entrada a la comunidad. Es una pequeña ciudad con casas de madera. Sus pobladores hablan un idioma desconocido para nuestros oídos.
Herlin Odicio es el presidente de la Federación Nativa de Comunidades Kakataibo (Fenacoka) y defensor ambiental reconocido por el Gobierno. No tiene hijos, vive en una casa de madera, acompañado de sus gallinas y cerdos, en la comunidad de Yamino. Cuando le preguntan si tiene novia se limita a sonreír. De su vida personal habla poco. En este lugar sus enemigos tienen “ojos y oídos en todas partes”. Por eso elige el silencio a las preguntas personales.
El apu kakataibo aprendió el valor de la discreción luego de ser amenazado reiteradas veces por narcotraficantes. También ha llorado a sus hermanos indígenas asesinados. En abril del 2020 su amigo y líder indígena Arbildo Meléndez -apu de la comunidad Unipacuyacu (Huánuco)- fue asesinado en la selva de Codo del Pozuzo.
Unos meses antes habían viajado juntos a Pucallpa para reunirse con el relator especial de las Naciones Unidas sobre la situación de los Defensores y Defensoras de Derechos Humanos, Michel Forst. En aquella oportunidad le contaron los riesgos que enfrentaban. “Él [Arbildo] nos dijo que lo iban a matar”, refiere Herlin con la mirada cansada mientras conversamos en la tienda de abarrotes de la comunidad. “Murió por defender nuestra tierra”, sentencia. Afuera, los niños indígenas juegan con inocencia.
Los que tienen ojos y oídos en todos lados
Es hora del almuerzo. En la mesa hay gallina de corral sazonada con cebolla, acompañada con plátanos sancochados y arroz. La fotógrafa Leslie Searles les entrega colores y cartulinas a los líderes indígenas para que dibujen la vida en su comunidad y las amenazas latentes. Una hora después las cartulinas muestran mapas que conducen a las narcopistas ubicadas en las comunidades Santa Martha, Unipacuyacu, Puerto Nuevo, Sinchi Roca y Santa Rosa. Ellos conocen el camino de memoria, pero no van hasta allá por temor. “Aunque es nuestra tierra, no podemos caminar libremente”, lamenta el líder.
Los primeros colonos que se dedicaban al cultivo de la hoja de coca llegaron en el 2000 y la violencia que siempre viene con el narcotráfico se despertó en el 2017. En lo que va de la pandemia, cuatro indígenas del pueblo kakataibo han sido asesinados con armas de fuego: Arbildo Meléndez, de Huánuco; Santiago Chota, de Ucayali; Herasmo García y Yenes Ríos, ambos de la frontera entre estas dos regiones. Todas esas muertes siguen en investigación de alguna olvidada carpeta fiscal. No hay ningún detenido, pero sí mucho miedo en el resto de indígenas que se enfrentan al tráfico de drogas, la invasión de tierras y otras actividades ilegales. Parado al costado del puente de la comunidad Yamino, Herlín Odicio dice: “¡Silencio! No podemos hablar de los narcotraficantes aquí. Tienen ojos y oídos en Yamino”.
Decenas de hectáreas de tierras de los kakataibos son alquiladas para el cultivo de plátanos y papayas a gente que no es parte de su comunidad y cuya presencia ahora ven con recelo.
La tradición oral indica que antes los kakataibos vivían en el norte de Perú, donde se juntan los ríos Amazonas y Marañón y que actualmente es la región Loreto. Pero un día los ancestros más sabios dijeron: “kananuna ënu uran tsooan Paru ukémana unu nu kwanun ka, én unchi, én uá, pa, che”, que se traduce como: “Hemos vivido mucho tiempo aquí, debemos ir para allá, al otro lado del río, abuelo, abuela, padre”. Así empezó la expedición de los kakataibos en busca de un lugar donde asentarse.
El sabio Emilio Ispón -que significa Estrella- relata que los kakataibos llegaron hasta la cabecera del río Awëiti [Aguaytía en español], luego descendieron hasta la ribera de dicho río, en un territorio de lo que ahora es la región Ucayali, y allí se instalaron. Otro grupo decidió seguir por los ríos Shambo y Santa Ana hasta los afluentes de los ríos San Alejandro y Sungaroyacu, en la actual región Huánuco.
El pueblo kakataibo se mantuvo cazando sachavacas y peces tanto en Huánuco como en Ucayali. Para impedir el ingreso de los mestizos, realizaban guardias en el bosque virgen. Así mantuvieron intactas su lengua y tradiciones. Sin embargo, en los últimos 20 años su supervivencia corre peligro, debido a la invasión de foráneos que talan sus bosques, siembran hoja de coca que después convierten en pasta básica de cocaína y construyen pistas de aterrizaje clandestinas para trasladar la droga. Al narcotráfico y la tala ilegal de madera se suma el tráfico de tierras.
En la Amazonía, lo natural es que las fronteras las delimiten los ríos o los árboles, pero en la localidad indígena de Yamino los habitantes optaron por un portón de fierro. En julio del año pasado no les quedó más remedio que instalar una enorme puerta de metal para separar su territorio del caserío de colonos [foráneos], llamado Shamo. Además, colocaron cámaras para conocer quiénes ingresan y salen de su territorio.
Lo hicieron con una doble finalidad: para aislarse frente al rápido avance del virus SARS-CoV-2 y ante el incremento de amenazas que llegaron luego de la muerte del líder kakataibo Arbildo Meléndez, en abril del 2020.
Para evitar el ingreso de extraños y ante los asesinatos de los indígenas kakataibo, la comunidad Yamino tuvo que instalar un portón y cámaras de videovigilancia.
El Estado, que debería protegerlos, alienta la creación de caseríos impulsados por foráneos dentro de los territorios indígenas. A la fecha se han conformado cuatro en dos comunidades de Huánuco, con anuencia de las autoridades. “En abril tres hombres que intentaron ingresar a nuestro territorio, de madrugada, sin ninguna justificación, agredieron a nuestros hermanos. Usan nuestros caminos para llegar a la reserva indígena y sembrar allí hoja de coca”, refiere el apu Herlín Odicio.
Los indígenas se turnan por familias para cuidar el portón. Algunos días son de risas y tranquilidad, pero en otros hay temor por la presencia de extraños. Yamino, con una población de más de 400 indígenas es, en teoría, la comunidad del pueblo Kakataibo con menor riesgo, “¿pero ya quién puede estar tranquilo con tanta matanza?”, dice el líder.
El largo camino al territorio
El camino hacia la Reserva Indígena Kakataibo Norte es una estrecha línea en medio de una gran plantación de plátanos. Al andar solo se escucha el crujir de los árboles que se balancean por acción del aire. Avanzamos hasta que unos feroces perros aparecen, están entrenados para morder a todo aquel que se acerca. “Estas tierras están alquiladas, por lo que, a pesar de que es nuestra comunidad, no podemos entrar”, dice Rotapon -nombre en kakataibo de Melvin Estrella, que prefiere no usar porque no lo representa- acupunturista y artista indígena de 35 años. Las tierras a las que hace mención fueron alquiladas en gestiones anteriores de líderes de las comunidades y son contratos en vigencia que deben cumplir, pero la presencia de un número cada vez mayor de personas ajenas a su pueblo los hace ver con recelo cualquier presencia extraña.
Frente a la jauría de perros, nos quedamos parados, una estrategia que se usa en las ciudades para confundir al animal. Aquí no funciona. Son huesudos, de color gris con manchas mostaza. Se lanzan sobre los visitantes, pero los indígenas impiden que nos muerdan. Al llegar a este punto, llevamos siete horas de caminata. Aunque empezamos el viaje en la tolva de un camión, unos pocos metros adelante el río destruyó la carretera. En adelante la ruta es a pie.
Mientras avanzamos, tres hombres con machetes y rifles en mano nos observan. Llevan pescados en anzuelos. Rotapon los saluda. “¿Cómo ha estado la pesca?”, les consulta. Los hombres sonríen. “Hay buenos paiches, están grandes”, responden.
DESPROTEGIDAS
La indígena Estrella Pérez cuida que sus hijas no salgan solas de su vivienda. Dice que el peligro de un ataque está latente.
La conversación es tranquila hasta que la fotógrafa Leslie Searles interviene para consultarles si les puede tomar una foto con sus peces.
-¿Quieres enviarnos a la cárcel?, ¿Para qué quieres una foto?
-No, no. No es para nada malo. Es que son una bonita imagen. Tranquilo.
-No nos tomamos fotos, señorita. Debemos cuidarnos.
Mientras los hombres se alejan, todos guardamos silencio. “Son cocaleros, nosotros fingimos no saber nada”, advierte Rotapon.
Para llegar a la Reserva Indígena Kakataibo Norte hay que recorrer a pie un día y medio desde la comunidad Yamino hasta la cabecera del río Blanco, frontera del territorio de los indígenas en aislamiento voluntario y los contactados. El último 22 de julio, el Ministerio de Cultura categorizó la reserva en sus zonas norte y sur. El territorio en total es de 148,996 hectáreas entre las regiones Huánuco, Ucayali y Loreto.
Luego de la larga caminata, vemos un majestuoso e implacable río. “El Blanco está furioso”, sentencian el líder Willy Pino, indígena kakataibo de 34 años, de contextura robusta. Debemos caminar por un par de horas más, ya que cruzar para llegar pronto a nuestro destino sería arriesgar nuestras vidas. El sol no es compasivo, pero debemos seguir a paso firme. Las horas transcurren y vemos una playa a lo lejos. “¡Llegamos!”, dice con emoción Willy Pino, exjefe de la comunidad Mariscal Cáceres.
La diferencia entre ambos territorios es notoria. Herlin, Rotapon y Willy viven en lugares donde los efectos de la deforestación permiten ver caminos y árboles de guayruro a lo lejos; mientras que la espesura del bosque, donde habita la población en aislamiento voluntario, bloquea todo el panorama. Es un muro gigante de árboles y lianas.
Los mismos indígenas temen ingresar a este punto de la reserva, saben que un encuentro con sus hermanos en aislamiento podría terminar en tragedia. “Los indígenas en aislamiento voluntario son renuentes a relacionarse de manera directa con personas ajenas a su grupo”, explica Beatriz Huertas Castillo, antropóloga especializada en Pueblos Indígenas en Aislamiento y Contacto Inicial (PIACI).
INDEFENSOS
Yamino es la comunidad más próspera de los kakataibos, pero los asesinatos de indígenas y las amenazas que reciben impiden el desarrollo del turismo vivencial y, por tanto, la generación de recursos.
Ningún estudio puede determinar cuántos son los kakataibos en aislamiento voluntario porque para hacerlo habría que tener contacto con ellos, lo que significa exponerlos a enfermedades de la sociedad occidental. “Carecen de anticuerpos, el contacto con personas enfermas podría ser mortal”, advierte la especialista. Lo que se sabe es que están distribuidos en grupos familiares por el extenso territorio que habitan y aprovechan.
El principal peligro para estos indígenas son los foráneos. A veces ingresan con perros y escopetas fingiendo ser cazadores, pero “en realidad, son cocaleros que buscan nuevos territorios para extender sus cultivos y laboratorios”, lamenta Willy Pinto y con una mano señala huellas de deslizamientos de tierra y árboles en los linderos de los territorios de los hermanos aislados. “Tratan de ingresar por ahí”, anota.
El narcotráfico y el cultivo de hoja de coca se expande en lugares alejados e inhóspitos aprovechando la ausencia del Estado. “Las comunidades y los dirigentes indígenas necesitan la protección de las Fuerzas Armadas y la policía, una efectiva política de erradicación de los cultivos de coca y lucha frontal contra el narcotráfico”, señala Beatriz Huertas, quien trabajó en el estudio para determinar la existencia de los kakataibos aislados ante el Ministerio de Cultura, vía una entrevista telefónica desde Lima. A kilómetros de la ciudad capital, Willy Pinto, provisto de flechas y vestido con su tradicional cushma, afirma que morirán por defender a su pueblo: “aislados y no aislados, todos somos kakataibos”.
No hay justicia para las víctimas
Arbildo Meléndez Grández tenía 43 años cuando un disparo de escopeta acabó con su vida en el territorio de la comunidad Santa Martha, colindante a su casa. En ese momento era jefe de la comunidad indígena Unipacuyacu, ubicada en el distrito Codo del Pozuzo, región Huánuco, y padre de cuatro niños. Había asumido el liderazgo de 18 familias kakataibo en el 2018 luego del asesinato de su abuelo político y líder Justo Gonzáles Sangama, presuntamente a manos de narcotraficantes.
La historia de Arbildo es similar a la de Emilio Estrella, un indígena de 33 años, menudo, pero con una fortaleza de roble y de sonrisa pícara. Él es jefe de los monitores ambientales de la comunidad Yamino y padre de cinco niños. Su labor es recorrer el territorio por semanas junto a otros tres compañeros para detectar a invasores, traficantes y cocaleros. Recibe constantes amenazas de muerte por parte de cocaleros. “Tengo miedo, pero mis hijos y mi pueblo merecen vivir en paz”, dice mientras avanza con su escopeta delante de todo el grupo para asegurar nuestro paso.
Los días de Emilio Estrella transcurren cuidando los linderos de la comunidad, aprendiendo a usar imágenes satelitales y dominar el dron. La misma labor realizaban Santiago Vega Chota, Yenes Ríos (ambos de Sinchi Roca I) y Herasmo García Grau (Puerto Nuevo), sus hermanos kakataibos que fueron asesinados por defender su territorio durante la pandemia. Emilio recuerda sus rostros, sus risas y sus ocurrencias, pero también el dolor por la falta de reconocimiento de parte del Estado a su labor. “Sus nombres recién se conocieron al morir”, lamenta.
La Defensoría del Pueblo también identifica al pueblo kakataibo como uno de los más vulnerables al encontrarse en un territorio de creciente narcotráfico, invasores de tierras y taladores ilegales. No obstante, las amenazas continúan. El pasado 12 de julio se concretó otra violación al derecho de su propiedad comunal, cuando el Gobierno Regional de Huánuco categorizó a la comunidad de Santa Martha y su anexo Alianza Santa Martha como un caserío sin consulta previa.
Al enterarse de este hecho, los líderes activaron la alarma en todas las doce comunidades de este pueblo. Emilio Estrella, junto a un grupo, hizo lo propio y salió a vigilar las fronteras para evitar la intromisión de foráneos. Al convertirse en un caserío, la comunidad corre un gran peligro. “Una comunidad es una propiedad colectiva, mientras los centros poblados y caseríos son un territorio donde habitan un grupo de particulares con títulos independientes”, explica el abogado Vladimir Pinto, de la ONG Amazon Watch.
MIEDO
Las mujeres kakataibo temen que sus hijos crezcan sin sus padres, pues al ser protectores del territorio corren el riesgo de ser atacados.
La comunidad de Santa Martha cuenta con el título de propiedad de 14,000 hectáreas de terreno en el distrito de Codo del Pozuzo, Huánuco, desde 1906. Según Emilio Estrella, la medida del Gobierno Regional de Huánuco busca favorecer a los invasores. Refiere que los foráneos, al inicio, son amables, pero luego buscan dividir a la comunidad y cuando no pueden lograrlo van con las autoridades para que los ayuden a posicionarse.
“Lo que hizo el Gobierno Regional de Huánuco es similar a la modalidad de tráfico de tierras que se investiga en Ucayali, donde se da el rango de centro poblado o caserío a las comunidades para luego lotizar sus tierras y venderlos”, advierte el abogado Vladimir Pinto. Los ataques en Santa Martha son constantes: los narcotraficantes construyen pistas clandestinas de aterrizaje y atemorizan a la comunidad.
“Seguiremos de pie, luchando”, dice Emilio Estrella, pero, admite que teme dejar huérfanos a sus hijos.
Miedo y amenazas constantes
Una pequeña niña corre por las calles de la comunidad Yamino. Su cabello ondea mientras va detrás de su mascota Negra, una perra criolla de mediana estatura. Sus pequeños y constantes pasos la alejan rápido de su casa de madera. Han pasado unos minutos, Estrella Pérez Odicio, mujer kakataibo de 25 años, deja su cocina para salir en busca de la niña.
—María, María -grita sin obtener respuesta de la indígena de seis años- ¿Dónde estás, María?
Los segundos pasan, la desesperación y su rostro de terror se evidencian.
-María, María, ven hijita-. Estrella no espera más y va a buscarla.
Para un extraño, la actitud de Estrella no tendría sentido porque, supuestamente, es seguro vivir en una comunidad, donde todos se conocen y el territorio les pertenece. Sin embargo, para los kakataibos, la vida no es así. Las amenazas constantes han generado tensión y miedo. Los niños pequeños no pueden salir solos de casa o jugar en la puerta de sus viviendas.
“Aquí al menos es tranquilo, en otras comunidades [como Puerto Nuevo, Sinchi Roca o Santa Martha] la situación es crítica, nadie puede salir solo”, cuenta la joven madre mientras lava unas verduras en su cocina. A lado -en su pequeña sala- María y su hermana juegan con inocencia junto a Negra.
DEFENSA
Emilio Estrella, líder de los monitores ambientales, deja su vivienda cada dos meses para recorrer durante dos semanas los linderos del territorio indígena.
“Las comunidades necesitan una efectiva política de erradicación de los cultivos de coca y lucha frontal contra el narcotráfico”, señala Beatriz Huertas. Ahora se protegen solos.
Emilio y Estrella Pérez son primos, ambos descendientes directos del sabio Emilio Ispon, quien les enseñó las tradiciones de su pueblo y el valor de cuidar la tierra de sus ancestros. Los primos son unos convencidos de que para proteger el territorio, primero se debe velar por la vida y educación de los niños. “Deben conocer la historia y la lucha del pueblo”, afirma Emilio, líder de los monitores ambientales. Espera que sus hijos continúen su labor.
El joven líder teme que alguno de sus cinco niños sea atacado o intervenido por un narcotraficante, por eso no permite que salgan de su comunidad. Cada vez que viaja a la ciudad se lleva a los más pequeños con él y los presenta como kakataibos, descendientes de un pueblo guerrero.
Rotapon y Willy también son primos y todos ellos son tíos de Herlin Odicio Estrella. “En el pueblo kakataibo todos somos familia, somos hermanos de sangre y lucha”, dicen. Por ello, porque son su familia, el apu Herlin espera el apoyo del Estado para liberar a sus hermanos del miedo y dolor. Confía en que volverán los días de júbilo y alegría, donde no había narcotráfico en su territorio y celebraban los ritos que aprendieron de sus antepasados y que espera transmitir a las nuevas generaciones.