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Planteamiento
En principio a nadie debiera extrañar que hablemos del ciclo vital de los institutos de vida religiosa o consagrada. Toda realidad viviente tiene sus ciclos que comienzan con el nacimiento y concluyen con la muerte. También los grupos, las comunidades, los institutos nacen, se desarrollan, se debilitan y mueren. Toda realidad viviente está sometida a un inexorable ciclo vital.
A pesar de esto, sin embargo, creemos que a la Iglesia le ha sido concedido por Jesús el don de la perennidad: “Estaré con vosotros todos los días, hasta el fin de los tiempos”, “sobre esta piedra edificaré mi Iglesia y las puertas del infierno no prevalecerán sobre ella”. No así a cada una de sus instituciones o de sus grupos carismáticos. Y esto es bueno. La Iglesia necesita renovación, procesos de vida y muerte, como ocurre en la naturaleza. No debería, pues, extrañarnos, que hablemos con normalidad de los ciclos vitales de las congregaciones u órdenes religiosas.
Al contemplar el panorama que ofrece en la actualidad, a comienzos del siglo XXI, los institutos de vida consagrada o religiosa descubrimos que:
Algunos institutos mantienen una sorprendente vitalidad. Saben adaptar o recrear su visión carismática a cada uno los ciclos históricos de nuestras sociedades, a cada una de las culturas con las que entran en simbiosis. Ejercen también un atractivo sobre las nuevas generaciones que, se sienten interpeladas y llamadas por Dios a adherirse a ellos. Llama la atención cómo entre estas órdenes o congregaciones hay algunas que se originaron incluso en el primero milenio (orden benedictina) y otras son más que centenarias –instituidas o fundadas a lo largo de todo el segundo milenio–.
Otros institutos –y no son pocos– se encuentran en una fase de progresivo debilita-miento y desadaptación; apenas ejercen atractivo en las nuevas generaciones; la misión que realizan no tiene el sello de la creatividad, de la propuesta nueva y necesaria; resultan repetitivos, intrascendentes.
También hay institutos que nacen –especialmente en iglesias jóvenes– que no ofrecen especiales aportaciones nuevas, sino que repiten modelos inveterados y su aparente florecimiento se estanca posteriormente, ahogados, por las contradicciones de un modelo que con apariencia de nuevo resulta obsoleto.
Además de esto, hay que decir que si creemos en la cultura de la vida, la vida ha de ser protegida, defendida, cuidada desde el principio hasta el final. Esto vale también para los institutos religiosos. Hay que evitar abortos y eutanasias. Esa es la responsabilidad que cabe a nuestra generación. Los institutos de vida religiosa necesitan, por tanto, que la Iglesia defensora de la vida, defienda también su vida y no se muestre –como desgraciadamente acontece en algunas personas de nuestro tiempo– despreciativa e incluso pronostique demasiado precipitadamente –con un cierto sentimiento complaciente– su muerte.
Este es el contexto en el que quiero plantear este artículo: cómo cuidar la vida de las diversas formas de vida religiosa, cómo mantener lo más posible su biodiversidad y también mantenerlas en una vida digna el mayor tiempo de vida posible, saliendo al paso de cualquier ase-chanza contra ella. ¡Esa es nuestra responsabilidad ante el Dios de la vida!
CADA INSTITUTO DE VIDA RELIGIOSA-CONSAGRADA Y SU CURVA VITAL
Hace años Raymond Hostie en su famosa obra sobre la vida y muerte de las órdenes religiosas propuso un interesante esquema interpretativo para interpretar la historia de cada Instituto (1). Unos años más tarde el marianista norteamericano L. Cada y su equipo desarrollaron ese esquema (2), que aplicaron a la historia casi bimilenaria de la vida religiosa.
Cada instituto de vida religiosa está sometido a una “curva vital” propia de todos los organismos vivientes: fundación o fuego de los orígenes, expansión que se despliega en procesos constituyentes e instituyentes (constituciones e instituciones), momento de estabilización y culminación, tiempo de dudas y declive, procesos disgregadores y amenaza de muerte o extinción o posibilidades de tránsito, refundación o renacimiento.
1. EL FUEGO DE LOS ORÍGENES
En sus orígenes, a pesar de su pequeñez y precariedad, todo instituto es fuerte. El carisma de los orígenes tiene la energía de la semilla, el entusiasmo de lo nuevo, la esperanza activa que ante nada se arredra. Quienes en el grupo fundante han recibido el carisma son energizados y movilizados por él.
Cuando un instituto nace es mucho más poderoso que una congregación en declive y envejecida, aunque disponga de muchas instituciones y personas. Es muy diversa la situación de un instituto en “estado naciente” o en “estado de declive”.
Cuando arde el fuego de los orígenes es la ley del Espíritu aquella que dirige todo el acontecer: todavía no son necesarias normas, reglamentos. Basta con dejarse llevar por la energía carismática que arde en el corazón de todas las personas del grupo, especialmente las más sensibles a él.
El fuego de los orígenes prende fácilmente en nuevas personas que, poco a poco, van haciendo crecer al grupo.
2. LA CONSTITUCIÓN
En la medida en que el grupo sigue creciendo bajo el impulso del fuego de los orígenes se hace necesario plasmar ese espíritu carismático en un texto o en un itinerario espiritual. Es la forma de aunar voluntades, de organizar el pluralismo, de pactar unas normas básicas de misión y vida, que aseguren la primacía del carisma.
En este momento la Iglesia aconseja o pide a los fundadores o fundadoras que plasmen por escrito el proyecto originario carismático. Es cuando aparecen los textos constitucionales. Cuando la Iglesia particular o universal los aprueba, los institutos emergen como realidades eclesiales reconocidas y autorizadas.
Las constituciones ofrecen a una comunidad carismática su estructura básica y consolidan el proceso de agregación.
3. HACIA EL ESPLENDOR INSTITUCIONAL
Así constituida la comunidad y en situación de estado naciente, despliega una actividad desbordante al servicio de la sociedad y la Iglesia. La agregación de nuevos miembros y el deseo de realizar los sueños carismáticos van dando lugar a nuevas realizaciones.
“Aunque las instituciones parecen a veces tan tristes, los hombres son felices cuando las crean”. El florecimiento institucional de los institutos responde a la felicidad que habita a cada uno de sus miembros y el deseo de responder con generosidad a la voluntad de Dios.
En ese momento se instituye tal vez el primer centro educativo, el primer hospital, se hacen serios proyectos pastorales, catequéticos, misioneros.
El instituto comienza a contar con la confianza de otras comunidades eclesiales e inicia un proceso expansivo que lo lleva mucho más allá de donde pudo soñar al principio. Así el instituto se consolida y se estabiliza, se enriquece y adquiere prestigio social y eclesial.
4. LAS DUDAS Y EL DECLIVE
La consecución de objetivos y la realización progresiva de sueños muestra la validez de la inspiración carismática originaria. Existe, no obstante, el peligro de la autocomplacencia institucional, de dejarse llevar por el orgullo y la autosuficiencia. El punto culminante puede convertirse en el punto inicial del declive.
Es precisamente este momento aquel en el cual algunos miembros del instituto comienzan a cuestionar el rumbo tomado al confrontarlo con la inspiración carismática inicial. Lo que por unos es visto como bendición celestial, por otros es visto como desviación. Se abren debates dentro del instituto y se rompe la armonía interior; mientras unos justifican todo lo que se va realizando, otros lo someten a un juicio implacable.
Las instituciones se vuelven rutinarias y poco moldeables a la innovación. El instituto comienza a tener menos atractivo en las nuevas generaciones, porque va perdiendo sus perfiles carismáticos; la misión es considerada, más bien, trabajo o empleo; la economía comienza a tener un protagonismo determinante; decrecen las vocaciones; la vida religiosa se aburguesa; se pierde la radicalidad; muchos se refugian en el invidualismo. El instituto comienza a entrar en situaciones caóticas. Todo comienza a preanunciar el declive.
5. ¿MUERTE O TRANSICIÓN?
Cuando un instituto envejece, entra en crisis, no se regenera, se plantea qué hacer para salir del caos. Se espera de los superiores que no se resignen a la muerte anunciada y busquen las soluciones más adecuadas. Una de las soluciones a las que más se recurre en nuestro tiempo es la revisión de organismos, la reducción o la fusión. Se espera de estos procesos de reunificación, reestructuración o reorganización, una solución a la crisis. Es probable que estas iniciativas sean, en última instancia, cuidados paliativos, que no consigan la regeneración deseada.
Que un instituto muera, después de haber recorrido un itinerario carismático fecundo y fiel, no es una desgracia. El Dios de la historia y de la vida determina tanto el inicio como el final. Hay casos en los cuales lo más responsable ante Dios es vivir el fin desde el “ars moriendi charismatica”. Jesús mismo nos lo enseñó cuando nos dijo: “Os conviene que yo me vaya… De otra manera no vendrá a vosotros el Espíritu”. Creo que en más de un instituto los sobrevivientes deberán ejercitarse en el arte del bien morir carismático: dando paso al Espíritu y ofreciendo lo mejor hasta el final, como el Señor Jesús en Getsemaní y en el Calvario.
Pero puede ocurrir, así mismo, que no sea voluntad de Dios el fin del instituto, sino su refundación en un tiempo nuevo. En ese caso, el Espíritu Santo adquirirá un nuevo protagonismo: alentará sobre los huesos secos y resucitará lo que está muriéndose. El Espíritu Santo se servirá de un movimiento carismático y autopoiético. En esos momentos, la anciana vida religiosa puede escuchar del Maestro las palabras dirigidas a Nicodemo: “Te conviene nacer de nuevo”. No hay que resignarse a la muerte. Pero es necesario aprender de la historia de la vida religiosa.
LA VIDA RELIGIOSA Y SUS CICLOS HISTÓRICOS
La vida religiosa ha mostrado a lo largo de la historia de la Iglesia una impresionante vitalidad. Ha ido generando ciclos históricos que se han ido sucediendo con sus altibajos, con sus luces y sombras. De todas formas, el cuerpo eclesial se ha visto movilizado y en no pocas ocasiones revitalizado por ella. Disponemos de interesantes y bien documentadas síntesis de esta historia (3).
En ese conjunto histórico de vida y formas de vida religiosa se pueden detectar momentos de nacimiento y renacimiento, momentos de despliegue y fecundidad, de estabilización y mantenimiento, de crisis y declive y de muerte o desaparición o tal vez de transición a un nuevo momento (4).
Resultado de ello es la periodización de la historia de la vida religiosa en seis etapas, en cada una de los cuales se verifica un momento de vitalidad, otro de estabilización y otro de decadencia:
1º etapa: Fundaciones de la vida monástica en Siria y Egipto (entre los años 200 al 500).
2º etapa: El benedictinismo en Europa (entre el 500 y el 900).
3º etapa: Reforma de Cluny y origen del Císter (entre el año 900 y el 1200).
4º etapa: Era mendicante (entre los años 1200 y 1500).
5º etapa: Era de las congregaciones apostólicas (entre los años 1500-1800).
6º etapa: Era misionera (entre los años 1800 hasta hoy)
En la 1ª etapa surge el monacato –tanto masculino como femenino– y nos encontramos con dos siglos de enorme vitalidad, frescura, espontaneidad y fecundidad tanto en Egipto como en Siria. Pero ya en el 451 el concilio de Calcedonia testifica un cierto declive del monacato, sobre todo egipcio. Lo único que de éste quedó fue implantado por Casiano en Galia.
En la 2ª etapa aparece el movimiento monástico benedictino. Benito escribió su Regla (año 540). Su influencia fue muy notable en el ámbito religioso, cultural, social y se expandió admirablemente. Pero también llegó una etapa de acomodación y crisis, en torno al 750, en la que tuvo que intervenir Carlomagno.
La 3ª etapa se inicia con el movimiento de reforma benedictina de Cluny es uno de los más importantes por su acierto. El Císter quiso recuperar lo mejor de la regla de Benito. Pero después, a finales del siglo XII se encontraron llenos de riquezas y fueron perdiendo su impacto espiritual.
La 4ª etapa se inicia con las fundaciones de órdenes mendicantes y conventuales (Franciscanos, Dominicos, Carmelitas, Agustinos, Servitas etc.) y también de instituciones femeninas tanto en el ámbito contemplativo como apostólico. Mostraron a partir del siglo XIII un nuevo modelo de vida religiosa, enormemente relevante para su tiempo. El modelo mendicante se desarrolló y expandió muy rápidamente, con un gran impacto en la espiritualidad y en la cultura. Pero, a partir del siglo XIV comienzan a aparecer signos de declive, que requerirán nuevas propuestas.
Se abre la 5ª etapa con las fundaciones de no pocas órdenes y congregaciones –masculinas y femeninas– dedicadas al apostolado (clérigos regulares, órdenes dedicadas a la educación, a la salud, congregaciones apostólicas). Se trata de institutos que se especializan en los diversos ministerios de la Iglesia. Pero el proceso se ve interrumpido por la supresión por parte de la sociedad de no pocas órdenes religiosas y expulsión de ellas.
Esto hizo surgir una nueva etapa, (la 6ª), en la cual emergen muchísimos institutos de vida religiosa femenina y masculina, que tienen como objetivo apoyar la misión de la Iglesia, tanto ad gentes como la misión introversa de la Iglesia (catequesis, educación, sanidad, marginación). Nos encontramos hoy en la fase en que no pocos de estos institutos se encuentran envejecidos, desvitalizados.
Como vemos se trata de una curva vital que dura unos trescientos años. Sería absurdo ver en ello un determinismo fatalista e inexorable. De hecho, ha habido órdenes monásticas, mendicantes y apostólicas que han logrado superar ese fatalismo a través de la gracia de Dios y la correspondencia a ella con importantes e inteligentes reformas y refundaciones. Una historia tan compleja como la vida religiosa no puede introducirse sin reduccionismo en un esquema cíclico, pero, al menos, puede servirnos como marco pedagógico de referencia.
En este proceso –con las salvedades anteriormente dichas– hay siempre un momento creador, liminal, innovador, autopoético, ilusionante. Hay personajes a través de los cuales el Espíritu se expresa y actúa. En cambio, el final del proceso se caracteriza por la rutina, la repetición, el desencanto. En los momentos críticos la vida religiosa tiende a refugiarse en sus centros de seguridad y evitar túneles y travesías del desierto. Se prefiere más lo malo conocido, que lo bueno por conocer, el recurso al esplendor del pasado en creciente deterioro –a través de celebraciones centenarias o memoriales– que la transformación e innovación que el futuro requiere. En esos casos suelen faltar personas luminosas y clarividentes; y si existen, quedan marginadas.
La vida consagrada en sus momentos fundacionales y netamente carismáticos ha mostrado un fuerte potencial de liminalidad, una liminalidad que en el conjunto de la iglesia tiene carácter profético, tal como la iglesia ha reconocido oficialmente en estos últimos años (5).
EL KAIRÓS: EL MOMENTO LIMINAL
En el actual momento histórico, no sólo la vida religiosa o consagrada, no sólo la Iglesia, sino la sociedad global se encuentran en una nueva etapa de transición, que bien podemos denominar “liminal”. Nos hallamos en un auténtico cambio de época y, por consiguiente, de paradigma. Nada extraño, por lo tanto, que nuestras instituciones de vida consagrada o religiosa se planteen cómo sobrevivir ante cambios tan serios que parecen amenazar la supervivencia de la herencia recibida.
¿Cómo hacer válidas hoy las características tradicionales de la vida religiosa, cómo retraducirlas en el nuevo paradigma que caracteriza a nuestro tiempo? Ante la crisis de los sistemas religiosos, ¿cómo plantear en nuestro tiempo el acceso a lo Santo y cómo configurar la espiritualidad tan añorada por nuestros contemporáneos? Religiosas y religiosos nos encontramos ante el desafío de entrar en esa franja liminal que deja atrás el territorio conocido del pasado, de la tradición y nos encamina hacia una nueva tierra, desconocida todavía. Es ahora el momento de descubrir las potencialidades de nuestra vocación en un tiempo en que la cultura tiene fuertes rasgos liminales.
1. LECTURA POSITIVA DEL MOMENTO ACTUAL
Creo que la vida religiosa se encuentra hoy en un “estado intermedio”, de peregrinación, de estabilidad inestable, o de inestabilidad estable. Es hoy más que nunca una experiencia de paso. Propio de la vida religiosa es encontrarse siempre entre dos mundos: como muertos al mundo y vivos para Dios, pero sin dejar de ser de este mundo. ¿No es la vida monástica-contemplativa un habitar fronterizo, en esa franja desértica que linda con el Misterio, donde se cultiva el jardín del Edén, donde se mantiene una perenne lucha apocalíptica? ¿No es la vida apostólica un habitar fronterizo, en los límites del pensamiento y del sentido, en las periferias del dolor, la muerte y la marginación social? Ya desde sus orígenes la vida religiosa se situó en un éxodo bipolar y tenso entre el Paraíso del Edén y la Nueva Jerusalén apocalíptica. Es decir, en la liminalidad del pasado fundacional y del futuro del cumplimiento. Tal vez ésta sea la explicación de esa peculiar función simbólica que la vida religiosa ejerce cuando es auténticamente liminal.
Y, con todo esto, no nos hemos despegado de la condición cristiana en cuanto tal. ¿No presentaba así a los cristianos el discurso a Diogneto?:
“Habitan sus propias patrias, pero como forasteros… Toda tierra extraña es para ellos patria, y toda patria tierra extraña… Pasan el tiempo en la tierra, pero tienen su ciudadanía en el cielo… Se les mata y en ello se les da la vida”.
Y Gregorio de Nisa decía: “los que viven en virginidad se han colocado a sí mismos como una frontera entre la vida y la muerte” (6) .
2. LA SEDUCCIÓN DE LA LIMINALIDAD
Parece un milagro que -en este otoño de la modernidad- todavía haya jóvenes mujeres y hombres que sientan la seducción por esta vocación de liminalidad. Quizá sea porque cunde el pánico de la era del vacío. Porque se atiende a la alarma de Nieztsche: “El desierto crece. ¡Ay de aquel que alberga desiertos en su interior!”. Es, sobre todo, la fascinación del límite, del límite poético, artístico, del límite religioso, del límite simbólico, del límite sociológico. Las nuevas religiosas y religiosos, coincidiendo con sus liminales orígenes, traerán un nuevo rostro, después de la resaca de una modernidad exagerada: el religioso, la religiosa “se vuelve a situar a sí mismo ante el Misterio que le fundamenta y fuera del cual él apenas es nada” . Esa exagerada persistencia en la zona limítrofe, en los diversos límites del mundo, es vocación, pero también renuncia. Es luz, pero también casi siempre sombra.
Nos cabe a los religiosos y religiosas el monopolio de la experiencia liminal en nuestro tiempo. Estas experiencias liminales emergen por doquier, en los más diversos ámbitos y grupos humanos. La necesidad de un nuevo éxodo, de abandono de un mundo que no nos gusta es tan imperiosa, que se buscan desde distintos ámbitos, caminos de transformación. Por eso, hay políticos liminales, científicos liminales, pensadores liminales, religiosos liminales.
La vida religiosa quiere ofrecer la alternativa de la “liminalidad vital”. ¿No es hoy necesario transformar la vida, la forma de vivir, el estilo de vida?
En la medida en que se estabilice la nueva fase histórica, deberá quedar constancia de lo liminal. No es bueno que la gran Iglesia y su innumerable laicado, que la sociedad se trasladen permanentemente a la frontera, al límite. “Creced y multiplicaos”, dijo Dios. “Llenad la tierra”. Ese mandato no quedó invalidado con el mensaje del Reino. “¡Vete y anuncia el Reino de Dios!” es el mandato de Jesús a quienes a veces intentan desentenderse de su mundo.
Sólo a unos pocos dice: “¡Ven!”. Es la llamada hacia la liminalidad, como estilo de vida. Es la llamada a caminar sobre las aguas. Pero, a pesar de todo, no se pueden hacer alardes, porque casi todos se hunden alguna vez: “¡Mujeres, hombres de poca fe!, ¿por qué habéis dudado?”. Jesús, el Señor nos pide permanente vigilancia, “permanecer en la normalidad y crear en ella lo extraordinario”, vivir en el límite, en la frontera.
Dar un fuerte impulso al carácter liminal de toda la Iglesia, hoy más necesario que nunca, implica dárselo de una manera especial a las mujeres y hombres de la vida religiosa, que tienen una peculiar vocación limítrofe. La vida religiosa ha de resituarse de nuevo en los límites: cultura, existencial, antropologico, sociológico, religioso. Hoy se siente llamada a desprenderse de todo aquello que la “centra” social y eclesialmente.
La vida religiosa se siente llamada a ser “signo limítrofe”, señal en esa zona en la que se da la conjunción y disyunción del mundo; sabe que puede marcar -junto a otras personas y grupos liminales- la línea flotante en el horizonte de la trascendencia. Y no sólo los contemplativos. El Dios crucificado está y se revela en los márgenes, no sólo en el límite entre la tierra y el cielo. También, sobre todo, en el límite entre lo humano y lo infrahumano, entre la tierra y el infierno.
3. UNA FORMA DE VIDA «INTERESANTE» PARA NUESTRO TIEMPO
La vida consagrada o religiosa contribuye a la biodiversidad de la sociedad y de la Iglesia. Hay en ella tanta variedad que resulta impresionante y embellecedora. Si hacemos todo lo que hacemos por proteger la biodiversidad (especies protegidas) en la naturaleza, ¿cómo no hacer lo mismo en la Iglesia respecto a la vida religiosa?
No sólo el derecho canónico, sino también cada miembro de la Iglesia, especialmente quienes han recibido el don del ministerio ordenado, deberían incluir en su agenda pastoral un especialísimo aprecio a esta biodiversidad eclesial.
La vida consagrada es, en cualquiera de sus formas, una vida “interesante”. Está cambiando de rostro ante un nuevo tiempo. Quienes esto descubren caminan hacia adelante, sabiendo que el justo, hasta en su ancianidad, produce fruto. ¿No fueron ancianos los profetas de la Navidad?
Esto afirmado, no podemos desperdiciar el “kairós” que nos ofrece el declive, las dudas, la amenaza de muerte. Lo importante no es nuestro futuro como institución, sino que demos futuro a la “misión de Dios”, a la “misión del Espíritu”. Si es necesario entregar la antorcha a otras generaciones, cuando se nos acaba el trayecto que se nos ha asignado, hagámoslo con generosidad y recorriendo ese último tramo con todo el entusiasmo. El futuro queda en manos de Dios.
La vida religiosa está abriéndose a una nueva época. Quienes sepan descubrir las pistas del Espíritu hacia el futuro, la puerta estrecha que da al futuro de Dios, sobrevivirán y se convertirán –por gracia del mismo Espíritu- en congregaciones autogenerativas.
Tanto desde un punto de vista histórico, como desde una reflexión antropológico-teológica, se puede decir que la vida religiosa –cuando es más fiel a su inspiración originaria y fundacional– aparece en la Iglesia y en la sociedad como una experiencia “liminal”. Y, dado que la experiencia liminal, es diferente según la cultura, según la época histórica, también hay que añadir que la vida religiosa ha sido experiencia liminal según esos condicionantes. Hoy es también “liminal” dentro de la liminalidad de nuestra cultura y del momento posmoderno que nos caracteriza.
Notas:
(1) Cf. R. Hostie, Vie et mort des Ordres religieux, Desclée de Brouwer 1972.
(2) L. Cada, Shaping the coming age of religious life, Sea-bury Press, New York, 1979.
(3) Cf. J. Alvarez Gómez, Historia de la Vida Religiosa. I. Desde los orígenes hasta la reforma cluniacense, PCl, Madrid, 1987; Id., Historia de la Vida Religiosa. II. Desde los Canónigos Regulares hasta las reformas del siglo XV, PCl 1989; Id., Historia de la Vida Religiosa. III. Desde la “Devotio moderna” hasta el con-cilio Vaticano II, PCl 1990; A. López Amat, El seguimiento radical de Cristo. Esbozo histórico de la Vida Consagrada, I-II, Ed. Encuentro, Madrid 1987;
D. Knowles, From Pachomius to Ignatius, Clarendon Press, Oxford 1966; R. Hostie, Vie et mort des ordres religieux, Desclée de Brouwer, Paris 1972
(4) Cf. D. O’Murchu, Religious Life: a prophetic vision. Hope and Promise for tomorrow, Ave Maria Preess, Notre Dame, Indiana 1991.
(5) Antes del Sínodo sobre la vida consagrada se expresó la relación entre vida religiosa e iglesia que en la Evangelii Nuntiandi, n. 69: “Desde la misma naturaleza de la vida religiosa los religiosos se insertan en el dinamismo de la iglesia que anhela sedienta lo Absoluto, que es Dios, y que se siente llamada a la santidad. Ellos son testigos de esta santidad, pues expresan en sí la iglesia en cuanto deseosa de entregarse al radicalismo de las bienaventuranzas”. El anhelo y la aspiración más profunda que da existencia a la vida religiosa, no es sino el anhelo y la aspiración de la misma iglesia. Los religiosos se sitúan por ello en su dinamismo, en su núcleo. Bien sabido es que la exhortación “Vita Consecrata” ha dedicado unos números preciosos a hablar sobre la vida consagrada como profecía. Concretamente en VC, 84 se propone como modelo de la vida consagrada a un profeta audaz y amigo de Dios, en el cual la vida religiosa ha visto uno de sus grandes paradigmas: el profeta Elías. De él resulta la exhortación apostólica VC seis características: a) Vivía en la presencia de Dios; b) contemplaba en silencio su paso; c) Intercedía por el pueblo; d) proclamaba con valentía su voluntad; e) defendía los derechos de Dios; f) se erguía en defensa de los pobres contra los poderosos del mundo (1 Rey 18-19).
(6) Cf. A Diogneto, V.4-12 7 Gregorio de Nisa, Traitè de la virginitè, XIV,1, Paris 1977, p. 437. 8 G. Marcel, Etre et avoir, Paris 1935, p. 255.
Fuente: www.vidareligiosa.es