El Medio Oriente según Henry Kissinger

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Por Federico Gaon- Revista FOREIGN AFFAIRS LATINOAMÉRICA.
En su reciente libro World Order, el influyente exsecretario de Estado y asesor de Seguridad Nacional Henry Kissinger presenta sus reflexiones y su visión acerca del curso de las cosas en el mundo. Además, lleva al lector a un recorrido histórico por las distintas nociones de orden internacional concebidas por el hombre. Al dejar de lado las controversias de índole moral que surgieron alrededor de su figura durante sus años en la función pública, Kissinger -de 91 años de edad- ha llegado a ser reconocido como un prolífico escritor e intelectual. Su análisis del mundo refleja el carácter más brillante de su persona y muestra que su pensamiento aún tiene vigencia en el mundo actual.
Desde sus primeros escritos, Kissinger se ha interesado profundamente por estudiar la distribución internacional del poder y la configuración sistémica que lo organiza entre las potencias. En World Order, quien fuera uno de los principales articuladores de la realpolitik en el escenario mundial, no se refugia en su experiencia personal en la Casa Blanca, pero enuncia una magistral lección en el realismo que debería ser tomado en consideración por quienes tienen en sus riendas la conducción de la humanidad. Por lo pronto, el autor reconoce que cada región o grupo con correspondencia geopolítica, sea de Occidente, de Asia o del Medio Oriente, ha consagrado en algún momento de su historia un zeitgeist propio sobre el mundo. A través de los enfrentamientos entre los poderes locales, eventualmente cada región llegó a un entendimiento particular del pasado, del presente y del futuro, en principio cada uno de ellos irreconciliable el uno con el otro.
Esto podría sonar a “choque de civilizaciones”, como indica una crítica publicada en The Guardian, pero como corolario de lo postulado por Samuel Huntington (aunque no hace mención explícita a una fractura civilizacional), Kissinger insiste que las diferencias culturales pueden y deben ser salvadas para dar forma a un orden mundial consensuado, aceptable por todas las partes. Para él, lo importante es saber cómo las distintas tradiciones culturales entienden el concepto de orden: la base de las relaciones internacionales.
Al ver que los agravios y las tensiones en el Medio Oriente se encuentran en un punto álgido e histórico —que enfrenta abiertamente no solo a occidentales con islamistas, sino también a sunitas contra chiítas—, el texto del experimentado estratega ubica al lector en perspectiva. Muestra que la raíz de los actuales conflictos se origina en la incompatibilidad de nociones contrapuestas sobre el estado natural de las cosas. En este sentido, Kissinger señala que “en ningún lugar es el desafío de orden internacional más complejo, en términos de organizar el orden regional como de asegurar la compatibilidad de dicho orden con la paz y la estabilidad en el resto del mundo”, como en el Medio Oriente. La gran pregunta que el autor se limita a responder escuetamente es cómo reconciliar el concepto de orden prevalente en el Islam con un concepto de orden mundial todavía no definitivo del todo.
Cosmovisiones contrapuestas
A diferencia de Occidente, que desarrolló un compromiso hacia la idea de que el mundo era externo al observador, el mundo islámico concibió la idea contraria al entender que el mundo se comprende por medio de la experiencia religiosa (interna) del creyente. Desde el Renacimiento, los europeos concibieron que el conocimiento se obtenía por medio de la recolección y la clasificación de la información. Como productor de datos objetivos, el método científico podía ser extrapolado a la política, al reformular el proceso de toma de decisiones a partir de la elección de la alternativa más conveniente (al menos analíticamente justificable).
Al describir la trama evolutiva del mundo islámico, Kissinger acierta al señalar que la contemplación externa no echó raíces y que por ende, en su mayor parte, la toma de decisiones se basaba en la contemplación de fuentes divinamente inspiradas, las cuales no necesariamente examinaban la opción más pragmática como la mejor solución posible. El rápido avance del Islam por tres continentes proveyó a sus creyentes la prueba irrefutable de que su religión era un sistema completo y rector, con instrucciones infalibles para cada aspecto de la escena pública y privada.
En cuanto a Europa, dada la multiplicad de sus actores políticos, sus perpetuos vaivenes y sus enfrentamientos históricos, para el siglo XVII dio forma a una idea de orden basado en la noción de “balance de poder”, al predicar como una necesidad estratégica para prevenir que un gran hegemón pudiera desbancar la estabilidad. El equilibrio entre fuerzas se convirtió en la política rectora de los asuntos europeos por defecto. A la larga se convirtió en una característica definitoria de la diplomacia occidental. Conceptualmente, el balance de poder no es un cálculo que responde a consideraciones morales, pero es un instrumento de la estrategia para prevenir el conflicto, conformando un sistema ecuánime donde cada Estado goza de soberanía o protección por una tercera parte.
El concepto de orden islámico virtualmente presume lo contrario. El cálculo no es estratégico sino moral y se instruye a partir de la noción de que el Islam per se es una religión y un Estado mundial multiétnico a la vez. El Islam constituye su propio orden mundial: en vez de un balance de poder, adopta una noción que polariza al mundo entre Dar al-Islam (la casa del Islam), donde se encuentran las entidades gobernadas por la ley islámica, y Dar al-Harb (la casa de la guerra), que reúne a todas las demás entidades gobernadas por no musulmanes.
Tradicionalmente, siguiendo sus propias fuentes, los musulmanes tenían prohibido asentarse en territorios no musulmanes donde no podrían cumplir la práctica de los preceptos religiosos. Los gobernantes, si bien podían hacer tratos con los Estados “infieles” (y de hecho lo hacían), debían siempre partir de la premisa que los acuerdos debían ser abrogados más adelante, justamente para esparcir el Islam. Según el pensamiento ortodoxo, una entidad no musulmana puede ser reconocida como una realidad o como un hecho consumado, pero lo que no se puede hacer es concederle legitimidad. Todo orden que escape de la soberanía islámica queda automáticamente reducido al carácter de una aberración ilegítima. Por tanto, en función del registro religioso, los musulmanes no pueden estimar como iguales a los no musulmanes, rompiendo así con la presunción de ecuanimidad que garantiza el ordenamiento (europeo) moderno.
De regreso al viejo continente, como ninguna fuerza podía imponer su voluntad sobre otra de forma continua y decisiva, Kissinger asienta que el arte del gobierno del príncipe europeo deriva de la valoración del equilibrio y de la resistencia a las proclamaciones de gobernanza universal. Esto se profundizó especialmente a partir de la reforma protestante, puesto que destruyó el concepto de orden de la “cristiandad” basado en las “dos espadas”: la del papado y la del imperio. Al final, las conflagraciones religiosas intracristianas dejaron al Estado mejor posicionado frente al poder de la Iglesia. Desde entonces, luego de la Paz de Westfalia que puso fin a la Guerra de los Treinta Años en 1648, cada Estado comenzó a reclamar para sí, en consenso con los demás, soberanía para determinar su propia religión. Acordaron entonces que ninguna entidad podría entrometerse en los asuntos internos de terceros Estados. En resumen, este arreglo formó la base del orden moderno, también llamado westfaliano, que pronto se difundió con el impulso del colonialismo europeo —no sin resistencia— por el resto del mundo.
El fenómeno del islamismo representa una inversión total del sistema westfaliano. Los islamistas no conciben un orden contemplado en el balance entre fuerzas contendientes y en el respeto por la soberanía de cada parte. Para ellos, el Estado no puede ser la unidad básica de un ordenamiento internacional solo porque, bajo los estándares actuales, los Estados son seculares y por tanto ilegítimos. En el mejor de los casos, los Estados pueden ser tolerados siempre y cuando se piensen no como un fin en sí mismo, sino como un instrumento provisional creado para imponer una entidad religiosa en una escala más amplia. Como resultado, el principio práctico de no interferencia en los asuntos internos de otros países queda igualmente desprovisto de legitimidad. Aceptarlo significaría renunciar al deber moral, divinamente ordenado, de consagrar un orden mundial islámico. Esto queda reflejado por la máxima yihadista: “Amamos la muerte tanto como ustedes aman la vida”. O bien, como expresa Kissinger, en que “la puridad, y no la estabilidad, es el principio ordenador de esta concepción [islámica] de orden mundial”.
El conflicto árabe-israelí
Por otra parte, Kissinger observa, como hacen también otros analistas, que la Primavera Árabe ha expuesto las contradicciones internas del mundo islámico. A la luz de este argumento se debate una síntesis entre el concepto de orden basado en la primacía del Estado moderno y entre otro basado en la tradición autóctona derivada de la religión.
El conflicto árabe-israelí ilustra a la perfección esta situación. Israel es por definición —dice Kissinger— un Estado westfaliano. A la par de los Estados árabes condicionados por sus memorias históricas, miran al orden internacional en mayor o menor medida conforme lo prescrito por el legado del Islam. Esta diferencia fundamental es la razón del conflicto. No se trata simplemente de una serie de controversias convencionales, como disputas territoriales, arreglos de seguridad o acceso a los recursos. El conflicto no es explícitamente territorial, porque lo que está en juego son miradas antagónicas de orden. Por esta razón, una solución a largo plazo debe necesariamente contemplar la posibilidad de una coexistencia entre la construcción westfaliana (moderna) y la concepción islámica. Kissinger no podría estar más en lo cierto.
En miras a encontrar un acuerdo, Kissinger señala que Israel va un paso más allá del Tratado de Westfalia al pedir que sea reconocido como un Estado judío, ya que se está metiendo en un campo que afecta directamente las sensibilidades de los musulmanes. Al postular su vieja receta práctica, Kissinger deja en claro que lo que importa no son las etiquetas, sino los pasos concretos que conducen a aceptar la realidad de Israel mediante el resguardo de su seguridad. Para el estratega, este es el punto de partida indispensable para llegar a un arreglo.
Causas universalistas
Irán es otro punto focalizado en World Order. Desde la revolución islámica en 1979, Irán pasó a ser una entidad posicionada en un cruce entre dos concepciones de orden mundial. Por un lado, su gobierno llama abiertamente a la destitución del sistema westfaliano, pero irónicamente al mismo tiempo se sostiene sobre la base del sistema que quiere destruir. Aunque el movimiento islamista en el poder añora un orden islámico, Irán no renunció a los derechos y privilegios del Estado moderno. El país tiene su lugar en la Organización de las Naciones Unidas, lleva a cabo sus relaciones comerciales de acuerdo a las prácticas internacionales vigentes y, al igual que todos los demás Estados, posee embajadas en el extranjero, incluidos los países no musulmanes.
Paradójicamente, Kissinger advierte sobre los riesgos de que los propios occidentales emprendan campañas idealistas para proselitizar la democracia por el mundo. En este sentido, si bien el autor se reconcilia y reconoce valor en el intrínseco idealismo estadounidense, recuerda que los principios morales dejados a su suerte, carentes de una estrategia clara para ponerlos en práctica, no conducirán a la proliferación de valores liberales por el mundo, sobre todo en regiones que se encuentran insertas en otras culturas con un entendimiento diferente sobre legitimidad y poder. “El orden y la libertad —dice—a veces descritos como un polo opuesto en el espectro de la experiencia, deberían ser entendidos en cambio como interdependientes.” En otras palabras, una estrategia práctica necesita esgrimirse con un principio para tener un propósito, y a su vez, las ideas abstractas necesitan de una serie de pasos materializables, todo en pos de conducir la política internacional a un sano equilibrio.
De acuerdo con el Exsecretario de Estado, la actitud de Estados Unidos hacia Irán y hacia otros países comandados religiosamente, como Arabia Saudita, no puede basarse en un simple cálculo de balance de poder o en una agenda de democratización. La agenda debe ser armada tomando en cuenta los valores, la tradición y la experiencia de estos países. En una columna acerca de World Order, Hillary Clinton argumenta que su foco como secretaria de Estado fue precisamente esto que Kissinger reconoce. Aquello que Clinton concibió como smart power o “poder inteligente” —una combinación entre el poder blando y el poder duro—sería la respuesta (inteligente) estadounidense a un mundo que demanda un orden internacional legitimado y consensuado por sus líderes y ciudadanos.
Pero lejos de introducir algo nuevo, detrás del maquillaje semántico, Kissinger recuerda que el enfoque de realpolitik adquiere precedencia para abordar los desafíos del siglo XXI. A pesar de haber apoyado la invasión a Irak en 2003, en vista de los acontecimientos en el mundo árabe, este prominente pensador realista le habla a los neoconservadores en Washington y les dice que deben dejar de ilusionarse con el prospecto de que las masas cansadas y abusadas de los países islámicos congenien gobiernos con principios occidentales. Sin embargo, dado que no se puede volver atrás, Kissinger critica a Barack Obama por tirar a la basura la faceta del proyecto de la era George W. Bush que apuntaba a estabilizar a Irak. Además, critica la falta de énfasis del gobierno actual en rellenar el vacío de poder que dejó la caída de Saddam Hussein e indica que antes de una “estrategia de salida”, lo que se necesita es una estrategia puntual a secas.
La realpolitik y el balance de poder como la mejor solución
En realidad, lo que se requiere es un cambio de tácticas para llegar esencialmente a los mismos resultados. Sin perder de vista su sentido de dirección y sus objetivos cabales en el plano diplomático, como por ejemplo en el desmantelamiento del programa nuclear iraní, World Order insiste en que las democracias occidentales deberían acomodarse a las realidades y desde allí trabajar cuidadosamente, siempre en consideración de la concepción de orden de sus contrapartes no liberales. Si se lee el texto entrelineas, esto no implica obligatoriamente conciliar a la usanza occidental, mediante la diplomacia de la sucesiva presentación de propuestas y contraofertas para resolver una disputa. Como bien lo justifica Kissinger, en las culturas orientales este camino es interpretado como debilidad. Lo que realmente está discutiendo, es que la consecución de un orden mundial dependerá del grado de flexibilidad que las regiones o países con cosmovisiones características puedan articular para encontrar puntos medios entre sus diferencias.
Por todo esto, Kissinger propone una revaloración de la vieja práctica que en el pasado supo conducir (para bien o para mal) desde Washington. Aunque difícil de practicar, Kissinger propone revisar el concepto de balance de poder, partiendo del hecho básico de que los arreglos entre las fuerzas nunca son estáticos, pues siempre están en continuo movimiento. Esta mítica figura de la Guerra Fría concede a Estados Unidos el papel de garante de este balance de poder. Para él, la configuración sistémica propuesta, si es respaldada consistentemente por la política exterior estadounidense, conducirá eventualmente a la aparición de líderes con visión de paz.
Finalmente, Kissinger postula que para alcanzar un orden mundial genuino, sus componentes deben adquirir una segunda cultura mundial que pueda coexistir con sus propios valores. Esta nueva cultura debe ser estructural y debe esbozar un concepto jurídico de orden que trascienda las perspectivas e ideales de una sola región o país. “En este momento en la historia —agrega— esto sería una modernización del sistema westfaliano de acuerdo a las realidades contemporáneas.” El objetivo de nuestra era, concluye, “debe ser alcanzar dicho equilibrio, restringiendo mientras tanto a los perros de la guerra”.

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