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El Gatopardo (Il Gattopardo) es una novela escrita por Giuseppe Tomasi di Lampedusa (1896-1957), entre finales de 1954 y 1957. Rechazada en un principio por las editoriales Einaudi y Mondadori, fue publicada póstumamente por la editorial de Giangiacomo Feltrinelli con prólogo de Giorgio Bassani. En 1959 obtuvo el Premio Strega, y en 1963 Luchino Visconti la adaptó al cine.
El Gatopardo narra las vivencias de Don Fabrizio Corbera, Príncipe de Salina, y su familia, entre 1860 y 1910, en Sicilia (Palermo y Palma di Montechiaro).
En mayo de 1860, tras el desembarco de Garibaldi en Sicilia, Don Fabrizio (personaje inspirado en Giulio IV di Lampedusa, bisabuelo del autor) asiste con distancia y melancolía al final de una época. La aristocracia comprende que el final de su supremacía se acerca: es el momento de que se aprovechen de la situación política los burócratas y mediocres, la nueva clase social emergente. Don Fabrizio, perteneciente a una familia de rancio abolengo, se tranquiliza viendo que su sobrino Tancredi Falconeri, a pesar de combatir en las filas garibaldinas, intenta aprovecharse de la situación.
Cuando, como todos los años, el Príncipe se traslada con toda su familia a la residencia estival de Donnafugata, se encuentra a un nuevo alcalde, Don Calogero Sedàra, un burgués de origen humilde que se ha enriquecido y ha hecho carrera como político. Tancredi, que antes había manifestado algún interés por Concetta, la primogénita del Príncipe, se enamora de Angelica, la hija de Don Calogero, con la que se casará, fascinado probablemente por su belleza, pero también por su significativo patrimonio. Otro episodio significativo es la llegada a Donnafugata de un funcionario piamontés, Aimone Chevalley de Monterzuolo, que ofrece a Don Fabrizio la posibilidad de ser senador del nuevo Reino de Italia. Sin embargo, el Príncipe rechazará esta oferta, alegando que está demasiado ligado al antiguo régimen.
Espejo de la realidad siciliana, esta conocidísima frase simboliza la capacidad de los sicilianos para adaptarse a lo largo de la historia a los distintos pueblos que han gobernado esta hermosa isla. La vida del Príncipe a partir de ese momento transcurre con monotonía y desconsuelo, hasta la muerte, que le llega en una anónima habitación de hotel en 1883, cuando regresaba de Nápoles, adonde había acudido para unas visitas médicas. En su casa permanecerán las tres hijas solteras, amargadas por su vida cerrada y solitaria.
El gatopardo está originalmente escrito en italiano, aunque aparecen frecuentemente frases en latín y francés.
El Gatopardo narra las vivencias de Don Fabrizio Corbera, Príncipe de Salina, y su familia, entre 1860 y 1910, en Sicilia (Palermo y Palma di Montechiaro).
En mayo de 1860, tras el desembarco de Garibaldi en Sicilia, Don Fabrizio (personaje inspirado en Giulio IV di Lampedusa, bisabuelo del autor) asiste con distancia y melancolía al final de una época. La aristocracia comprende que el final de su supremacía se acerca: es el momento de que se aprovechen de la situación política los burócratas y mediocres, la nueva clase social emergente. Don Fabrizio, perteneciente a una familia de rancio abolengo, se tranquiliza viendo que su sobrino Tancredi Falconeri, a pesar de combatir en las filas garibaldinas, intenta aprovecharse de la situación.
Cuando, como todos los años, el Príncipe se traslada con toda su familia a la residencia estival de Donnafugata, se encuentra a un nuevo alcalde, Don Calogero Sedàra, un burgués de origen humilde que se ha enriquecido y ha hecho carrera como político. Tancredi, que antes había manifestado algún interés por Concetta, la primogénita del Príncipe, se enamora de Angelica, la hija de Don Calogero, con la que se casará, fascinado probablemente por su belleza, pero también por su significativo patrimonio. Otro episodio significativo es la llegada a Donnafugata de un funcionario piamontés, Aimone Chevalley de Monterzuolo, que ofrece a Don Fabrizio la posibilidad de ser senador del nuevo Reino de Italia. Sin embargo, el Príncipe rechazará esta oferta, alegando que está demasiado ligado al antiguo régimen.
Espejo de la realidad siciliana, esta conocidísima frase simboliza la capacidad de los sicilianos para adaptarse a lo largo de la historia a los distintos pueblos que han gobernado esta hermosa isla. La vida del Príncipe a partir de ese momento transcurre con monotonía y desconsuelo, hasta la muerte, que le llega en una anónima habitación de hotel en 1883, cuando regresaba de Nápoles, adonde había acudido para unas visitas médicas. En su casa permanecerán las tres hijas solteras, amargadas por su vida cerrada y solitaria.
El gatopardo está originalmente escrito en italiano, aunque aparecen frecuentemente frases en latín y francés.
En la oscuridad todo se confunde
El “gatopardismo” o lo “lampedusiano” es en ciencias políticas, “cambiar algo para que nada cambie“, la paradoja expuesta en la novela. Los textos que expresan la aparente contradicción son los siguientes: “Si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie”.
“¿Y ahora qué sucederá? ¡Bah! Tratativas pespunteadas de tiroteos inocuos, y, después, todo será igual pese a que todo habrá cambiado”.
“…Una de esas batallas que se libran para que todo siga como está”.
Desde entonces, en ciencias políticas se suele llamar “gatopardista” o “lampedusiano” al político transformista, reformista o revolucionario, que cede o reforma una parte de las estructuras para conservar el todo sin que nada cambie realmente.
Doctor Macera, ¿todo bien en Siracusa?
Brillante e influyente. De eso no cabe la menor duda. Pablo Macera fue investido Profesor Honorario por la Universidad Antonio Ruiz de Montoya en una ceremonia en la que participaron, además de las autoridades de esa casa de estudios, dos historiadores de San Marcos pertenecientes a generaciones distintas como lo son Manuel Burga y Cristóbal Aljovín, lo que disipa cualquier sospecha de intención partidaria o política.
Sin embargo, no puedo evitar pensar, como ya lo anotó Pepe Ragas, que todo esto es una especie de reinserción o purificación de un intelectual valioso echado a perder por una nimiedad, por una pequeñez como lo fue su esporádica participación en política. Por lo menos eso es lo que muchos creen. No de otro modo se entiende la vergonzosa nota de prensa de RPP tan cándida como desmemoriada. ¿Es que acaso no hay nadie con un poco de sentido común o decencia que recuerde el paso de Macera en política y lo anote? ¿Está prohibido hacerlo? Si no es malo ser fujimorista, ¿por qué no mencionarlo?
Hemos podido comprobar una vez más aquello de que el Perú es un país de memoria frágil. Creo que la frase es del propio Macera. Tal vez no, pero estoy seguro que eso pensó al aceptar este honor muy merecido pero a destiempo y tarde.
A destiempo porque a Macera se le debió rendir homenaje desde hace mucho, cuando su portentosa inteligencia evacuaba estudios e ideas por los cuales llegó a ser considerado un oráculo por muchos, el hombre más brillante de su generación. Y tarde porque ahora todo homenaje, por merecido que sea, no podrá hacer olvidar a nadie que puso esa misma inteligencia y prestigio al servicio de uno de los regímenes más corruptos de nuestra historia. Y además genocida y violador de los derechos humanos (¿no fue él quien escribió, acaso, cuando Alan García visitó, acompañado de su padre, la prisión de El Sexto que ese era un privilegio que no se podrían dar los hijos de los más de 300 terroristas muertos en los motines de los penales de 1986?).
Se ha tratado muchas veces de explicar las razones que empujaron a Macera a aceptar postular en la lista del fujimorismo más vergonzoso como lo fue el del año 2000. Unos dicen que por amistad con el propio Fujimori; otros que porque quería jubilarse con el sueldo de un congresista. Un amigo (que trabajó muy cerca de él y fue quien me lo presentó) alguna vez me dijo que su postulación no lo extrañaba en lo absoluto. “No hay régimen más autoritario que este [el de Fujimori] y en él Macera se va a sentir a las mil maravillas porque no hay nadie más autoritario en San Marcos que él. ¿Cómo crees, sino, que logrado mantenerse en el Seminario [de Historia Rural Andina] durante tantos años?”, me dijo.
El propio Macera, incluso, ha tratado de responder a esa interrogante diciendo que nadie, ni la derecha ni la izquierda, lo dejaron ‘hacer’. Pero eso es falso. Se me viene a la memoria la charla con un historiador de la Academia de la Historia que me contó que cuando estaban por elegir a dos nuevos miembros (uno de ellos fue Manuel Burga y el otro Carlos Ramos), se le envió un emisario a Macera, un profesor de San Marcos, para preguntarle si aceptaría su nombramiento como miembro de número. Este respondió, muy molesto e iracundo, que muy tarde le ofrecían ese honor y que no le importaba si lo elegían o no porque igual él lo rechazaría. Años después, a través del mismo emisario, mandó decir que ahora sí estaba interesado en ocupar un lugar en la Academia. La respuesta de esta, por supuesto, por temor a un desplante del impredecible Macera, fue no, lo sentimos.
Tal vez ninguna de todas estas sea la razón. O tal vez lo sean todas juntas. No lo sabemos. Algún día tal vez sí, si es que Macera se digna escribir unas Memorias o un manifiesto que explique por qué hizo lo que hizo: negarse a sí mismo. Rendir culto al poder y al autoritarismo, justificar lo injustificable.
Escribiendo estas líneas se me ha venido a la memoria dos imágenes imborrables. Una un poco pagana con todo este asunto. La otra, más exacta pero grave. Y triste.
Recuerdo una ceremonia del Óscar en que el director de cine Elia Kazan debía recibir un Óscar honorario por su trayectoria cinematográfica. Muchos no estaban de acuerdo en que tal distinción cayera en su persona porque había sido uno de los muchos que, con su delación cobarde e interesada, arruinó las carreras y las vidas de otros al delatarlos ante el tristemente célebre Comité de Actividades Antinorteamericanas del igualmente célebre Senador McCarthy. El día de la ceremonia, mientras muchos de los rostros más famosos de la industria del cine aplaudían de pie, otros más famosos todavía no solo no aplaudían sino que además daban la espalda al escenario donde estaba Kazan. Un honor merecido a una carrera brillante, pero con el prestigio por los suelos.
La otra es en realidad una lectura. Recuerdo haber leído que cuando Heidegger, luego de años de exilio y exclusión de la cátedra universitaria, y cuando se creía ya olvidada su militancia en el nacionalsocialismo, volvió a su cátedra, el brillante filósofo alemán fue recibido con todos los honores por alumnos y maestros. Uno al saludarlo y estrecharle la mano, le dijo: “Bienvenido, ¿todo bien en Siracusa?”, aludiendo a su amado Platón y a los años en que sirvió al rey tirano Dionisos de Siracusa.
¿Alguien le recordaría a Macera su estancia en Siracusa?
El “gatopardismo” o lo “lampedusiano” es en ciencias políticas, “cambiar algo para que nada cambie“, la paradoja expuesta en la novela. Los textos que expresan la aparente contradicción son los siguientes: “Si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie”.
“¿Y ahora qué sucederá? ¡Bah! Tratativas pespunteadas de tiroteos inocuos, y, después, todo será igual pese a que todo habrá cambiado”.
“…Una de esas batallas que se libran para que todo siga como está”.
Desde entonces, en ciencias políticas se suele llamar “gatopardista” o “lampedusiano” al político transformista, reformista o revolucionario, que cede o reforma una parte de las estructuras para conservar el todo sin que nada cambie realmente.
Doctor Macera, ¿todo bien en Siracusa?
Brillante e influyente. De eso no cabe la menor duda. Pablo Macera fue investido Profesor Honorario por la Universidad Antonio Ruiz de Montoya en una ceremonia en la que participaron, además de las autoridades de esa casa de estudios, dos historiadores de San Marcos pertenecientes a generaciones distintas como lo son Manuel Burga y Cristóbal Aljovín, lo que disipa cualquier sospecha de intención partidaria o política.
Sin embargo, no puedo evitar pensar, como ya lo anotó Pepe Ragas, que todo esto es una especie de reinserción o purificación de un intelectual valioso echado a perder por una nimiedad, por una pequeñez como lo fue su esporádica participación en política. Por lo menos eso es lo que muchos creen. No de otro modo se entiende la vergonzosa nota de prensa de RPP tan cándida como desmemoriada. ¿Es que acaso no hay nadie con un poco de sentido común o decencia que recuerde el paso de Macera en política y lo anote? ¿Está prohibido hacerlo? Si no es malo ser fujimorista, ¿por qué no mencionarlo?
Hemos podido comprobar una vez más aquello de que el Perú es un país de memoria frágil. Creo que la frase es del propio Macera. Tal vez no, pero estoy seguro que eso pensó al aceptar este honor muy merecido pero a destiempo y tarde.
A destiempo porque a Macera se le debió rendir homenaje desde hace mucho, cuando su portentosa inteligencia evacuaba estudios e ideas por los cuales llegó a ser considerado un oráculo por muchos, el hombre más brillante de su generación. Y tarde porque ahora todo homenaje, por merecido que sea, no podrá hacer olvidar a nadie que puso esa misma inteligencia y prestigio al servicio de uno de los regímenes más corruptos de nuestra historia. Y además genocida y violador de los derechos humanos (¿no fue él quien escribió, acaso, cuando Alan García visitó, acompañado de su padre, la prisión de El Sexto que ese era un privilegio que no se podrían dar los hijos de los más de 300 terroristas muertos en los motines de los penales de 1986?).
Se ha tratado muchas veces de explicar las razones que empujaron a Macera a aceptar postular en la lista del fujimorismo más vergonzoso como lo fue el del año 2000. Unos dicen que por amistad con el propio Fujimori; otros que porque quería jubilarse con el sueldo de un congresista. Un amigo (que trabajó muy cerca de él y fue quien me lo presentó) alguna vez me dijo que su postulación no lo extrañaba en lo absoluto. “No hay régimen más autoritario que este [el de Fujimori] y en él Macera se va a sentir a las mil maravillas porque no hay nadie más autoritario en San Marcos que él. ¿Cómo crees, sino, que logrado mantenerse en el Seminario [de Historia Rural Andina] durante tantos años?”, me dijo.
El propio Macera, incluso, ha tratado de responder a esa interrogante diciendo que nadie, ni la derecha ni la izquierda, lo dejaron ‘hacer’. Pero eso es falso. Se me viene a la memoria la charla con un historiador de la Academia de la Historia que me contó que cuando estaban por elegir a dos nuevos miembros (uno de ellos fue Manuel Burga y el otro Carlos Ramos), se le envió un emisario a Macera, un profesor de San Marcos, para preguntarle si aceptaría su nombramiento como miembro de número. Este respondió, muy molesto e iracundo, que muy tarde le ofrecían ese honor y que no le importaba si lo elegían o no porque igual él lo rechazaría. Años después, a través del mismo emisario, mandó decir que ahora sí estaba interesado en ocupar un lugar en la Academia. La respuesta de esta, por supuesto, por temor a un desplante del impredecible Macera, fue no, lo sentimos.
Tal vez ninguna de todas estas sea la razón. O tal vez lo sean todas juntas. No lo sabemos. Algún día tal vez sí, si es que Macera se digna escribir unas Memorias o un manifiesto que explique por qué hizo lo que hizo: negarse a sí mismo. Rendir culto al poder y al autoritarismo, justificar lo injustificable.
Escribiendo estas líneas se me ha venido a la memoria dos imágenes imborrables. Una un poco pagana con todo este asunto. La otra, más exacta pero grave. Y triste.
Recuerdo una ceremonia del Óscar en que el director de cine Elia Kazan debía recibir un Óscar honorario por su trayectoria cinematográfica. Muchos no estaban de acuerdo en que tal distinción cayera en su persona porque había sido uno de los muchos que, con su delación cobarde e interesada, arruinó las carreras y las vidas de otros al delatarlos ante el tristemente célebre Comité de Actividades Antinorteamericanas del igualmente célebre Senador McCarthy. El día de la ceremonia, mientras muchos de los rostros más famosos de la industria del cine aplaudían de pie, otros más famosos todavía no solo no aplaudían sino que además daban la espalda al escenario donde estaba Kazan. Un honor merecido a una carrera brillante, pero con el prestigio por los suelos.
La otra es en realidad una lectura. Recuerdo haber leído que cuando Heidegger, luego de años de exilio y exclusión de la cátedra universitaria, y cuando se creía ya olvidada su militancia en el nacionalsocialismo, volvió a su cátedra, el brillante filósofo alemán fue recibido con todos los honores por alumnos y maestros. Uno al saludarlo y estrecharle la mano, le dijo: “Bienvenido, ¿todo bien en Siracusa?”, aludiendo a su amado Platón y a los años en que sirvió al rey tirano Dionisos de Siracusa.
¿Alguien le recordaría a Macera su estancia en Siracusa?
Fuente: Wikipedia y Blog El Reportero de la Historia.