Evangelio según San Lucas 6,39-45.
Jesús hizo a sus discípulos esta comparación: “¿Puede un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán los dos en un pozo? El discípulo no es superior al maestro; cuando el discípulo llegue a ser perfecto, será como su maestro.
¿Por qué miras la paja que hay en el ojo de tu hermano y no ves la viga que está en el tuyo?
¿Cómo puedes decir a tu hermano: ‘Hermano, deja que te saque la paja de tu ojo’, tú, que no ves la viga que tienes en el tuyo? ¡Hipócrita!, saca primero la viga de tu ojo, y entonces verás claro para sacar la paja del ojo de tu hermano“.
No hay árbol bueno que dé frutos malos, ni árbol malo que dé frutos buenos: cada árbol se reconoce por su fruto. No se recogen higos de los espinos ni se cosechan uvas de las zarzas.
El hombre bueno saca el bien del tesoro de bondad que tiene en su corazón. El malo saca el mal de su maldad, porque de la abundancia del corazón habla la boca.
Homilía del Padre Paul Voisin CR de la Congregación de la Resurrección:
Hay una historia de la Edad Media sobre un hombre que estaba refinando oro en una olla calentada al fuego. Un niño pequeño pasó por allí y, curioso, le preguntó qué estaba haciendo. Él dijo que estaba quitando las impurezas que subían a la superficie mientras el mineral se derretía. El niño preguntó: “¿Cómo sabrás que has terminado?”. El hombre respondió: “Cuando pueda ver mi rostro perfectamente reflejado en el oro”.*
Pensé en esta historia cuando leí por primera vez el evangelio (Lucas 6:39-45), porque como pueblo de Dios estamos llamados a “refinarnos”. Así como el hombre juzgó que el proceso de refinación del oro estaba completo, también Jesús quiere verse “reflejado” en nosotros de una manera nueva y más profunda. Nuestro evangelio nos desafía a este proceso de purificación.
En nuestra Primera Lectura del Libro del Sirácida (27,4-7) se nos presentan otras imágenes (como el fuego del refinador), que nos hablan de purificación: el tamiz que separa lo bueno de lo malo, y el horno cuyo calor transforma la cerámica. Esto reconoce el proceso de purificación que es parte de la fidelidad a la alianza. La imagen del árbol que da fruto también es significativa, ya que se convierte en la verdadera evaluación de la persona: sus palabras y acciones.
En nuestra Segunda Lectura a los Corintios, san Pablo (1 Cor 15,54-58) proclama la victoria sobre el pecado y la muerte. Al hacer la voluntad de Dios, en unión con Cristo, participamos de su vida. Qué palabras alentadoras, especialmente cuando tratamos de purificarnos para ser más fieles a Dios.
Para cada uno de nosotros, este llamado a la purificación será único, ya que el mal, la tentación y el pecado que enfrentamos son únicos para cada uno de nosotros. El proceso no es fácil. Siguiendo con la imagen de la refinación, Isaías (48:10) la llama el “horno de la aflicción”, y Zacarías (13:9) dice que seremos “probados”, pero el resultado, según Malaquías (3:3), “será para ofrecer el sacrificio debido al Señor”. A pesar del dolor en el proceso, hay “fruto” que se puede obtener.
De todas las imágenes utilizadas en las lecturas, la de la viga y la astilla me llamó más la atención. En nuestro mundo actual nos resulta muy fácil juzgar a los demás. La imagen de la viga y la astilla reflejan nuestra tentación humana de señalar con el dedo a los demás y exigirles lo que nosotros mismos no hemos logrado. La imagen del árbol que da fruto también es significativa, ya que el fruto que damos en nuestra vida diaria refleja lo que hay en nuestro corazón. Jesús subraya nuestra elección en esto, sacando del “almacén de bondad” o del “almacén de maldad”. Una elección nos lleva a frutos sabrosos, higos o uvas, mientras que la otra nos lleva a espinas y zarzas. Con la gracia de Dios no hay duda de qué elección debemos hacer: el camino de la comprensión, no el del juicio; y el camino del perdón, no el de la condena. Una nos abre a mirarnos a nosotros mismos honestamente, a reconocer nuestra debilidad y a avanzar hacia una nueva forma de pensar, sentir, hablar y actuar. El otro nos cierra, nos pone a la defensiva y nos niega aquello que en nuestro “corazón” sabemos que es verdad. Con la ayuda de Dios, de la que estamos seguros, podemos ser transformados. Él es nuestro “maestro” y nosotros somos sus “discípulos”. La imagen clásica del discípulo es la de alguien que está sentado a los pies del maestro, viviendo de cada palabra que sale de la boca del maestro. El discípulo aprende una disciplina (de la misma raíz) para ser como el maestro: su manera de pensar, sentir, hablar y actuar. El discípulo se va pareciendo cada vez más al maestro. Entonces, como en mi historia, cuando seamos cada vez más a la imagen de Cristo, seremos ese oro que refleja el rostro de Dios.
En nuestra “ceguera”, podemos fácilmente llevar a otros por el camino equivocado. Especialmente si la gente sabe que tenemos una fe viva y que tomamos en serio nuestra relación con Dios, tanto más nos buscarán para que les mostremos el camino. Hay un viejo dicho que dice que “se pueden atraer más moscas con azúcar que con vinagre”. Cuando corregimos con compasión y comprensión, la persona puede abrirse a nosotros. Pero debemos darle esperanza de un cambio, de una transformación. Si se siente juzgada y condenada, solo rechazará sus palabras y se defenderá, alejándose aún más de un cambio, en lugar de continuar en el proceso de “refinación”.
Reflejar el rostro de Dios, como el rostro del refinador en el oro, es nuestro objetivo. Damos testimonio a los demás más de lo que imaginamos. A veces podemos estar bien preparados, eligiendo nuestras palabras con cuidado y planificando nuestras acciones que serán un signo para los demás de nuestra vida en Cristo. Pero otras veces, muchas veces, simplemente estamos “siendo nosotros mismos” y siendo espontáneos al responder a otra persona, o a una situación o evento. Es entonces cuando se revelan nuestros verdaderos colores, no en la declaración o estrategia preparada, sino en palabras y acciones sinceras que fluyen del corazón.
Al mismo tiempo que podemos considerar las lecturas de este fin de semana como un desafío difícil, también debemos tener confianza y aliento en que Dios está con nosotros en el proceso de refinación. Su gracia es nuestra, y su victoria sobre el pecado y la muerte nos abre un nuevo futuro. Cooperando con su gracia seremos fielmente y con éxito “refinados” y transformados, y en todo lo que digamos y hagamos reflejaremos el rostro de Dios.
*Este relato introductorio está tomado de Stories for All Seasons de Gerard Fuller OMI. Twenty-Third Publications, Dublín (Irlanda), 1996. Página 115.
Cardenal Carlos Castillo, arzobispo de Lima, presentó su renuncia al cumplir 75 años
Por Martín Villacís– Diario EXPRESO.
Este acto se enmarca en el protocolo establecido por el Código de Derecho Canónico, que estipula que los obispos deben ofrecer su dimisión al alcanzar cierta edad, con el fin de asegurar que el liderazgo pastoral permanezca en manos de quienes puedan desempeñar plenamente sus responsabilidades.
En este escenario, la decisión sobre la aceptación de la renuncia del cardenal Castillo y el nombramiento de su sucesor serán determinantes para el rumbo de la Iglesia en Lima y en el Perú en general.
La comunidad católica permanece atenta a las decisiones que tome El Vaticano en los próximos días, conscientes de la importancia de un liderazgo pastoral que responda a los desafíos actuales y futuros.
Carlos Castillo, nacido en Lima en 1950, es un teólogo y sacerdote peruano.
Se ordenó en 1984 y desarrolló una amplia carrera académica, incluyendo la enseñanza de teología en la Pontificia Universidad Católica del Perú, donde también ejerció como Gran Canciller.
El 25 de enero de 2019, el papa Francisco lo nombró arzobispo de Lima, sucediendo al cardenal Juan Luis Cipriani.
Este nombramiento ocasionó diversas reacciones, especialmente debido a las posturas conservadoras de su predecesor y a las acusaciones de abusos que posteriormente salieron a la luz.
Durante su gestión, Castillo fue una voz crítica frente a diversas situaciones políticas y sociales en el Perú.
La decisión de aceptar o posponer la renuncia recae ahora en el sumo pontífice.
No obstante, la salud del papa Francisco, de 88 años, es motivo de preocupación en las últimas semanas.
El pontífice fue hospitalizado el 14 de febrero debido a una neumonía bilateral, lo que produjo debates sobre su capacidad para mantener el ritmo de trabajo necesario y la posibilidad de una eventual renuncia.