Roger de Flor

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El líder que asoló Oriente con los almogávares de la Corona de Aragón

En el siglo XIV, el comandante de la Gran Compañía fue apuñalado en Bizancio por emisarios de Miguel IX Paleólogo

Por MANUEL P. VILLATORO– Diario ABC.es
La historia lo corrobora: los mercenarios son la epidemia que queda, cual poso al fondo del vaso, cuando la paz deja sin trabajo a los soldados y aprieta la necesidad de pan. Los ejemplos se cuentan por decenas y van mucho más allá del Grupo Wagner liderado por el fallecido Yevgueni Prigozhin. Por estos lares hemos contado con nuestros propios soldados de fortuna: los hombres de la Gran Compañía de almogávares liderada por el aguerrido –y asesinado a traición– Roger de Flor. Tipos duros con una vida que «muy pocos soportarían», según recogió en sus escritos el historiador del siglo XIV Bernat Desclot, pero que extendieron sus tentáculos desde la Corona de Aragón hasta Grecia y Anatolia.
Sus comienzos, sin embargo, navegan entre la realidad y el mito; una triste letanía que se repite con otros tantos sucesos de aquella España primigenia. «Como ocurre en la mayoría de ocasiones con otros episodios de la Historia, no podemos afirmar con claridad cuándo surge la figura del guerrero almogávar», explica a ABC David Barreras Martínez, autor de ‘La cruzada albigense y el Imperio aragonés’ (Nowtilus). En tierras madrileñas por vacaciones, el divulgador de temas medievales hace una parada que le agradecemos para desvelar los secretos de estos combatientes: «Lo que sí podemos afirmar es que tienen su origen en las escaramuzas que pequeños grupos de infantería ligera realizaban en territorio enemigo durante la Reconquista».
Eran, en definitiva, el prototipo del guerrillero hispano; ese que se hizo famoso siglos después en la Guerra de la Independencia. «Buscaban causar el mayor daño posible, ya fuera moral, psicológico, económico o militar, a los musulmanes en pequeñas escaramuzas», incide. Los expertos coinciden en que hicieron su aparición en el siglo XII como infantería ligera e irregular y en que ganaron notoriedad a la velocidad del rayo por su eficiencia: llegaban, saqueaban y se marchaban a las pocas lunas. Sin embargo, el avance irregular de la Reconquista les dejó sin frontera con el Islam y les obligó a reorientar su vida como mercenarios de la Corona de Aragón. Y allí fueron muy bien recibidos con los brazos abiertos.
Según el autor de ‘La cruzada albigense y el Imperio aragonés’, los almogávares «cobraron importancia con Pedro II de Aragón, sobre todo en las Navas de Tolosa». Y, a partir de ahí, hicieron las veces de infantería ligera y de exploración en los ejércitos de Su Majestad. «Participaron con Jaime I en la Reconquista de Mallorca, Valencia y Murcia. Pero también con el hijo de éste último, Pedro III, en la conquista de Sicilia», añade Barreras. Por entonces forjaba la Corona de Aragón su particular Imperio Mediterráneo, y lo hizo con su ayuda. Cierto es que no aparecen demasiado en las crónicas de Jaime I el Conquistador, pero no por falta de importancia en las batallas.
Según afirma el divulgador histórico Fernando Martínez Laínez en su popular ‘El soldado español: una visión de España a través de sus combatientes’, los almogávares eran ágiles, ligeros por extremo, curtidos en todo tipo de fatigas, rápidos en la marcha, firmes en la pelea, despreciadores de la vida propia y señores despiadados de las ajenas. Se valían de lanzas cortas o azonadas, venablos, espadas, un cuchillo largo de doble filo y unos dardos que arrojaban desde sus caballos para acabar con cualquier enemigo que se atreviera a hacerles frente. Por último, los define como combatientes que no tenían piedad y que no daban un solo paso atrás.
Laínez coincide con los cronistas medievales, para quienes los almogávares eran «gentes de grandes fatigas, que no saben morar en poblados» y que solo son felices en el combate. Desclot fue el que mejor los describió. En sus palabras, no vivían «más que del oficio de las armas» y podían pasar dos días sin comer –o alimentándose de hierbas– si era necesario: «Llevan una camisa corta, tanto en invierno como en verano, unas calzas de cuero muy estrechas… Cada uno va armado con una espada, unos dardos, sin escudo ni armadura. A la espalda llevan un zurrón de cuero en el que meten las provisiones para dos o tres días. Son hombres fuertes, gente de montaña, catalanes y aragoneses».
Le faltó decir que, con el paso de los años, también hubo valencianos, mallorquines, navarros y hasta castellanos. Aunque el grueso eran aquellos aragoneses y catalanes que se habían hecho expertos en el combate abierto. Lo que sí reseñó es que dos de ellos valían para acabar con cinco caballeros enemigos y que, a pesar de que se valían de jinetes en el campo de batalla, preferían combatir a pie. Una máxima que recogió también el cronista del siglo XIV Ramón Muntaner: «Y cuando fueron a herir, gran parte de nuestros almogávares bajaron de los caballos porque se sentían más seguros a pie que a caballo».
Aunque lo que más sorprendió al cronista Francisco de Moncada, este del siglo XVII, fueron los rituales que los almogávares repetían una y otra vez antes de la batalla. Cuando iban a enfrentarse al enemigo, sacaban del zurrón unas «piedras» –trozos de pedernal, en palabras del historiador Ángel Boya– y «producían con sus armas unas chispas que atemorizaran a sus adversarios». Por si fuera poco, lo hacían al grito de ‘¡Desperta ferro!’ (¡Despierta, hierro!); una curiosa forma de animar a sus armas a levantarse.
Cuando la Corona de Aragón puso fin a su expansión mediterránea, los almogávares se convirtieron en soldados de fortuna, y el que les contrató fue Andrónico II Paleólogo. ¿Su objetivo? Detener la expansión otomana en Anatolia. Cuenta el capitán de navío Rodrigo Fuenzalida en un dossier sobre el tema que, allá por 1303, estos guerreros ofrecieron a Roger de Flor ser el jefe del cuerpo expedicionario que iría a apoyar al emperador de Constantinopla, y que este aceptó sin dudarlo. «Zarpó de Mesina con 18 galeras […] con un número discutido de hombres a bordo, entre, 4,500 y 8,000, para llegar a su destino en enero», desvela el experto.
Las crónicas cuentan que, cuando los genoveses les vieron, se burlaron de su indumentaria; para ellos no eran más que brutos campesinos que apenas sabían usar las espadas. No sabían lo equivocados que estaban. Durante los dos años siguientes acumularon victoria tras victoria contra los turcos. A cambio, el emperador le entregó a Roger de Flor un ducado y la mano de su sobrina, María. De hecho, se cuenta que Andrónico prefirió reducir los sueldos de sus empleados antes que deshacerse de los almogávares. A la par, la leyenda más negra de la Gran Compañía narra que eran despiadados con los naturales de aquellas tierras.
Fuera la envidia, fuera la presunta barbarie –nótese el presunta–, fuera la indisciplina o fuera su condición de extranjeros, la realidad es que el sucesor de Andrónico, Miguel IX Paleólogo, quiso eliminarlos. Y lo hizo por las bravas y de forma muy sucia: enviando a unos asesinos a acabar con la vida de Roger de Flor y sus acólitos. El mandamás llamó al líder mercenario a Andrinópolis con la excusa de encargarle una nueva expedición, pero lo único que le esperaba a este era una ensalada de puñaladas. Eso, y la amargura de saber que, con él, se marchaban al otro mundo un millar de sus compañeros. Así lo narraron las crónicas de la época:
«Con el buen acogimiento que Miguel hizo a Roger y a los suyos, creyeron que las sospechas de María fueron sin fundamentos, y vivían tan sin cuidado ni recelo del daño que tan vecino tenían, que divididos y sin armas discurrían por la ciudad como entre amigos y confederados»
Pero la historia de la Compañía no acabó con Roger de Flor. Los soldados restantes se hicieron fuertes en Tracia y Macedonia e iniciaron la llamada ‘Venganza catalana’ contra los bizantinos. Galípoli era su plaza fuerte, y, desde allí, iniciaron una campaña de escarmiento similar a aquellas escaramuzas que habían llevado a cabo sus predecesores siglos antes. Según el historiador Henry Royston Loyn, en aquellos días se asentaron en el ducado de Atenas, lo que supuso el fin a su vida errante y la fundación de un estado que perduró hasta 1388. Desde allí, hicieron lo propio con Neopatria y el sur de Tesalia. La suya sí fue una gesta de conquista.

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