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El Padre Jorge Álvarez Calderón pertenece a la Diócesis de Chosica-Lima Este en Perú. Está retirado, acompaña diversos procesos como asesor y es responsable de la parte formativa del Prado en Perú. Nació en 1930, se ordenó como sacerdote en 1959, realizó su primer compromiso en el Prado en 1993 y su compromiso definitivo en 2006.
HISTORIA FAMILIAR Y SUS INFLUENCIAS EN LA ESPIRITUALIDAD, LA VOCACIÓN Y LA OPCIÓN POR LOS POBRES
Mi familia es de origen español, llegó al Perú a fines del siglo XVIII y siempre residió en Lima. Pertenecemos al sector social superior. Del lado de mi abuela materna, tengo bisabuelo y tío abuelo presidentes de la República, fundadores del Partido Civilista hacia las últimas décadas del siglo XIX. Su riqueza viene sobre todo de un latifundio azucarero y de los bancos. Del lado paterno estaban más dedicados al sector algodonero.
Nosotros hemos sido tres hermanos: mi hermano mayor, mi hermana y yo, el menor. Como mi abuela materna era ciega y mi madre su única hija, el centro de la vida familiar era su casa. Ahí vivía el hermano mayor de mi madre, que tenía tres hijas, éramos contemporáneos. Hemos vivido centrados en esa casa, nuestras primas y nosotros hemos sido como hermanos. Ésa, en realidad, fue mi familia nuclear. Había relación con el lado paterno, pero mucho menor. Ese grupo nuclear ha sido lo que yo he llamado “mi burbuja”, y era prácticamente todo mi mundo; no teníamos ninguna relación con vecinos de calle o de barrio, sólo entre los familiares.
En vacaciones, mis padres nos llevaban al puerto a unos 200 kilómetros al sur de Lima, donde mi padre era gerente de un ferrocarril de provincia. Vivíamos en los terrenos de la empresa y mis padres solían invitar a sus hermanos y familia. El mundo era muy agradable pero siempre encerrado en la “burbuja”, el resto del país no existía para nosotros.
Mis padres –sobre todo mi madre- eran practicantes, ellos nos enviaron a colegios religiosos de la clase alta. Yo fui en los años iniciales al colegio de religiosas, que era mixto en esos primeros años, luego hice la primaria en el colegio de los hermanos marianistas y secundaria con los religiosos franceses de los Sagrados Corazones.
Mi primera Comunión la hice en los años iniciales, en el colegio de las religiosas. No recuerdo nada de mi preparación, salvo dos hechos al final de ella que me marcaron. El primero se desarrolló en la última semana, la religiosa nos quiso dar, me imagino, una especie de retiro, nos llevaba al interior de su convento, que en esa época era clausura. Entrar allí era para mí llegar a un lugar sagrado. El segundo, fue el día de mi primera comunión: temprano en la mañana, mi madre me levantó y quiso vestirme, se puso de rodillas y rezaba mientras me vestía… la actitud de mi madre me permitió descubrirme como un ser sagrado. Esto fue algo muy profundo en mí.
Mi madre estudió en París, en colegio de religiosas. Ahí, no sé cómo tuvo una iniciación litúrgica y, además, el sacerdote de nuestra parroquia era muy eucarístico. En esa época la liturgia era toda en latín, nosotros éramos la única familia con misal bilingüe. Era época de muchas devociones y grupos de oración, pero mi madre no participaba en ellos, no le gustaba lo que ella llamaba “beaterías” y lo que le interesaba era impulsar la ayuda a las familias pobres. Esto, evidentemente, ha marcado mi espiritualidad. Ella también nos llevó a formar parte de los grupos infantiles y juveniles de la parroquia, lo cual sería la primera vez que puede salir de mi “burbuja”.
El colegio de los marianistas me sirvió a nivel religioso y, aunque teníamos clase de religión cada día, nunca la sentimos como un peso, más bien obtuve una iniciación a la fe muy humana y libre. En cambio, cuando pasé al colegio francés, experimenté duramente la espiritualidad común de esa época: oraciones larguísimas al inicio y final del día, clases de religión que eran pura memoria, obligación de ir a misa dominical al colegio, entre otras cosas. Por suerte mi padre se opuso y dijo al rector que en su familia se iba a misa todos juntos, eso me agradó mucho y afianzó mi impresión de una mala formación religiosa ahí.
Mi “primera conversión”, es decir, mi participación más consciente y convencida, fue a partir de los 14-15 años. Había llegado al colegio un sacerdote jovencito que vino de Francia, muy alegre y cercano a nosotros (primera experiencia de sacerdote cercano), hacia 1945. Él fundó en el colegio la Juventud Estudiantil Católica (JEC), en realidad, sin saber, ésa fue la fundación de la JEC en el Perú (1). Nos inició a nosotros, fue mi primera experiencia de la fe en el Perú (2).
La JEC me cautivó, comprendí que ser cristiano, ser discípulo de Jesús, no era sólo devoción sino que nos llamaba a servir. Los primeros años nuestro lugar de acción era con los compañeros de curso, los últimos dos años era ya el ambiente general del colegio. Ahí tuve la primera experiencia de lo que Aparecida llama discípulos-misioneros. Eso me hizo comprender no sólo qué es ser cristiano, sino cuál es la vocación del laico: ser luz del mundo y sal de la tierra. Dejé la parroquia y, sin darme cuenta, empecé a salir de la “burbuja”. Mi formación, a partir de ahí, se hizo sólo en los grupos estudiantiles de Acción Católica (AC).
El ejemplo de ese sacerdote y la comunidad de JEC fueron el impulso y el lugar con el cual y donde empezó a gestarse mi vocación. Esa experiencia hizo que deseara ardientemente, al pasar a la universidad, ingresar a la Acción Católica Universitaria, que en el Perú se llamaba Unión Nacional de Estudiantes Católicos (UNEC).
Al entrar a la UNEC, mi hermano me dijo algo que me marcó profundamente, me aconsejó: “Si quieres conocer la UNEC, no vayas como observador, métete a fondo en esa comunidad y vívela. Si vas como observador no verás sino los defectos y nunca te comprometerás, si te metes, métete a fondo, porque ya has vivido la JEC, que es la misma cosa para escolares, sólo metiéndote a fondo vivirás plenamente la experiencia, y los defectos que ahí encuentres, se convertirán en tus defectos, y lucharás desde dentro a transformarlos”. Ese consejo me ha servido toda la vida en los diferentes compromisos que he tenido.
AÑOS DE FORMACIÓN
En la UNEC tuve la suerte de encontrar el primer sacerdote diocesano de mi vida, el Padre Gerardo Alarco, ex militante de la Acción Católica. Era un sacerdote que había ido a Francia a formarse y que no pudo regresar a Lima hasta después de la Guerra Mundial. Su primo, Padre José Dammert, era también una vocación de la AC, era también asesor de los movimientos juveniles de la AC. Esas fueron las dos personas, cuyo testimonio me marcó.
Alarco había estudiado en Lyon, y ahí había podido estudiar con profesores que iniciaban la renovación teológica, comenzando por los estudios que no se hacían en latín, sino en francés. Él fue profesor en la Universidad Católica y asesor de UNEC. Nos inició al estudio de la Biblia, a una eclesiología del Reino, temas que enriquecían muchísimo nuestra espiritualidad.
Esa visión más amplia, no moralista ni centrada en devociones, ¡fue lo que nos atrajo más! Él fue mi primer director espiritual. Ahí, a eso de los 17 años, empecé a ampliar mis horizontes, a ver el Evangelio como un proyecto personal y para el mundo. De esa comunidad y con ese acompañamiento, yo, mi hermano, Gustavo Gutiérrez (otro “uneco”) y otro más -que murió antes de la ordenación-, optamos por el sacerdocio.
En esos años hubo bastantes movimientos políticos con los amigos de la UNEC, fuimos a las manifestaciones. Mi mundo se ampliaba, salía de “la burbuja”, empezaba a descubrir el país. La UNEC era una comunidad mixta, primera vez que tenía esa experiencia, además eran de sectores medios y pobres. Un mundo social nuevo para mí, todo eso, ¡yo se lo debía a la Iglesia! Ahí aprendí a vivir y ganar en conciencia, espiritualidad y opción.
El testimonio de Alarco, fue algo totalmente nuevo para mí: si nunca antes había pensado en ser religioso –a pesar de haber estado rodeado de ellos en mi infancia- este sacerdote cercano, que vivía con su familia, que salía a cenar con nosotros, me llamó mucho la atención. Eso era lo que yo debía ser, lo que vi muy claro en ese momento, era que mi vocación era ser sacerdote para formar y acompañar a laicos de la AC y es lo que he hecho toda mi vida.
El Padre Alarco comprendió que la formación de nuestros seminarios en el Perú era muy tridentina y que el envío a Roma no iba a contribuir a iniciarnos a la nueva teología, tomó la iniciativa y logró que nuestro cardenal aceptara que nos fuéramos a Europa a estudiar filosofía en Lovaina y teología en Lyon. Mi hermano fue en 1947, Gustavo en 1951 y yo en 1952. Yo no partí con Gustavo, porque mi abuela materna, muy significativa en mi familia, acababa de fallecer.
A inicios de 1952 ocurrió algo muy importante en mi vida. A través del Padre Alarco llegaron al Perú las fundadoras de las Hermanitas de Jesús. Era la época en que esa congregación, así como la de varones, había decidido extenderse por el mundo. Habían llegado a Chile, y el Padre Alberto Hurtado, sacerdote jesuita canonizado por Juan Pablo II, las puso en contacto con Alarco. Querían conocer un poco Lima y las posibilidades de fundar acá. El Padre Alarco me pidió que lo llevara con ellas a ver un barrio pobre y me dirigió a un lugar periférico de la ciudad, una invasión que se estaba haciendo por el proceso de migración del campo a la ciudad. Un lugar sumamente pobre, no había casas sino pequeñas chozas de paja.
Para mí era novedad puesto que nunca había tenido contacto directo con los pobres. Pero lo que me impresionó más fue que los pobladores, cuando supieron la intención de las religiosas, se alegraron tanto que, en el acto, separaron un lote para ellas. El encuentro con estos pobres, la intención radical de las hermanitas, y la alegría inmensa con la cual las recibieron, fue para mí una luz que me marcó para siempre, ahí comprendí que a Jesús no se le podía encontrar y seguir sino en relación con los pobres. Hoy, casi 60 años después de ese encuentro, todavía voy fielmente una vez al mes a celebrar la eucaristía y compartir el almuerzo con esas hermanitas. Es como regresar a la fuente de mi vocación. Los laicos y los pobres: esas fueron las dos luces que marcaron mis inicios y mi vida.
Mis tres años en Lovaina fueron muy importantes, tuvimos por suerte un régimen de libertad y confianza –poco común en los seminarios de la época- pero también de estudio serio y de profundización espiritual. Ahí tuve la suerte –por recomendación de mi hermano- de tomar como acompañante espiritual a un sacerdote, profesor de derecho natural de Lovaina, que tenía un papel muy significativo en la renovación de la Iglesia belga, abriéndola al mundo: Jacques Leclercq. Su testimonio y sus ideas me afirmaron en la necesidad de consagrarme al laicado.
Mi primer retiro como seminarista, en Lovaina, fue dirigido por un jesuita que, increíblemente, no sólo estaba influenciado por San Ignacio, sino también por Santa Teresita del Niño Jesús y ¡Carlos de Foucauld! ¡Justo lo que necesitaba! Ahí conocí el libro “En el corazón de las masas” del Padre René Voillaume, fundador de los Hermanitos de Jesús, y poco tiempo después, él mismo llegó a Lovaina y tuvo conferencias con seminaristas y laicos.
Todo lo anterior me enriqueció muchísimo, así como también la proximidad de una abadía benedictina, Mont César, donde íbamos con cierta frecuencia con Gustavo. Todavía la liturgia era en latín, y yo acababa de aprenderlo, por lo tanto, por primera vez pude comprender la belleza del canto gregoriano como expresión de los textos bíblicos. Era un seminario universitario y nos daban vacaciones, tanto en navidad como en semana santa, que aprovechábamos para retirarnos en la abadía.
Después de Lovaina, pasamos a Lyon. Ahí era un contexto totalmente diferente, en Francia se vivía una ebullición renovadora en la pastoral y en la teología. Los grandes teólogos, como Congar, Chenu, de Lubac, si bien habían sido silenciados por Roma, y no podían enseñar, sus ideas marcaban la reflexión teológica y la acción con laicos: la reflexión bíblica, la eclesiología, la dimensión misionera (3).
En vacaciones, aprovechábamos la ocasión para participar en diferentes cursos de renovación pastoral: liturgia, acción social, biblia, eclesiología, etc. Los años de Lyon continuaron y enriquecieron mi experiencia en Lovaina. Saqué mi licenciatura en teología e hice la escolaridad para el doctorado pero, como no sentía que mi vocación fuera universitaria sino pastoral, opté por regresar a Lima. Ahí debía ser la verificación de todo lo aprendido en esos años tan ricos. Juan XXIII acababa de ser elegido Papa y ya el Concilio Vaticano II había sido anunciado. En ese contexto tomé el avión, y mientras aterrizaba me dije: “¡ahora Jorge, te toca poner en práctica todo!, ¡ahora comienza tu edad adulta!”.
TRAYECTORIA SACERDOTAL
A los 15 días de llegado, Dammert, que era obispo auxiliar del Cardenal, me llama por teléfono: “Hemos hablado con el Cardenal y hemos decidido que asumas la Parroquia de San Juan de Lurigancho”. ¡Yo ni sabía dónde quedaba esa parroquia! Pero inmediatamente fui donde el Cardenal y me enteré que era una parroquia rural al lado de la Lima tradicional, que tenía una pequeña invasión de unos dos mil inmigrantes, los demás eran obreros de haciendas que vivían en los fundos (granjas) de los patrones. Lo normal era que me instalara en el lugar de los migrantes, así que ahí comenzó mi primera experiencia, ¡como Chevrier en La Guillotiere! Estuve ahí de 1960 hasta 1970, diez años. Yo había sido ordenado sacerdote diocesano el 6 de enero de 1959.
Lo que comprendí de inmediato, era que tenía que ejercer mi ministerio muy en la línea de Carlos de Foucauld. Lo primero que se me planteaba era en dónde instalarme. ¿Cómo ser un sacerdote pobre con los pobres? Para mí era un problema, nunca había tenido contacto con ellos, y aunque estaba paralizado trataba de acercarme a la gente, conocer su vida, sus problemas, sus búsquedas, todo era muy nuevo.
Al principio regresaba a la casa de mis padres por la noche, pero después unos hacendados me ofrecieron una pequeña casa dentro de las haciendas y mis padres me facilitaron una pequeña camioneta. Visitaba la extensa región de la parroquia, conocía a los trabajadores de las haciendas y me iba metiendo más en el sector pre-urbano de las invasiones, que en esos años se llamaban “barriadas”.
En Lima casi no había sacerdotes trabajando ahí, recién empezaban a llegar sacerdotes fidei donum (4). Recuerdo a un alsaciano de origen pobre que había iniciado el trabajo en las barriadas. Aproveché una reunión de sacerdotes para decirle mi problema, y me contestó sin dudar: “¿Por qué te complicas tanto? Haz como yo: anda al mercado, compra unas cuantas cañas de Guayaquil y unas cuantas esteras, las llevas al barrio y ahí, en un día tendrás tu casa. Así hice yo, y me fue muy bien“. Esta respuesta tajante nunca la olvidaré. Me produjo una crisis fortísima, no me sentía con fuerzas para dar ese paso, ¿qué hacer?
Fui donde mi confesor, el maestro de novicios de los jesuitas. Su respuesta fue llena de sabiduría: “Jorge, yo sé que tú, si te lo impones lo podrás hacer, pero como resultado estarás muy orgulloso de que una persona de tu apellido haya hecho ese acto heroico. Asume tus límites, ten la humildad de mostrar a la gente lo que eres; tú no eres de origen pobre, pero quieres acercarte a ellos. Escoge una casa sencilla, arréglala sencillamente, muéstrate cómo eres, ellos saben perfectamente que tú no eres de origen popular, pero tu actitud es lo que valdrá. Trata de acercarte así, como una persona limitada pero que quiere acercarse e identificarse a ellos, ¡a pesar de tus límites!”
¡Eso me liberó! A los pocos días encontré una casita, y traté de arreglarla de la manera más simple posible, respetando mis debilidades pero también mi deseo de acercamiento. Una cosa sí tenía claro: debía ser una casa de puertas abiertas, donde todo el mundo pudiera entrar y salir. ¡Y lo logré! Todavía esa casa existe y, cada vez que paso frente a ella –porque vivo actualmente muy cerca de ella-, recuerdo esos años de mi encarnación (5).
En esa época del preconcilio, además de los sacerdotes jóvenes que desde el principio me envió el cardenal como vicarios –con quienes hicimos un buen equipo comunidad–, tuvimos un núcleo de encuentro y diálogo muy importante. Mi hermano, quien era asesor de la Juventud Obrera Cristiana (JOC) y Gustavo, profesor en la Universidad Católica y asesor de UNEC, fueron nombrados capellanes de unas capuchinas cuyo monasterio estaba en el centro de Lima, ahí solíamos reunirnos a almorzar los miércoles junto con Alarco, Dammert y un laico de la AC muy amigo. Intercambiábamos experiencias y sueños, fue una verdadera comunidad apostólica y, como Dammert era obispo auxiliar y secretario de la Conferencia Episcopal y el Cardenal era Presidente, además, intercambiábamos noticias y veíamos posibilidades de actuar.
Tanto Dammert como Alarco sentían la necesidad de apoyar al seminario que, en ese tiempo, tenía un rector con muchas inquietudes. Los sacerdotes que estaban encargados del seminario eran mexicanos, Misioneros del Espíritu Santo, quienes iban semanalmente a charlar con los seminaristas y propusieron que me ofreciera como uno de los directores espirituales. Acepté, y eso significó una gran experiencia porque, con el apoyo del rector, empezamos a abrirlos a todos los cambios del Concilio.
Mi parroquia se convirtió en el lugar de la práctica pastoral de los seminaristas y empecé a recibir a los recién ordenados. De ahí se me abrió la inquietud por ayudar al clero peruano a encontrar una vocación alimentada con las riquezas del Concilio. También ahí surgió la idea de organizar las primeras semanas pastorales para el clero, a nivel nacional (Dammert podía organizarlas por ser secretario de la Conferencia) y, como nosotros éramos muy jóvenes y no habíamos sido formados en ese seminario, buscábamos la forma de convocar a esos eventos.
En ese contexto se nos presentó una excelente oportunidad: un sacerdote francés, especialista en sociología religiosa y pastoral, había llegado a dar cursos en Chile. Los amigos de Alarco le escribieron diciéndole que ese sacerdote francés, F. Boulard, se proponía a venir a ayudarnos por dos semanas. Invitamos a Boulard, sacerdote mayor y muy considerado, porque él sí podía decir lo que nosotros queríamos pero que no podíamos por ser tan nuevos. Con su ayuda logramos hacer dos de esas experiencias nacionales en Lima, y en tres diócesis más. Fue el inicio de la renovación en nuestra Iglesia, las nuevas ideas del Concilio fueron entregadas al clero. Ahí comenzó mi preocupación por los sacerdotes.
Por otro lado, como mi hermano era asesor de la JOC, yo la empecé en mi barrio, ahí comenzaba a poner en práctica mi inquietud inicial de ser sacerdote formador y acompañante de laicos en la sociedad. Pero al mismo tiempo, vi con mi hermano que no bastaba la JOC, había que hacer algo para los adultos. Empecé, lo que más tarde se llamó el Movimiento de Trabajadores Cristianos (MTC), movimiento de Acción Católica de adultos, lo extendí en el país en varias provincias y también, como me puse en contacto con la coordinación latinoamericana, llegue a ser dos veces asesor latinoamericano. El movimiento fue reconocido a nivel latinoamericano y mundial.
Como consecuencia del Vaticano II, sobre todo cuando comenzó a nacer en América Latina, y en este sector de América, donde había muy pocos sacerdotes, vinieron extranjeros a los sectores populares. Con mi hermano sentimos la necesidad de ayudar a los diferentes sacerdotes fidei donum que venían al Perú. Todas las parroquias en las “barriadas” de Lima eran asumidas por diferentes congregaciones y grupos misioneros. Como yo estaba en sectores populares, y hablaba francés e inglés al igual que mi hermano, nos era fácil ponernos en contacto con ellos.
En la oficina de mi hermano nos encontramos un conjunto de sacerdotes motivados por el Concilio y las nuevas invasiones de migrantes que estaban creando la nueva Lima. Ahí surgen, desde ese local de la JOC, las reuniones quincenales de intercambio y formación. Fue en realidad el primer grupo para reflexionar cómo debíamos pensar e implementar una pastoral de barriadas. Casi diez años después, la arquidiócesis asumió la Pastoral de Barriadas, como algo del Arzobispado. Ese grupo, que tenía su centro en la JOC, fue mucho más que un encuentro de asesores de JOC y MTC, fue una escuela de pastoral popular. Evidentemente, los aires renovadores del Concilio y después, de Medellín (6), nos dieron el marco grande para ello: ¡fuimos la generación del Concilio y Medellín!
En ese contexto se vio la necesidad de tener una reunión nacional con todas aquellas personas que estaban trabajando en los sectores populares y con inquietudes. Ahí es donde se fundó la Oficina Nacional de Información Social (ONIS), hacia 1968. Este movimiento fue paralelo a otros que surgieron también como consecuencia del Vaticano II en diferentes países del mundo, que nacieron así como hongos, no hubo una coordinación. En cada país, la nueva generación comenzó a reunirse porque había muchas novedades en la sociedad (7).
Ahí tuve la experiencia de trabajar con sacerdotes con una inquietud por ser misioneros en los sectores populares nacientes, tanto del campo como de la ciudad, y que querían enterarse mejor de lo que ocurría en el país, y cómo podíamos ser evangelizadores en él. Es así como se hizo una primera reunión, para instalar una pequeña oficinita que los pusiera en contacto, y que después creo todo ese movimiento que no pensábamos hacer. No nos dimos cuenta que nacional significaba oficial y pusimos Oficina Nacional de Información Social, porque era una manera de informar a todos los sacerdotes que estaban en los diferentes sectores del país.
Como el comunicado que hicimos tuvo mucha repercusión, a los pocos meses nos reunimos y ahí tomamos conciencia de lo que se estaba haciendo, no había sido nuestro proceso, nos constituimos entonces como el Movimiento Sacerdotal ONIS, le pusimos ONIS porque la prensa ya nos conocía como sacerdotes de ONIS. Eso fue un mes antes de Medellín, en 1968. De tal manera que cuando Medellín tienen lugar, ya nosotros teníamos esta organización naciendo.
En nuestros inicios, en la década de los 60, hubo varios factores que nos ayudaron mucho, como el gran movimiento migratorio de pobres donde providencialmente empezamos nuestro trabajo, en un nivel social, así como también el movimiento misionero, promovido por Juan XXIII antes del Concilio, que permitió iniciar la pastoral en los barrios marginales, esto a nivel eclesial. Esto tuvo su remate en con el Concilio y luego Medellín. Fue época de cambios rápidos, profundos y de búsqueda de caminos nuevos, un excelente contexto para empezar nuestra experiencia de sacerdotes.
A las pocas semanas de la conferencia de Medellín, tuvo lugar en el Perú “la Revolución Institucional de las Fuerzas Armadas”, que cambió el país. Estas revoluciones se hicieron al este y sur de América Latina, por una estrategia de Estados Unidos en la época de la guerra fría, dando lugar a la represión terrible en Brasil, Uruguay, Argentina, Chile y Bolivia, ocasionando la muerte de gente del pueblo y de la Iglesia. Nosotros, por suerte, no tuvimos eso y más bien sirvió para el afianzamiento del movimiento popular (8).
Fue la ocasión para el surgimiento de un movimiento sacerdotal que se afianza a nivel nacional. Para nosotros fue: “volvernos como adultos conscientes de nuestra responsabilidad en el país y de nuestra manera evangelizadora”. Comenzamos a descubrir lo que significaba la dimensión profética de nuestra vocación. Participamos en encuentros unos cien sacerdotes, diocesanos y religiosos, nacionales y extranjeros. Una experiencia muy fuerte, que nos marcó como generación.
Es en uno de esos encuentros que Gustavo Gutiérrez da su primera charla sobre la Teología de la Liberación. Es fruto de todo ese movimiento, ahí tomamos conciencia de lo que después se llamó la opción por los pobres, ahí salió la corriente de la Iglesia de los Pobres. Fue el lugar para madurar como ciudadanos, sacerdotes y en la espiritualidad comprometida con los pobres. ¡La generación del Vaticano, se convirtió en la generación de Medellín!
Aunque estos grupos sacerdotales, fruto de la vitalidad del Vaticano II y de Medellín, surgieron de manera espontánea y sin relación directa inicial (en Uruguay, Argentina, Chile, Perú, Ecuador, Colombia, y al final, en México). En la década de los 70 logramos hacer un encuentro de todos estos movimientos, pero luego la situación del Consejo Episcopal Latinoamericano (Celam) cambió y comenzaron una serie de sospechas hacia determinados grupos. Nosotros tuvimos la suerte de tener a Gustavo, que impidió que cayéramos en la tentación de ser parte de algún partido político y, en cambio, se profundizó en lo que es la misión profética de la Iglesia.
Cuando la situación eclesial comenzó a cerrarse, por la nueva directiva del Celam (1972) y la incomprensión de la Teología de la Liberación, sentimos la necesidad de disolver oficialmente nuestro grupo: era preferible hacerlo porque el peligro de que se nos descalificara era muy grande. Vimos la necesidad de dejar una semilla para la nueva generación, hablamos con cuatro obispos amigos, entre ellos Dammert, y les externamos la preocupación que teníamos de la formación del nuevo clero. Ellos aceptaron gustosos apoyar la fundación de un seminario interdiocesano en Lima, aquí tendrían mejores posibilidades de estudio, y los iniciaríamos al espíritu de la renovación eclesial.
Se obtuvieron con facilidad los permisos del arzobispado de Lima y la Conferencia Episcopal, la experiencia empezó en 1982. Yo era parte del equipo de formadores, sin residir en la casa, y llegamos a tener hasta veinticinco jóvenes en algunos años. Nos preocupamos que la casa estuviera en un lugar popular y fuera muy sencilla; que no se tuviera automóvil para que ellos vivieran las mismas problemáticas de los jóvenes del barrio. La opción de una Iglesia pobre para los pobres fue una de las líneas fundamentales de la formación.
En ese contexto, yo llegué a ser asesor nacional y latinoamericano del Movimiento de Trabajadores, lo cual me abrió aún más a una perspectiva latinoamericana y mundial (participé en varios encuentros internacionales). Después de eso, los sacerdotes del sector en donde yo trabajaba me dijeron: ¿por qué no vienes y promueves en estas parroquias la Pastoral Social? Por todos mis años en el Movimiento de Trabajadores Cristianos, me pareció muy interesante. Era una Iglesia nueva que estaba creciendo, que tenía inquietud por una pastoral social y no tenían los medios para hacerlo.
Eso debió ser en el año 1992, pocos años antes de la clausura del seminario, entonces me dedicaba al seminario y a la parroquia, promoviendo la pastoral social. En 1996 se crea nuestra diócesis y el obispo me pidió que formara parte del equipo de pastoral social (9). Sin ser párroco, tuve ese cargo varios años hasta que el obispo me encomendó una parroquia, en el año 2000.
Esa Parroquia de San Marcos era muy distinta a la que recibí al principio, era muy grande, antes mi experiencia era rural y tenía solamente una población de 3,000 a 4,000 personas en el sector más cercano a Lima, por la pequeña invasión que había. Yo no tenía ninguna experiencia grande y me asustó el reto, pues después de 30 años de cura nunca había tenido parroquia, inclusive un sacerdote me dijo: “no creas que las parroquias ahora son igual a la experiencia que tú has tenido en los años 60. Ahora una parroquia son unos 60 o 70 mil habitantes”. De hecho, mi parroquia tenía 70 mil habitantes de nivel socioeconómico pobre y tenía como 8 capillas, era un trabajo muy coordinado con los laicos. Ahí estuve de 2000 hasta mediados de 2009.
Toda mi vida de sacerdote ha estado aquí en este sector, en el cual han existido diferencias raciales muy fuertes. Pero en esos años se dio una ley de participación ciudadana inédita, pues la historia del Perú ha sido muy elitista (10). Eso me interesó pues las comunidades de la JEC y UNEC han sido mi experiencia fundante, ahí nació mi vocación, yo siempre quise ser un sacerdote para los laicos. Por ello he sido, más de 30 años, asesor espiritual del Movimiento de Trabajadores Cristianos, por eso estoy ahora preocupado por entregar la espiritualidad del Prado a los laicos, y ya he comenzado la experiencia con unas 15 personas.
PERTENENCIA AL PRADO
Aunque parezca mentira, yo no conocí el Prado durante mis estudios en Lyon, aunque conocí allí sacerdotes que luego los supe miembros, entre ellos, a Federico Carrasquilla, uno de los fundadores del Prado de Colombia y del Prado latinoamericano. Allá, también, compartí con la Fraternidad Secular Carlos de Foucauld, qué conocía bien pero que no tenía la menor idea que fuera del Prado. También escuché en Francia a Monseñor Ancel en una conferencia sobre la iglesia y el mundo obrero, era un obispo muy conocido por ser encargado de la misión obrera en Francia, él me ordenó diácono.
Fue hasta después de una asamblea en Medellín, entre el 1979 y 1980, que conocí al Prado, a través de Pepe Breu, un catalán que estaba haciendo su año pradosiano en esa ciudad. El era asesor de la Acción Católica Obrera (ACO) de Barcelona, afiliada al Movimiento Mundial. Tenía interés de conocer la coordinación latinoamericana y, como hicimos la asamblea en Medellín, vino a participar. Hicimos muy buena amistad, ese hombre me mostró justamente al tipo de sacerdote que yo quería ser, por él entré al Prado en 1983.
Tuvimos muchas ideas coincidentes, yo admiraba su sencillez, inteligencia, cercanía a la gente y comprensión profunda del mundo obrero. Fue muy apreciado por los laicos y dirigentes del Movimiento. Un día, estando en Perú, me dijo que era del Prado, me llamó mucho la atención y traté de comprender mejor la espiritualidad. Me identifiqué mucho con todo lo que me decía. Además, un grupo de sacerdotes de la agrupación que habíamos formado en 1968, estábamos preocupados porque la nueva generación ya no tenía lo que nosotros habíamos tenido: la vitalidad del Vaticano y Medellín. Había decaído mucho por todo el surgimiento de los grupos que no comprendían ni el Vaticano ni Medellín.
¿Cómo ayudar al clero joven? Nos pareció que el Prado era una excelente posibilidad. Tuvimos la suerte que en 1986 el Prado Latinoamericano realizó su segunda Asamblea, y decidió hacerla en Lima. He sabido más tarde que se hizo por sugerencia de Pepe Breu. Ahí tuve contacto con el grupo, conocí a Antonio Bravo y lo llevé a conocer el seminario interdiocesano, reuniéndolo con el equipo de formadores. Él nos escuchó con mucha atención y cuando le hicimos la propuesta para que nos enviara alguien del Prado para integrar el equipo, se alegró mucho, a su regreso a Lyon, en el siguiente Consejo General del Prado, planteó el pedido, y todo el grupo aceptó. Nos enviaron pocos meses después a Luís Hernot, que en ese momento era de los pocos que quedaban incardinados al Prado.
Luis Hernot fue rector de nuestro seminario a los pocos meses de estar acá, y se quedó hasta mediados de 1996, diez años. La participación en el Prado no era obligatoria, pero esa espiritualidad era la que animaba al seminario. Es ahí donde nació el Prado en Perú. Al principio yo pensé que eso no me correspondía a mí, pues mi comunidad era todo el grupo con quienes habíamos caminado juntos desde fines de 1960, pero luego comprendí que era coherente compartir con los jóvenes esa experiencia… pedí no tener ningún cargo de dirección, porque eso le correspondía a la nueva generación. Hice mi primer compromiso en 1993, ahí empezó esa experiencia junto con los jóvenes.
SIGNIFICADO DE SER SACERDOTE DEL PRADO
A nivel personal, el Prado me ha ayudado a precisar mucho más mi espiritualidad. Las reuniones mensuales, las dos reuniones nacionales al año, el Estudio del Evangelio y la Revisión de Vida han sido una gran ayuda. Los encuentros en Limonest me abrieron a una perspectiva más amplia, así como también el conocimiento de los lugares como el “Trece” (sede del Prado en Lyon, Rué Pere Chevrier 13) y Saint Fons (lugar en donde se encuentra en las paredes el tríptico escrito por el Padre Chevrier).
La persona de Monseñor Ancel, de quien he leído su biografía y el libro del Prado, lo considero como su segundo fundador, porque estuvo en la época de la postguerra, la misión Obrera y el Concilio. Le dio vuelo y una apertura mucho mayor. El conocer a Antonio Bravo ha sido muy importante para mí, lo considero el tercer fundador, pues lo abre más internacionalmente, le da un estatuto jurídico así como una reglamentación más precisa sobre los tiempos de formación y la iniciación de los pradosianos.
Al recordar las aportaciones del Prado, siento la necesidad de añadir las dos frases de Chevrier: “Conocer a Jesucristo es todo” y “Tener el Espíritu de Dios es todo”, frases muy simples que me ponen en el camino del discipulado según San Pablo. Eso es lo central, pero el cristocentrismo se expresa en tres pilares: Pesebre, Cruz y Eucaristía. En lenguaje sudamericano diría: Pesebre es la opción por los pobres de Jesús; Cruz su radicalidad y fidelidad en esa opción; y, Eucaristía el ser buen pan como ministro-discípulo. Estos rasgos fundamentales de esta espiritualidad son centrales para mí.
El primer encuentro con el Prado nos permitió ofrecer a los jóvenes una espiritualidad y opciones a la casa interdiocesana. Pero después, cuando tuvimos que cerrar la casa en 1995 por las sospechas contra la Teología de la Liberación y por la presión de los obispos conservadores del Perú, que aprovecharon la jubilación del Monseñor Dammert para que el Vaticano prohibiera la experiencia, el Prado ha permitido continuar el contacto y alimentar la espiritualidad de esos jóvenes.
La convicción de que el Prado es una gracia para los presbiterios nos ayudó, después de varios años, a buscar a otros sacerdotes. Empezamos un grupito de seis en tres diócesis y hoy somos unos veinte o veintidós, en nueve circunscripciones eclesiásticas. Esto ha sido muy importante porque en nuestras diócesis, los presbiterios y los obispos no ayudan espiritualmente a los sacerdotes. La mayor dificultad por pertenecer al Prado es la poca o nula aceptación por parte de los obispos. De las nueve circunscripciones, sólo un obispo apoya y tres toleran, del resto no vale la pena hablar con ellos. Es doloroso, pero ésa es la realidad. Por ese motivo, aún no podemos ofrecer un retiro con la espiritualidad del Prado al clero nacional, pero esperamos que pronto sea posible.
La realización de la Asamblea Latinoamericana del 2008 en Lima, fue clave. Este pequeño Prado, que ya tenía a nuevos que no habían estado en la casa interdiocesana, se reforzó y desde ese momento pudimos empezar a crecer. Después de ser coordinador latinoamericano, el Consejo General me llamó a encargarme de la formación y aproveché ese momento para jubilarme. Ya libre de responsabilidades institucionales, dedico una buena parte de mi tiempo a promover y acompañar a los grupos nuevos que van surgiendo. Veo con alegría como el Prado ayuda a jóvenes en su búsqueda por encontrar un camino de fidelidad al Señor.
LA PROMOCIÓN DE LAS VOCACIONES A TRAVÉS DEL TESTIMONIO
Los laicos han sido una de mis opciones. He estado unos 30 años como asesor nacional y latinoamericano. Me alegro de haber servido tantos años porque veo los frutos en la fidelidad de sus testimonios y en la coherencia de sus compromisos. Me alegra ver ese tipo de gente, aunque me preocupa que en las últimas décadas hayan cambiado dos cosas.
Por un lado la situación de la clase obrera, por lo menos en Perú. Las leyes laborales prácticamente han desaparecido, ya no hay estabilidad laboral ni vida sindical. Los jóvenes están sometidos a una real esclavitud, por la inseguridad e inestabilidad laboral agravada con la necesidad de estudiar a la par: son los nuevos esclavos en el siglo XXI. Gran reto: ¿cómo acompañarlos? Por otro lado, antes los movimientos especializados tenían un acompañamiento serio de sacerdotes y apoyo del Vaticano, ahora no tienen ni lo uno ni lo otro ¿Cómo formarlos, cómo acompañarlos?
No tengo respuestas por ahora, por eso creo importante, y pienso trabajarlo este año, hablar con las congregaciones que tienen opción por los pobres y laicos asociados, de ayudarlas a que formen a sus laicos en las grandes líneas de sus diferentes espiritualidades, pero releídas de la renovación eclesial post Concilio y Medellín. En este sentido, busco lo mismo entregando la espiritualidad del Prado a algunas personas del medio popular que, más allá de sus profesiones, procuran tener un testimonio en la línea de la opción por los pobres, acompañados con la espiritualidad pradosiana.
Nunca he tenido una vocación de párroco propiamente dicho, aunque tuve que hacerlo para acompañar a catequistas, acompañar a personas que estaban metidas en pastoral de enfermos, de liturgia, pero me preocupaban los laicos que estaban más comprometidos en la sociedad. No soy una persona que tenga demasiadas facilidades para entrar con los sectores más bajos, mas ignorantes de la sociedad, con menos sentido social y político, menos con aquellos beatitos que están metidos celosamente en la Iglesia. Me doy cuenta que es una debilidad pero eso es parte de mi vida y de mi personalidad.
Ahora tengo una comunidad que no es muy numerosa, ya no tengo parroquia, pero si soy un punto de referencia de este distrito. La gente me quiere y toma mucho en cuenta porque me considera como fundador del distrito, una especie de patriarca. La gente sabe de dónde vengo, pero no es un tema ni que me lo dicen ni que yo predico. Creo que son conscientes de mi diferencia, por ejemplo a nivel racial (mi calva y mis canas sobresalen). Se ve muy fuertemente mi raza distinta, pero yo creo que me conocen y me ubican, hay un respeto grande a nivel de este sector. Lo siento muy cercano, es prácticamente mi familia.
El acompañamiento espiritual es importante porque en algunas diócesis del país, con obispos ultra conservadores, hay sacerdotes ahogados por el clima que existe y buscan alternativas y, he visto cómo acogen el Prado como una esperanza. De hecho, en el seminario de mi diócesis, acompaño a un grupo de seis jóvenes en la línea del Prado: dos de ellos ya han participado en nuestros encuentros nacionales, y este año acompañaré a otros tres. Trato de caminar en esa línea, hasta ahora en tres circunscripciones, pero creo tener posibilidad en otras dos. Este trabajo me parece indispensable, y por eso aprovecho el tiempo libre que mi jubilación me permite.
He despertado más vocaciones cristianas que vocaciones sacerdotales. Ahora soy como un punto de referencia en esta Iglesia, entonces me respeta mucho el clero joven, pero yo no soy el que ha estado jalando gente a ser cura. Cuando tal o cual tiene esa inquietud lo acompaño, pero a mí me cuesta mucho hacer propaganda para que entre a ser cura, para que entre al seminario.
En este momento trabajo en varios niveles. Por ejemplo, en un nivel político-social, en este momento estamos en una etapa de elecciones y estoy muy presente en toda la problemática de éstas puesto que hay mucha corrupción, no hay partidos suficientes, entonces acá trato de fomentar la unión y otro tipo de servicio político y social. Tengo unas quince personas, que es como un grupo de laicos con la espiritualidad del Prado, ellos me han pedido que les explique cuál es la espiritualidad, y se han identificado con ella. También tengo una cierta entrada en el seminario, una comunidad de unos cinco seminaristas que están tomando esta línea del Prado. Por ahí, yo creo que tengo un papel importante en lo político-social, con los laicos comprometidos y en el seminario.
Me han pedido desde Lyon que me encargue de la parte formativa, justamente por eso que deje la parroquia, para poder tener la facilidad de viajar y visitar a la gente, a los sacerdotes del Prado, pasar unos días con ellos, estar en las reuniones de los curas, y ahí tomo contacto con algunos laicos también. Eso me permite ir desarrollando un trabajo a nivel vocaciones tanto sacerdotales como del laico.
Una de las cosas que me atrae mucho del Prado es que, a mi juicio, es la agrupación que permite mantener viva no solamente la memoria de Chevrier, sino también la experiencia profunda del Vaticano II y de toda la renovación eclesial en América Latina. El Prado representa toda esta Iglesia servidora hacia afuera, esa Iglesia que regresa a las fuentes de la Biblia y de la liturgia, esa Iglesia que quiere ser luz en el mundo y esa Iglesia profética de América Latina. Es el grupo espiritual que nos pone en la dinámica misma de la renovación eclesial del Vaticano II y de la Iglesia de América Latina.
Cuando tengo una reunión con algunos curas, no comienzo con el Prado, sino hablando sobre la oportunidad de profundizar y mantener viva la memoria del Vaticano II y de la Iglesia latinoamericana. Ya después menciono que el Prado es eso, que es de fundación francesa pero nació justamente en el momento en que había los grandes cambios en la sociedad, en concreto de Lyon. La experiencia de Chevrier es lo que me permite comprender y profundizar la experiencia de nosotros.
Agradezco esta posibilidad que se me ha dado, me ha permitido poner un cierto orden en mis ideas y me alegraría si esto puede ayudar a otros. Espero ansiosamente los testimonios de otros hermanos.
Notas:
1 La JEC era lo que se llamaba una de las ramas de la Acción Católica Especializada (ACE), que fue aprobada por el Papa Pío XI, en 1929, y la idea fue que, a partir de esas experiencias, los laicos pudieran estar presentes como evangelizadores en el mundo social. Eso comenzó con la Juventud Obrera Católica, en 1925. A partir de ahí comenzaron a surgir las diferentes ramas, la de los campesinos, la de los obreros, la de los estudiantes, la de los profesionales, medios independientes, en todas el objetivo era estar presentes en el mundo social y evangelizar. La primera fue la acción católica parroquial, pero después fue la especializada para aquellos laicos que no estaban comprometidos en parroquias sino en la sociedad.
2 La JEC se hizo en el colegio de los padres franceses, ahí empezaron. Después de unos años, ya cuando yo salí del colegio, la experiencia continuo extendiéndose en otros colegios particulares, y fue muchos años después que entró en la escuela estatal.
3 Era la época en que acababan de prohibir la experiencia de los sacerdotes obreros. Además, como en Francia no había relación Iglesia-Estado, los seminaristas franceses tenían que ir al servicio militar. Era la época de la guerra de liberación de Argelia, y nuestro seminario, aunque francés, era pro liberación del pueblo argelino.
4 Sacerdotes diocesanos «fidei donum» (don de la fe), enviados por las diócesis más antiguas a las Iglesias jóvenes de otros continentes como misioneros.
5 Inclusive me animé a aprender el idioma quechua, porque muchas mujeres no conocían el castellano. Pero cuando me estaba iniciando, con mucho entusiasmo, un día un grupo de pobladores se acercaron a mí diciéndome: Padre, estamos muy apenados porque nos ha despreciado, y ¿qué he hecho? dije yo, ellos me respondieron, usted ha preferido el quechua ayacuchano y ha despreciado nuestro quechua. Me quedé tan confundido. Yo no tenía ni idea que había varios dialectos del quechua, y yo lo hacía por acercarme a ellos. Mi confusión fue tanta, que lo único que hice es dejar de aprender ese idioma. Comprendo que debí de decirles: ¡por uno de ellos debo comenzar! Pero la sorpresa fue tan grande, que me paralice y, por encarnarme sin ofender, ¡nunca llegué a aprender el quechua!
6 II Conferencia General del Episcopado Latinoamericano realizada en Medellín, Colombia.
7 ONIS estaba integrada por diocesanos, religiosos peruanos y extranjeros. En todos los sectores populares había muchos más extranjeros que peruanos. Por dar un ejemplo, hubo unos sacerdotes irlandeses, padres columbanos, que llegaron por ahí por el año 1953, justamente en los lugares que estaban empezando a crecer en el norte de Lima. Esos sacerdotes han tenido a través de los años, poco a poco, hasta 30 parroquias, son los fundadores de una Iglesia que ahora es una diócesis. De esas 30 parroquias ahora no tienen sino cuatro.
8 Este contexto permitió que se escuchara al pueblo. Se reformó el agro y la educación, se intervino a la prensa -en manos de la oligarquía-, que recibió la tarea de informar sobre el mundo obrero y campesino.
9 La pastoral social estaba dividida en: Pastoral de Salud, Pastoral Carcelaria, en Cáritas (que se encargaba más de la dimensión económica) y Dignidad Humana (encargada de los derechos humanos y también toda la dimensión social y política de la Iglesia). Todavía sigue funcionando esta pastoral a nivel diocesano.
10 Cuando se hizo la independencia del Perú, al principio del siglo XIX, los pobres no eran considerados ciudadanos. Los primeros ciudadanos eran los que pagaban impuestos, los terratenientes, o los que tenían grandes caserones en las pocas ciudades del Perú y la Iglesia. Casi cien años después, se permite que los varones con secundaria sean ciudadanos. Alrededor de 1930, los sectores populares obtuvieron ciudadanía. Por ejemplo, en los movimientos de las luchas sindicales por 1919, los obreros levantados no eran considerados ciudadanos. En 1956 las mujeres tienen la posibilidad de elegir y solo en 1981 los analfabetos.
Fuente: www.elverdaderodiscipulo.org.mx