Por Roberto Pereira– Diario El Comercio.
Una de las primeras medidas adoptadas por el Ejecutivo en su anunciada lucha contra la corrupción fue la presentación de un proyecto de ley de reforma constitucional para que los delitos cometidos por funcionarios contra la administración pública sean imprescriptibles. Es decir, que estos delitos puedan ser enjuiciados y sancionados con prescindencia del tiempo que haya pasado desde que se cometieron.
La imprescriptibilidad suele ser presentada como una medida acertada contra la impunidad de los delitos de corrupción. La idea que subyace a este convencimiento es que sin límites temporales para perseguirlos, los delitos de corrupción serán siempre sancionados, restableciendo el grave daño social que producen y desincentivando su comisión futura, en todos los casos. De este modo, se sostiene, la imprescriptibilidad es el remedio para los problemas que dificultan la persecución y sanción de estos delitos dentro de los límites temporales que los rigen.
Sin embargo, si se examina con un poco de detalle, se advierte que dicha iniciativa carece de justificación razonable y entraña serios problemas institucionales que no suelen ser tomados en cuenta. Así, provoca perplejidad advertir que las propuestas de imprescriptibilidad carezcan de evidencia sobre la existencia de un problema relevante de impunidad que se derive de la aplicación de los plazos de prescripción vigentes. Por lo menos eso es lo que ocurre con los 14 proyectos de ley sobre imprescriptibilidad presentados desde el 2011 a la fecha.
Ahora bien, asumamos que los autores de estos proyectos se olvidaron consignar los datos de impunidad y que realmente tal evidencia existe. ¿Acaso no sería más sensato enfrentar las dificultades que impiden la persecución y sanción de estos delitos dentro de los plazos de prescripción? Sin duda, la imprescriptibilidad será un excelente incentivo para nunca resolver esas dificultades y, más bien, propiciar investigaciones y procesos interminables, que suelen ser la expresión de la arbitrariedad del sistema de justicia y la vulneración del derecho a obtener una decisión en un plazo razonable.
En realidad, lo más probable es que la falta de evidencia no se deba a algún olvido, sino a que tal problema de impunidad imputable a la prescripción no existe. Pues los delitos de corrupción más graves están sancionados con penas altas y, conforme a la Constitución y al Código Penal, tratándose de delitos contra el patrimonio del Estado, el plazo de prescripción, que depende del límite máximo de la pena, se duplica. Es decir, los marcos temporales vigentes para sancionar estos delitos son bastante razonables.
A su vez, el nuevo Código Procesal Penal prevé la suspensión de la prescripción como consecuencia del inicio del proceso, lo que en la práctica otorga un mayor plazo para perseguir estos delitos.
De otro lado, la imprescriptibilidad incrementa considerablemente el riesgo de errores judiciales, ya que el transcurso excesivo del tiempo afecta la calidad de las pruebas sobre los hechos. Otro efecto perverso que incuba la imprescriptibilidad es la utilización política de la justicia penal contra ex funcionarios incómodos a los poderes de turno, más aun en un país con un grave déficit de integridad e independencia de la justicia.
Por todo lo anterior, no debemos olvidar que la prescripción es un límite orientado a proteger a las personas del uso arbitrario del poder penal. Se sustenta en la necesidad de brindar seguridad jurídica y en que el transcurso del tiempo debilita sensiblemente las posibilidades de una persecución penal eficiente, como la necesidad de la pena. No tomar en cuenta estas consideraciones supone apostar por un activismo penal de consecuencias peligrosas.
El juicio sin final
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