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Texto completo de la homilía del Papa Francisco
En esta noche brilla una «luz grande» (Is 9,1); sobre nosotros resplandece la luz del nacimiento de Jesús. Qué actuales y ciertas son las palabras del profeta Isaías, que acabamos de escuchar: «Acrecentaste la alegría, aumentaste el gozo» (Is 9,2). Nuestro corazón estaba ya lleno de alegría mientras esperaba este momento; ahora, ese sentimiento se ha incrementado hasta rebosar, porque la promesa se ha cumplido, por fin se ha realizado. El gozo y la alegría nos aseguran que el mensaje contenido en el misterio de esta noche viene verdaderamente de Dios. No hay lugar para la duda; dejémosla a los escépticos que, interrogando sólo a la razón, no encuentran nunca la verdad. No hay sitio para la indiferencia, que se apodera del corazón de quien no sabe querer, porque tiene miedo de perder algo. La tristeza es arrojada fuera, porque el Niño Jesús es el verdadero consolador del corazón.
Hoy ha nacido el Hijo de Dios: todo cambia. El Salvador del mundo viene a compartir nuestra naturaleza humana, no estamos ya solos ni abandonados. La Virgen nos ofrece a su Hijo como principio de vida nueva. La luz verdadera viene a iluminar nuestra existencia, recluida con frecuencia bajo la sombra del pecado. Hoy descubrimos nuevamente quiénes somos. En esta noche se nos muestra claro el camino a seguir para alcanzar la meta. Ahora tiene que cesar el miedo y el temor, porque la luz nos señala el camino hacia Belén. No podemos quedarnos inermes. No es justo que estemos parados. Tenemos que ir y ver a nuestro Salvador recostado en el pesebre. Este es el motivo del gozo y la alegría: este Niño «ha nacido para nosotros», «se nos ha dado», como anuncia Isaías (cf. 9,5). Al pueblo que desde hace dos mil años recorre todos los caminos del mundo, para que todos los hombres compartan esta alegría, se le confía la misión de dar a conocer al «Príncipe de la paz» y ser entre las naciones su instrumento eficaz.
Cuando oigamos hablar del nacimiento de Cristo, guardemos silencio y dejemos que ese Niño nos hable; grabemos en nuestro corazón sus palabras sin apartar la mirada de su rostro. Si lo tomamos en brazos y dejamos que nos abrace, nos dará la paz del corazón que no conoce ocaso. Este Niño nos enseña lo que es verdaderamente importante en nuestra vida. Nace en la pobreza del mundo, porque no hay un puesto en la posada para Él y su familia. Encuentra cobijo y amparo en un establo y viene recostado en un pesebre de animales. Y, sin embargo, de esta nada brota la luz de la gloria de Dios. Desde aquí, comienza para los hombres de corazón sencillo el camino de la verdadera liberación y del rescate perpetuo. De este Niño, que lleva grabados en su rostro los rasgos de la bondad, de la misericordia y del amor de Dios Padre, brota para todos nosotros sus discípulos, como enseña el apóstol Pablo, el compromiso de «renunciar a la impiedad» y a las riquezas del mundo, para vivir una vida «sobria, justa y piadosa» (Tt 2,12).
En una sociedad frecuentemente ebria de consumo y de placeres, de abundancia y de lujo, de apariencia y de narcisismo, Él nos llama a tener un comportamiento sobrio, es decir, sencillo, equilibrado, lineal, capaz de entender y vivir lo que es importante. En un mundo, a menudo duro con el pecador e indulgente con el pecado, es necesario cultivar un fuerte sentido de la justicia, de la búsqueda y el poner en práctica la voluntad de Dios. Ante una cultura de la indiferencia, que con frecuencia termina por ser despiadada, nuestro estilo de vida ha de estar lleno de piedad, de empatía, de compasión, de misericordia, que extraemos cada día del pozo de la oración.
Que, al igual que los pastores de Belén, nuestros ojos se llenen de estupor y maravilla al contemplar en el Niño Jesús al Hijo de Dios. Y que, ante Él, brote de nuestros corazones la invocación: «Muéstranos, Señor, tu misericordia y danos tu salvación» (Sal 85,8).
En esta noche brilla una «luz grande» (Is 9,1); sobre nosotros resplandece la luz del nacimiento de Jesús. Qué actuales y ciertas son las palabras del profeta Isaías, que acabamos de escuchar: «Acrecentaste la alegría, aumentaste el gozo» (Is 9,2). Nuestro corazón estaba ya lleno de alegría mientras esperaba este momento; ahora, ese sentimiento se ha incrementado hasta rebosar, porque la promesa se ha cumplido, por fin se ha realizado. El gozo y la alegría nos aseguran que el mensaje contenido en el misterio de esta noche viene verdaderamente de Dios. No hay lugar para la duda; dejémosla a los escépticos que, interrogando sólo a la razón, no encuentran nunca la verdad. No hay sitio para la indiferencia, que se apodera del corazón de quien no sabe querer, porque tiene miedo de perder algo. La tristeza es arrojada fuera, porque el Niño Jesús es el verdadero consolador del corazón.
Hoy ha nacido el Hijo de Dios: todo cambia. El Salvador del mundo viene a compartir nuestra naturaleza humana, no estamos ya solos ni abandonados. La Virgen nos ofrece a su Hijo como principio de vida nueva. La luz verdadera viene a iluminar nuestra existencia, recluida con frecuencia bajo la sombra del pecado. Hoy descubrimos nuevamente quiénes somos. En esta noche se nos muestra claro el camino a seguir para alcanzar la meta. Ahora tiene que cesar el miedo y el temor, porque la luz nos señala el camino hacia Belén. No podemos quedarnos inermes. No es justo que estemos parados. Tenemos que ir y ver a nuestro Salvador recostado en el pesebre. Este es el motivo del gozo y la alegría: este Niño «ha nacido para nosotros», «se nos ha dado», como anuncia Isaías (cf. 9,5). Al pueblo que desde hace dos mil años recorre todos los caminos del mundo, para que todos los hombres compartan esta alegría, se le confía la misión de dar a conocer al «Príncipe de la paz» y ser entre las naciones su instrumento eficaz.
Cuando oigamos hablar del nacimiento de Cristo, guardemos silencio y dejemos que ese Niño nos hable; grabemos en nuestro corazón sus palabras sin apartar la mirada de su rostro. Si lo tomamos en brazos y dejamos que nos abrace, nos dará la paz del corazón que no conoce ocaso. Este Niño nos enseña lo que es verdaderamente importante en nuestra vida. Nace en la pobreza del mundo, porque no hay un puesto en la posada para Él y su familia. Encuentra cobijo y amparo en un establo y viene recostado en un pesebre de animales. Y, sin embargo, de esta nada brota la luz de la gloria de Dios. Desde aquí, comienza para los hombres de corazón sencillo el camino de la verdadera liberación y del rescate perpetuo. De este Niño, que lleva grabados en su rostro los rasgos de la bondad, de la misericordia y del amor de Dios Padre, brota para todos nosotros sus discípulos, como enseña el apóstol Pablo, el compromiso de «renunciar a la impiedad» y a las riquezas del mundo, para vivir una vida «sobria, justa y piadosa» (Tt 2,12).
En una sociedad frecuentemente ebria de consumo y de placeres, de abundancia y de lujo, de apariencia y de narcisismo, Él nos llama a tener un comportamiento sobrio, es decir, sencillo, equilibrado, lineal, capaz de entender y vivir lo que es importante. En un mundo, a menudo duro con el pecador e indulgente con el pecado, es necesario cultivar un fuerte sentido de la justicia, de la búsqueda y el poner en práctica la voluntad de Dios. Ante una cultura de la indiferencia, que con frecuencia termina por ser despiadada, nuestro estilo de vida ha de estar lleno de piedad, de empatía, de compasión, de misericordia, que extraemos cada día del pozo de la oración.
Que, al igual que los pastores de Belén, nuestros ojos se llenen de estupor y maravilla al contemplar en el Niño Jesús al Hijo de Dios. Y que, ante Él, brote de nuestros corazones la invocación: «Muéstranos, Señor, tu misericordia y danos tu salvación» (Sal 85,8).
Mensaje de Navidad a los peruanos
Juan Luis Cipriani, arzobispo de Lima y cardenal peruano, envió un mensaje por fiestas navideñas a todas las familias peruanas donde resaltó que esta importante efeméride recuerda que Jesús “viene para perdonarnos” y exhortó a pensar en el prójimo para ser hombres de buena voluntad.
“Feliz navidad tengan ustedes, con mucha alegría los saludo y me permiten entrar no solo a sus hogares sino a sus corazones. En este año, el papa Francisco al que queremos tanto nos dio ese regalo de convertirlo en el año de la misericordia, el niño Jesús viene para perdonarnos, para acompañarnos”, expresó en un mensaje para RPP Noticias el cardenal Cipriani y prosiguió:
“No pienses en ti, piensa en tanta gente que tal vez necesita tu cariño, en tantos niños que esperan tu visita, en tantos enfermos que hoy quieren verte sonreir, una sonrisa, una palabra de perdón, un abrazo, por eso esa feliz Navidad es para los hombres de buena voluntad”, reflexionó.
Por otro lado, apuntó a ayudarnos entre el prójimo mutuamente y a interpretar el mensaje de Jesús en estas Navidades 2015.
“No tengamos miedo a ayudar a los demás, no lo que te sobra, lo que necesitas, es lo que Jesús viene a decir”.
“Feliz navidad tengan ustedes, con mucha alegría los saludo y me permiten entrar no solo a sus hogares sino a sus corazones. En este año, el papa Francisco al que queremos tanto nos dio ese regalo de convertirlo en el año de la misericordia, el niño Jesús viene para perdonarnos, para acompañarnos”, expresó en un mensaje para RPP Noticias el cardenal Cipriani y prosiguió:
“No pienses en ti, piensa en tanta gente que tal vez necesita tu cariño, en tantos niños que esperan tu visita, en tantos enfermos que hoy quieren verte sonreir, una sonrisa, una palabra de perdón, un abrazo, por eso esa feliz Navidad es para los hombres de buena voluntad”, reflexionó.
Por otro lado, apuntó a ayudarnos entre el prójimo mutuamente y a interpretar el mensaje de Jesús en estas Navidades 2015.
“No tengamos miedo a ayudar a los demás, no lo que te sobra, lo que necesitas, es lo que Jesús viene a decir”.
Fuente: Radio Programas del Perú.
La Navidad no es un cuento de hadas
Por Ernesto Cavassa SJ– Diario El Comercio
“Se reza a un niño nacido en un establo. No cabe una mirada a las almas hecha desde más cerca, desde más abajo, desde más en casa. Por eso es verdadero el pesebre: un origen tan humilde para un fundador no se lo inventa uno. Las sagas no pintan cuadros de miseria y, menos aún, los mantienen durante toda una vida. El pesebre, el hijo del carpintero, el visionario que se mueve entre gente baja y el patíbulo al final… todo eso está hecho con material histórico, no con el material dorado tan querido por la leyenda”.
El texto que acabo de citar no procede de un afamado teólogo o de alguna autoridad eclesiástica. Expresa la mirada de un pensador ajeno a la Iglesia, el filósofo marxista alemán Ernst Bloch (1885-1977), autor de obras como “Espíritu de utopía” o “El principio esperanza”. Con razón, Bloch contrapone el relato cristiano a los de la literatura clásica que coloca a sus dioses en el Olimpo disputando entre sí el favor de las diosas y la adoración de los hombres.
La cita de Bloch concuerda con todos los testimonios cristianos. Los evangelios de Mateo y de Lucas ubican el nacimiento de Jesús en un territorio específico y en una determinada situación histórica: “Jesús nació en Belén, un pueblo de Judea, durante el reinado de Herodes” (Mt 2,1). Lucas amplía el escenario contextualizándolo: “El emperador Augusto dispuso la realización de un censo obligando a todos a empadronarse en su ciudad natal” (Lc 2, 1-2). Por ello, la familia es forzada a trasladarse de Nazaret a Belén.
Sin embargo, no es solo el dato cronológico o territorial lo que hace “histórico” lo recogido en el material literario. Lo que llama la atención es el “pesebre”. Lo dice Lucas: “María dio a luz a su primogénito, lo envolvió en pañales y lo puso en un pesebre porque no había sitio para ellos en la posada” (Lc 2,7). El pesebre remite a establos y, en Palestina, estos se ubicaban normalmente en grutas. La Iglesia del siglo siguiente (Justino, Orígenes) asume esa tradición. Todos los testimonios coinciden en el origen humilde de Jesús, el Hijo de Dios.
Pero, ¿es esto razonable? En el supuesto de que Dios tenga un origen, ¿no es más lógico imaginarse otro, digamos, más digno, más meritorio, más propio de aquello que llamamos Dios? Aún más, ¿cómo hacemos para combinar los atributos asignados a Dios (omnipotencia, omnisciencia) con la total dependencia de un bebe a sus progenitores? ¿Dónde está el “poder” del Todopoderoso nacido en un establo? Razón tiene Bloch para decir que eso no puede inventarse. Los hombres solemos colocar a Dios en las alturas, no en las bajuras.
Pablo decía, por ello, que el mensaje cristiano es “locura para los judíos y necedad para los gentiles” (1 Corintios 1, 18-30). Es un “escándalo” para la racionalidad humana. Benedicto XVI habla del “escándalo de la cruz” al que Peter-Hans Kolvenbach, anterior superior general de los jesuitas, añade el “escándalo del pesebre”. La fuerza del cristianismo está precisamente en su capacidad de remover conciencias, no de edulcorarlas. Lamentablemente hemos hecho de la Navidad un cuento de hadas, traicionando al Evangelio y vaciando su capacidad movilizadora. Transmitimos así una buena noticia aguada poco creíble para nuestros contemporáneos.
¿Qué hacer, entonces? ¿Cómo recuperar la fuerza utópica del Evangelio, la que puede ofrecer esperanza al hombre de hoy? No queda otro camino que el mostrado por Dios en Jesús: ir, con él, a los bajos fondos del mundo, a los pesebres y a las grutas donde nacen hoy muchos hijos de migrantes forzados a salir de sus patrias, acercarse a los niños sin hogar que deambulan abandonados en las periferias de las grandes ciudades, asistir y defender a aquellos no atendidos por ningún programa de asistencia social, proponer políticas públicas que aseguren la adecuada protección a todo bebe recién nacido, una cuidadosa atención materno-infantil y el desarrollo integral de todos los niños, especialmente durante la primera infancia. Un cristianismo de menos cuento y mayor justicia social. Habrá entonces Navidad.
“Se reza a un niño nacido en un establo. No cabe una mirada a las almas hecha desde más cerca, desde más abajo, desde más en casa. Por eso es verdadero el pesebre: un origen tan humilde para un fundador no se lo inventa uno. Las sagas no pintan cuadros de miseria y, menos aún, los mantienen durante toda una vida. El pesebre, el hijo del carpintero, el visionario que se mueve entre gente baja y el patíbulo al final… todo eso está hecho con material histórico, no con el material dorado tan querido por la leyenda”.
El texto que acabo de citar no procede de un afamado teólogo o de alguna autoridad eclesiástica. Expresa la mirada de un pensador ajeno a la Iglesia, el filósofo marxista alemán Ernst Bloch (1885-1977), autor de obras como “Espíritu de utopía” o “El principio esperanza”. Con razón, Bloch contrapone el relato cristiano a los de la literatura clásica que coloca a sus dioses en el Olimpo disputando entre sí el favor de las diosas y la adoración de los hombres.
La cita de Bloch concuerda con todos los testimonios cristianos. Los evangelios de Mateo y de Lucas ubican el nacimiento de Jesús en un territorio específico y en una determinada situación histórica: “Jesús nació en Belén, un pueblo de Judea, durante el reinado de Herodes” (Mt 2,1). Lucas amplía el escenario contextualizándolo: “El emperador Augusto dispuso la realización de un censo obligando a todos a empadronarse en su ciudad natal” (Lc 2, 1-2). Por ello, la familia es forzada a trasladarse de Nazaret a Belén.
Sin embargo, no es solo el dato cronológico o territorial lo que hace “histórico” lo recogido en el material literario. Lo que llama la atención es el “pesebre”. Lo dice Lucas: “María dio a luz a su primogénito, lo envolvió en pañales y lo puso en un pesebre porque no había sitio para ellos en la posada” (Lc 2,7). El pesebre remite a establos y, en Palestina, estos se ubicaban normalmente en grutas. La Iglesia del siglo siguiente (Justino, Orígenes) asume esa tradición. Todos los testimonios coinciden en el origen humilde de Jesús, el Hijo de Dios.
Pero, ¿es esto razonable? En el supuesto de que Dios tenga un origen, ¿no es más lógico imaginarse otro, digamos, más digno, más meritorio, más propio de aquello que llamamos Dios? Aún más, ¿cómo hacemos para combinar los atributos asignados a Dios (omnipotencia, omnisciencia) con la total dependencia de un bebe a sus progenitores? ¿Dónde está el “poder” del Todopoderoso nacido en un establo? Razón tiene Bloch para decir que eso no puede inventarse. Los hombres solemos colocar a Dios en las alturas, no en las bajuras.
Pablo decía, por ello, que el mensaje cristiano es “locura para los judíos y necedad para los gentiles” (1 Corintios 1, 18-30). Es un “escándalo” para la racionalidad humana. Benedicto XVI habla del “escándalo de la cruz” al que Peter-Hans Kolvenbach, anterior superior general de los jesuitas, añade el “escándalo del pesebre”. La fuerza del cristianismo está precisamente en su capacidad de remover conciencias, no de edulcorarlas. Lamentablemente hemos hecho de la Navidad un cuento de hadas, traicionando al Evangelio y vaciando su capacidad movilizadora. Transmitimos así una buena noticia aguada poco creíble para nuestros contemporáneos.
¿Qué hacer, entonces? ¿Cómo recuperar la fuerza utópica del Evangelio, la que puede ofrecer esperanza al hombre de hoy? No queda otro camino que el mostrado por Dios en Jesús: ir, con él, a los bajos fondos del mundo, a los pesebres y a las grutas donde nacen hoy muchos hijos de migrantes forzados a salir de sus patrias, acercarse a los niños sin hogar que deambulan abandonados en las periferias de las grandes ciudades, asistir y defender a aquellos no atendidos por ningún programa de asistencia social, proponer políticas públicas que aseguren la adecuada protección a todo bebe recién nacido, una cuidadosa atención materno-infantil y el desarrollo integral de todos los niños, especialmente durante la primera infancia. Un cristianismo de menos cuento y mayor justicia social. Habrá entonces Navidad.