El Capital en el siglo XXI

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Matthew Rognlie

Matthew Rognlie del MIT
Matt Rognlie es un tipo divertido y muy inteligente. Estudiante de doctorado en economía en el Massachusetts Institute of Technology, Rognlie tenía un blog, pero optó por escribir comentarios largos y correos electrónicos a blogueros. Como prueba de que los blogs pueden ser una parte importante del proceso de investigación, Rognlie transformó un comentario de blog en la crítica de Thomas Piketty más mordaz producida hasta ahora.
Piketty, recordemos, es el economista francés que se convirtió en una celebridad por su trabajo sobre la desigualdad. En su exitoso libro, “El Capital en el siglo XXI”, afirma que la tasa de crecimiento de la riqueza de los dueños del capital casi siempre es más alta que la tasa de crecimiento económico. Si esto es verdad, significa que los ricos se enriquecen más y la desigualdad de la riqueza nunca deja de aumentar.
Sin embargo, el joven Rognlie tiene tres observaciones que arrojan dudas sobre la gran tesis de Piketty.
La primera es que Piketty no tiene en cuenta la depreciación. A medida que los capitalistas acumulan más y más maquinarias, edificios y otros activos duros tienen que pagar más y más para mantener ese capital físico. Los camiones requieren neumáticos nuevos. Las oficinas requieren renovación. Lo que observa Rognlie es que este costo de mantenimiento ha aumentado a lo largo del tiempo. En este momento, más que antes, los bienes de capital se presentan en la forma de computadoras, software y otros productos de alta tecnología que se vuelven obsoletos rápidamente. Esto significa que los capitalistas deben gastar más dinero reemplazando estas cosas. Mucho de lo que parece dinero que va a los bolsillos de los dueños en realidad constituye sólo un costo mayor de hacer negocios.
Rognlie no es el primero en señalar este aspecto –lo hicieron James Hamilton de la Universidad de California-San Diego y Benjamin Bridgman de la Oficina de Análisis Económico.
Otros dos puntos
Rognlie agrega, no obstante, otros dos puntos importantes. Su segunda observación es que gran parte de la ganancia que fue a los propietarios de capital en las últimas seis décadas correspondió a ganancias sobre el capital –provenientes más de aumentos en los precios de las acciones que de un incremento en el valor contable o en libro (el valor neto total de los activos que son propiedad de las empresas). Si analizamos el valor contable, el aumento fue mucho más modesto. Puede ser que lo que parece ser el inicio de una explosión permanente de la riqueza de los accionistas sea en realidad sólo el fin de la “prima de riesgo” que fascina a los economistas financieros desde hace décadas.
Pero la tercera observación de Rognlie es quizá la más interesante. Los economistas combinan una serie de cosas distintas en “capital”, como maquinarias, edificios y tierra. Rognlie señala que casi todo el aumento del valor del capital a lo largo del marco temporal de Piketty proviene de la tierra antes que de otras formas de capital. En otras palabras, son los dueños de la tierra, no los barones corporativos, los que están absorbiendo la riqueza en la economía. Es una percepción sorprendente y dramática que fue en cierto modo pasada por alto antes de que apareciera Rognlie.
Es una historia que no difiere mucho de la que imaginamos usualmente. ¿Acaso no relegamos los todopoderosos terratenientes al cajón del olvido de la historia cuando nos libramos del feudalismo? ¿Acaso las corporaciones productivas no reemplazaron a los terratenientes que cobraban rentas como clase opulenta en las sociedades avanzadas?
Tal vez no. Los economistas urbanos creen que a medida que crece la densidad, crece la productividad. Esto es lo que se conoce como una “economía de aglomeración”. Pero a medida que es más valioso para las personas trabajar y vivir cerca unas de otras, el valor de las ubicaciones centrales –de la tierra- sube. Los propietarios de la tierra, que siguen produciendo tanto como antes, pero que estaban situados en lugares aventajados, cosechan cuantiosos beneficios.
En general, esto significará que las ciudades tenderán a ser demasiado pequeñas –el incentivo de apiñarse para una mayor productividad se ve obstruido por el elevado precio de la tierra. El drenaje del ingreso urbano a los propietarios de la tierra tenderá a aumentar a medida que la economía crezca y aumente la ventaja en la productividad de las ciudades. Para ver cómo se da esto actualmente, basta con mirar a San Francisco, donde el precio en alza de la tierra, y el consiguiente aumento de los alquileres, ha absorbido gran parte de la riqueza creada por el nuevo auge tecnológico. Naturalmente, esto se vio fuertemente exacerbado por la negativa de la ciudad a permitir más construcción de viviendas, lo cual puede ser un reflejo del poder político de los propietarios de la tierra.
Los resultados de Rognlie, y la teoría de las economías de aglomeración, sugieren que para combatir la desigualdad de la riqueza, lo que debemos hacer no es redistribuir la ganancia de las corporaciones, sino redistribuir la ganancia de la tierra. ¿Cómo lo hacemos? Bueno, un buen comienzo es permitir más desarrollo en áreas urbanas. No obstante, la verdadera arma para esto es el impuesto Henry George, o impuesto al incremento sobre el valor de la tierra (LVT, por su sigla en inglés). Es como un impuesto sobre la propiedad, pero grava solamente el valor de la tierra, no el valor de las estructuras construidas sobre la tierra. Alienta el uso eficiente de la tierra, proporcionando el método más eficiente de redistribución de la riqueza. Milton Friedman lo llamaba “el impuesto menos malo”.
Rognlie demuestra que si verdaderamente queremos contrarrestar la desigualdad sobre la que alerta Piketty, probablemente necesitemos herramientas como el LVT. Lo que es más importante, nuestras ciudades deberán encontrar formas de contrarrestar el poder político de los propietarios. La política de redistribución más importante quizá sea ahora una política urbana sobre el uso de la tierra.
Fuente: www.elmostradormercados.cl

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