Beato Karol Wojtyla

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Perdonar a nuestros enemigos

La primera visita de Juan Pablo II fue un hecho histórico para los fieles católicos de todo el Perú, pues se desarrolló durante una época de crisis económica y con el país amenazado por grupos terroristas.
Su llegada se produjo el 1 de febrero de 1985. Descendió del avión Luigi Pirandello de Alitalia en el Grupo Aéreo del Callao, besando tierra peruana. Fue recibido por el presidente Fernando Belaúnde, el Arzobispo de Lima Cardenal Juan Landázuri Ricketts, el Nuncio Apostólico Mario Tagliaferri, entre otras autoridades políticas y eclesiásticas.
Luego del recibimiento, Juan Pablo II se dirigió hacia la antigua Catedral de Lima, donde ofició una misa con sacerdotes, diáconos y religiosos en honor a Nuestra Señora de la Evangelización, patrona de la Arquidiócesis de Lima y a quien coronó solemnemente. También veneró las reliquias de los santos peruanos Santa Rosa de Lima, San Martín de Porres, San Juan Masías y Santo Toribio de Mogrovejo. Al finalizar fue recibido en Palacio de Gobierno.
En la mañana del sábado 2 de febrero, Juan Pablo II recibió a un grupo de polacos residentes en el Perú para luego viajar a Arequipa. En esta ciudad se llevó a cabo la coronación de la Virgen de Chapi y la beatificación de Sor Ana de los Angeles Monteagudo. A su regreso a Lima, se produjo un multitudinario encuentro con los jóvenes en el Hipódromo de Monterrico y en presencia del Señor del Santuario de Santa Catalina.
A las 8.30 am del 3 de febrero arribó al Aeropuerto Internacional Alejandro Velasco Astete de la ciudad del Cusco y fue recibido por su alcalde Daniel Estrada Pérez y por el diputado por Cusco Rodolfo Zamalloa Loaiza. Allí fue declarado Ciudadano de Honor. Posteriormente celebró misa en la fortaleza inca de Sacsayhuamán y coronó a la Virgen del Carmen de Paucartambo. Continuó su peregrinaje hacia Ayacucho, donde fue recibido por el Arzobispo de Ayacucho Federico Richter Prada. En el el aeropuerto Alfredo Mendívil Duarte de ese ciudad el Papa pronunció estas palabras: “Unanchacuqpa Cuyacuinintam apamuiquichic, allpaichichicpi tarpusqa sonqoiquichicta causarichinampaq” (Les traigo el amor de nuestro Dios para que sembrado en vuestra tierra sea la resurrección de vuestros corazones).
El 4 de febrero visitó Callao, junto con Monseñor Ricardo Durand Flórez, donde concelebraron una cena eucarística. También se encontró con el Señor del Mar y la Virgen del Carmen de La Legua y recorrió los hospitales de la localidad. Prosiguió su visita a Piura y luego a Trujillo, donde se reunió con los cristianos en el óvalo que lleva su nombre.
Su última actividad en Lima fue el martes 5 de febrero con los pobres, con una liturgia en una explanada en los arenales de Villa El Salvador. Luego se dirigió al aeropuerto para viajar a Iquitos, donde los lugareños lo rebautizaron como el Papa Charapa, partiendo hacia Trinidad y Tobago a la 1 pm.

Cardenal Agostino CasaroliCardenal Agostino Casaroli
1. «Ego resuscitabo eum in novissimo die»: «Yo lo resucitaré en el último día» (Jn 6, 54).
Estas palabras del Señor Jesús resuenan con singular elocuencia hoy en la basílica de San Pedro, donde nos hemos reunido, con dolor y esperanza, para celebrar las exequias del venerado hermano cardenal Agostino Casaroli, llamado por el Padre durante la noche del martes pasado.
La divina Providencia quiso que las exequias tengan lugar al día siguiente de la solemnidad del Corpus Christi, en la que la Iglesia adora el gran misterio de la Eucaristía, sacramento de Cristo muerto y resucitado, pan de vida inmortal. En esta hora de luto, la página del evangelio de San Juan sobre el «pan de vida» es realmente luminosa como un faro. «Yo soy el pan de vida (…) y el pan que yo voy a dar es mi carne para la vida del mundo. (…) Quien coma mi carne y beba mi sangre tiene vida eterna y yo lo resucitaré en el último día» (Jn 6, 48. 51. 54).
¡Qué gran alivio nos proporcionan hoy estas palabras, mientras contemplamos el féretro del querido secretario de Estado emérito! ¡Qué íntimo consuelo al pensar que fue, y sigue siendo para siempre, sacerdote de Cristo, ministro del pan de la vida! Todos los días se alimentó de este sacramento, en el que el Señor nos da la prenda de la resurrección. Y cada día, durante más de sesenta años, lo distribuyó al pueblo de Dios. La carne de Cristo se entrega para la vida del mundo, como nos recuerda el evangelista San Juan (cf. Jn 6, 51), y la misión del sacerdote es precisamente «en la Iglesia para el mundo», como reza el título del libro que recoge las homilías y los discursos pronunciados por el querido cardenal Casaroli durante su larga y benemérita actividad de pastor celoso e ilustre diplomático.
2. «Rogate quae ad pacem sunt Ierusalem »: «Desead la paz a Jerusalén (…). Por mis hermanos y compañeros, voy a decir: .La paz contigo.». «Pax in te!» (Sal 122, 6. 8).
¡La obra de la paz! En este momento me complace recordar a nuestro hermano fallecido como sabio servidor de la paz, que es expresión histórica del don escatológico que Cristo dejó a su Iglesia. No podemos por menos de reconocerlo y señalarlo como un auténtico «artífice de paz», un ejemplo luminoso de los artífices del «opus iustitiae» a los que Jesús llama «bienaventurados (…) porque serán llamados hijos de Dios» (Mt 5, 9).
Con ocasión de su 70 cumpleaños, quiso abrir su corazón y mostrar las líneas fundamentales del servicio eclesial que prestó en el centro de la Santa Sede. Entre ellas incluye «el profundo amor a la causa de la paz y la cooperación entre las naciones y dentro de ellas, sostenido por la convicción de que se trata de imperativos morales y de una necesidad, sobre todo hoy, para la misma supervivencia de la humanidad» (Agostino Casaroli, Nella Chiesa per il mondo, Milán 1987, p. 494).
Esta paz, como dice el Salmo, siempre la deseó ante todo «para Jerusalén», es decir, para la Iglesia. Son innumerables las conversaciones y los encuentros que el cardenal Casaroli tuvo con representantes de Estados y organismos nacionales e internacionales, en calidad de subsecretario y, luego, secretario de la Congregación para Asuntos eclesiásticos extraordinarios, que, más tarde, se convirtió en la sección para las relaciones con los Estados; y, por último, como secretario de Estado. Su preocupación constante fue la defensa de la libertad de la Iglesia en el cumplimiento de la misión que el Redentor le confió. En esta perspectiva se deben interpretar los contactos que mantuvo en tiempos difíciles con los regímenes del mundo comunista, con el objetivo de asegurar en esos países la permanencia de las estructuras eclesiales legítimas. El fin supremo que inspiró siempre su acción fue el bien de las almas, en particular del gran número de católicos que permanecieron fieles a la Iglesia, pero en grave peligro de progresiva descristianización.
En esas delicadas misiones se mostró como un activo y creativo realizador del principio del diálogo, tan apreciado por el siervo de Dios el Papa Pablo VI, de quien fue íntimo colaborador, después de haber trabajado fielmente con los venerados Pontífices los siervos de Dios Pío XII y Juan XXIII. «Diálogo .afirma también él mismo. como camino fundamental y método soberano, no sólo para servir a la paz, sino también para incrementar la eficacia y los resultados de la actividad diplomática», diálogo auténtico, es decir, «firme en la afirmación de la verdad y en la defensa del derecho, respetando a las personas» (ib.).
Con ese servicio, siempre animado por un fino espíritu eclesial, prestó una contribución notable, reconocida por todos, a la causa de la verdad y de la libertad en tiempos difíciles para la Iglesia y para la humanidad. Tuvo la dicha de ver coronados sus sabios y pacientes esfuerzos con la llegada de la nueva fase histórica, marcada por los acontecimientos de 1989.
3. Pocos meses después del inicio de mi pontificado, llamé a monseñor Agostino Casaroli a mi lado como secretario de Estado y, algo más tarde, lo creé cardenal. Durante muchos años, hasta que cumplió su mandato en diciembre de 1990, pude constatar con admiración, siendo yo el primer beneficiado, su fidelidad y sus múltiples dotes humanas, pastorales y diplomáticas.
Con ocasión de mi visita a la diócesis de Piacenza, hace diez años, quise acudir a Castel San Giovanni, su pueblo natal, y entrar en la iglesia parroquial donde fue bautizado y donde recibió la confirmación y la ordenación sacerdotal. En este momento, expreso mi sentimiento de profundo pésame a sus familiares y a los numerosos amigos y conocidos de su tierra de origen. Pero, sobre todo, como hice en aquella feliz circunstancia (cf. L.Osservatore Romano, edición en lengua española, 3 de julio de 1988, p. 18), quisiera elevar mi acción de gracias al Espíritu Santo por haberlo concedido a la Iglesia para el servicio directo de la Sede apostólica.
Me complace mencionar también otro aspecto, menos conocido pero muy edificante, de su personalidad. A pesar de estar ocupado en asuntos de gran importancia para la Iglesia y para las relaciones internacionales, desde 1943 no dejó de prestar un servicio pastoral en el Centro correccional de menores de Casal del Marmo, en Roma. Había entablado con esos jóvenes y con sus familias una relación de confianza recíproca: lo llamaban familiarmente «don Agostino ». Así, además de su arduo trabajo de pastor y diplomático, mantenía un contacto concreto con las personas, especialmente con estos «sus» muchachos, a quienes visitó por última vez hace cerca de diez días.
«Paz para los que te aman» (Sal 122, 6): es consolador, como desea el Salmo responsorial, pensar que la oración de muchos, a quienes su sacerdocio proporcionó consuelo y esperanza, se une hoy a la nuestra, y se eleva agradable al Padre celestial en sufragio de su alma.
4. Confiamos en que Dios, infinitamente bueno y misericordioso, acogerá en su paz a nuestro venerado hermano, que nos deja el testimonio de sus virtudes humanas, cristianas y sacerdotales, gracias a las cuales permanece inolvidable para nosotros.
Aquel que, según las palabras del apóstol Pedro que acabamos de proclamar, «mediante la Resurrección de Jesucristo de entre los muertos, nos ha reengendrado a una esperanza viva, a una herencia incorruptible, inmaculada e inmarcesible » (1 P 1, 3-4), seguramente lo introducirá en el Reino, por el que entregó toda su vida.
Tenemos un signo seguro de esa esperanza en María santísima, asociada al misterio del Redentor y elevada a la gloria. A ella, Madre y Reina de los Apóstoles, encomendamos el alma del cardenal Agostino Casaroli, para que alcance, con la plenitud de gozo y de paz, la meta de su fe (cf. 1 P 1, 9).
A todos nosotros, que despedimos a este inolvidable hermano nuestro, se dirige la invitación a mirar a las alturas y a renovar la fe en la resurrección. En nuestro espíritu resuenan nuevamente las palabras de Dios en el libro del profeta Ezequiel: «He aquí que yo abro vuestras tumbas; os haré salir de vuestros sepulcros. (…) Infundiré mi espíritu en vosotros y viviréis; os estableceré en vuestro suelo, y sabréis que yo, el Señor, lo digo y lo hago, oráculo de Yahveh» (Ez 37, 12.14). Amén.
Fuente: Homilía del Beato Juan Pablo II en la Basílica de San Pedro el 12 de junio de 1998.
Cardenal Juan Luis CiprianiLos irrenunciables derechos humanos
Por Cardenal Juan Luis Cipriani Thorne -Arzobispo de Lima y Primado del Perú
Los derechos humanos son parte fundamental del mensaje cristiano, como consta en la doctrina de Santo Tomás de Aquino, y que de manera muy significativa desarrolló el Concilio Vaticano II. Ya Aristóteles los aludió en la Ética a Nicomaco y fue tema importante de la filosofía griega y de la rebelión popular de la plebe en Montesacro, Roma, hace 2.500 años.
En mi libro “Catecismo de Doctrina Social”, que publicó el Ateneo Latinoamericano, escribí en 1985 que “los derechos humanos son cualidades rectas y justas que tiene el hombre por su propia condición de persona”. Y añadía, entonces, que “como derechos naturales innatos –con los que el hombre nace, vive y muere–, tienen como fundamento la ley natural, impresa por Dios en la naturaleza humana, para que sea guía y norma de conducta en su vida temporal”.
Me desempeñé más de diez años como pastor en Ayacucho, centro de acción de Sendero Luminoso. En mi calidad de arzobispo, la revista “Caretas” me hizo un reportaje publicado el 14 de abril de 1994, en el que declaré, en lenguaje coloquial, que los derechos humanos son, en un sentido amplio, “el derecho a vivir en libertad, con educación, con trabajo y a actuar libremente”.
Hablando de la situación de Ayacucho, comenté al periodista que la Iglesia tenía en esa ciudad “varios programas de ayuda social y espiritual con los sectores más pobres” y los enumeraba. Terminada la entrevista, acompañé al corresponsal a la puerta de mi casa y, off the record, le dije: “Y durante ese tiempo no he visto a los de la Coordinadora de Derechos Humanos”. Refiriéndome a esa coordinadora –no a los derechos humanos, por supuesto– añadí, con el lenguaje de batalla fuerte de los deportistas: “¡esa…!”. El periodista grabó, sin decírmelo, de manera desleal, ese comentario suelto, confidencial y lo puso al final de su nota.
Sin embargo, y pese a las múltiples aclaraciones hechas desde entonces, quienes no quieren aceptar la verdad continúan con la calumnia de que yo me expresé despectivamente de los derechos humanos, lo que no es cierto. Lamento que, en unas declaraciones al diario “La Vanguardia” de Barcelona, España, nuestro ilustre literato Mario Vargas Llosa, malévolamente informado, haya repetido esa infame falsedad.
En los días previos a la primera vuelta electoral he recibido en mi casa a los candidatos a la Presidencia de la República. Conversé con igual franqueza con Ollanta Humala y su esposa y con Keiko Fujimori, que vino acompañada por Jaime Yoshiyama. Tratamos cordialmente temas de moral, no de política. Como peruano, no pertenezco ni he pertenecido nunca a un partido político. No soy humalista ni fujimorista, ni he sido nunca “cómplice declarado de la dictadura”, como ha afirmado nuestro premio Nobel. Conocí al presidente Alberto Fujimori y compartí con él la preocupación de todos por la pacificación del país; y, por encargo de la Santa Sede, fui representante de la Iglesia en el caso de los rehenes de la residencia del embajador japonés, lo que me llevó a entrevistarme varias veces con él. La democracia política tiene sus normas, el Estado de derecho su marco y la responsabilidad ciudadana su libertad. A ella me atengo, como pastor de almas.
Me han reprochado algunos –también Mario Vargas Llosa– que me haya supuestamente callado cuando esterilizaron a 300,000 mujeres en la sierra durante el segundo gobierno de Fujimori. Nada más falso. No solamente discrepé con el presidente todas las veces que tuve la oportunidad de hacerlo. No solamente le dije que estaba haciendo mal y que no siguiera haciéndolo, sino que, ante una pregunta de un periodista en una entrevista televisada, afirmé públicamente que Fujimori estaba equivocado en esa política y que ya se lo había dicho. Igualmente, le he comentado al presidente Alan García que la política de salud del actual ministro de ese portafolio está reñida con la moral natural en lo concerniente al aborto. A diferencia de otras autoridades, es necesario que el arzobispo de Lima mantenga una relación cordial y firme con el presidente. El que comenzará a gobernar en las próximas Fiestas Patrias será mi quinto vecino.
Soy peruano con DNI, soy numerario del Opus Dei y soy arzobispo de Lima. Cada calidad tiene su ámbito, no hay interferencias. La manipulación mediática y la manera de decir las cosas puede llevar intencionalmente a confusión. Como ciudadano, ejerzo libremente mi derecho al voto; como miembro del Opus Dei –prelatura fundada por San Josemaría Escrivá y bendecida por todos los pontífices, desde su creación en 1928–, participo en los medios de formación que brinda a sus fieles, y como arzobispo y cardenal obedezco únicamente al Santo Padre, el papa Benedicto XVI. En el gobierno de la Arquidiócesis de Lima no me une ligazón alguna con los directivos del Opus Dei.
Frente a la segunda vuelta de las elecciones presidenciales reitero la libertad que tienen los católicos de votar responsablemente por el candidato que les ofrezca más garantías y credibilidad de trabajar desinteresadamente por el bien común del país. Insisto en el respeto a los derechos humanos, como enseña la Iglesia, que entiende que el ser humano es la única creatura que tiene un fin por sí mismo, y rechazo todo lenguaje mendaz, que ofende la dignidad y la inteligencia de los electores.
Aprovecho la oportunidad para transmitir la bendición apostólica que Su Santidad Benedicto XVI envió hace unos días a todos los peruanos, en la audiencia que tuvo la amabilidad de concederme.
Por mi parte, llevaré a Roma el cariño que los católicos peruanos tenemos al papa Juan Pablo II, uniéndome a mis hermanos del Colegio Cardenalicio en la ceremonia de beatificación que tendrá lugar hoy, para gozo y edificación de toda la cristiandad.
Fuente: Diario El Comercio.

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