Por Javier Mariátegui Chiappe – Revista Peruana de Epidemiología 1996.
RESUMEN
En el ámbito social del Virreynato peruano, en tiempos de su máximo explendor, a fines del seiscientos y comienzos del setecientos, pese a la clara delimitación de las clases sociales, se pasó por una etapa de acentuada religiosidad y misticismo que, al lado de la proliferación de iglesias, conventos y otros espacios (el culto, generó una notable gravitación de lo crencial religioso en una sociedad cerrada, pero con relación estrecha de sus estratos sociales. En ese medio, en el nivel inferior y marginal de la sociedad limeña, en los extramuros de la Ciudad de Los Reyes, vivió un mulato, Martín de Porras, quien sufrió en su infancia y temprana adolescencia la pobreza y limitaciones propias de una colectividad de negros siervos en un extenso barrio de gente de color. Su ingénito afán de servicio lo hizo desde muy temprano formarse como auxiliar práctico, “barbero” y herbolista, para integrarse después, como “donado“, a un convento de Lima, Martín optó por un género de vida religiosa caracterizada por el cumplimiento de las más humildes tareas monásticas, como un modo de superar su condición personal y hacer penitente y expiatoria su existencia. En su lugar de preferente actividad, la enfermería, cuidó de los pacientes pobres con una piedad y abnegación sin límites, logrando curaciones y alivio de las enfermedades en las que se vio pronta huella de lo milagroso, difundiéndose su arte excepcional en toda la sociedad limeña, incluyendo la corte virreynal y el propio Virrey. Murió “en olor de santidad” y su imagen fue recordada desde entonces como la de un santo. Vivió en una Lima de excepción, en que coincidieron su vida y las de Santo Toribio de Mogrovejo, de Santa Rosa de Lirna y del beato Juan Masías. Se comentan aspectos de su personalidad y la simbología de la “escoba“, instrumento de su humilde trabajo y después de la señal de generosa entrega al prójimo.
LA LIMA DE ENTONCES
Para entender la presencia y el “espacio humano” de Martín de Porras, de un siervo de Dios mulato y humildísimo, es necesario un marco de referencia que explique la religiosidad en la Lima seiscentista y los sucesos extraordinarios a ella debida. Extendido ya plenamente el poder hispánico, en tierras de nativos con culturas avanzadas, la Lima de la primera mitad del siglo XVI era una ciudad importante, quizá la más relevante de América en general. “Ciudad de escape” para los conquistadores por su proximidad al mar, fue también elegida por las condiciones inmejorables de su suelo y la benignidad de su clima. Además de las razones de elección mencionadas, los conquistadores no hicieron la capital en la región andina, donde se encontraban las principales ciudades del Perú precolombino, por temor a la insurrección andina, que se mantuvo latente por muchos años durante la conquista de la colonia. Cuzco en el Perú debió ser la lógica resultante para la capitalidad del Virreynato, como lo fue en México Tenochtitlán, para una explicable sustitución del tradicional centro de poder por el nuevo.
Lima era entonces la “Ciudad de los Reyes“, con un trazo urbano destinado a los locales públicos de gobierno; un impresionante conjunto de Iglesias, conventos y monasterios y las edificaciones conexas; las casas destinadas a los hispánicos, sus familias y el extenso personal de servicio, moradas que variaban en la amplitud y el boato en función del poder y la fortuna. Era poblada por españoles y los “criollos” principalmente, con lugar también para los hijos de la nobleza incaica. Los mestizos, aunque también entremezclados en la dinámica de la comunidad, tenían lugares propios en la periferia de la Ciudad; la población discriminaba, los indios y los negros esclavos, estaban reducidos a determinadas áreas de los extramuros.
Una intensa vida social acercaba a los moradores del centro del poblado, puesto que sólo tenían que dedicarse, además de las prácticas piadosas, a vigilar sus bienes (estaba vedado el comercio y la industria o los oficios para los nobles), dar audiencia a los siervos de las chacras y haciendas propias para recibir las ganancias y los productos naturales para la alimentación. La vida familiar, con estructura jerárquica, como ha señalado Ugarte Eléspuru, era la predominante, “las residencias eran centros de concentración de toda la familia y éstas abarcaban generaciones y ramificaciones, todos unidos en el vínculo común de la sangre y el culto de la amistad…” (1) En este tiempo ancho y dilatado, las gentes tenían una obligada sociabilidad, puesto que los intereses eran compartidos y las familias se entrelazaban por los jóvenes matrimonios. Dar y recibir visitas eran actividades que rompían las rutinas domésticas, fuera de los días festivos. Las fiestas, los saraos, las tertulias, generadoras de rumores y otras formas distorsionadas de difundir las noticias con el agregado malévolo, propio de los “criollos” que irían ganando espacio en la urbe, están entre otras características de la Lima virreynal.
La educación de la mujer, rudimentos del conocimiento, se daba exclusivamente en los domicilios o era asumida por la familia y sus allegados. Lo mismo ocurría con los varones; sólo algunos accedían a los llamados colegios mayores orientados por vocaciones específicas (abogacía, medicina, etc.), se asimilaban al clero o se dedicaban al ejército, al “arte de la guerra“. Quien no tenía los privilegios del mayorazgo, el destino se daba entre “lo rojo y lo negro“, según la dicotomía ilustrada por Stendhal mucho tiempo después, el ejército o la clerecía.
Agrégese a la rutina diaria, la vida religiosa intensa en los numerosos templos, próximos el uno del otro, los conventos y los rezos frecuentes, las visitas cotidianas a las iglesias, las misas y los sacramentos en los días festivos y de guardar. Ordenes religiosas trasladadas de Europa con fines evangelizadores, templos anexos a conventos, eran escenarios de intenso interés por los limeños seiscentistas.
Nobles, militares, religiosos, detentadores del poder, eventualmente salían a controlar las tierras a ellos asignada y a supevisar las áreas de cultivo. El trabajo de los campos y de las minas, era delegado, lo que permitía al español y al criollo y después al mestizo, disfrutar de una vida holgada en un clima físico y social proclive a la molicie y al ocio.
España nos trajo, junto con su modernidad, todas las manifestaciones del feudalismo y las instituciones de la Europa medioeval; con una intensa práctica religiosa de un catolicismo rígido, con una liturgia a lo largo del día, la semana y el año, con fuerte creencia sobrenatural en ralación a sucesos extraños y sorprendentes, con una gran sugestividad colectiva. Era extendida la convicción de señales de Dios en bienaventurados humanos, en milagros y en la santidad de numerosos, sacerdotes y beatos, y de mujeres consagradas a la vida espiritual.
Eran tiempos tranquilos para el Virreynato del Perú los que marcaron las vidas de Santa Rosa de Lima, Santo Toribio de Mogrovejo, del beato Juan Masías y de Martín de Porras, mulato barbero y herbolario con halo de santidad reconocido en vida. Es singular que, en pocos años, las primeras décadas del siglo XVI, generaran el “espacio” o la “atmósfera espiritual” para la vida de santos y beatos de tanta significación en la vida religiosa del país. Consolidado el poder hispánico y el gobierno central, el Virrey Francisco de Toledo, quien no teniendo rivalidades en el campo de los españoles ni “tierras que pacificar“, se dedicó a mejorar la administración y a favorecer la presencia de cronistas “oficiales” llamados por Raúl Porras “Toledanos“, puesto que estaban dedicados a presentar los hechos de manera favorable a la Conquista y a la “extirpación de idolatrías” y disminuir las virtudes de los hombres, de las instituciones y las costumbres del Perú prehispánico.
La Lima que cobijó a Martín de Porras no resalta mayormente por benemerencias civiles. “El ejemplar masculino más característico y notable de nuesta ciudad escribe Ugarte Eléspuru sería el dulce y manso mulato Martín de Porras, incorporado al santoral recientemente. Feliz y eficaz componedor de antagonismos instintivos, haciendo comer del mismo plato a perro, pericote y gato. Lo cual además de portentoso es también muy limeño” (1).
Como se ha señalado, coinciden en el tiempo la presencia terrenal de Martín de Porras, Isabel Flores Oliva, llevada pronto a los altares como Santa Rosa de Lima. Asimismo, ejercía su ministerio en la Ciudad de Los Reyes el que fuera su segundo Arzobispo, Santo Toribio Alfonso de Mogrovejo. Era también coetáneo el beato extremeño Juan Masías, de la misma Orden Dominica. Se vivía días de denso fervor y extendida devoción, animada por las procesiones, señaladamente la de “Corpus Christi” y el paso de “Viático” por la ciudad, que llevaba el último alivio al moribundo. La ciudad era expresión, como agudamente señala José Antonio del Busto, al mismo tiempo, de “misticismo prebarroco, penitente, cilial y flagelante” (2).
Pero es también “tiempo vecino” del santo mulato una mujer insólita, la hazañosa Catalina de Erauso, mas conocida como la Monja Alférez. Nacida en España, abandonó el convento de monjas donde se le recluyó, y dio vida, con vestimentas masculinas y arrestos militares, a un personaje de leyenda conservado por la tradición. Erró por México y el Perú, embozando su feminidad como militar y sobresaliendo por sus dotes de gallardía que la encumbraron, por méritos propios, al grado de alférez (3).
Es dentro de este marco histórico y vivencial en que transcurre la vida de Martín de Porras, quien, como Santa Rosa, fuera confirmado por el Santo Toribio. Sin los elementos que caracterizaron a Lima a fines del siglo XVI y comienzos del siglo XVII, no puede entenderse el estilo de vida en la ciudad de los reyes donde se desarrolló la vida y la obra de Martín de Porras, “un paisaje para la santidad” como calificara Emilio Romero a la Lima de entonces (4).
ESCORZO BIOGRÁFICO
Martín de Porras nació en Lima en 1579, probablemente el 11 de Noviembre, en el barrio de San Sebastián, que albergaba a gente humilde. La casa natal estaba en la calle del Espíritu Santo, frente al Hospital del mismo nombre, paso forzado por quienes iban o venían del Puerto del Callao.
Era hijo de Juan de Porras, natural de Burgos, un hidalgo sin relieve y su madre fue Ana Velásquez, “negra liberta” nacida en Panamá de padres etíopes. Era hijo natural, reconocido posteriormente por su progenitor, quien tuvo, también con Ana Velásquez una hija nombrada Juana. El padre debió tener relación de convivencia de alguna manera estable y llevó a sus dos hijos a Guayaquil, en procurarle protección familiar y medios educativos. Regresó un año después con Martín, quien tenía 8 años, y lo puso al cuidado de Isabel García Muchel, en el barrio de Malambo, lugar habitado por negros, indios y algunos españoles pobres o empobrecidos. En Malambo se ubicaban los “corralones de negros”, donde vivían hacinados esclavos traídos de África para ser vendidos. Para la demografía de la cuidad de entonces era impresionante el número calculado de gente de color en Lima.
Más de cinco años permaneció Martín en ese barrio, a la vera del río Rímac y creció como los restantes niños negros, aprendiendo los rudimentos de leer y escribir. Ya entonces comenzaba a manifestar un interés especial por la religión y la piedad y quien lo cuidaba lo sorprendió en actitudes de unción y plegaria con gran humildad: empezaron allí sus revelaciones místicas y su interés por atender y cuidar a los pobres. En ese tiempo se confirmó por el arzobispo de Lima, Toribio de Mogrovejo, que sería después exaltado a los altares.
¿Tenía Martín conciencia de su “negritud? Si limitamos este concepto a lo fundamental biológico es obvio que se sentía como perteneciente a un grupo social distinto, marginado e inferior, como que provenía del movimiento de esclavos que muy temprano en la conquista llegaron a América, en parte para compensar la “mano de obra” que no se abastecía con la población nativa. Pero la “negritud” término acuñado por el martiniquense Aimé Césaire (5), es hoy un concepto ideológico y social, una identidad compleja que se elabora en los tiempos recientes con el “despertar del negro” y su toma de conciencia de una posición igualitaria en la trama social contemporánea.
Martín de Porras, mulato, étnicamente más próximo al negro, debió situarse en ese estrato social bajo, objeto de trato racista y descalificador. Tras su infancia en el poblado de color de Malambo, ¿buscó la evasión de su etnia a través de la vida conventual? Es difícil precisar con conceptos de hoy los hechos del pasado. En todo caso no disimulaba su condición racial ni se distanciaba de sus hermanos de color: por el contrario, se afanaba en atenderlos, trasladándose inclusive a grandes distancias para socorrer a sus hermanos que tenían la doble desgracia de ser de color (negros o “pardos“) y pobres.
Los negros, como señalamos, vinieron temprano a las colonias españolas para “ofrecer” mano de obra, sea por la limitación del trabajo de los aborígenes, sea por su número reducido tras las feroces carnicerías de los “extirpadores de idolatrías” y por la mortalidad asociada a las enfermedades traídas por los ultramarinos, para las cuales por regnícolas carecían de inmunidad. En tiempos de Martín, los negros estaban representados, cuantitativamente, por una mayoría. Un estudio reciente de Fernando Romero señala que “…durante el primer cuarto del siglo XVII en Lima sólo había 6,000 vecinos blancos, pero en cambio 5,000 indios y 30,000 negros, y que la capital llegó al año 1791 con un 60% de población de color” (6).
En tiempos en que se conmemora el Encuentro de dos culturas, habría que recalcar la presencia de una tercera, la negra, venida de África en la menguada condición de esclavos. Martín de Porras es expresión de este triple encuentro, que hace aún más compleja su situación psicosocial. No cabe duda que los negros trajeron con ellos sus creencias, sus emociones, sus valores, su mundo animista y sus procedimientos frente a la enfermedad.
Martín de Porras quien mantuvo invariable su relación con sus hermanos de raza en Malambo y en otros lugares habitados por gente de color debió sincretizar en su psicología una imagen del mundo que se asociaba al conocimiento de los aborígenes por él, asimilados al tiempo en que enfrentaba al del blanco conquistador. Este es un aspecto que requiere una elaboración más consistente en el estudio de Martín de Porras.
EL BARBERO Y EL HERBOLARIO
La medicina en el Perú colonial era practicada por médicos, venidos de España y, en menor número, de Francia e Italia. El “Protomedicato” era la instancia suprema que reconocía a esos profesionales. También comprendía a los formados en la Universidad de Lima, de menor nivel en ese tiempo por el desarrollo incipiente de la medicina universitaria en el país. Sólo por excepción destacaron los médicos formados, de nivel social menos favorecidos, con frecuencia mulatos o “pardos”. Recién desde mediados del siglo XIX la medicina tuvo un nivel que hizo que los criollos se interesaran por ella. Los cirujanos, eran autorizados también por un “protomedicato” y lo mismo ocurría con los boticarios y los flebótomos.
Necesitado de trabajar, Martín empezó como ayudante de boticario de Don Mateo Pastor, y ahí aprendió a hacer curaciones (las boticas eran centros que hoy se llamarían de primeros auxilios) y otras tareas a las que se aplicaban entonces los dedicados a la preparación de remedios. Se hizo también herbolario y esta fue quizá la fuente primaria o esencial de sus recursos terapéuticos. Después dejó la botica y se hizo “barbero“, esto es, cirujano menor en el más amplio sentido de la categoría.
En su tiempo de barbero Martín aplicaba los conocimientos aprendidos sobre el uso de plantas medicinales: era un herbolario consumado cuando ejercía como enfermero en el convento. Él mismo plantaba los vegetales con principios curativos en la huerta del convento, pero lo hacía más extensamente en las Haciendas de la Orden en Limatambo y en las Pampas de Amancaes. En sus largas excursiones se dedicaban al cuidado de las plantas “cavando, regando y sembrando yerbas medicinales para enfermos y pobres” (Anónimo 7).
Si se considera el nivel logrado por la medicina renacentista en el siglo XVI, traída por los conquistadores, no cabe la menor duda, como lo señala Cabieses, del adelanto que tenía la aborigen al producirse la conquista y en las primeras décadas de la colonia(8). Los recursos de los “ultramarinos” eran mucho más limitados que los conocidos por los aborígenes, diestros en el empleo de vegetales con principios curativos.
Por eso los conquistadores mostraron una marcada inclinación por la medicina aborigen, en franco desdén por los limitados recursos terapéuticos de los médicos y barberos que acompañaron a las primeras incursiones hispánicas e inclusive a quienes vinieron posteriormente, con mayores títulos y respaldos.
“Las ideas del antiguo médico peruano escribe Cabieses concisamente sobre el tratamiento de las heridas y llagas eran muy racionales si se les compara con las que trajeron los conquistadores españoles. El mismo padre Cobo nos dice que los hechiceros peruanos tenían más conocimiento sobre las heridas y úlceras que los cirujanos españoles. Conocían hierbas que sanaban rápidamente las heridas, y los soldados castellanos se entregaban con mayor confianza a las manos de un cirujano indígena que a uno de los barberos que los acompañaban… Aunque algunas de estas medicinas tenían un efecto claramente antiséptico, no hay mucha documentación clara sobre los conocimientos que pudiesen haber tenido sobre la causa de las infecciones, y mucho menos si tenían o no idea de asepsia y de antisepsia” (Cabieses,8).
De ello debe inferirse que, independientemente de los efectos curativos de los procedimientos empleados por Martín de Porras y lo “milagroso” de sus intervenciones, no cabe la menor duda que parte considerable de la intervención del humilde mulato se debió a su manejo sagaz de las plantas curativas, que él mismo se dedicó a cultivar, desde plantar hasta recolectar. Una reflexión puede dar una idea del conocimiento de Martín de la medicina tradicional indígena. Siendo la precolombina una sociedad ágrafa hasta donde llega la investigación sobre el Perú antiguo, la civilización de la oralidad” (F. Romero, 6) debió generar, en aborígenes y negros, un intercambio intensivo del conocimiento transferido por las generaciones. La palabra hablada, señala Fernando Romero, debió jugar un “papel importante”(6). La comunicación entre ambas culturas, entre aborígenes y negros, pese a las abismales diferencias en favor de los primeros, debió haberse facilitado por este carácter de oralidad y trasmisión de la tradición, del conocimiento y de la técnica.
Eran tiempos en que subsistía una mejor transferencia y una mayor conciencia de las “formas de pensar aborigen” (A. Jiménez Borja, 9). Aún los tiempos eran cercanos a los primeros contactos de los conquistadores y una mejor estimación del fondo de las creencias de los aborígenes, su simbología, su visión del mundo, la autonomía de su lógica y de las expresiones del alma y de la metafísica. “La tradición oral estaba todavía muy viva en el recuerdo de quienes, uno o dos generaciones anteriores, formaron parte del Perú precolombino, de sus creencias religiosas y de su legado cultural“. El doloroso proceso de transculturación anota Cabieses que se inició en el escenario de la conquista, produjo la rápida desaparición de los más elevados valores de la cultura incaica. “El naufragio fue solamente sobrevivido por algunos conceptos, ideas y realizaciones recogidas por soldados y cronistas; pero cuando los amautas, quipucamayos y la élite intelectual toda fueron arrollados por la dominación española, conceptos e ideas se sumieron en la incógnita y el olvido” (8).
EL HERMANO DONADO
Martín de Porras, atraído por la vida religiosa, se inclinó por los dominicos, ingresando a la Orden de los Predicadores fundada por Santo Domingo de Guzmán, como “hermano donado“, “verdadero siervo” y tuvo entonces la oportunidad de vestir hábitos blanquinegros, sin aspirar al sacerdocio y dispuesto a desempeñar las más humildes tareas. Su madre Ana Velásquez “no opuso obstáculo a la vocación de su hijo” (R. Vargas Ugarte, 10) pese a que perdía sin su trabajo un apoyo económico y una tranquilidad para su vejez. Para llegar al Templo de Nuestra Señora del Rosario y su convento anexo, sólo tenía que “cruzar el puente de la ciudad y doblar luego por la rinconada en donde estaba el Corral de Comedias” (10). Durante los nueve primeros meses ejerció labores de “barbero“, “con la escoba en la mano, ora con el manejo de su navaja, ponía sus sentidos en lo que se le encomendaba” (10), ocultando su vida de rezos, privaciones y sacrificios del cuerpo o flagelaciones.
Su vida en el claustro fue de permanente servicio de sus superiores y de sus hermanos y su día comenzaba con la “campana del alba“, a las 4.30, malgrado su extenuante trabajo en la enfermería. Su aplicación tenaz a los trabajos rudos, de sobreesfuerzo, sin repulsiones ni ascos, como señala Del Busto, lo hizo leal seguidor e imitador de Santo Domingo de Guzmán; podría considerar que, como “perro mulato” estaría más cerca de Dios como can dominum o domini cani, un perro de Dios(2).
Martín de Porras no era un individuo culto ni de lecturas religiosas, Santo “¡literato!“, “sin letras” al decir de Valdés (11), Martín hubo de tener, además de las luces del espíritu santo, “la docta ignorancia” existente en el medio donde vivía , entonces de intensa interacción desde que Martín estaba fuera del convento un buen tiempo de la jornada, confundido con el común, con la gente de a calle, en los mercados, entre los yerbateros, en otras iglesias, conventos y enfermerías. Fue su universidad el ágora, el mercado, las calles, las gentes. De ellos se nutrió no sólo para captar conocimiento sino para extraer una tipología sencilla para el trato con los demás.
En todo caso, era un santo práxico, dedicado permanentemente al servicio de los demás hasta en las sórdidas ocupaciones: ora et labora. ¿Qué era una “enfermería” en tiempos de Martín?. Una campana que llamaba por el exterior a la puerta posterior o “falsa” que atendía un “enfermero menor”, un espacio no holgado para atender las emergencias de la población pobre de los barrios aledaños y por cierto de la comunidad religiosa (frailes, hermanos legos, donados sirvientes, esclavos, casi un millar de gentes poblaban Santo Domingo. No era por cierto el lugar mejor dispuesto y más cómodo del convento. Martín descansaba cerca de ahí las pocas horas que consentía el sueño. En tiempos de epidemias se colmaba ese ambiente y era Martín el servidor que se desvivía por atender a los pacientes. Cumplía desde luego las indicaciones de los médicos y del “enfermero mayor”, a cuyas órdenes trabajaba; Martín era sólo “enfermero menor”. Cuando no había pacientes que atender, se recogía para orar.
Aunque resulte especulativo, la eficacia de las curas logradas por Martín de Porras se debían no sólo al cuidadoso empleo de las plantas medicinales de los nativos, sino a algunos de los procedimientos y rituales que son propios de las antiguas culturas peruanas. Una minoría de indios en Lima, en tiempos de Martín, estaban asentados en la ciudad pero con restricciones. No estaban “integrados” a la comunidad cotidiana aunque si tolerados en la vida social que necesitaba de ellos para servicios básicos. En gran medida estaban en calidad de marginados sociales, como los negros esclavos o los libertos. Debió darse entonces, como ya se señaló, un vínculo entre indios y negros y una transferencia de conocimientos de los unos a los otros, para un mejor ajuste a un mundo impuesto que no respetaba sus tradiciones de origen, en especial las que no se disciplinaban al mundo cristiano.
TRAS LA HUELLA DE ESCULAPIO
¿Qué enfermedades se asistían en la enfermería?. Todas las que se sabía reconocer en ese tiempo. José Antonio del Busto las ordena así: mal de cámaras, mal de flemas, mal de piedra, mal de orina, mal de melancolía, mal del sol, mal del susto y mal del valle(2). También se reseña otros cuadros mayores: las fiebres tercianas o cuartanas, el enfriamiento, la gota, la hidropesía, la apoplejía, el tabardillo, el pasmo y el cáncer(2).
El mal de melancolía en tiempos de Martín involucraba una serie de dolencias mentales y físicas, pero lo amplio de su universo nominativo no excluye el tratamiento por Martín de males de ánimo, en el sentido de la depresión y de la exaltación. El “mal de susto” o espanto, es un síndrome psiquiátrico nativo, de amplia difusión en las calles populares, en la población indígena y en la mestiza con predominio aborigen. Martín las curaba utilizando sin duda procedimientos de la medicina nativa, los únicos eficaces en estos cuadros tan culturalmente influidos por la mentalidad andina, la perlesía es el cuadro convulsionario que distingue a la epilepsia: Martín atendía seguramente los cuadros de estatus epiléptico, entonces confundidos con el “soncco nanay” por la medicina, encontraban en este santo varón asistencia y socorro.
La psicosis sintomática, como complicación de los cuadros febriles está registrada en la actividad diaria del enfermero Martín y principalmente resaltada por José Manuel Valdés en su descripción de la epidemia de sarampión que asoló Lima, sobre poblando la enfermería de “religiosos y sirvientes (…), los enfermos deliraban, querían salir de la cama y se negaba a tomar alimentos y medicinas; fray Martín contraído de día y de noche al servicio y cuidado de cada enfermo, como si fuera el único, concurría a las necesidades de todos, y las remediaba con su humildad, paciencia y vigilancia” (11). Merced a una especie de ubicuidad, asistía a quienes tenía físicamente delante y a quienes lo convocaban por el pensamiento o la simple necesidad.
“Una enfermedad contagiosa escribe un testimonio biográfico padeció la ciudad de Lima; entró también en el convento y uno de los accidentes que traía consigo era privar del juicio a los enfermos. Adolecieron muchos, tanto religiosos como sirvientes del convento. Llegaron a sesenta en una ocasión los enfermos heridos de dicha peste y los más eran religiosos del coro. Parecía un casa de locos la enfermería, porque cada uno de los enfermos, con el frenesí, gritaba, salíase de la cama y hacía otras cosas, como hombre privado de juicio. ¡Oh que tribulación para el enfermero! ¿Quién podría para tanto y con tantos? La caridad del venerable Fray Martín, que a todos apaciguaba en sus locuras, a todos aplicaba los remedios, a todos hacía que comieran y bebieran, aunque aquellos, con el frenesí, se resistían. Ya se deja conocer que ponía el Señor su poderosa mano, para que su siervo con tanta puntualidad ejecutara su heroica caridad” (7).
Sobre este testimonio escribe nuestro Hermilio Valdizán: “Ese delirio con tendencias a realizar actos violentos, esa excitación traducida por una innegable impulsividad, en esos enfermos que gritaban, que se salían de sus camas y que hacían otras cosas, como hombres privados de juicio, autorizaría, tal vez, a pensar en un delirio bastante intenso, con acentuado ofuscamiento de la conciencia y con violentas explosiones emotivas. Era, tal vez, un delirio infectivo: pero ¿de qué naturaleza?” (Valdizán, 12). Esta epidemia, según se menciona en el testimonial de la beatificación, era de sarampión o “alfombrilla”, “nombre con el cual era conocido y lo es aún, entre las clases modestas”(12).
Señala Valdizán los “dos factores de la morbilidad limeña en los siglos XVI y XVII: el sarampión y el “garrotillo“. El sarampión, en forma de epidemia, producía complicaciones mentales “accidentes y pasiones histéricas que provenían de la madre de esta enfermedad sarampión“. El “tabardillo” era el tifus exantemático, “con compromiso encefálico”. El tratamiento de la “frenesía”, un “periodo más avanzado del delirio febril“, se usaba “aplicaciones tópicas de los cadáveres tibios de los animales sobre la cabeza rasurada del enfermo“, en cuya forma los empleaban también en el tratamiento de la meningitis y de la conmoción cerebral. Si se daban “trastornos de la sede cerebral, estas aplicaciones también se usaban en el tratamiento del sarampión, el tifus exantemático y la viruela” (Valdizán, 13).
El tratamiento, además de cuidados en la higiene, la alimentación y el reposo, consistía en el empleo de las plantas medicinales, la purgas y las sangrías, y las restantes actividades propias del cuidado de la medicina sin dejar de utilizar las provenientes de la medicina folclórica. Pero lo que distinguía a Martín era su acción directa: ora imponiendo las manos sobre la cabeza o en lugar adolorido, ora sobre la lesión del enfermo, sin advertir a los enfermos de poseer poderes especiales. Cuando la curación se producía por estos medios, Martín desestimaba el encomio y lo atribuía al poder sanativo de la palabra de Dios, que usaba como intermediario. “Yo los curo, Dios les salve” solía repetir humildemente.
“De no haber elegido el camino áspero del misticismo escribe César Miró hubiera sido, sin duda, una figura extraordinaria en el arte o en la ciencia, un poeta, un pintor, un soldado valeroso capaz de las más sorprendentes batallas; hubiera sido un médico maravilloso, del mismo modo que fue un empírico desconcertante de la farmacopea, un experto en sangrías, arte parejo a su oficio de barbero, recurso en el que se hizo hábil por amor generoso a los hombres. Fue esta su principal actividad y la que más lo ennoblece, porque el número de sus enfermos sobrepasaba todos los cálculos, en una obra gigantesca de asistencia social. Fundó hospicios y enfermerías, visitó los hogares humildes y las cárceles, caminando leguas, sin importarle la fatiga y el sueño, el hambre y la sed. Y curaba, sobre todo, con ternura y con fe, porque no puede darse mayor sencillez ni más ingenua ciencia que la suya…“(14).
MARTIN, ECOLOGISTA
Martín de Porras no sólo curaba y daba atención a los enfermos sino que su ministerio se extendía a los animales, a quienes cuidaba y cuyas heridas curaba. Como San Francisco de Asís, podía dialogar con animales (síndrome de Dolittle para psico patólogos acuciosos de hoy). Tenía, diríase, un especial don de comunicación con los animales sufrientes, a quienes extendía el gesto generoso, en tiempos en que no existía la veterinaria.
Con su humilde instrumento, Martín limpiaba los escenarios de su vida. Antes de aplicarse el reconocimiento de la enfermedad y la terapéutica de la misma, barría la estancia. Pero no sólo lo hacía para tratar un caso individual. Los extendía al espacio general, “barría en el aire, ahuyentando malos pronósticos, malas ideas y chismes y murmuraciones malignas…” (Romero, 4). Así alejaba, con las pestes, las miserias humanas, los rumores perversos, la conspiración maligna, la conducta soberbia y presuntuosa. Era la escoba “el instrumento supremo de la higiene física y mental, para barrer por la salud, el bien colectivo. Expulsar la maldad junto con la enfermedad y la pobreza. Así como tuvimos un Santo de la Espada, el General José de San Martín, en la Gesta de la Emancipación, Martín de Porras el Santo de la Escoba tiene una posición más elevada. Paz, higiene, salud privada y pública; frente al conflicto, a la guerra, a la muerte, al Poderío” (4).
Un enfoque que hoy llamaríamos ecologista sobresalía en el actuar de Martín, empeñado en curar a las personas, pero también al ambiente, al entorno. Más allá del caso individual, los factores externos eran tenidos en cuenta con miras al afronte integrador del arte de curar en su dimensión más adelantada: pronosticar y prevenir (15).
“Martín de Porras fue adelantado en destacar la importancia de los factores externos condicionantes, en considerar el milieu humano dado el vínculo inextricable entre el medio social y medio biofísico” (15). Martín era un hombre que, por su vida penitente en servicio de los demás, contaba con reservas emocionales de excepción para entender el conjunto del drama de la enfermedad, principalmente en la gente humilde semejante a él en lo material y en lo espiritual: ingresaba pronto en la intimidad de sus pacientes porque conocía las consecuencias psicológicas de la miseria y la privación.
ANTROPOLOGÍA MARTINENSE
Una de la características principales de Martín, la amistad, está descrita admirablemente por Emilio Romero: “A Martín de Porras lo buscaban todos los que tenían conflictos espirituales o materiales como al mejor amigo de la ciudad. Cuentan sus biógrafos que tenla amigos en todas las capas sociales. Altos dignatarios de la iglesia, del foro y del gobierno; gentes sencillas, ricos y pobres; todos tenían en Martín un amigo, a un confesor laico, para decirle sus angustias, sus conflictos y secretos. Tenía el mulato un don de simpatía y de atracción, asociados a una lealtad inagotable. Amigable componedor, consejero, mediador, siempre lograba el éxito que después se llamó milagro. Y era debido solamente a su extraordinario espíritu, a una lógica sencilla e indestructible y también a su mirada mansa de negro, que conmovía, logrando aparecer siempre como inferior y humilde ante todos, secreto de la confianza que inspiraba… Este sentido de sugestión colectiva, de afecto y de veneración, obraba milagros...”(4).
La vida toda de Martín se caracterizó por la calma y el sosiego, pese a su dinamismo, que lo hacía recorrer Lima de un extremo a otro. De Malambo a Santo Domingo, de éste a la Recoleta, Limatambo o al Olivar después llamado de San Isidro y en medio de esos recorridos, las visitas a los humildes hogares y hospicios de los pobres y las gentes de color distribuidos en el centro y el entorno de Lima. Era un verdadero ejemplo de solidaridad y de devoción por el desprotegido. “En él todo suave y apacible escribe Aurelio Miro Quesada frescura de huerto o de jardín, lírica sombra de garúa limeña… sólo se le pinta con tres símbolos leves: con frascos de remedios, como enfermero; con una escobita, como humilde servidor del convento; y con un gato, un perro y un ratón, por su prodigio más raro y más sonado” (16). El mulato de alma blanca mereció los versos de Clemente de Althaus:
“En vano, gran Martín, la noche fría, vistió tu rostro con tu sombra oscura; más que la nieve era tu alma pura y más clara que el sol de mediodía”(16).
Apunta José Antonio del Busto que entre personajes bíblicos y santos los negros no tenían tradición para la Iglesia Católica: entre los nombres de los textos sagrados, Séfora, la esposa de Moisés había sido negra, lo mismo que la reina de Saba y sus sucesora la reina Candase (2). Dentro del cristianismo africano se menciona a San Elesboam, emperador de Etiopía, Santa Ifigenia, princesa de los abisinios y los abades San Moisés y San Serapio. En el siglo XVI, los Franciscanos Antonio y Benito de Palermo (2).
Este examen sucinto de la vida y la obra de San Martín de Porras sólo se detiene ante los hechos empíricamente demostrados. No relata ni menos juzga los testimonios que sirvieron para la beatificación (1835) y la posterior santificación (1962) de este religioso ejemplar. Con Valdizán queremos decir que prescindimos del aspecto maravilloso y sobrenatural de muchas curaciones que se cuentan de tan célebre beato limeño, cuyo estudio pertenece al campo de la teología cristiana”(12).
Martín de Porras irradió la imagen carismática del hombre de fe y del servidor incondicional de los demás. Está por eso en el santoral de la psiquiatría peruana(17). Es el santo de los humildes y proyectó su “color honesto” en la imagen del Cristo Moreno de Pachacamilla, del Señor de los Milagros, que mueve en procesión a la más copiosa masa humana, en los recorridos del mes de Octubre, que pinta a Lima de morado y agrega a la invariable niebla limeña el humo purificador del incienso.
REFERENCIAS
1. JUAN MANUEL UGARTE ELESPURU: “Lima y lo limeño”. Editorial Universitaria, Tercera edición, Lima, 1967.
2. JOSE ANTONIO DEL BUSTO DUTHURBURU: San Martín de Porras (Martín de Porras Velásquez). Pontificia Universidad Católica del Perú, Lima, 1992.
3. CATALINA DE ERAUSO: “Historia de la monja alférez”. Serie Populibros, Lima, 1988.
4. EMILIO ROMERO: “El Santo de la escoba”. Fray Martín de Porras. Librería Editorial Juan Mejía Baca, Lima, 1959.
5. RENÉ DEPESTRE: “Buenos días y adiós a la negritud”. Casa de las Américas, La Habana, 1986.
6. FERNANDO ROMERO: “El negro en el Perú y su transculturación lingüística”. Editorial Milla Batres, Lima, 1987.
7. ANÓNIMO: “Compendio de la prodigiosa vida del Venerable Siervo de Dios Fr. Martín de Porres, natural de Lima, Religioso Donado Profeso de la Orden de Predicadores, Sacado de los autores RR.PP.MM. Fray Jayme Baron y Fray Juan Meléndez, de la misma orden”. Bernardo Pla, Barcelona MDCCCXXXVII.
8. FERNANDO CABIESES: “Dioses y enfermedades (La medicina en el Antiguo Perú)”. T 1. Ediciones Artegraf, Lima, 1983.
9. ARTURO JIMÉNEZ BORJA: “Formas de pensar aborigen”. Revista de Neuropsiquiatría, Vol. 54: 63-84, 1991; y Vol. 55: 81-99, 1992.
10.RUBÉN VARGAS UGARTE: “Vida de San Martin de Porras”.4a. edición. Imprenta López, Buenos Aires, 1963.
11. JOSE MANUEL VALDEZ: Vida admirable del bienaventurado Fray Martín de Porras. Natural de Lima y donado profeso en el Convento de la Orden de los Predicadores de esta ciudad. Reimpresa por su devoto José Andrés de Neira Valvuena. Huerta y Ca., Impreso Editores, Lima, 1863.
12. HERMILIO VALDIZÁN: “Martín de Porres Cirujano”. Stab. Tipográfico Vespasiani, Roma, 1913.
13. HERMILIO VALDIZÁN: “Nuestra Medicina Popular”. Lima, 1909.
14. CESAR MIRÓ: “La ciudad del río hablador”. Talleres de la Imprenta el Ministerio de Guerra, Lima, 1944.
15. JAVIER MARIÁTEGUI: “Ecología y Psiquiatría”. Acta Psiquiátrica y Psicológica de América Latina, 24: 100-108, 1978.
16.AURELIO MIRÓ QUESADA: “Lima. Ciudad de los Reyes”, Talleres Gráficos de P. L. Villanueva, Lima, 1968.
17. JAVIER MARIÁTEGUI: ‘La psiquiatría y su santoral en el Perú”. Acta Psiquiátrica y Psicológica de América Latina, 33: 257-258, 1987.
Un santo mulato: Martín de Porras
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