Antropología cristiana
Por Cardenal Tomàš Špidlík SJ
La antropología cristiana distingue, desde el principio, dos niveles diferentes de la persona humana. Al mismo tiempo comienza a afirmarse, sobre todo con los alejandrinos en base a la doctrina platónica del alma, y a definirse su toma de posición respecto a los problemas filosóficos. En esta situación: la oposición bíblica entre el hombre exterior y el hombre interior, el hombre carnal y el hombre espiritual, les pareció a los Padres corresponder bien con la distinción griega entre el alma y el cuerpo.
Es verdad que los ortodoxos insisten siempre en la unidad del alma y el cuerpo; el hombre entero es una sustancia y, por otra parte, el alma existe ya por sí misma y anima el cuerpo que tiene su consistencia fuera de ella. Es necesario admitir que los esfuerzos de los antiguos Padres por hacer inteligible la unidad del alma y del cuerpo no permite, desde el punto de vista especulativo, captar esta unidad en su esencia. El problema, más tarde, será más fácil para los autores escolásticos que consideran el alma como la “forma” de un ser viviente orgánico.
Los antiguos Padres venían de superar otro gran obstáculo que se presentaba en el platonismo. Definen gustosos al hombre con las palabras propias de Platón: to uranión fytón, la planta celeste (1), “a causa de la dignidad de nuestra alma” (2). En la Biblia, el alma (nephes) es el “soplo de vida” que hace del hombre un “alma viviente“, pero este término es muchas veces empleado en contraste con el mundo celeste de Dios y del espíritu (ruah) (3). Entonces se debió completar la dicotomía filosófica (cuerpo-alma) con la tricotomía teológica (cuerpo-alma- espíritu). Esta última vino a ser tradicional en Oriente, y también se nota una cierta confusión en el uso y en el significado de los términos.
Diversos aspectos de la “tricotomía“
La distinción tripartita del hombre: soma, psyjé, nus, parece surgir de Posidonio; es sin embargo común a Aristóteles y a los peripatéticos. Un poema de Gregorio de Nazianzo (4) y uno de los discursos teológicos (5) presentan esta idea como una verdad generalmente admitida. La primitiva terminología cristiana depende más o menos directamente de aquella de Plotino o del ambiente neoplatónico. Se trata de una tricotomía diversa: el alma misma se divide en tres partes. Clemente Alejandrino llama al alma tripartita o trigene y enumera las partes: to noerón, to zymikón, to epizymetikón (6).
Conocemos una fórmula tricotómica de la Biblia. San Pablo, en I Tes. 5, 23, expresa en su plegaria el siguiente pedido: “El Dios de la paz os santifique (hasta la perfección) y (todo lo que es vuestro) espíritu (pneuma), alma (psyjé) y cuerpo (soma), (se conserve) irreprensible para la venida de Nuestro Señor Jesucristo“. Evidentemente Pablo no aludía a alguna tricotomía en el sentido helenístico, por otra parte no se lo puede considerar tampoco un simple pleonasmo, desde el momento en que el Apóstol distingue los fenómenos que dependen del cuerpo, del alma y del espíritu. Se puede notar que San Pablo no hace del pneuma un elemento físico del alma sino una comunicación de Dios (7). Y es propiamente en relación con este significado del término pneuma que se establece la distinción entre el hombre psyjikós y el hombre pneumatikós (8).
Orígenes sigue esta dirección: sabe bien que el alma se vuelve espiritual sólo cuando se pone bajo el influjo del Espíritu Santo (9). Tenemos aquí un ejemplo de la trasposición que sufre la terminología en la enseñanza cristiana. En la forma más pura se la encuentra en la célebre definición del hombre espiritual que da San Ireneo: “El hombre perfecto es la mezcla y la unión de un alma que asume el Espíritu del Padre (el todo) mezclado con la carne” (10).
Es esta tricotomía espiritual la que ha prevalecido en Oriente. Teófano el Recluso escribe, interpretando la Epístola a los Romanos: “Todo está cumplido en el Espíritu Santo… Sin el alma el cuerpo está sin vida, así sin el Espíritu de Dios, el alma está sin vida espiritual” (11).
Esta tricotomía espiritual se compagina bien con la dicotomía psicológica. San Ireneo puede decir que “el hombre es, por naturaleza, un ser compuesto, y esta composición consiste en cuerpo y alma” (12). También en Clemente Alejandrino, quien desde el punto de vista psicológico está habitualmente considerado como tricotomista platónico, son numerosos los textos en que se habla sólo de cuerpo y alma (13). Muchos autores, entonces, varían entre una posición y otra (14).
Los términos no son siempre unívocos. Esto se ve bien en Orígenes. Por una parte no falta en él la fórmula dicotómica (15), que considera la presencia del ser humano en el mundo terrestre “hace posible nuestra vida sobre la tierra” (16). Por otra parte agrega un tercer elemento llamado pneuma, logos, dianoetikóv, kardía y sobre todo egemonikón (17). Decir que es el Espíritu Santo sería decir mucho y, sin embargo, es la parte mejor del compuesto humano, lo que es “más divino” (theióteros) del alma y el cuerpo (18), nuestra “principal sustancia” (proegumene ypóstasi) (19). Así se la define como “una cierta trascendencia del hombre por encima de sí” (20).
Semejantes titubeos se notan en los autores espirituales de Oriente hasta los tiempos modernos. Para Teófano el Recluso, el tercer elemento del compuesto humano es el espíritu, pero también en él no se sabe exactamente si se debe escribir la palabra con mayúscula o minúscula (21).
Esta aparente confusión o duda es sin embargo, muy significativa. Aquí tocamos el grave problema teológico de la presencia del Espíritu Santo: viene “desde fuera” y al mismo tiempo pertenece a nuestro yo. Es, entonces, mi “espíritu” y el Espíritu.
El espíritu y el alma: Vivir según el Espíritu
Vista la ambigüedad de los términos, es difícil describir lo que los autores espirituales llaman “espíritu del hombre“. Una buena síntesis de toda la tradición puede leerse en Teófano el Recluso (22). Esta “parte superior del alma” nos une a Dios: es aquella “fuerza soplada (espirada) sobre el rostro del hombre en el momento de la creación; el alma es una fuerza inferior, o la parte de la misma fuerza, destinada a cumplir las obras de la vida terrestre” (23). “El espíritu… reúne en sí el sentimiento de lo divino, la necesidad de la conciencia, la esperanza de lo mejor y al mismo tiempo la conciencia de todo lo que hacemos y conocemos” (24).
Las consecuencias prácticas de esta doctrina sobre el espíritu son evidentes. Porque el espíritu es como el alma de nuestra alma, vivir según el espíritu y obedecer sus exigencias será la suprema norma de la vida cristiana: “si satisfacemos las necesidades del espíritu, ellas enseñan al hombre cómo armonizar entre sí las otras necesidades, y es así que ni las satisfacciones del alma ni las del cuerpo están en contradicción con la vida espiritual, al contrario colaboran con su actividad. Así resulta la armonía de todos los movimientos y de todos los comportamientos, los pensamientos, los sentimientos, los deseos, las intenciones y los placeres. Es el paraíso” (25).
El hombre en su totalidad está bajo el influjo del espíritu. Los “sentidos espirituales” y sobre todo la conciencia, afirma Teófano, constituyen la voz verdaderamente personal, cuando se hace “sentir“.
El sentido espiritual
La doctrina de “los sentidos espirituales” proviene de Orígenes (26). Evagrio protesta contra quienes no quieren conceder al nus lo que todos reconocen en los sentidos: intuición directa de su objeto (27). El sentido más excelente, para un noético como Evagrio, es la vista espiritual que se realiza en la luz de la Santísima Trinidad durante la oración; los otros sentidos cumplen el rol de sucedáneos de la vista, es decir, cuando falta la visión divina permiten entender la palabra de Dios (28) o leerla en las creaturas (29).
Los partidarios de la “escuela del sentimiento” hacen consideraciones sutiles sobre las funciones particulares de los otros sentidos espirituales; el olfato percibe el perfume de la virtud y el hedor del mal y del maligno (30); el gusto, la bondad y la dulzura de Dios (31); el texto da la “certeza” como al Apóstol Santo Tomás (Jn. 20, 24 ss).
Se dice con bastante claridad que esta aiszesis está “toda en la inteligencia” (32) y el sentido espiritual se reaviva a medida que los sentidos inferiores son mortificados. No hay entonces, una revancha del sensualismo contra los excesos del espiritualismo (33). Por otra parte, el significado difuso del nus y su evolución hacia el término “corazón” descarta seguramente el peligro del intelectualismo.
La conciencia
En sentido propio, la conciencia es la función actual de la decisión moral personal; pero la evolución del término es tan importante que no es posible hablar de un concepto homogéneo (34). La palabra antigua que designa la conciencia es “corazón“. Entre los griegos la syneidesis expresa los actos más diversos, como percibir, recoger, conocer, ser consciente, etc. Por otra parte los griegos valoran mucho la moralidad según el sentimiento del bienestar, y presentan el de culpabilidad en modo muy expresivo (aidós, fóbos, aiszesis, etc.). Séneca tiene conocimiento de un espíritu que reside en el hombre, “que observa y toma nota de nuestras buenas y malas acciones” (35). Según Filón, el syneidós está puesto en el hombre por Dios (36).
En los primeros escritos cristianos el término syneidesis y conciencia se insinúan primero esporádicamente, luego, con el tiempo, se hacen más frecuentes. El Occidente latino se inclina pronto hacia una interpretación moral (37), mientras que en el Oriente griego los significados originales son ampliamente conservados. Aunque también la conciencia propiamente dicha es mencionada con frecuencia.
En Doroteo se lee una bella conferencia sobre este tema. “Cuando Dios creó al hombre, puso en él un germen divino, una especie de facultad (espere logismón), quizá como un logismos“, un pensamiento proveniente de fuera muy viva y luminosa como una chispa, para iluminar el espíritu y hacerle discernir el bien del mal. “Esto es lo que se llama conciencia, que es la ley natural” (38). “Esta se debe observar, respecto de Dios, del prójimo y de las cosas materiales” (39). “Dicen los Padres que el monje no debe permitir que su conciencia lo atormente por alguna cosa…” (40).
La naturaleza del alma
Desde el punto de vista moral (“salvar la propia alma“) los escritos de los Padres no carecen de firmeza. Desde el punto de vista especulativo, en cambio, quedan abiertas muchas cuestiones que deben ocupar la razón. De estos problemas encontramos un inventario en Orígenes: “¿El alma es corpórea o incorpórea, simple o compuesta…? ¿Está contenida en el semen corporal y transmitida como el cuerpo, como algunos piensan, o viene desde fuera ya perfecta, para revestir al cuerpo ya formado…? etc.” (41).
Todas estas cuestiones no atraían necesariamente la atención de los autores espirituales, pero no podían dejar de esbozar una teoría ontológica de la estructura del alma cuando se trataba de nombrar, describir y graduar los favores divinos según su repercusión psicológica. Son numerosos los escritos de los Padres y de los autores eclesiásticos que tratan de ex profeso “sobre el alma” (peri psyjés) (42).
No es fácil esclarecer el impacto de las influencias del ambiente en que vivían, y por consecuencia, fijar con certeza el sentido de más de un término (43). En general se pueden distinguir dos series de textos: unos, menos numerosos, consideran al alma como “principio de la vida terrestre” (44); los otros hablan del alma “espiritualizada“, unida con “el espíritu” (45). En este último caso se canta la belleza de esta alma “espiritual“, su origen divino, su libertad, su inmortalidad.
Origen divino del alma, su espiritualidad
En el Medioevo, Santo Tomás de Aquino ha elaborado su doctrina sobre el alma (46) basándose sobre la psicología de Aristóteles. Aunque forma del cuerpo, el alma es “espiritual“, simple, y desarrolla una actividad independiente del cuerpo.
Los primeros Padres no tenían dificultad en reconocer una cierta “espiritualidad” del alma, estableciendo un estrecho lazo entre ella y el cuerpo, y atribuyéndole una especie de cuerpo sutil desde el momento que el alma es principio de la vida terrestre. Para Ireneo, las almas son incorpóreas sólo “en la medida en que se las compara al cuerpo” (47). Clemente de Alejandría habla de un “alma corpórea“, del “pneuma corpóreo” (48), del “pneuma carnal” (49).
Expresándose así los Padres se preocupan de salvar la trascendencia de la espiritualidad divina, lo cual no queda claro en la concepción platónica. El término “espiritual” ha recibido, entre los cristianos, un sentido específico. Por lo tanto, el alma se puede llamar verdaderamente “espiritual“, en cuanto está “compenetrada por la potencia del Espíritu” (50). Pero es preciso también, dice Ireneo, que se espiritualice, por su libre elección. Ella “está entre estas dos cosas“, la carne y el espíritu: “si sigue al espíritu, es por él elevada; pero si consciente con la carne, cae en los deseos terrenos” (51). Por lo tanto sólo las almas de los justos son “espirituales“, las almas de los pecadores se vuelven “carnales” o “terrestres” (52).
En todo caso las reminiscencias de la doctrina platónica permanecen frecuentes. Al comienzo del De anima, poema didáctico en 129 versos sobre la naturaleza del alma, Gregorio de Nazianzo enuncia una tesis general de la filosofía de su tiempo: “El alma es el soplo de Dios y experimenta la mezcla del elemento terrestre, aunque es de naturaleza celeste; es una luz escondida en una caverna, pero divina e imperecedera” (53).
Platónicamente, Gregorio se enoja con las teorías materialistas de los estoicos que comparan al alma con un “fuego ardiente“, con “el aire respirado“, con el “plasma sanguíneo“, o incluso “a la armonía de los elementos corpóreos tendientes a la unidad” (54).
La inmortalidad del alma
Se ha sostenido que sólo la idea de la resurrección de los cuerpos pertenece al cristianismo, mientras que la idea de la inmortalidad del alma habría sido importada bajo el influjo de la filosofía griega (55). Parece difícil, sin embargo, conocer las convicciones de la antigüedad en este campo (56). Sin duda la antropología semítica era menos apta que la antropología griega (al menos la de Platón) para integrar la idea de la inmortalidad del alma, para admitir que en el hombre hay un elemento incorpóreo inaccesible a la muerte física (57).
La Biblia mantiene una relación estrecha entre el pecado y la muerte (Rom. 5, 12-21), mientras que Cristo es para nosotros el iniciador de la incorruptibilidad (58). En Ignacio de Antioquía el tema de un “remedio de inmortalidad” tal vez está tomado de las religiones mistéricas, pero está aplicado a la Cena del Señor y al Pan de Vida (59). Por otra parte, la importancia que daba la Iglesia antigua al don del afzarsía es el corolario natural del rol que le reconocía al Espíritu vivificante (60).
También conocemos la opinión de algunos autores antiguos que llegan a negar la incorruptibilidad del alma (61). Es necesario en todo caso, tomar cuenta de la siguiente situación: los términos “inmortalidad e incorrupción” cambian su sentido entre los autores espirituales, que expresan la verdad escatológica y la firme persuasión de que “la vida no es de nosotros, ni de nuestra naturaleza, sino que es dada según la gracia de Dios…” (62).
El concepto de libertad entre los griegos
En la libertad los griegos veían antes que nada la “libertad de elección” que se manifiesta principalmente en las relaciones sociales y públicas del individuo (en relación a la ciudad, la libertad “judaica” y social se opone a la esclavitud) y que se convierte luego, en la antropología estoica, en libertad interior e intangible con la cual el individuo dispone de sí mismo (autarcía). Por otra parte es necesario notar que los griegos no hablan de una facultad volitiva especial. La voluntad era para ellos solamente un aspecto del conocimiento (63).
Es difícil comprender cómo los estoicos, con su tendencia fatalista, pudieron quedar en la historia como los grandes campeones de la libertad individual. Por una parte la necesidad de las leyes cósmicas, el fatum (64), aplasta al individuo; por otra viene elaborado un mecanismo del conocimiento, llamado por Clemente de Alejandría “la organización de los sentidos en vista de la ciencia“, de lo cual resulta prácticamente una necesidad psicológica. Desde una impresión de los sentidos, aiszesis, se llega mecánicamente a una tilosos en egemoniko, luego a una fantasía y al fin a una katálepsyis (65).
Un valiente defensor de la libertad ha sido Filón. Su gran mérito es haber puesto la libertad del hombre en relación a la libertad de Dios, que puede hacer milagros, es decir acciones libres, excepcionales, en el mundo dirigido por las leyes cósmicas (66).
La libertad cristiana
A la luz de la revelación bíblica la libertad humana aparece, en los Padres, en concreta relación entre el hombre y Dios. Y del mismo modo en que defienden la libertad de Dios en la Providencia así insisten sobre la libre responsabilidad del hombre frente a la llamada que Dios le hace. Justino ataca violentamente a los estoicos: el libre albedrío es condición y fundamento del mérito (67). Y dice Basilio: “¡Qué falta de razón sería no dar a cada uno el bien y el mal según el mérito personal!” (68).
Los textos de Clemente de Alejandría presentan un interés especial. Contra los gnósticos se hace apóstol del libre albedrío y parece creer en la existencia de una facultad especial, encargada de la elección, y en esto supera a los filósofos: “el querer precede a todo, porque las potencias lógicas están hechas para servir al querer” (69). De todos modos Clemente niega que el proceso del conocimiento sea mecánico: la imagen (fantasía) es común al hombre y al animal. Pero el hombre juzga las imágenes, el consentimiento (sugkatázesis) está en nuestro poder, pues sin él no habría ni opinión, ni juicio, ni conocimiento (70).
Interesante es esta ligazón entre libertad y conocimiento (71). No hay virtud sin libertad y, para los Orientales, es imposible alcanzar la verdad sin la práctica de la virtud. La unión de la verdad y la libertad aparece ya en San Juan en una perspectiva superior: participación de la gnosis y de la libertad divina. “La verdad os hará libres…; si el Hijo os libera seréis realmente libres” (Jn. 8, 32.36). San Pablo especifica: Jesús, que es la Verdad, nos hace libres con su Espíritu, porque “donde esté el Espíritu del Señor, allí está la libertad” (2 Cor. 3, 17).
En Occidente el problema de la libertad humana (como el de la espiritualidad del alma y de su inmortalidad) está puesto y estudiado en sí mismo y no en referencia directa al de la verdad y la libertad divina. Es necesario evitar aún “la confusión entre el término psicológico de la voluntad y el término metafísico de la libertad“, escribe P. Evdokimov (72). “La voluntad está aún ligada a la naturaleza, y sometida a la necesidad y a los fines inmediatos. La libertad depende del espíritu, de la persona. Cuando ella se alza hacia el vértice, no desea más que la verdad y el bien” (73).
Para los Padres griegos son características estas palabras de Gregorio de Nisa: “La libertad es semejanza con aquél que es sin patrón (adéspotos) y es soberano (autokrátes), semejanza que había sido dada por Dios en el origen” (74). “Es a causa de la libertad que el hombre sea deiforme y bienaventurado…” (75).
La verdadera libertad es una propiedad “espiritual“, un don del Espíritu Santo (76).
Libertad “estructural” y libertad de elección: eleuthería y proairesis
El estado de decadencia (luego de la culpa original) no basta para definir la condición de la libertad humana. Cuando al comienzo Dios comunicó al hombre la propia libertad, ésta comportaba varios aspectos. Por sobre toda la libertad del mal, del pecado: “La vida vida humana era simple… sin mezcla con el mal” (77).
Por su incorruptibilidad e inmortalidad el hombre superaba las condiciones cósmicas y biológicas. Apatheia significa libertad e independencia del espíritu del pathos carnal (78), la victoria sobre la sensualidad, la virginidad con todas sus prerrogativas (79). El término autokrátes, soberano, subraya el carácter real de la independencia ante los “otros (seres) que están sometidos a las leyes inmutables de la necesidad” (80). La theoría es la libertad de la inteligencia, una adquisición inmediata de la verdad sin ilusiones (81).
Hay un término que resume bien todos los aspectos principales de la libertad humana elevada al nivel de la libertad divina: parresía, el hablar franco con Dios, una confianza “que goza de la misma visión divina cara a cara” (82).
Ahora, a causa de la caída ha cambiado todo. La posición del pecador se resume en una sola palabra: esclavitud (cfr. Rom. 5, 12). Sometido a las leyes biológicas y cósmicas, el hombre está condenado a la muerte, a los sufrimientos físicos; las pasiones se revelan y ofuscan su espíritu, le quitan la fuerza. La desaparición de la caridad lleva a la esclavitud social. La theoría, visión de Dios, es cambiada por el enceguecimiento; la simplicidad confidente con Dios desaparece (83). ¿Existe aun la libertad si por la prevaricación de Adán todos se han vuelto “esclavos del pecado“? (Rom. 6, 20). La Biblia se vuelve siempre a la posibilidad de elección y subraya la responsabilidad del hombre (cfr. Sir. 15, 11-15). Por una parte la libertad está definitivamente perdida, por otra parte aún existe; esta aparente contradicción es explicada por Gregorio de Nisa (84) con dos términos: eleuthería, la plena libertad, que no existe más en el pecador; pero Dios, en su bondad, le ha conservado como una reminiscencia del paraíso, una libertad limitada: la proairesis, la libertad de elegir entre el bien y el mal.
Por medio de esta proairesis el hombre es capaz de volver progresivamente a la plena libertad original, la eleuthería. Si elige el bien, hace uso de la libertad para reforzar su libertad; si por el contrario elige el mal, usa de su libertad para aniquilar la verdadera libertad. ¡He aquí en qué consiste la perversidad del pecado! (85).
Para salvarse basta quererlo (86)
En la Iglesia Occidental es principalmente Agustín quien, para luchar contra el moralismo naturalista del pelagianismo, ha tratado la gracia como un tema aparte. El forja los términos de gracia preveniente y subsecuente, gracia operante y cooperante (87), e insiste sobre la debilidad humana, sobre la imposibilidad de obrar el bien (88).
Los predicadores y moralistas de Oriente, en cambio, han insistido frecuente e insistentemente sobre el rol humano. La observancia de todos los mandamientos divinos está en poder de todos. José de Volokolamsk rechaza categóricamente toda opinión contraria como una “calumnia” contra el Señor y su yugo dulce y soportable (89). Está en la tradición de los Padres griegos (90).
El reproche de pelagianismo o semipelagianismo fue ya expresado por Agustín (91). Algunas expresiones parecen escandalosas, como cuando dice Crisóstomo: Ni Dios ni la gracia del Espíritu Santo previenen (son previos) a nuestra libertad (92).
Pero estos reproches son injustos. El corazón del tratado de la gracia es, en Oriente, la divinización del hombre, imagen de Dios. Esta se identifica con el hombre mismo, con su naturaleza. No podemos sorprendernos entonces, de que los autores no hayan afrontado el problema de la libertad en sus relaciones con la gracia, porque esta gracia entra en la constitución del hombre, en las funciones de sus facultades, especialmente de su libertad. En un hombre equilibrado todas las partes que lo componen funcionan en colaboración (synergeia).
Una comparación más explícita entre “la obra del hombre” y “la obra de Dios” es, también en Oriente, fruto de discusiones. La polémica contra los monotelitas ha dado a Juan Damasceno la ocasión de desarrollar largamente su doctrina sobre la libertad humana y sobre la ayuda de Dios (synergeia). Explica claramente que el hombre ha recibido la capacidad de elegir libremente el bien; realizar el bien depende, sin embargo, de la cooperación divina (93).
Teófano el Recluso reconoce que si teóricamente la cuestión es complicada, en la práctica no es un gran problema: “Los teóricos se ocupan de la relación entre la gracia y la libertad. Para aquél que lleva la gracia dentro de sí el problema está ya resuelto. El que lleva la gracia dentro de sí se ofrece y se abandona a su omnipotencia, y la gracia es omnipotente en él. Esta verdad es más evidente que toda verdad matemática y que toda experiencia exterior…” (94).
De aquí la famosa máxima expresada, entre otros, por el Pseudo-Macario: “es necesario hacer todo lo que está en nuestro poder” (95), o según Teófano: “Trabaja con todas vuestras fuerzas, pero confiad al Señor el cuidado de triunfar” (96).
Partes y facultades del alma
Esta cuestión ha comenzado a preocupar a la filosofía y, más tarde, a los autores espirituales, desde el momento en que se comprendió la necesidad de reunir, en la concepción de un solo principio psíquico, el poder y las fuerzas diversas que se manifiestan en el hombre.
Platón tenía una concepción dualista del alma, o al menos de este modo interpretada en la época de los Padres (97): el nus, la parte superior, racional, y la psyjé, una función animal, inferior (lo que Evagrio llama “la parte pasional del alma“) (98), a su vez subdividida en zymikón y epizymetikón. De allí resulta una tripartición, recibida por algunos Padres, y una idea fundamental de la antropología de Evagrio (99).
Los estoicos, diluyendo la unidad del alma, señalan generalmente ocho partes: son los cinco sentidos, más la voz, el semen, y el egemonikón, es decir el nus platónico modificado, que dirige todo y hace la unión, dotado de tres facultades, el fantastikón, el ormetikón y el sygkazetikón (100). Esta subdivisión estoica es utilizada bastante artificialmente por Clemente de Alejandría (101).
En general se puede decir que estas divisiones y otras semejantes carecen de precisión. Los autores espirituales consideran las facultades humanas en su relación con el pneuma. Y se preguntan cuál es esta facultad del alma, privilegiada, que está en contacto inmediato con el Espíritu, con lo divino (102). Se sabe que la tradición griega jugaba en esta cuestión un rol considerable. Se creía que sólo Dios es accesible al nus. Se ha hecho mucho por cristianizar su noción, heredada de la filosofía. Pero al fin se debió capitular ante este esfuerzo, a veces ingrato. Los autores espirituales han retornado al lenguaje de la Biblia y del pueblo: “la sede del Espíritu” es el corazón, al cual se une el Espíritu.
NOTAS
1.Tim., 90 ab, ed. A.Rivaud, París, 1949, p. 225.
2.S. BASILIO, Hom. in Hex., 9, 2, PG 29, 192ab.
3.Cfr. LEON, X. – DUFOUR, Ame, VTB, coll. 39-43.
4.Carm., I, I, 10, PG 37, 464-467.
5.Or., 30, 21, PG 36, 132b; cfr. Grégoire de Nazianze, p. 101.
6.Stromata, V, 80,9, GCS 2, p. 379, 25.
7.Cfr. WARNACH, V., EF II, p. 253; HERRADE MEHL-KOEHLEIN, L’homme selon l’ Apotre Paul, coll. Cahiers Théologiques 28, Neuchatel, París, 1950.
8.Cfr. PRAT, F., La théologie de saint Paul, París, 1923, t. II, p. 490 ss.
9.De Orat., 10, PG 11, 445; cfr. J. RIUS-CAMPS, El dinamismo trinitario en la divinación de los seres racionales según Orígenes, OCA 188, Roma, 1970.
10.Adv. haer., V, 8, 1, PG 7, 1142b; cfr. HAUSHERR, I., Direction spirituelle en Orient autrefois, OCA 144, Roma, 1955, pp. 39-55; cfr. p. 25.
11.Ed. Sergiev Posad, 1910, pp. 401 ss.; Théophane le Reclus, p. 31.
12.Adv. haer., II, 15, 3; HARVEY, vol. I, p. 282.
13.Cfr. SPANNEAUT, Le stoïcisme, pp. 167 ss.
14.Ibíd., pp. 138 ss. S. M. ZARIN, escritor ruso, afirma en su Manuale d’ascetica (Petersburgo, 1907, vol. II, p. 228) que se es libre de admitir o no la tricotomía, pues ella no siempre es reconocida en la literatura patrística.
15.De principiis, I, 1, 6, GCS 5, 22, 21-22; In Mat. XIII, 9, GCS 10, 203, 26-27; cfr. J. DUPUIS, «L’sprit de l’homme». Étude sur l’antropologie d’Origène, Desclèe de Brouwer 1967, p.67.
16.De principiis, I, I, 6, GCS 5, 22, 21-23.
17.Cfr. DUPUIS, p.70.
18.In Joan., 2, 21 (15), GCS 4, 78, 3-5.
19.Ibíd., XX, 22 (20), GCS 4, 355, 9-10.
20.H. DE LUBAC, Histoire et Esprit. L’intelligence de l’Écriture d’après Origène, París, 1950, p. 157.
21.Théophane le Reclus, pp. 35 ss.
22.Cfr. Théophane le Reclus, pp. 29 ss.
23.Sobranie pisem…, Moscú, 1898 ss., I, p. 162.
24.Mysli na kazdyj den goda…, Moscú, 1881, p. 394.
25.Cto jest’ duchovnaja zizn… 18, Moscú, 1897, p. 65.
26.RAHNER, K., Le début d’une doctrine des cinq sens spirituels chez Origène, RAM 13 (1932), pp. 113-145; M.OLPHE-GALLIARD, Le sens spirituel dans l’spirituel dans l’histoire de la spiritualité, en Nos sens et Dieu, en Ét. Carmélitaines. Desclée de Brouwer 1954, pp. 179-193.
27.Entre las cartas de S. BASILIO, Ep. 8, 12, PG 32, 265d.
28.Cfr SIMEON EL N. TEOL., Trattati etici, II, 243 ss., SC 122 (1966), p. 409.
29.Cfr. HAUSHERR, I., (LEMAITRE), en DS, col. 1843.
30.Vita di Antonio, 63, PG 26, 933a.
31.Cfr. Sal. 33, 9; ZIEGLER, J., Dulcedo Dei. Ein Beitrag zur Theologie der griechischen und lateinischen Bibel, Münster, 1937; ADNÈS, P., Gout spirituel, DS 6 (1967), coll. 626-644.
32.SIMEON EL N. TEOLOGO, Trattati teologici e etici, Et., III, 160ss., SC 122 (1966), p. 403.
33.Cfr. BOUSSET, W., Apophthegmata. Studien zur Geschichte des ältesten Mönchtums, Tubinga, 1923, p. 318.
34.Cfr. DUPONT, J., Syneidesis. Aux origenes de la notion chrétienne de la conscience morale, en Studia Hellenistica, fasc. 5, (1948), pp. 119-193; J. STELZENBERGER, Conscience, EF I, pp. 255-266.
35.Ep., 41, 1.
36.Cfr. VÖLKER, W., Fortschritt und Vollendung bei Philo von Alexandrien, Lipsia 1938, pp. 95-105.
37.Cfr. STELZENBERGER, J., Conscientia bei Augustinus, Paderborn, 1959, pp. 26-172.
38.Istruzioni, 3, 40, SC 92 (1963), p. 209.
39.Ibíd., 3, 44-45, pp. 215-217.
40.Ibíd., 3, 46, p. 219.
41.In Cant., 1, 2, PG 13, 126-127.
42.Cfr. BAINVEL, J., en D. Th. C., 1 (1909), coll. 971 ss.
43.Cfr. REYPENS, L., Ame, D.S.1 (1937), coll. 433-465; A.J.FESTUGIERE, La révélation d’Hermès Trismégiste, III. Les doctrine de l’ame, París, 1953.
44.Cfr. TASIANO, Or. ad Graecos, 13 y 15, PG 6, 833 ss., 837 ss.
45.Cfr. H. CROUZEL, Théologie de l’image de Dieu chez Origène, París, 1956; SPANNEUT, M., Le Stoïcisme…, pp. 135 ss.
46.En particular en la Suma Teológica, I, q. 75-77.
47.Adv. haer., V, 7, 1; HARVEY, t. II, pp. 336 ss.; cfr. SPANNEUT, Le stoïcisme, p. 147.
48.Strom.,VI, 136, 1, GCS 2, p. 500.
49.Strom., VI, 136, 2 y 3, ibid.
50.S. IRENEO, Fragm., VI; GRAFFIN-NAU, PO 12, pp. 738-739.
51.Adv. haer., V, 9, 1; HARVEY, II, p.342.
52.Cfr. CROUZEL, H., Théologie de l’image…, pp. 182 ss.
53.Carm. I, I, 8, vv. 1-3, PG 37, 446 ss.; v. 66 ss., col 452; cfr. PLATON, Rep., VII, 514a-518b.
54.Carm., ibíd., 7 ss.; Grégoire de Nazianze, p. 21.
55.Cfr. CULMANN, O., Immortalité de l’ame ou résurrection des corps? Neuchatel-París, 1956; CUMONT, F., Lux perpetua, París, 1949; CORNELIS, H., La résurrecition de la chair et les croyances païennes sur les fins dernières, en La résurrection de la chair, París, 1962, pp. 21-133; SOLIGNAC, A., Immortalité, DS, 7, 2, coll. 1601-1614.
56.Cfr. MANSION, A., L’immortalité de l’ame et de l’intellect d’après Aristote, en Revue Philosophique de Louvain 31 (1953), pp. 444-472; MOSSAY, J., La mort et l’audelà dans saint Grégoire de nazianze, Lovaina, 1966.
57.Cfr. LYS, D., Nèphèsh, Histoire de l’ame dans la révélation d’Israel au sein des religions proche-orientales, París, 1962; Ruach. Le souffle dans l’Ancien Testament. Enquete antrhopologique à travers l’histoire théologique d’Israël, París, 1962; REFOULE, R., Immortalité de l’ame et résurrection de la chair, en Rev. de l’hist. des rel., 163, (1963), pp. 11-52.
58.Cfr. DS 7, 2, col. 1605.
59.Ad Eph., 20, 2.
60.Cfr. HERMANN, I., Kyrios und Pneuma. Studien zur Christologie der paulinischen Hauptbriefe, Munich, 1961.
61.S. JUSTINO, Diálogo con Trifón, 5, 2-5, PG 6, 488-489; cfr. DS 6, col. 829.
62.S. IRENEO, Adv. haer., II, 56, 2, HARVEY I., p. 383; cfr. SPANNEUT, Le stoïcisme, p. 148.
63.Cfr. POHLENZ, M., Der hellenische Mensch, Göttingen, 1974; Die Stoa…, I, Göttingen, 1948, pp. 124-125.
64.Cfr. SIMON DE CEOS, Frag., 27, citado por A.J. FESTUGIERE, L’idéal religieux des Grecs et l’évangile, coll. Etudes bibliques, París, 1932, p. 168; cfr. p. 38, 114, 120.
65.Cfr. SPANNEUT, M., Le stoïcisme, pp. 222 ss.
66.Cfr. WOLFSON, H.A., Philo. Foundations of Religious Philosophy in Judaism, Christianity, and Islam, Cambridge (Massachusetts), 2 ed. 1948, vol. I, pp. 424 ss.
67.II Apol. VII, 4, PG 6, 456ss.; cfr. SPANNEUT, M., Le stoïcisme, p. 236.
68.Omelie sull’Hexameron, SC 26 (1950), pp. 361 ss.; PG 29, 133 ac. Quod Deus non est auctor malorum, 6, PG 31, 345b.
69.Strom., II, 77, 5, GCS 2, p. 153; SC 38 (1954), p.95.
70.Strom., II, 54, 5-55, 1, p. 145, SC 38, p. 78; cfr. SPANNEUT, M., Le stöicisme, p. 225.
71.Cfr. La sophiologie de S. Basile, p. 44.
72.La femme et le salut du monde, Tournai-París, 1958, p.48.
73.Ibíd.
74.De anima et resurrectione, PG 46, 101c; GAYTH, J., La conception de la liberté chez Grégoire de Nysse, París, 1953, pp. 17 ss.
75.De mortuis, PG 46, 524a.
76.Cfr. SPIDLIK, T., La libertà come riflesso del misterio trinitario nei Padri Greci, Augustinianum, 13 (1973), pp. 515-523.
77.GREGORIO DE NISA, De anima et resurr., PG 46, 81b.
78.Cfr. GAYTH, op. cit., p. 62.
79.GREGORIO DE NISA, De hominis opif., 18, PG 44, 192ab.
80.Cfr. GAYTH, op. cit., p. 73; La sophiologie, pp. 40 ss.
81.Cfr. GAYTH, op. cit., p. 64.
82.Ibíd., p.66; EVAGRIO, Antirrh., VIII, 10, FRANKENBERG, P. 538, 12-13.
83.GREGORIO DE NISA, De an. et resurr., PG 48, 81b; cfr. GAYTH, op. cit., p. 118 ss.
84.Cfr. GAYTH, op. cit., p. 77 ss.
85.Ibíd., pp. 103 ss.; De hom. opificio, 18, PG 44, 192ab.
86.S. JUAN CRISOSTOMO, Lettere ad Olimpia, 10, 1, SC 13 bis (1968), p. 242.
87.Cfr. MERLIN, M., Saint Augustin et les dogmes du péché originel et de la grace, París, 1931.
88.Cfr. PL 46, 358, Index generalis: hominis crimen malum error et infirmitas.
89.Joseph de Volokolamsk, pp. 32 ss.
90.Cfr. JUGIE,.M,; Theol. dogm. christ. or., I-V, París, 1926-1935, vol. II, p. 733.
91.SAN PROSPERO se opone a Cassiano en su De gratia Dei et de libero arbitrio contra collatorem, PL 51, 213-276.
92.Cfr. S. JUAN CRISOSTOMO, Comm. in Mt., hom. 15, 1, PG 58, 471.
93.Cfr. Esposizione della fede ortodossa (43-44), II, 29-30, PG 94, 968a, 972ab.
94.Pisma o duchovnoj Zizni, Moscú, 1903, p. 121; Théophane le Reclus, p. 194.
95.Hom., 4, 17, PG 34, 493b.
96.Cto jest’ duchovnaja zizn…, 46, Moscú, 1897, p. 170; Théophane le Reclus, p. 195.
97.Cfr. SPANNEUT, M., Le stoïcisme, pp. 133 ss.
98.Practicós, 84, SC 171 (1971), p. 674.
99.Cfr. GUILLAUMONT, A., ibíd., SC 170, pp. 104 ss.
100.Cfr. POHLENZ, Die stoa. Geschichte einer geistigen Bewegung, Göttingen 1948-1949, I, pp. 87-90; ARNIM, SVF II, 827-832, p.226.
101.Strom., I, 39, 1, GCS 1, p. 25; SC 38, p.39; Strom., V.52, 2, GCS 5, p.362; Strom., IV, 116, 1, p.229; Strom., V, 80, 9, p. 379, 25; cfr. SPANNEUT, M., Le stoïcisme, p. 170.
102.Cfr. Théophane le Reclus, p. 296.
Cuerpo, alma y espíritu
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