Un perfecto secretario de Estado. Pero de un siglo atrás
Se llamaba Rafael Merry del Val y Pío X lo quiso a su lado. Muy rara vez se hizo un nombramiento de estas características. El historiador Gianpaolo Romanato traza el perfil, lo cual induce a una comparación con la curia vaticana de hoy.
Por Sandro Magister
En el octogésimo aniversario de su muerte, “L’Osservatore Romano” ha publicado un fascinante perfil del cardenal Rafael Merry del Val, secretario de Estado de san Pío X desde 1903 a 1914.
Perfil fascinante por la forma en que saca a la luz la grandeza del personaje, sus talentos fuera de lo común, la valentía en comprender y llevar a cabo las indicaciones del Papa, la santidad de vida.
Autor del retrato es Gianpaolo Romanato, docente de Historia de la Iglesia en la Universidad de Padua, miembro del Comité Pontificio de Ciencias Históricas y uno de los mayores expertos sobre los Papas que vivieron entre los siglos XVIII y XIX.
¿Merry del Val ejemplo de perfecto secretario de Estado? El parangón surge espontáneo, entre un siglo atrás y hoy.
Los secretarios de Estado más famosos son asociados habitualmente a acontecimientos y Papas de la época: Ercole Consalvi a Napoleón y a la restauración, Giacomo Antonelli a Pío IX y a la condena del liberalismo, Mariano Rampolla a León XIII y a su política “realista“, Merry del Val a la condena del modernismo, Pietro Gasparri al concordato con Italia, Eugenio Pacelli a Alemania de Hitler.
Pacelli fue el único en ser elegido luego Papa, con el nombre de Pío XII. Y durante muchos años ni siquiera nombró un secretario de Estado propio. En lugar de ello, se valió de dos expertos colaboradores: Domenico Tardini y Giovanni Battista Montini. El primero llegó a ser después secretario de Estado con Juan XXIII. El segundo llegó a ser Papa con el nombre de Pablo VI. Este último, como Papa, cambió la estructura de la curia, en cuyo vértice puso justamente a la Secretaría de Estado.
Desde Pablo VI en adelante, es el secretario de Estado quien hace de filtro entre la curia y el Papa. Las acciones de todas las oficinas vaticanas pasan por él. En 1969 el Papa Montini llamó a cargar con este peso a un cardenal francés que había crecido lejos de la curia: Jean Villot.
Con Juan Pablo II, la Secretaría de Estado vuelve a un diplomático de primer nivel, Agostino Casaroli, universalmente recordado como el que enhebró la política vaticana con los países comunistas.
De la diplomacia proviene también el sucesor de éstos, Angelo Sodano, secretario de Estado desde 1991. Pero de él no se recuerda nada significativo. Más bien, con Sodano la curia –descuidada totalmente por el papa Karol Wojtyla– vive una rápida decadencia, en medio de un desorden creciente, al cual aporta el mayor poder asumido de hecho por el secretario personal del Papa, el polaco Stanislaw Dziwisz.
Por último, con Benedicto XVI se convierte en secretario de Estado el cardenal Tarcisio Bertone, anteriormente colaborador suyo en la Congregación para la Doctrina de la Fe. El nuevo secretario personal del Papa, el alemán Georg Gänswein, se atiene estrictamente a su rol. Y de la misma manera, ya no es más el portavoz de la Santa Sede el exuberante Joaquín Navarro-Valls, sino el mesurado jesuita Federico Lombardi.
Pero este reordenamiento de los roles no está acompañado por un restablecimiento de la eficiencia de la maquinaria curial. El traspaso del cargo entre Sodano y Bertone, en setiembre de 2006, coincide con la controvertida disertación del papa Joseph Ratzinger en Ratisbona; ni uno ni otro brillan en el manejo de los contragolpes políticos y religiosos.
En los años posteriores, muchas veces Benedicto XVI se ha encontrado mal auxiliado. Si bien es muy devoto del Papa, el voluntarioso cardenal Bertone muestra que no sabe pilotear siempre la curia para beneficio del pontífice.
El caso más clamoroso de desorden explotó en los primeros meses de 2009, cuando se revocó la excomunión a los obispos lefebvristas sin que se le haya explicado a la Iglesia y al mundo el por qué de tal decisión. Debió intervenir el Papa en persona para reparar el desastre de comunicación y de gobierno. Lo hizo con la carta a los obispos del 10 de marzo de 2009, que es también una severa denuncia de la confusión que ha echado raíces en la jerarquía y en la misma curia.
A causa de esta y de otras tormentas, el año transcurrido será recordado como “annus horribilis” de la secretaría Bertone, tanto dentro como fuera del Vaticano, vistos los roces entre el secretario de Estado y varios episcopados nacionales que se cuentan entre los más fuertes y fieles al Papa, como los de Italia, de Estados Unidos y de Brasil.
Comparado con esto, entonces, la armónica y factiva sinfonía consumada hace un siglo entre un Papa como Pío X y un secretario de Estado como Merry del Val parece resonar desde otro planeta.
La cosa es más sorprendente por la afinidad que hay entre ese Papa y el actual. Ambos poco o nada políticos y, por el contrario, concentradísimos en su misión religiosa, en respuesta a una difundida crisis de fe, que en uno y en otro caso poseen también muchos rasgos en común.
Inmediatamente a continuación presentamos quién fue y cómo actuó ese gran secretario de Estado, respecto al cual el Papa jamás se encontró solo.
EL CARDENAL RAFAEL MERRY DEL VAL, SECRETARIO DE ESTADO DE PÍO X. UN PERFIL
Por Gianpaolo Romanato
Pío X y Rafael Merry del Val. Es difícil imaginar dos personalidades más diferentes. El primero había nacido en la campiña del Véneto, en una familia modestísima que conoció las penurias y probablemente también el hambre. Estudió gracias a una beca y transcurrió toda la vida, antes de la elección al papado, en medio de la gente pobre, entre canónicos de pueblo y curias de provincia, lejos de las candilejas y de los ámbitos de poder.
Por el contrario, el segundo provenía de una de las familias más señoriales del continente, había recibido una educación cosmopolita y políglota, y era de la casa en las embajadas y en los ambientes más exclusivos de cada capital de Europa.
Sus vidas, que parecían hechas sólo para diferenciarse, se cruzaron casi casualmente y terminaron por entrecruzarse hasta tal punto que es difícil separarlas también hoy.
DE SECRETARIO DEL CÓNCLAVE A SECRETARIO DE ESTADO
El encuentro tuvo lugar durante el dramático cónclave de 1903, el del veto de Austria a la elección del cardenal Mariano Rampolla del Tindaro, que en el lapso de cuatro días, en el séptimo escrutinio, llevó al papado, con el nombre de Pío X, al semidesconocido patriarca de Venecia Giuseppe Sarto.
Una circunstancia singular había hecho que monseñor Alessandro Volpini, secretario de la Congregación consistorial y que era también secretario del Colegio de cardenales y, en consecuencia, del cónclave, falleciera casi a la misma hora en la cual había muerto León XIII. Los cardenales eligieron a toda prisa como sucesor justamente a Merry del Val, en ese momento presidente de la Pontificia Accademia dei Nobili Ecclesiastici [la actual Pontificia Academia Eclesiástica], ordenado obispo apenas tres años antes.
La elección había tenido lugar al evaluarse un ramillete de tres nombres. Los dos candidatos descartados fueron Giacomo Della Chiesa (el futuro Benedicto XV), sustituto de la Secretaría de Estado, y Pietro Gasparri, en ese entonces secretario de los Asuntos Eclesiásticos Extraordinarios. La preferencia concedida al más joven y el que menos títulos tenía de los tres, fue interpretada como la primera derrota de la línea Rampolla, preanuncio de cuanto habría de suceder en el cónclave.
Privado del derecho de voto al no ser cardenal, cayó sobre Merry del Val la gravosa responsabilidad de preparar y conducir el cónclave más difícil de los últimos dos siglos.
Sarto lo conoció en ese momento, tuvo oportunidad de evaluarlo mientras maduraban las circunstancias de su elección, y pocas horas después de haberse convertido en Papa le comunicó, dejándolo atónito, la decisión de retenerlo como pro-secretario de Estado. “Por ahora no tengo ninguno“, le habría dicho. “Quédese conmigo. Después veremos“.
La designación, para el cargo clave del pontificado, de este español – primer no italiano en conducir la Secretaría de Estado – de treinta y ocho años, que habría podido ser hijo del Papa sesentón, suscitó comentarios y reservas que pesaron en los acontecimientos posteriores. Después de sólo dos meses de prueba, Pío X dejó de lado sus reservas y lo nombró secretario de Estado el 18 de octubre de 1903, elevándolo también a la púrpura cardenalicia. Desde ese momento, la vida de Merry del Val no se separaría jamás de la del pontífice.
DE HIJO DE EMBAJADOR A EMBAJADOR DEL PAPA
¿Quién era Rafael Merry del Val, de quien recordamos el octogésimo aniversario de su muerte? Nacido en 1865 en Londres, donde el padre era embajador de España, se crió entre Inglaterra y Bélgica, y en el año 1885 fue enviado a Roma por el arzobispo de Westminster, el cardenal Herbert Vaughan, para completar su preparación al sacerdocio en el Pontificio Colegio Escocés.
Aquí comenzó una de las más rápidas carreras de toda la historia eclesiástica. Según su biógrafo Pio Cenci, habría sido León XIII en persona quien lo introdujo e impuso en la Pontificia Accademia dei Nobili Ecclesiastici y quien lo utilizó para misiones diplomáticas en Inglaterra, Alemania y Austria, antes inclusive de su consagración sacerdotal. Conocía perfectamente los principales idiomas europeos, pero por cierto no basta la pericia lingüística para justificar tanta atención. En una curia pontificia que estaba buscando fatigosamente recuperar el rol y el rango internacionales luego de la pérdida del poder temporal en 1870, el vástago de la insigne familia inglesa de Merry y del todavía más ilustre linaje español de los del Val debe haber dado prueba de capacidades fuera de lo normal, como para quemar etapas con tanta rapidez.
Luego de su graduación en la Pontificia Universidad Gregoriana, se convirtió en uno de los personajes más influyentes y escuchados de la Roma pontificia, sobre todo para los problemas que estaban en relación con el anglicanismo. El perfecto conocimiento del ambiente y del idioma, los frecuentes viajes más allá de Manica [Mozambique] y la estima del cardenal Vaughan le confirieron una gran autoridad.
Encargado por León XIII de la espinosa cuestión de la validez de las ordenaciones anglicanas –se estaba en los inicios, todavía inciertos y titubeantes, del camino ecuménico– llevó a la Santa Sede a la respuesta negativa, luego oficializada (en setiembre de 1896) con la bula “Apostolicae curae“, de la cual fue él el principal propagador. Sobre la base de una añeja praxis de más de trescientos años y de una minuciosa investigación histórica, León XIII confirmó la “nulidad” de las “ordenaciones celebradas con el rito anglicano”, negando con ello la sucesión apostólica de tales obispos. El nuevo acercamiento de los anglicanos a los católicos, que estaba en ejecución desde hacía tiempo, sufrió así un compás de espera, mientras el joven prelado se acreditaba como el portavoz de una línea de austeridad doctrinal diferente, si no alternativa, a la política de Rampolla, en ese entonces el secretario de Estado.
Al año siguiente cumplió una larga misión en Canadá, en calidad de delegado apostólico. Tironeados por las tentaciones opuestas del encierro y del hundimiento, los jóvenes católicos canadienses habían pedido ayuda a Roma. Merry del Val se movió allí con equilibrio, sobre todo en relación al problema de las escuelas católicas en Manitoba, y obtuvo un reconocimiento público del Papa en la encíclica “Affari vos“, promulgada en diciembre de 1897. Con palabras totalmente inusuales en un documento oficial, León afirmó que “nuestro delegado apostólico ha cumplido perfecta y fielmente aquello para lo que lo habíamos enviado“.
Luego de retornar a Roma, fue colocado a la cabeza de la Pontificia Accademia dei Nobili Ecclesiastici y fue nombrado obispo. Su rapidísimo ascenso se debió a una sólida preparación histórico-jurídica, a una innata capacidad de relacionarse con cualquiera y a la “agilidad“, como dirá Benedicto XV, con la que resolvía los problemas.
Pero todos sabían que el diplomático capaz era un sacerdote de gran piedad, con costumbres monásticas y una disciplina de vida austera y ascética.
En 1903, como hemos recordado antes, tuvo lugar el salto decisivo hacia el vértice del organigrama vaticano, favorecido en primer lugar por la muerte imprevista de monseñor Alessandro Volpini –todavía no tenía sesenta años– y luego por la decisión inesperada del recién elegido Pío X.
EL HOMBRE JUSTO PARA UN PAPA POCO POLÍTICO Y MUY RELIGIOSO
Al nuevo Papa, elegido justamente para mitigar la excesiva exposición política de la Santa Sede durante la gestión Rampolla, le pareció que Merry del Val, notoriamente extraña a esa gestión, era el hombre adecuado para estampar el viraje decisivo.
Se movía con desenvoltura en el mundo diplomático, manejaba los problemas de la política internacional y conocía perfectamente la curia romana. En síntesis, poseía todo lo que le faltaba al Papa. Al nombrarlo secretario de Estado, Pío X contaba con todo esto, pero contaba también con su joven edad y con su ilimitada devoción al Papado: habría de ser un colaborador fiel que jamás se enfrentaría con él.
Pero seguramente Pío X había tomado en cuenta también otra cualidad de Merry del Val: su vida de piedad. El elogio que el papa Giuseppe Sarto le dirigió el 11 de noviembre de 1903, día de la imposición del birrete cardenalicio, es tan inusual, inclusive en el lenguaje, razón por la cual merece ser reproducido enteramente: “El buen olor de Cristo, señor cardenal, que habéis difundido en los lugares, también en vuestra morada temporal, y las múltiples obras de caridad a las que os habéis dedicado continuamente en el ministerio sacerdotal, especialmente en nuestra ciudad de Roma, os otorgaron, junto con la admiración, la estima universal“.
Más que a las capacidades políticas de su colaborador, la valoración positiva del pontífice estaba dirigida a su mundo moral, a las obras de caridad entre los jóvenes del barrio del Trastevere, a quienes se entregaba sin dobleces. Un Papa esencialmente religioso escogió para sí un secretario de Estado con sus mismas características.
Las vicisitudes del pontificado de Pío X son conocidas. Las relaciones con los Estados se deterioraron un poco por todas partes, hasta llegar a abiertas rupturas. El caso más conocido es el de Francia, donde en diciembre de 1905 fue votada la ley de separación entre Iglesia y Estado. Seis años después le tocó a Portugal, donde se sancionó una ley todavía más brutal. Tensiones análogas hubo en varios países latinoamericanos. El Papa no hizo mucho para modificar el curso de los acontecimientos. Protestó, escribió encíclicas muy fuertes, pero se cuidó muy bien de intentar vías diplomáticas.
En el caso francés, la ley preveía que las llamadas asociaciones de culto, de las que estaba excluida la jerarquía eclesiástica, gestionaran las propiedades de la Iglesia, convirtiéndose así en un polo alternativo a los obispos. El objetivo de desarticular la constitución jerárquica de la Iglesia era evidente, aun cuando no todos lo hayan percibido.
El Papa captó perfectamente el núcleo del problema y opuso un nítido rechazo. Fue un verdadero y auténtico “suicidio legal”, como se ha dicho, desde el momento que la Iglesia de Francia, obligada por Roma a no aceptar la ley –el Pontífice escribió en menos de un año, entre 1906 y 1907, tres encíclicas dedicadas al caso francés– perdió la personalidad jurídica y con ello todo su patrimonio, y debió marcharse de las iglesias en las que se llevaban a cabo cotidianamente las funciones religiosas.
Pero de este modo la Iglesia de Francia recuperó la plena libertad y el control pleno de los nombramientos episcopales, hasta ese momento solicitados al Estado a causa del concordato napoleónico. La decisión de Pío X –entre el “bien” y los “bienes” de la Iglesia he elegido lo primero, habría dicho el Papa–, que obtendrá a posteriori el aplauso de Aristide Briand, el inspirador de la ley –”el Papa ha sido el único en ver con claridad”-, había puesto fin con un solo golpe a tres siglos de galicanismo, de Iglesia nacional, haciendo retornar al catolicismo francés a la plena fidelidad a Roma, también en lo disciplinario.
Fue un viraje fundamental –”acontecimiento doloroso y traumatizante”, lo ha definido Juan Pablo II en la carta a los obispos franceses, escrita en ocasión del centenario de la ley– que descolocó a los contemporáneos y sigue dividiendo a los historiadores. Fue ésta la ocasión que hizo emerger ese idealismo anti-temporal que, a juicio de varios expertos, sería el aspecto verdaderamente revolucionario del pontificado, la gran novedad en la relación entre la Iglesia y el mundo, emergida en la década de Pío X y de Merry del Val.
Con Pío X termina, en síntesis, toda una estación en la historia de la Iglesia, la de las interferencias con la política, de las trampas diplomáticas, de las conexiones tardías entre tronos y altares, de los “obispos con el sombrero” y de los “cardenales de la corte“, de los antagonismos contra algunos Estados y de las concesiones a otros.
A diferencia de su predecesor, Pío X jamás hizo “política exterior”, jamás intentó debilitar en el plano internacional a los países que se mostraban contrarios a la Iglesia, jamás buscó explotar en su propio beneficio las rivalidades, los intereses y las alianzas de las diferentes naciones. Esta línea, que todavía no ha obtenido de los historiadores la atención que merece, no era un repliegue táctico sino una precisa decisión estratégica, como dijo un día el papa Sarto al futuro cardenal Nicola Canali, en ese entonces joven personaje menor de la curia: “Usted es joven, pero recuerde siempre que la política de la Iglesia es la de no hacer política y de avanzar siempre por la vía recta“.
ENTRE LA RENOVACIÓN DE LA IGLESIA Y LA REFORMA DE LA CURIA
Merry del Val colaboró leal y convencidamente con esta política, al igual que con las decisiones de Pío X de radical renovación de la Iglesia: desde la supresión del derecho de veto en los cónclaves, hasta la reforma de la curia y la codificación del Derecho Canónico.
La reforma de la curia romana, realizada en 1908, afectó directamente sus competencias, las que fueron ampliadas, pero en el interior de un diseño de gobierno en el que la Secretaría de Estado era sólo la penúltima de las cinco oficinas vaticanas. El corazón de la curia de Pío X no era la Secretaría de Estado, como lo será con la reforma de Pablo VI, sesenta años después. El corazón estaba representado por las once Congregaciones, en la cima de las cuales estaba situado el Santo Oficio.
Quizás es ésta la razón por la cual el rol de Merry del Val coincide hasta casi confundirse con el del Papa, a diferencia del de sus predecesores y sucesores. Urdiendo poca política, o ninguna, y supervisando el gobierno y la renovación de la Iglesia, Pío X le quitó a la Secretaría de Estado mucho de ese espacio que la convertía en un actor autónomo y reforzó el vínculo con el papado mismo.
Este vínculo se tornó todavía más ajustado en el curso de la experiencia del catolicismo modernista, que hasta ahora le pareció a los historiadores el verdadero “punctum dolens” del pontificado de Giuseppe Sarto.
Mucho se ha escrito sobre esta articulación, y uno de los puntos hasta ahora irresueltos se refiere precisamente a lo obrado por el secretario de Estado. Pero que Merry del Val haya sido protagonista o asistente, ejecutor o inspirador, no parece ser un elemento decisivo de juicio. Decisivo es el hecho que fue plenamente partícipe de la línea antimodernista del Papa, convencido sostenedor de la necesidad de detener esas instancias de renovación en las que ambos visualizaban el riesgo que implica una catastrófica crisis de fe.
JUNTO A PÍO X TAMBIÉN HACIA LOS ALTARES
Era inevitable que un secretario de Estado tan estrechamente identificado con el pontífice al que había servido no fuese confirmado por su sucesor.
En efecto, apenas elegido Papa el 3 de setiembre de 1914, Benedetto XV nombró primero como secretario de Estado al cardenal Domenico Ferrata, quien murió casi inmediatamente, y luego a Pietro Gasparri. Volvemos a encontrar así en la conducción de la Iglesia a dos obispos – Della Chiesa y Gasparri – que habían sido superados por Merry del Val en la vigilia del cónclave de 1903.
Para el ex secretario de Estado, los dieciséis años que él vivió a posteriori debieron ser un período difícil. De Benedicto XV recibió el mismo tratamiento que Pío X había reservado diez años antes a Rampolla: llegó a ser secretario del Santo Oficio –la prefectura de esta Congregación era en ese entonces prerrogativa del Pontífice–, cargo que conservó hasta su muerte imprevista, ocurrida el 26 de febrero de 1930.
Respecto a Pío X, Merry del Val conservó una devoción ilimitada: él estuvo en el origen de la petición que puso en marcha la canonización. El 20 de cada mes, día del deceso del Papa, celebraba una Misa en su sufragio. Pidió ser sepultado “lo más cerca posible de su amadísimo padre y pontífice Pío X“.
Pero su tiempo ya había pasado para siempre, aun cuando en 1953, durante el pontificado de Pío XII – que había comenzado su carrera precisamente bajo su dependencia –, se puso en marcha también para él el proceso canónico de beatificación, en coincidencia con el ascenso a los altares de Pío X, proclamado beato en 1951 y santo en 1954.