Por Antonio Elduayen Jiménez CM
En esta tercera parábola de Lucas sobre la oración (Lc 18, 9-14), Jesús nos habla de la importancia de la humildad en la oración y en la religiosidad. Es, junto con la caridad, su condición sine qua non… Para hacerlo se vale de dos personajes -un fariseo y un publicano-, que en su tiempo constituían los dos sectores mayoritarios de la población. Cargando las tintas, el evangelista los convierte en el anti retrato y el retrato, respectivamente, de la religión verdadera y de la oración genuina. De paso nos hace ver la estrecha conexión que existe entre religión y oración, tanta que podemos afirmar: dime cómo oras y te diré cómo es tu religión, es decir, la idea que tienes de Dios y la manera como te relacionas con Él.
Según los criterios entonces imperantes, los correctamente religiosos eran los fariseos, que se preciaban de ser escrupulosos cumplidores de la Ley y de hacer largas oraciones. En tanto que, para ellos y en general, los publicanos eran esencialmente pecadores. Curiosamente, por decir lo menos, en la parábola las cosas se voltean y los publicanos quedan como los religiosamente correctos, empezando por su manera de orar, mientras que los fariseos quedan como pecadores, cabalmente por su manera de orar. Dice Jesús: “el publicano volvió a su casa justificado; y el fariseo no. Porque todo el que se ensalza será humillado, mientras que el que se humilla será enaltecido” (Lc 18,14).
La frase de Jesús es más que una paradoja. Y más que una mera condenación del orgulloso o una exaltación del humilde. Entraña una inversión de valores, al poner la humildad (y no la grandeza) como criterio para juzgar a las personas y como condición indispensable de la oración genuina y de la verdadera religión. Es ya la hora de decir que por humildad entendemos aquí el reconocimiento sincero y explícito de la grandeza de Dios y de nuestra dependencia total de Él. Así como de nuestra debilidad radical y de la misericordia infinita de Dios, siempre dispuesta al perdón. Cuanto somos y tenemos es puro don Suyo, y lo que espera de nosotros es, por encima de todo, humildad y gratitud. Espera también compasión para con el prójimo.
Humildad en lo personal, gratitud para con Dios y compasión para con el prójimo, es lo que no tiene el fariseo de la parábola; ni se le ocurre que hagan falta. Dios debe estar orgulloso de él, y sentirse deudor suyo y premiarlo, pues es perfecto. No sólo cumple escrupulosamente la ley sino que se pasa. Por ejemplo, ayuna los lunes y jueves, y paga el diezmo de todo, no sólo de lo especificado en la ley. No tiene necesidad de pedir nada. A Dios gracias, tampoco es como el publicano que, atrás, se golpea el pecho y pide a gritos perdón… Al fariseo y a muchos de nosotros se nos olvida que lo que Dios espera de nosotros no es la lista triunfal de nuestras buenas obras y sacrificios, sino nuestro corazón, contrito y humillado, y la compasión.
Pobres de ustedes, dice el Señor, que descuidan la justicia y el amor de Dios. Esto es lo que tienen que practicar, sin dejar de hacer lo otro (Lc 11,42).
Gratitud y compasión
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