Nuestro hermanos mártires

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Beato Felipe de Jesús Munárriz y compañeros claretianos

Por Antonio Barrero
Hoy vamos a escribir sobre uno de los grupos de mártires más numeroso de la guerra civil española; nos estamos refiriendo a los cincuenta y un claretianos martirizados en Barbastro (Huesca) y que, en su gran mayoría, eran jóvenes estudiantes de teología de la Congregación, además de sus superiores.
Barbastro es una mediana localidad del Pirineo oscense, que en el año 1936 vivía de manera tensa los primeros días del levantamiento militar, pues las tropas acuarteladas no aclaraban cómo iban a actuar. Sin embargo, se convirtió en uno de los focos más intensos de la persecución religiosa en España, llegando a ser llamada la “capital trágica de Aragón”.
Los misioneros claretianos estaban presentes en Barbastro desde el año 1869; y el 1 de julio de 1936, a su Colegio de Misioneros habían traído desde Cervera (Lleida) a treinta seminaristas estudiantes del último curso de teología por creer que este Colegio era un lugar mucho más seguro, pensando que allí encontrarían un poco de tranquilidad en aquellos momentos difíciles por los que atravesaba el país. Estos seminaristas estaban a punto de ser ordenados, aunque tenían el problema legal de la realización del servicio militar, y como en Barbastro funcionaba un servicio de adiestramiento previo, podrían acogerse a una reducción de la permanencia en filas, aquellos que pudiesen demostrar haber tenido al menos alguna instrucción teórica. Así que, en cuanto comenzaron las prácticas de estos jóvenes teólogos, se corrió malintencionadamente el rumor de que los claretianos se estaban preparando militarmente y tenían armas.
El 18 de julio de 1936 la comunidad estaba compuesta por nueve sacerdotes, treinta y nueve estudiantes y doce hermanos; de ellos, cincuenta y uno fueron martirizados. Los otros nueve religiosos se salvaron: dos por ser argentinos, seis por estar muy enfermos o ser muy ancianos y el hermano cocinero, que al no llevar puesta la sotana, fue considerado como un simple seglar. Más adelante daremos otros detalles sobre ellos.
Como consecuencias de estas calumnias, el 20 de julio por la tarde, medio centenar de milicianos registraron el seminario de los claretianos buscando armas. Pusieron a los religiosos en fila, los cachearon y rebuscaron por todos los recovecos de la casa unas armas que no existían. Un pelotón se llevó a los tres sacerdotes de mayor responsabilidad en el Colegio – el superior, el prefecto y el ecónomo – a la cárcel municipal y al resto de los religiosos los trasladaron en fila india por las calles de la localidad, hasta el salón de actos del colegio de los escolapios, que sería su prisión. El padre Luís Masferrer aprovechó un momento de confusión para salvar la Eucaristía, que posteriormente utilizaron como comunión.
El padre Pedro Cunill consiguió que los seis religiosos más ancianos y enfermos fueran llevados a la Casa de las Hermanitas de los Pobres, por lo que pudieron sobrevivir a la matanza que posteriormente se desencadenaría. Los escolapios atendieron con suma delicadeza a los claretianos, les dieron de comer y les facilitaron algunas camas, colchones y almohadas, intentando darles esperanzas, pero estas duraron bien poco, pues aunque los milicianos les decían que no tenían nada contra ellos como personas, si odiaban todo aquello que oliera a sotana y ellos, la llevaban puesta y no se la quitaban ni para dormir. Guardaron la Eucaristía en un maletín que escondieron dentro de una máquina de proyecciones en el laboratorio de física y consiguieron que al hermano cocinero, que tenía callos en las manos y olía a grasa de cocina, lo dejaran libre al ser considerado como un trabajador explotado por los religiosos; así, se salvó de la matanza, aunque curiosamente permitieron que se quedara con ellos a fin de prepararles la comida.
En la cárcel municipal interrogaron a los tres superiores para que declararan donde escondían las armas y ellos, sacando sus rosarios les dijeron que esas eran sus armas. El día 25 de julio, los tres claretianos y otros sacerdotes y seglares presos, fueron trasladados al viejo convento de las capuchinas y desde ese convento, en la madrugada del 2 de agosto, atados de dos en dos, fueron llevados a las tapias del cementerio donde cayeron acribillados a balazos. Entre ellos estaba el Beato Ceferino Jiménez Malla, el Pelé, primer gitano mártir beatificado por la Iglesia Católica. Los que estaban en el salón de actos del colegio de los escolapios oyeron las descargas y los lamentos de las víctimas, que quedaron tiradas desangrándose en la entrada del cementerio.
Los seminaristas, aunque eran jóvenes y alegres, como el miedo es libre, hasta cuatro veces recibieron la absolución por parte de los sacerdotes encerrados con ellos, porque veían inminente la muerte. Fueron sometidos a todo objeto de escarnio y hostigamiento, se burlaban de ellos diciéndoles que no entendían cómo siendo muchachos tan jóvenes e inteligentes, a la vez eran tan fanáticos e incluso amenazando a los dos argentinos de que no se librarían por muy extranjeros que fueran. En su encierro, rezaban diariamente el oficio de los mártires del breviario y en la medida en que podían seguían haciendo vida comunitaria incluso comulgando a escondidas con las formas que les bajaban los escolapios escondidas entre el pan y el chocolate del desayuno, aunque sin poder celebrar la santa misa, pues estaban constantemente vigilados y lo tenían prohibido. Metían la forma consagrada dentro del pan y se lo comían. Con el paso de los días, como también prohibieron a los escolapios la celebración de la misa, tuvieron que partir las formas en trocitos pequeños para poder seguir gozando diariamente de la Sagrada Comunión.
Como era un verano muy caluroso, el agua la tenían racionada y solo para beber por lo que no podían ni lavarse ni cambiarse de ropa, como les obligaban a hacer sus necesidades por grupos sin poder siquiera lavarse las manos, el sudor y el hacinamiento de todos ellos en veinticinco metros cuadrados, con el paso de los días, las condiciones higiénicas fueron realmente deplorables, llegaron incluso a tener piojos y llagas infectadas en el cuerpo por falta de limpieza y de hecho, cuando todos ellos fueron fusilados, tuvieron que desinfectar el salón donde estaban.
Existe mucha información sobre las brutalidades a las que fueron sometidos: tenerlos firmes contra la pared hasta que cayeran desfallecidos, hacerles correr y saltar cuando urgentemente tenían que ir al servicio, llevarles prostitutas con la intención de excitarlos sexualmente mientras dormían… Ellos, como sabían que los milicianos no soportaban el que dijeran “Viva Cristo Rey, estuvieron varias veces a punto de decirlo a fin de provocarlos y que les disparasen ya de una vez.
La noche del día 8 de agosto, después de torturarlo vilmente, asesinaron al obispo de Barbastro, el Beato Florentino Asensio y esto, de alguna manera, precipitó la suerte de los jóvenes claretianos porque algunos miembros del comité local dieron las quejas al rector de los escolapios echándole en cara el que los seminaristas “gozaban de cierta libertad” en su colegio.
El día 11 de agosto recibieron la visita de un miembro del comité revolucionario local, acusándolos nuevamente de que tenían armas escondidas; les prohibió hablar entre ellos y los separó de dos en dos para que no pudieran organizarse. Los escolapios intentaron consolarles facilitándoles algunos libros y dándoles ánimos. De poco serviría pues a las tres de la madrugada del día 12, se presentaron y se llevaron a los seis religiosos de mayor edad que allí estaban encerrados, los ataron, montaron en un camión y fusilaron a las puertas del cementerio. A las siete de la mañana, nuevamente recibieron la visita de otro miliciano pidiéndoles que se identificaran con sus nombres de pila, confeccionando una lista con ellos. Aquel día, todos se confesaron por última vez y entre lágrimas de miedo mezcladas con una cierta alegría interior pasaron el día rezando y escribiendo donde podían lo que podríamos llamar “sus últimos deseos”. Los tres estudiantes no profesos, hicieron la profesión perpetua “sub conditione” de manos del padre Secundino Ortega.
<div style=En la envoltura de una tableta de chocolate escribieron sus últimas palabras dirigidas a su amada Congregación:
“Agosto, 12 de 1936, en Barbastro. Seis de nuestros compañeros son ya mártires y pronto esperamos serlo nosotros también. Pero antes queremos hacer constar que morimos perdonando a los que nos quitan la vida y ofreciéndola por la ordenación cristiana del mundo obrero, el reinado definitivo de la Iglesia Católica, por nuestra querida Congregación y por nuestras queridas familias. Vive inmortal, Congregación querida, porque mientras tengas en las cárceles hijos como los que tienes en Barbastro, no dudes de que tus destinos son eternos. ¡Quisiera haber luchado en tus filas: Bendito sea Dios!”. El texto llevaba la firma de cuarenta de ellos.
Aquella noche del 12 al 13 de agosto sería la última para algunos de ellos, pues a medianoche irrumpieron un grupo de milicianos ordenando que se presentasen los mayores de veintiséis años de edad. Como ninguno los tenía, no se movieron y encendiendo las luces leyeron los nombre de veinte, los pusieron en fila contra la pared, les ataron las manos a las espaldas y los codos de dos en dos. Los que no habían sido nombrados no salían de su asombro y miedo sobre todo cuando escuchaban a sus compañeros perdonar a sus verdugos y despedirse hasta el cielo. En tono de sorna, a los que allí quedaron les dijeron que aprovecharan la noche y el día divirtiéndose porque al día siguiente volverían: “Mañana volveremos a la misma hora para buscaros y daros un paseíto a la fresquita hasta el cementerio; ahora, apagad las luces y dormid”. Allí, mientras ellos rezaban, escucharon a lo lejos los disparos que acababan con las vidas de sus compañeros, que murieron gritando“Viva Cristo Rey”. Era la una y veinte de la madrugada. A la mañana siguiente, los cadáveres fueron llevados al cementerio y enterrados en una fosa común que se obligó a abrir a unos gitanos del pueblo.
A las dos de la madrugada, los milicianos volvieron al salón para decirles a los dos seminaristas argentinos que se preparasen porque se los llevaban a Barcelona. Con lágrimas en los ojos y envidia santa por no poder morir como mártires, se despidieron de sus compañeros. Ellos fueron testigos que contaron con detalle a la Congregación los dramáticos sucesos, las vivencias de aquellos días y los últimos deseos de los mártires. Ellos fueron quienes se llevaron los textos escritos por el Beato Faustino Pérez y en Barcelona se los entregaron al padre Carlos Catá.
Nuevamente, el Beato Faustino Pérez, uno de los más atrevidos y valientes, había escrito: “Querida Congregación. Anteayer, día 11, murieron, con la generosidad con que mueren los mártires, seis de nuestros hermanos; hoy, 13, han alcanzado la palma de la victoria veinte, y mañana, 14, esperamos morir los veintiuno restantes. ¡Gloria a Dios! ¡Gloria a Dios! ¡Y qué nobles y heroicos se están mostrando tus hijos, Congregación querida! Pasamos el día animándonos para el martirio y rezando por nuestros enemigos y por nuestro querido Instituto; cuando llega el momento de designar las víctimas hay en todos serenidad santa y ansia de oír el nombre para adelantarse y ponerse en las filas de los elegidos; esperamos el momento con generosa impaciencia, y cuando ha llegado, hemos visto a unos besar los cordeles con que les ataban, y a otros dirigir palabras de perdón a la turba armada; cuando van en el camión hacia el cementerio, les oímos gritar ¡Viva Cristo Rey! El populacho responde ¡Muera! ¡Muera! Pero nada los intimida. ¡Son tus hijos, Congregación querida, estos que entre pistolas y fusiles se atreven a gritar serenos cuando van a la muerte ¡Viva Cristo Rey! Mañana iremos los restantes y ya tenemos la consigna de aclamar, aunque suenen los disparos, al Corazón de nuestra Madre, a Cristo Rey, a la Iglesia Católica y a Ti, Madre común de todos nosotros. Me dicen mis compañeros que yo inicie los vivas y que ellos responderán. Yo gritaré con toda la fuerza de mis pulmones y en nuestros clamores entusiastas adivina tú, Congregación querida, el amor que te tenemos, pues te llevamos en nuestros recuerdos hasta estas regiones de dolor y muerte. Morimos todos contentos sin que nadie sienta desmayos ni pesares; morimos todos rogando a Dios que la sangre que caiga de nuestras heridas no sea sangre vengadora, sino sangre que entrando roja y viva por tus venas, estimule su desarrollo y expansión por todo el mundo. ¡Adiós, querida Congregación! Tus hijos, mártires de Barbastro, te saludan desde la prisión y te ofrecen sus dolorosas angustias en holocausto expiatorio por nuestras deficiencias y en testimonio de nuestro amor fiel, generoso y perpetuo. Los mártires de mañana, día 14, recuerdan que mueren en vísperas de la Asunción; ¡y qué recuerdo éste! Morimos por llevar la sotana y morimos precisamente en el mismo día en que nos la impusieron. Los mártires de Barbastro, y en nombre de todos, el último y el más indigno, Faustino Pérez, cmf. ¡Viva Cristo Rey! ¡Viva el Corazón de María! ¡Viva la Congregación! Adiós, querido Instituto. Vamos al cielo a rogar por ti. ¡Adiós! ¡Adiós!”.
Pero los días 13 y 14 de agosto transcurrieron con absoluta normalidad, aunque los jóvenes seminaristas estaban sobresaltados y con los nervios a flor de piel. Pasaron el tiempo rezando y cuando dormían durante la noche del 14 al 15, fueron despertados por un griterío en la plaza y vinieron a por ellos; los ataron con las cuerdas ensangrentadas de sus compañeros que le precedieron en el martirio, los golpearon y los subieron al camión mientras cantaban; con ellos llevaron también a tres sacerdotes diocesanos. El Beato Faustino Pérez gritó “Viva Cristo Rey” y un miliciano le destrozó el cráneo muriendo en el mismo camión a causa de los golpes. Los demás fueron fusilados mientras gritaban “Viva Cristo Rey”“Viva el Corazón Inmaculado de María”. Era la festividad de la Asunción de María.
El día 18 fusilaron a los dos que quedaban: Jaime Falgarona y Atanasio Vidaurreta, pues al caer enfermos, habían sido trasladados el 20 de julio al hospital y aunque los médicos, con la intención de salvarlos, hicieron todo lo posible por tenerlos ingresados, el 15 de agosto se vieron forzados a darles el alta.
Ésta es la relación de los cincuenta y un mártires:
Sacerdotes: Felipe de Jesús Munárriz (superior), Juan Díaz (prefecto), Leoncio Pérez (ecónomo), Sebastián Calvo, Pedro Cunill, Luís Masferrer, Secundino Ortega, José Pavón y Nicasio Sierra.
Hermanos legos: Manuel Buil, Francisco Castán, Gregorio Chirivás, Manuel Martínez y Alfonso Miquel.
Estudiantes de teología: José Amorós, José Maria Badía, Juan Baixeras, Javier Bandrés, José María Blasco, José Brengaret, Rafael Briega, Antolín Calvo, Tomás Capdevila, Esteban Casadeval, Wenceslao Claris, Eusebio Codina, Juan Codinach, Antonio Dalmau, Juan Echarri, Luís Escalé, Santiago Falgarona, José Figuero, Pedro Garcia, Ramón Illa, Luís Lladó, Hilario Llorente, Miguel Masip, Ramón Novich, José Maria Ormo, Faustino Pérez, Salvador Pigem, Sebastián Riera, Eduardo Ripoll, José Ros, Francisco Roura, Teodoro Ruiz de Larrinaga, Juan Sánchez, Alfonso Sorribes, Manuel Torras, Atanasio Vidaurreta y Agustín Viela.
Terminada la guerra, los mártires fueron exhumados e identificados uno a uno. Fueron beatificados por el Beato Papa Juan Pablo II el día 25 de octubre del año 1992. Sus reliquias se encuentran actualmente en la casa que la Congregación sigue teniendo en Barbastro. Son conmemorados el día 13 de agosto.

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