Humildad espiritual

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Humildad espiritual

Por Antonio Elduayen Jiménez CM
“De ricos y pobres” viene a ser el otro título de la parábola de “el rico epulón”, que nos cuenta Jesús (Lc 16, 19-31). De ricos y pobres,  no porque nos presenta su ideario sobre los ricos y los pobres o sobre la riqueza y la pobreza, ni menos porque condene a unos y alabe a otros o enfrente a pobres y ricos en una anacrónica lucha de clases. Sino porque, en su estilo parabólico, quiere insistir una vez más en la malicia que encierra la riqueza (como el poder) y en la bondad que encierra la pobreza (como la humildad). Con las consiguientes consecuencias sociales y religiosas, que pueden derivarse y casi siempre se derivan en  quienes son ricos y quienes son pobres.
Llama la atención ver cómo Jesús carga las tintas al describir a los dos personajes: al rico, a quien llama “tragón” (epulón en griego) y al Lázaro, a quien presenta como un pobrecillo. Sin duda para acentuar su enseñanza de que los pobres de espíritu, los anawin como Lázaro, responden y corresponden mejor al Plan de Dios que los ricos como el epulón. En el caso de la parábola, Jesús no llama hombre malo al rico sino epulón (que en latín quiere decir “hombre rico”). ¿Será aquel rico labrador de Lucas (12, 13-21), que se ha dedicado a comer, a beber y a pasarlo bien? Tampoco llama hombre bueno al pobre sino Lázaro, que en hebreo significa “Dios ayuda”. El final del relato nos hace ver que el epulón no ignora sino que conoce muy bien a Lázaro, pero no basta. No basta el fácil expediente dar una limosna al pobre, como sin duda la da el epulón a Lázaro, para sentirse en paz con Dios, consigo mismo y con los demás. Dios quiere que los ricos den a la riqueza una función social, como decimos hoy. Lo que difícilmente hacen.
La gran lección de la parábola está en hacernos ver que de por sí  -y más allá del mal uso que podamos hacer de ellas-, la riqueza tiende a separar de Dios mientras la pobreza acerca a Él. “Un hombre con abundancia de bienes materiales corre el gran peligro de  hacerse avaro, acaparador y opresor, así como de aislarse de la vida y de su sentido, y de creer que los pobres tienen que estar siempre pobres y echados fuera de su puerta y de su pensamiento”. Es el caso del epulón. La pobreza, por el contrario, tiende a acercar a Dios. Es el caso de Lázaro. “A pesar de su pobreza, de sus sufrimientos físicos y de su abyección, tanto que hasta los mismos perros (animales impuros) le lamían sus úlceras, no muestra ningún resentimiento, odio o desesperación, sino que se siente un “pobre de Yaveh” (Mt 5, 3-12)”.
A los fariseos no les gusta lo que Jesús dice de la riqueza y del “sucio dinero”, como Él lo llama, y de que tengan que gastarlo en hacerse de amigos (Lc 16, 9-12), lo que hoy llamamos su función social. Hasta se ríen de Él (Lc 16,14). Pero a Jesús le gusta aún menos que se dejen atrapar por Mamonn (nombre e imagen que personifica las riquezas y el dinero) y que terminen adorándolo: no se puede servir a Dios y a Mammon (Lc 16,13). Estamos advertidos para que no soñemos con grandes riquezas sino con tener lo suficiente para vivir con dignidad, como decía y hacía San Pablo (1 Tim 6, 8).
LA MUERTE DE UN SANTO: VICENTE DE PAUL
En la vida de los santos, celebramos su muerte como el nacimiento al cielo. La muerte o nacimiento al cielo de Vicente de Paul fue un 27 de septiembre de 1660, a las cinco menos cuarto de la madrugada. Su última palabra antes de entrar en la agonía fue “Jesús”. Sin convulsiones ni dolores, exhaló el último suspiro y partió al encuentro del Dios de los pobres, al que tan esforzadamente había servido. Murió completamente vestido, sentado en un sillón, junto a la chimenea, y permaneció bello y más majestuoso y venerable que nunca. Antes y a instancias del Padre Dehorgny, bendijo una por una todas las asociaciones y obras que fundara a lo largo de su vida: Cofradías y Damas de la Caridad, Misioneros, Hijas de la Caridad, Conferencias de los Martes, Niños Expósitos, Ancianos del Nombre de Jesús, bienhechores y amigos.
El misionero vicentino Padre Gicquel llevó un detallado diario de los últimos días de Vicente de Paul. Veamos lo que con sobria emoción dice del último día: “Al anochecer del domingo 26 de setiembre se le preguntó si quería recibir los últimos sacramentos. Contestó sencillamente “Sí”. Se los administró el Padre Dehorgny. Pasó la noche entera velado por sus misioneros, que se turnaban, sugiriéndole de cuando en cuando piadosas jaculatorias o sentencias evangélicas. Manifestaba alegría repitiéndolas, incluso somnoliento. Rezaba o musitaba antífonas, notando los presentes que gustaba especialmente de recitar la invocación con que se abre el oficio divino: “Dios mío, ven en mi auxilio”.
En un tiempo en el que el promedio de vida no llegaba a 50 años, Vicente de Paul vivió casi 80, aunque con graves y muy frecuentes enfermedades, tres de ellas crónicas. Estuvo al borde la muerte hasta tres veces (1644, 1649 y 1656), pero fue en 1660 cuando empezó a sentir que su vida se acababa. Los males se le iban agravando y sus mejores amigos y colaboradores partían, a veces inesperadamente. Los tres últimos (el buen Padre Portail, Luisa de Marillac, su santa amiga y colaboradora, y el abad Luis de Chandenier), en los primeros meses de 1660. El próximo sería él, pensó, y empezó a tomar las precauciones del caso: despedirse de sus bienhechores y amigos, empezando por el Felipe M. Gondí y su hijo el Cardenal de Retz; disponer lo necesario para sucederle en el cargo de Superior de la Congregación de la Misión, según las Constituciones; y prepararse a bien morir, si bien esto lo vino haciendo cada día de su vida, según propia confesión.
Su biógrafo Padre José María Román, a quien sigo en el relato, concluye diciendo: “Había sido la suya una existencia plenamente realizada. Nada le quedaba ya por hacer. Todas sus obras podían afrontar con garantías de éxito la prueba del futuro”. Añadamos que su muerte fue sentida por todos como la de un santo. Cardenales, Obispos, aristócratas y gentes sencillas del pueblo, rivalizaron en dar testimonio de sus extraordinarias virtudes y obras. Y allí estuvieron participando en sus exequias al día siguiente, y en los días subsiguientes, como cuando el obispo Monseñor Maupas du Tour habló por más de dos horas, para terminar diciendo que no había hablado ni la mitad de lo que tenía preparado.
La inscripción en su ataúd decía simplemente: Sacerdote, Fundador y Primer Superior General de la Congregación de la Misión. Hoy la lista de sus títulos no cabría en el sarcófago que guarda sus restos mortales sobre el altar mayor de la Iglesia de la Casa Madre de San Lázaro en Paris. Son muchos y muy grandes,  pero los mayores serán siempre los que le dio la Iglesia: Santo (1737)  y Patrono Celestial de todas las Obras de Caridad (1885).

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