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Por Francisco Bobadilla Rodríguez- Diario El Tiempo de Piura
La Universidad Católica (PUCP), o simplemente “la Católica” como la llamábamos, es noticia de portadas en estos días. Lo último ha sido el comunicado de la Conferencia Episcopal Peruana que invoca a la PUCP a atender a las modificaciones de su Estatuto solicitada por la Congregación para la Educación Católica a fin de adecuarse a la legislación eclesial vigente. La respuesta de las autoridades en función ha sido de reserva y rechazo a espera de los resultados de una Asamblea universitaria convocada para fines de septiembre. En cuerda separada continúa la discusión jurídica, ganada por el Arzobispado de Lima, por la que se restituye su participación en una junta administradora de los bienes donados por José de la Riva-Agüero, por ser ésta su última voluntad testamentaria.
Estudié en la Católica la carrera de Derecho a finales de los setenta. Volví a sus aulas a inicios de los noventa cuando empezaban los primeros cursos de maestría. La Católica ha sido dos veces mi alma mater. La Facultad de Derecho de mi época universitaria contaba con buenos profesores, entre clásicos y los que llamábamos los “Wisconsin boys”. Marcial Rubio enseñaba Introducción al Derecho; Felipe Osterling, Obligaciones; César Fernández Arce, Sucesiones; Jorge Avendaño, Reales y Garantías; Fernando de Trazegnies, Filosofía del Derecho y Responsabilidad Civil Extracontractual; Guillermo Velaochaga, Deontología Forense; Manuel de la Puente, Contratos, etc. No era la época del internet ni de los blogs ni de las redes sociales, lo que había eran periódicos murales, unos pizarrones que los alumnos utilizábamos como medios de expresión. Junto con un par de amigos, creamos nuestro mural. Lo llamamos “Fons iuris” y allí escribíamos de lo humano y de lo divino.
La política se vivía con entusiasmo, pero sin apasionamientos ni violencia. El Centro Federado de Derecho era de derechas, igual que el de Ingeniería. A Letras se le daba por la izquierda. La simpatía por el PPC era muy grande y se cuidaba, entre los estudiantes, que la Facultad permaneciera al margen de huelgas o manifestaciones anti sistema. La distancia con Letras estaba marcada hasta en el curso de Teología que llevábamos. Lo dictaba el jesuita Francesco Interdonato, ajeno al progresismo liberacionista de sus otros colegas. En sus clases me enteré de Karl Barth y sus exposiciones tenían un aire de existencialismo cristiano. En “Fons iuris” predominaba el amor a la escritura. Las preferencias políticas no empañaban el trabajo. Había simpatizantes apristas, democristianos, pepecistas. Éramos mirados como de centro derecha. Mi promoción, no obstante la distancia que la mayoría podía tener por la Democracia Cristiana, tuvo el buen gusto y la gallardía de nombrar a Cornejo Chávez –nos enseñó Familia- como padrino. Un claro pluralismo, nada sectario, con un predominio de la tradición liberal.
¿Significaba mucho lo de “católica” para nosotros? Muy poco. Pesaba el prestigio de la Universidad y no perdíamos el sueño tratando de entender qué pudiera significar “pontificia y católica”. Más aún, sabíamos que pasar por Letras era, en muchos casos, oír el discurso de la izquierda de moda, sazonada por el liberacionismo de algunos sacerdotes que allí enseñaban. El paso por Letras no era, precisamente, crecer en Fe o acceder al más profundo acervo de la cultura cristiana. No obstante, nos sabíamos miembros de una buena universidad. Lo veíamos así en la figura de muchos de nuestros profesores y en las instalaciones del conjunto, aún cuando las casetas que ocupábamos eran más bien precarias.
Ha pasado el tiempo y sigo recordando con regocijo mis años universitarios en la Católica; considero que no le ha sentado nada mal el título de Pontificia y Católica, aunque haya sido a media asta. Me pongo a pensar en el espíritu de sus fundadores (el padre Dintilhac, Raimundo Morales, Jorge Velaochaga) o en el de sus ilustres benefactores (José de la Riva-Agüero, Víctor Andrés Belaunde) y pienso que estarían de acuerdo con Benedicto XVI quien en la Jornada Mundial de Juventudes en Madrid recordó a los jóvenes que “seguir a Jesús en la fe es caminar con Él en la comunión de la Iglesia. Quien cede a la tentación de ir “por su cuenta” o de vivir la fe según la mentalidad individualista, corre el riesgo de acabar siguiendo una imagen falsa de Él”. Lealtad, pues, a una Persona y a unos principios. Identidad consistente y no líquida como parece ser la voluntad de las actuales autoridades de la PUCP.
El pluralismo en el que me eduqué no lo veo peligrar por la identidad cristiana de la PUCP -después de todo, las universidades nacen al abrigo de la Iglesia-, sino por la intolerancia actual de algunas de sus autoridades que han magnificado riesgos y fabricado fantasmas, falseando la identidad y la imagen de la universidad. La Universidad Católica es toda su historia. Defenderla es confirmar aquello que tiene, precisamente, de Pontificia y Católica en comunión con la Iglesia y sus pastores. Las autoridades pasan, quedan las instituciones. Sería un error desgajarse de la vid.
La Universidad Católica (PUCP), o simplemente “la Católica” como la llamábamos, es noticia de portadas en estos días. Lo último ha sido el comunicado de la Conferencia Episcopal Peruana que invoca a la PUCP a atender a las modificaciones de su Estatuto solicitada por la Congregación para la Educación Católica a fin de adecuarse a la legislación eclesial vigente. La respuesta de las autoridades en función ha sido de reserva y rechazo a espera de los resultados de una Asamblea universitaria convocada para fines de septiembre. En cuerda separada continúa la discusión jurídica, ganada por el Arzobispado de Lima, por la que se restituye su participación en una junta administradora de los bienes donados por José de la Riva-Agüero, por ser ésta su última voluntad testamentaria.
Estudié en la Católica la carrera de Derecho a finales de los setenta. Volví a sus aulas a inicios de los noventa cuando empezaban los primeros cursos de maestría. La Católica ha sido dos veces mi alma mater. La Facultad de Derecho de mi época universitaria contaba con buenos profesores, entre clásicos y los que llamábamos los “Wisconsin boys”. Marcial Rubio enseñaba Introducción al Derecho; Felipe Osterling, Obligaciones; César Fernández Arce, Sucesiones; Jorge Avendaño, Reales y Garantías; Fernando de Trazegnies, Filosofía del Derecho y Responsabilidad Civil Extracontractual; Guillermo Velaochaga, Deontología Forense; Manuel de la Puente, Contratos, etc. No era la época del internet ni de los blogs ni de las redes sociales, lo que había eran periódicos murales, unos pizarrones que los alumnos utilizábamos como medios de expresión. Junto con un par de amigos, creamos nuestro mural. Lo llamamos “Fons iuris” y allí escribíamos de lo humano y de lo divino.
La política se vivía con entusiasmo, pero sin apasionamientos ni violencia. El Centro Federado de Derecho era de derechas, igual que el de Ingeniería. A Letras se le daba por la izquierda. La simpatía por el PPC era muy grande y se cuidaba, entre los estudiantes, que la Facultad permaneciera al margen de huelgas o manifestaciones anti sistema. La distancia con Letras estaba marcada hasta en el curso de Teología que llevábamos. Lo dictaba el jesuita Francesco Interdonato, ajeno al progresismo liberacionista de sus otros colegas. En sus clases me enteré de Karl Barth y sus exposiciones tenían un aire de existencialismo cristiano. En “Fons iuris” predominaba el amor a la escritura. Las preferencias políticas no empañaban el trabajo. Había simpatizantes apristas, democristianos, pepecistas. Éramos mirados como de centro derecha. Mi promoción, no obstante la distancia que la mayoría podía tener por la Democracia Cristiana, tuvo el buen gusto y la gallardía de nombrar a Cornejo Chávez –nos enseñó Familia- como padrino. Un claro pluralismo, nada sectario, con un predominio de la tradición liberal.
¿Significaba mucho lo de “católica” para nosotros? Muy poco. Pesaba el prestigio de la Universidad y no perdíamos el sueño tratando de entender qué pudiera significar “pontificia y católica”. Más aún, sabíamos que pasar por Letras era, en muchos casos, oír el discurso de la izquierda de moda, sazonada por el liberacionismo de algunos sacerdotes que allí enseñaban. El paso por Letras no era, precisamente, crecer en Fe o acceder al más profundo acervo de la cultura cristiana. No obstante, nos sabíamos miembros de una buena universidad. Lo veíamos así en la figura de muchos de nuestros profesores y en las instalaciones del conjunto, aún cuando las casetas que ocupábamos eran más bien precarias.
Ha pasado el tiempo y sigo recordando con regocijo mis años universitarios en la Católica; considero que no le ha sentado nada mal el título de Pontificia y Católica, aunque haya sido a media asta. Me pongo a pensar en el espíritu de sus fundadores (el padre Dintilhac, Raimundo Morales, Jorge Velaochaga) o en el de sus ilustres benefactores (José de la Riva-Agüero, Víctor Andrés Belaunde) y pienso que estarían de acuerdo con Benedicto XVI quien en la Jornada Mundial de Juventudes en Madrid recordó a los jóvenes que “seguir a Jesús en la fe es caminar con Él en la comunión de la Iglesia. Quien cede a la tentación de ir “por su cuenta” o de vivir la fe según la mentalidad individualista, corre el riesgo de acabar siguiendo una imagen falsa de Él”. Lealtad, pues, a una Persona y a unos principios. Identidad consistente y no líquida como parece ser la voluntad de las actuales autoridades de la PUCP.
El pluralismo en el que me eduqué no lo veo peligrar por la identidad cristiana de la PUCP -después de todo, las universidades nacen al abrigo de la Iglesia-, sino por la intolerancia actual de algunas de sus autoridades que han magnificado riesgos y fabricado fantasmas, falseando la identidad y la imagen de la universidad. La Universidad Católica es toda su historia. Defenderla es confirmar aquello que tiene, precisamente, de Pontificia y Católica en comunión con la Iglesia y sus pastores. Las autoridades pasan, quedan las instituciones. Sería un error desgajarse de la vid.