Karl von Clausewitz
Historiador especializado en temas bélicos. Nació en 1780 en Burg, cerca de Magdeburgo (Prusia, hoy Alemania). Hijo de un miembro del ejército de Federico el Grande, ingresó muy joven en la carrera de soldado. En 1801 siguió los cursos de la Academia Militar de Berlín, bajo la dirección de Gerhard von Scharnhorst, gran reorganizador del ejército prusiano. Después fue nombrado ayudante de campo del príncipe Augusto de Prusia, junto al cual sirvió en el infortunado encuentro con las tropas de Napoleón en Jena (1806). Caído en poder de los franceses, permaneció prisionero hasta 1809. Tras recuperar la libertad, actuó como profesor en la misma academia militar berlinesa donde había consolidado su experiencia, y con posterioridad asumió el cargo de jefe de sección del Ministerio de la Guerra alemán. En 1812 decidió formar parte del ejército ruso. Tan dramática iniciativa permite captar a las claras el concepto de la ética militar que Clausewitz poseía, pues la confrontación con su propio país no constituía para él más que el recurso de valerse de la guerra para liberar a aquél del dominio francés. Federico Guillermo III se había visto obligado a someterse a la presión de Napoleón, y Prusia se había convertido en aliada forzosa de Francia. Clausewitz alimentaba la esperanza de que el zar Alejandro I redimiría a su nación de la atadura napoleónica, y esa expectativa fue la que le impulsó a ocupar el bando contrario a sus mismos compatriotas, con el fin de conseguir la anhelada liberación. En efecto, la batalla de Leipzig significó la extinción de la influencia francesa sobre Alemania, y él, tras escribir, por encargo de otra gran personalidad militar prusiana, el mariscal de campo August von Gneisenau, el libro La campaña de 1813 hasta el armisticio, se incorporó de nuevo, en 1814, al ejército prusiano, con el que pudo asistir a la batalla triunfal de Waterloo. De 1816 a 1830 ejerció la dirección de la Academia Militar de Berlín, la cual sólo dejó para ocupar un cargo en el Estado Mayor alemán. Falleció en 1831 en Breslau, fulminado por el cólera, cuando contaba 51 años. Su obra De la guerra, que le procuraría la fama, tuvo una publicación póstuma, a instancias de su viuda.
La vigencia de las doctrinas de Clausewitz no ha cesado de ponerse de manifiesto en los numerosos estudios especializados que se les han dedicado y en el hecho de que hayan contribuido a asentar los principios que conforman la teoría actual de la guerra.
Índice
PREFACIO DEL AUTOR
LIBRO I Sobre la naturaleza de la guerra
I. ¿En qué consiste la guerra?
II. El fin y los medios en la guerra
III. El genio para la guerra
IV. Del peligro en la guerra
V. Del esfuerzo físico en la guerra
VI. La información en la guerra
VII. Las fricciones en la guerra
VIII. Consideraciones finales al libro I
LIBRO II Sobre la teoría de la guerra
I. Introducción al arte de la guerra
II. Sobre la teoría de la guerra
III. Arte de la guerra o ciencia de la guerra
IV. Metodología
V. Crítica
VI. De los ejemplos
LIBRO III Sobre la estrategia en general
I. La estrategia
II. Elementos de la estrategia
III. Las fuerzas morales
IV. Las principales potencias morales
V. Virtud militar de un ejército
VI. La audacia
VII. La perseverancia
VIII. La superioridad numérica
IX. La sorpresa
X. La estratagema
XI. Concentración de fuerzas en el espacio
XII. Concentración de fuerzas en el tiempo
XIII. Las reservas estratégicas
XIV. La economía de fuerzas
XV. El elemento geométrico
XVI. Sobre la suspensión de la acción en la guerra
XVII. Del carácter de la guerra moderna
XVIII. Tensión y reposo
LIBRO IV. El encuentro
LIBRO V. Las fuerzas militares
LIBRO VI. La defensa
I. Ataque y defensa
II. Las relaciones mutuas del ataque y la defensa en la táctica
III. Las relaciones mutuas del ataque y la defensa en la estrategia
XXVI. El pueblo en armas
LIBRO VII. El ataque
XXII. Sobre el punto culminante de la victoria
LIBRO VIII. Plan de una guerra
VI. A. Influencia del objetivo político sobre el propósito militar
B. La guerra como instrumento de la política
EPÍLOGO.
PREFACIO DEL AUTOR
Hoy en día, el hecho de que el concepto de ciencia no se resume de manera única y esencial en un sistema o método de enseñanza no requiere sin duda ser puesto en claro.
En una primera impresión, en la presente exposición no se hallará ningún sistema y, en vez de un método definitivo de enseñanza, no se pondrá en evidencia sino un cúmulo de materiales reunidos.
La parte científica que le corresponde radica en la intención de poner a examen la esencia de los fenómenos que caracterizan la guerra, de demostrar de qué modo se vinculan con la naturaleza de las cosas. El autor no ha rehuido en todo caso establecer conclusiones filosóficas. Sin embargo, en el momento en que ha percibido que el hilo de su pensamiento se apartaba de su objetivo, ha preferido romperlo y relacionarlo más bien con los fenómenos que atañen a la experiencia. Porque de la misma manera que ciertas plantas no producen fruto más que cuando no experimentan una sobrecarga excesiva, se requiere que las hojas y las flores teóricas de las artes prácticas no crezcan demasiado, sino más bien relacionarlas con la experiencia, que es su ámbito natural.
Constituiría un error absoluto intentar servirse de los componentes químicos de un grano de trigo para estudiar la forma de una espiga: más fácil resulta acudir a los campos para ver allí las espigas ya formadas. Jamás la investigación y la observación, la filosofía y la experiencia deben menospreciarse o excluirse mutuamente: todas ellas encierran una garantía una para con la otra. Las proposiciones que se ofrecen en la presente obra y la estricta estructura de su necesidad interna tienen su fundamento en la experiencia o en el concepto mismo de la guerra, considerado desde el punto de vista externo, de tal modo que no se ven privadas de base.
Quizá no resulte imposible establecer una teoría sistemática de la guerra, pródiga en ideas y de gran altura, pero el hecho cierto es que hasta el presente todas cuantas disponemos se apartan muy lejos de ese objetivo. Sin tomar en consideración el espíritu acientífico que las caracteriza, no constituyen más que un hatillo de trivialidades, lugares comunes y sandeces que pretenden ser coherentes y absolutas. De ello cabe hacerse una idea con la lectura del siguiente párrafo de un reglamento referido a casos de incendio, debido a Lichtenberg:
«Cuando una casa es presa del fuego, ante todo hay que tratar de proteger el muro derecho del edificio de la izquierda; porque si se intentara, por ejemplo, proteger el muro de la izquierda del edificio de la izquierda, el muro de la derecha de la propia casa se encontraría a la derecha del muro de la izquierda, y como el fuego está a la derecha de ese muro y del muro de la derecha (porque suponemos que la casa está situada a la izquierda del incendio), el muro de la derecha estará más cerca del fuego que el de la izquierda y el muro de la derecha de la casa podría ser destruido por el fuego si no fuese protegido antes de que el fuego alcance el muro de la izquierda, que está protegido; en consecuencia, algo que no esté protegido podría ser destruido, y destruido más rápidamente que otra cosa, incluso aunque no estuviera protegido; por lo tanto es preciso abandonar aquél y proteger éste. Para representarse la cosa, debemos notar además: si la casa está a la derecha del incendio, es el muro de la izquierda y si la casa está a la izquierda, es el muro de la derecha.»
Para no provocar el cansancio del lector, sin duda hombre de espíritu, con la relación de otras paparruchadas como ésta, y no restar sabor a lo que tengan de bueno, diluyéndoselo, el autor se ha inclinado a presentar, como si de pequeños granos de metal puro se trataran, las ideas que largos años de reflexión sobre la guerra, el trato con hombres inteligentes que la conocían y un considerable número de experiencias personales han hecho nacer y han quedado fijadas en su ánimo.
Este es el origen de los diferentes capítulos que forman este libro, cuya unidad podrá parecer débil, si bien confío en que no carecerán de cohesión interna. Tal vez no habrá que esperar mucho tiempo para ver cómo un espíritu superior al del autor sabe presentar, en lugar de estos granos dispersos, un conjunto fundido y exento de toda aleación.
LIBRO PRIMERO SOBRE LA NATURALEZA DE LA GUERRA
Capítulo I ¿EN QUÉ CONSISTE LA GUERRA?
1. Introducción
Nos proponemos considerar, en primer lugar, los distintos elementos que conforman nuestro tema; luego las diversas partes o miembros que los componen y, finalmente, el todo en su íntima conexión. Es decir, iremos avanzando de lo simple a lo complejo. Pero en la cuestión que nos ocupa, más que en ninguna otra, será preciso comenzar con una referencia a la naturaleza del todo, ya que aquí, más que en otro lado, cuando se piensa en la parte debe pensarse simultáneamente en el todo.
2. Definición
No queremos comenzar con una definición altisonante y grave de la guerra, sino limitarnos a su esencia, el duelo. La guerra no es más que un duelo en una escala más amplia. Si quisiéramos concebir como una unidad los innumerables duelos residuales que la integran, podríamos representárnosla como dos luchadores, cada uno de los cuales trata de imponer al otro su voluntad por medio de la fuerza física; su propósito siguiente es abatir al adversario e incapacitarlo para que no pueda proseguir con su resistencia.
La guerra constituye, por tanto, un acto de fuerza que se lleva a cabo para obligar al adversario a acatar nuestra voluntad.
La fuerza, para enfrentarse a la fuerza, recurre a las creaciones del arte y de la ciencia. Se acompañan éstas de restricciones insignificantes, que apenas merecen ser mencionadas, las cuales se imponen por sí mismas bajo el nombre de usos del derecho de gentes, pero que en realidad no debilitan su poder. La fuerza, es decir, la fuerza física (porque no existe una fuerza moral fuera de los conceptos de ley y de Estado) constituye así el medio; imponer nuestra voluntad al enemigo es el objetivo. Para estar seguros de alcanzar este objetivo tenemos que desarmar al enemigo, y este desarme constituye, por definición, el propósito específico de la acción militar: reemplaza al objetivo y en cierto sentido prescinde de él como si no formara parte de la propia guerra.
3. Caso extremo del uso de la fuerza
Muchos espíritus dados a la filantropía podrían fácilmente imaginar que existe una manera artística de desarmar o abatir al adversario sin un excesivo derramamiento de sangre, y que esto sería la verdadera tendencia del arte de la guerra. Se trata de una concepción falsa que debe ser rechazada, pese a todo lo agradable que pueda resultar. En temas tan peligrosos como es el de la guerra, las falsas ideas surgidas del sentimentalismo son precisamente las peores. Siendo así que el uso de la fuerza física en su máxima extensión no excluye en modo alguno la cooperación de la inteligencia, el que se sirva de esta fuerza sin miramiento ni recato ante el derramamiento de sangre habrá de obtener ventaja sobre el adversario, siempre que éste no actúe del mismo modo. Así, cada uno justifica al adversario y cada cual impulsa al otro a adoptar medidas extremas, cuyo límite no es otro que el contrapeso de la resistencia que le oponga el contrario.
Forzosamente tenemos que darle al tema este enfoque, ya que tratar de ignorar como elemento constitutivo la brutalidad porque despierta repugnancia significaría una tentativa inútil o algo peor.
Si las guerras entre naciones civilizadas son presuntamente menos crueles y destructoras que las que enfrentan a unas no civilizadas, la razón estriba en la condición social de los Estados considerados en sí mismos y en sus relaciones recíprocas. La guerra estalla, adquiere sus rasgos y limitaciones y se modifica de acuerdo con esa condición y sus circunstancias. Pero tales elementos no constituyen una parte de la guerra, sino que existen por sí mismos. En la filosofía de la guerra no se puede introducir en absoluto un principio modificador sin acabar cayendo en el absurdo.
En las luchas entre los hombres intervienen en realidad dos elementos dispares: el sentimiento hostil y la intención hostil. Hemos elegido el último de ellos como rasgo distintivo de nuestra definición porque es el más general. Es inconcebible que un odio salvaje, casi instintivo, exista sin una intención hostil, mientras que se dan casos de intenciones hostiles que no van acompañados de ninguna hostilidad o, por lo menos, de ningún sentimiento hostil que predomine. Entre los seres salvajes prevalecen las intenciones de origen emocional; entre los pueblos civilizados, las determinadas por la inteligencia. Pero tal diferencia no reside en la naturaleza intrínseca del salvajismo o de la civilización, sino en las circunstancias en que están inmersos, sus instituciones, etc. Por lo tanto, no existe indefectiblemente en todos los casos, pero prevalece en la mayoría de ellos. En una palabra, hasta las naciones más civilizadas pueden inflamarse con pasión en un odio recíproco.
Vemos, pues, cuán lejos nos hallaríamos de la verdad si atribuyéramos la guerra entre hombres civilizados a actos puramente racionales de sus gobiernos, y si concibiésemos aquélla como un acto libre de todo apasionamiento, de tal modo que en definitiva no tendría que ser necesaria la existencia física de los ejércitos, sino que bastaría una relación teórica entre ellos, o lo que podría ser una especie de álgebra de la acción.
La teoría empezaba a orientarse en esta dirección cuando los acontecimientos de la última guerra nos hicieron ver un camino mejor. Si la guerra constituye un acto de fuerza, las emociones están necesariamente implicadas en ella. Si las emociones no son las que dan origen a la guerra, ésta ejerce, sin embargo, una acción de carácter mayor o menor sobre ellas, y la intensidad de la reacción depende no del estado de la civilización, sino de la importancia y la permanencia de los intereses hostiles.
Por lo tanto, si constatamos que los pueblos civilizados no liquidan a sus prisioneros, no saquean las ciudades ni arrasan los campos, ello se debe a que la inteligencia desempeña un papel importante en la conducción de la guerra, y les ha enseñado a aquéllos a aplicar su fuerza recurriendo a medios más eficaces que los que pueden representar esas brutales manifestaciones del instinto.
La invención de la pólvora y el perfeccionamiento constante de las armas de fuego muestran por sí mismos, de manera suficientemente explícita, que la necesidad inherente al concepto teórico de la guerra, la destrucción del adversario, no se ha visto en modo alguno debilitada o desviada por el avance de la civilización. Reiteramos, pues, nuestra afirmación: la guerra es un acto de fuerza, y no hay un límite para su aplicación. Los adversarios se justifican uno al otro, y esto redunda en acciones recíprocas llevadas por principio a su extremo. Es esta la primera acción recíproca que se nos presenta y el primer caso extremo con que nos encontramos.
4. El objetivo es desarmar al enemigo
Hemos afirmado que el desarme del enemigo es el propósito de la acción militar, y ahora conviene mostrar que esto es necesariamente así, por lo menos en teoría. Para que al oponente se so meta a nuestra voluntad, debemos colocarlo en una tesitura más desventajosa que la que supone el sacrificio que le exigimos. Las desventajas de tal posición no tendrán que ser naturalmente transitorias, o al menos no tendrán que parecerlo, pues de lo contrario el oponente tendería a esperar momentos más favorables y se mostraría remiso a rendirse. Como resultado de la persistencia de la acción militar, toda modificación de su posición tiene que conducirlo, por lo menos teóricamente, a posiciones todavía menos ventajosas. La peor posición a la que puede ser conducido un beligerante es la del desarme completo. Por lo tanto, si hemos de obligar por medio de la acción militar al oponente a cumplir con nuestra voluntad, tenemos o bien que desarmarlo de hecho, o bien colocarlo en tal posición que se sienta amenazado por la posibilidad de que lo logremos. De ahí se desprende que el desarme o la destrucción del adversario (sea cual fuere la expresión que escojamos) debe consistir siempre el objetivo de la acción militar.
Pero no cabe considerar la fuerza como la acción de una fuerza viva sobre una masa inerte (el aguante absoluto no sería guerra en modo alguno), sino que es siempre el choque entre dos fuerzas vivas. En ese sentido, lo que hemos afirmado sobre el objetivo último de la acción militar es aplicable a uno y otro bando. De nuevo nos hallamos aquí ante una acción recíproca. Mientras no haya derrotado a mi oponente, tengo que albergar el temor de que sea él quien pueda derrotarme. Por tanto, no soy ya dueño de mí mismo, sino que aquél me justifica, al tiempo que yo lo justifico a él. Es esta la segunda acción recíproca que conduce a un segundo caso extremo.
5. Caso extremo de la aplicación de las fuerzas
Si queremos abatir a nuestro oponente, tenemos que regular nuestro esfuerzo de acuerdo con su poder de resistencia. Tal poder se pone de manifiesto como producto de dos factores indisolubles: la magnitud de los medios con que el oponente cuenta y la fuerza de su voluntad. Será posible calcular la magnitud de los medios de que dispone, ya que ésta se basa en números (aunque no del todo); pero la fuerza de la voluntad no se deja medir tan fácilmente y sólo en forma aproximada, por la fortaleza del motivo que la impulsa. Si mediante esta apreciación lográramos calcular de manera razonablemente aproximada el poder de resistencia de nuestro oponente, podríamos regular nuestros esfuerzos de acuerdo con dicho cálculo y estar en disposición de intensificarlos para obtener una ventaja o bien extraer de ellos el máximo resultado posible, en caso de que nuestros medios no fueran suficientes como para asegurarnos esa ventaja. Pero nuestro oponente procederá del mismo modo, y a tenor de ello se produce entre nosotros una nueva puja que, desde el punto de vista de la teoría pura, nos conduce una vez más a un punto extremo. Es la tercera acción recíproca que se presenta, y el tercer caso extremo con el que nos encontramos.
6. Modificaciones en la práctica
En el ámbito abstracto de las concepciones puras, el pensamiento reflexivo no descansa hasta alcanzar el punto extremo, porque es con casos extremos con los que tiene que enfrentarse, con un conflicto de fuerzas libradas a sí mismas y que no obedecen a otra ley que la propia. Por lo tanto, si pretendemos deducir de la concepción puramente teórica de la guerra un propósito absoluto, que podamos tener presente, así como los medios a poner en uso, estas acciones recíprocas mantenidas de forma continua nos conducirán a extremos que no serán más que un juego de la imaginación elaborado por el encadenamiento apenas entrevisto de sutilezas de la lógica. Si, al ceñirnos estrechamente a lo absoluto, pretendemos librarnos de la totalidad de las dificultades, y con rigor lógico insistimos en estar preparados para ofrecer en toda ocasión el máximo de resistencia y aportar el máximo de esfuerzo, esa intención derivará en una simple norma carente de valor y sin aplicación en la práctica.
Asimismo, en el supuesto también de que ese máximo de esfuerzo sea una cantidad absoluta, fácilmente determinable, habremos de admitir no obstante que no resulta fácil que la mente humana se someta al dominio de esas elucubraciones. En muchos casos, el resultado redundaría en un derroche inútil de fuerza que se vería limitado por otros principios del arte de gobernar. Esto requeriría un esfuerzo desproporcionado en relación con el objetivo a fijar, devenido de imposible realización. Efectivamente, la voluntad del hombre no extrae nunca su fuerza de las sutilezas lógicas.
Todo cambia de aspecto, empero, al pasar del mundo abstracto a la realidad. En la abstracción, todo permanecía supeditado al optimismo; era preciso concebir que ambos campos no sólo se inclinarían por la perfección, sino también por lograr conseguirla.
¿Sucede esto siempre en la práctica? Las condiciones para ello tendrían que ser las siguientes:
1. Que la guerra fuera un hecho totalmente aislado; que se produjera de improviso, y sin conexión con la previa vida política.
2. Que el conflicto bélico dependiera de una decisión única o de varias decisiones simultáneas.
3. Que su decisión fuera definitiva y que la consecuente situación política no fuera tenida en cuenta ni influyera sobre ella.
7. La guerra nunca constituye un hecho aislado
Al referirnos al primero de estos puntos hemos de recordar que ninguno de los dos oponentes es para el otro un ente abstracto, ni aun considerándolo como factor de la capacidad de resistencia, que no depende de algo externo, o sea, de la voluntad. Tal voluntad no constituye un hecho totalmente desconocido; lo que ha sido hasta hoy nos indica lo que puede ser mañana. La guerra nunca estalla de improviso ni su preparación tiene lugar en un instante. De ese modo, cada uno de los oponentes puede, en buena medida, formarse una opinión del otro por lo que éste realmente es y hace, y no por lo que teóricamente debería ser y hacer. Sin embargo, debido a su imperfecta organización, el hombre suele mantenerse por debajo del nivel de la perfección absoluta, y así estas deficiencias, inherentes a ambos bandos, se convierten en un principio reductor.
8. La guerra no consiste en un golpe insostenido
El segundo de los tres puntos enumerados nos sugiere las observaciones que siguen. Si el resultado de la guerra dependiera de una decisión única, o de varias decisiones tomadas simultáneamente, los preparativos para esa decisión o para esas decisiones diversas deberían ser llevados hasta el último extremo. Nunca podría recuperarse una oportunidad perdida; la sola norma que podría aportarnos el mundo real para los preparativos a efectuar sería, en el mejor de los casos, la medida de los preparativos que lleva a cabo nuestro oponente, o lo que de ellos alcanzáramos a conocer, y todo lo demás tendría que quedar de nuevo relegado al terreno de la abstracción. Si la decisión consistiera en varios actos sucesivos, cada uno de éstos, con las circunstancias que lo acompañan, podría suministrar una norma para los siguientes y, así, el mundo real ocuparía el lugar del mundo abstracto, modificando, de acuerdo con ello, la tendencia hacia el extremo.
Sin embargo, si toda guerra tuviese que limitarse indefectiblemente a una decisión única o a una serie de decisiones simultáneas, si los medios disponibles para la beligerancia fueran puestos en acción a un tiempo o pudieran serlo de este modo, una decisión adversa tendería a reducir estos medios, y, de haber sido éstos todos empleados o agotados en la primera decisión, no habría porqué pensar en que se produjera una segunda. Todas las acciones bélicas que pudieran producirse después formarían, en esencia, parte de la primera, y sólo constituirían su persistencia.
Pero tal como hemos visto, en los preparativos para la guerra el mundo real ocupa el lugar de la idea abstracta, y una medida real el lugar de un caso extremo hipotético. Cada uno de los oponentes, aunque no fuera por otra razón, se detendrá por tanto, en su acción recíproca, alejado del esfuerzo máximo y no pondrá en juego al mismo tiempo la totalidad de sus recursos.
Sin embargo, la naturaleza misma de tales recursos, y de su mismo empleo, torna imposible su entrada en acción simultánea. Estos recursos comprenden las fuerzas militares propiamente dichas, el país, con su superficie y su población, y los aliados.
El país, con su superficie y su población, no sólo constituye la fuente de las fuerzas militares propiamente dichas, sino que es, en sí mismo, también una parte integrante de los factores que actúan en la guerra, aunque sólo sea aquel que proporciona el teatro de operaciones o tiene marcada influencia sobre él.
Ahora bien, los recursos militares móviles pueden ser puestos en funcionamiento simultáneamente, pero esto no concierne a las fortalezas, los ríos, las montañas, los habitantes, etc., en una palabra, al país entero, a menos que éste sea tan pequeño que la primera acción bélica lo afecte totalmente. Además, la cooperación de los aliados no es algo que depende de la voluntad de los beligerantes, y con frecuencia resulta, por la misma naturaleza de las relaciones políticas, que no se hace efectiva sino con posterioridad, cuando de lo que se trata es restablecer el equilibrio de fuerzas alterado.
Más adelante intentaremos explicar con todo detalle que esta parte de los medios de resistencia que no puede ser puesta en acción a un tiempo es, en muchos casos, una parte del total mucho más grande de lo que podría pensarse y que, por lo tanto, es capaz de restablecer el equilibrio de fuerzas, aun cuando la primera decisión se haya producido con gran violencia y aquél haya sido alterado seriamente. Por ahora bastará con dejar sentado que resulta contrario a la naturaleza de la guerra el que todos los recursos entren en juego al mismo tiempo. Esto, en sí mismo, no tendrá que ser motivo para disminuir la intensidad de los esfuerzos en la toma de decisión de las acciones iniciales. Ya que un comienzo desfavorable significa una desventaja a la cual nadie querría exponerse por propia voluntad, dado que, si bien la primera decisión es seguida por otras, mientras más decisiva resulte aquélla, mayor será su influencia sobre las que la sigan. Pero el hombre suele eludir el esfuerzo excesivo amparándose en la posibilidad de que se produzca una decisión subsiguiente y, por lo tanto, no concreta ni pone en acción todos sus recursos a efectos de la primera decisión, en la medida en que hubiera podido hacerlo de no mediar aquella circunstancia. Lo que uno de los oponentes no hace por debilidad se convierte para el otro en base real y motivo para reducir sus propios esfuerzos y, así, de resultas de esta acción recíproca, la tendencia hacia el caso extremo conduce una vez más a efectuar un esfuerzo limitado.
9. La guerra, con su resultado, no es nunca algo absoluto
Finalmente, tengamos en cuenta que la decisión final de una guerra no siempre es considerada como absoluta, sino que el estado derrotado a menudo ve en ese final un mal transitorio al que cabe encontrar remedio en las circunstancias políticas posteriores. Es evidente que también esto minora, en gran medida, la violencia de la tensión y la intensidad del esfuerzo.
10. Las probabilidades de la vida real ocupan el lugar de lo extremo y absoluto de la teoría
Así, todo el acto de la guerra deja de estar sujeto a la ley estricta de las fuerzas impulsadas hacia el punto extremo. Dado que no se teme ni se busca ya el caso extremo, se deja que la razón determine en vez de ello los límites del esfuerzo, y esto sólo puede ser llevado a cabo de acuerdo con la ley de las probabilidades, por deducción de los datos que suministran los fenómenos del mundo real. Si los dos oponentes no son ya abstracciones puras sino estados o gobiernos individuales, y si la guerra no es ya un desarrollo ideal de los acontecimientos, sino uno determinado de acuerdo con sus propias leyes, entonces la situación real suministra suficientes datos como para determinar lo que se espera, la incógnita que tiene que ser despejada.
De acuerdo con las leyes de la probabilidad, por el carácter, las instituciones, la situación y las circunstancias que definen al oponente, cada bando extraerá sus conclusiones respecto de cuál será la acción del contrario y, a tenor de ello, determinará la suya propia.
11. El objetivo político asume de nuevo el primer plano
Requiere ahora de nuevo nuestra atención un tema que habíamos obviado, o sea, el que se refiere al objetivo político de la guerra. Hasta ahora, esto había sido absorbido, por así decir, por la ley del caso extremo, por el intento de desarmar y abatir al enemigo.
El objetivo político de la guerra debe aflorar nuevamente a un primer plano a medida que la ley pierde su vigor y la posibilidad de realizar aquel intento se aleja. Si toda la consideración es un cálculo de probabilidades tomando como base unas personas y unas circunstancias determinadas, el objetivo político, como causa original, tiene que asumir el papel de factor esencial en este proceso. Cuanto menor sea el sacrificio que exijamos de nuestro oponente, debemos esperar que sean tanto más débiles los esfuerzos que haga para realizar ese sacrificio. Sin embargo, cuanto más débil sea su esfuerzo, tanto menor podría ser el nuestro. Por añadidura, cuanto menor sea nuestro objetivo político, tanto menor será el valor que le asignaremos y tanto más pronto estaremos dispuestos a dejarlo a su arbitrio. Por ello, también por ello nuestros propios esfuerzos serán más débiles.
Así, el objetivo político, como causa original de la guerra, será la medida tanto para el propósito a alcanzar mediante la acción militar como para los esfuerzos necesarios para cumplir con ese propósito. En sí misma, esa medida no puede ser absoluta, pero, ya que estamos tratando de cosas reales y no de simples ideas, lo será en relación con los dos Estados oponentes. Un mismo objetivo político puede originar reacciones diferentes, en diferentes naciones e incluso en una misma nación, en diferentes épocas. Por lo tanto, cabe dejar que el objetivo político actúe como medida, siempre que no olvidemos su influencia sobre las masas a las que afecta. Corresponde considerar, por tanto, también la naturaleza de estas masas. Será fácil comprobar que las consecuencias pueden variar en gran medida según que la acción resulte fortalecida o debilitada por el sentimiento de las masas. En dos naciones y estados pueden producirse tales tensiones y tal cúmulo de sentimientos hostiles que un motivo para la guerra, insignificante en sí mismo, puede originar, no obstante, un efecto totalmente desproporcionado con su naturaleza, como es el de una verdadera explosión.
Esto resulta cierto en relación con los esfuerzos que el objetivo político pueda exigir en uno y otro estado y en relación con el fin que pueda asignarse a la acción militar.
Algunas veces puede convertirse en ese fin, por ejemplo, cuando se trata de la conquista de cierto territorio. Otras, el objetivo político no se ajustará a la necesidad de proporcionar un fin para la acción militar y en tales casos tendremos que recurrir a una elección de ese tipo, capaz de servir de equivalente y de ocupar su lugar para firmar la paz. Pero también en estos casos siempre se presupone que tiene que guardarse la consideración debida al carácter de los estados interesados. Hay circunstancias en las que el equivalente debe tener mucha más importancia que el objetivo político, si es que éste ha de ser alcanzado por su mediación. Cuanto mayor sea la indiferencia presente en las masas y menos grave la tensión que se produzca en otros terrenos tanto de los dos estados como en sus relaciones, mayor será el objetivo político, como norma y por su propio carácter decisorio. Hay casos en los que, casi por sí mismo, constituye el factor
determinante.
Si el fin de la acción militar se erige en equivalente del objetivo político, aquélla disminuirá, en general, en la medida en que lo haga el objetivo político. Más evidente resultará esto mientras más claro aparezca el objetivo. Así se explica por qué razón, sin que exista contradicción interna, pueden producirse guerras de todos los grados en importancia e intensidad, desde la de exterminio a la simple vigilancia armada. Pero ello nos conduce a una cuestión de otro tipo, que deberemos analizar y explicitar.
12. La suspensión de la acción militar no se ha explicado hasta ahora
¿Es posible que una acción militar pueda ser suspendida, aun por un momento, sea cual fuere el carácter y la medida de las reclamaciones políticas hechas por cualquiera de los dos bandos, sea cual fuere la debilidad de los medios puestos a disposición, o sea cual fuere la futileza del fin perseguido por esa misma acción? Es esta una pregunta que atañe a la esencia misma del tema.
Cada acción requiere para su realización cierto tiempo, que es lo que llamamos persistencia. Esta puede ser más larga o más corta, según quienes actúen en ella se muestren más o menos rápidos en sus movimientos.
No vamos a detenernos aquí en esto. Cada cual realiza las cosas a su manera, pero lo cierto es que la persona lenta no actúa lentamente porque quiera emplear más tiempo, sino porque, debido a su propia naturaleza, necesita más tiempo, y si hubiera de hacerlo con mayor rapidez no lo haría tan bien. En consecuencia, ese tiempo depende de las causas subjetivas, o queda reflejado en la duración real de la acción.
Si a cada acción de la guerra se le reconoce una duración, tenemos que admitir, por lo menos al pronto, que todo gasto de tiempo más allá de esa duración, o, lo que es lo mismo, cualquier suspensión de la acción militar, parece ser absurda. En relación con ello, tendremos que recordar siempre que la cuestión no se centra en el progreso de uno u otro de los oponentes, sino en el progreso de la acción militar como un todo.
13. Existe únicamente una causa que puede suspender la acción, y esto parece ocurrir siempre tan sólo en un solo bando
Si dos bandos se han armado para la lucha, tiene que existir un motivo hostil que los haya impulsado a hacerlo. Así, pues, mientras se mantengan en pie de guerra, es decir, mientras no hagan la paz, este motivo permanecerá presente y sólo dejará de actuar en cualquiera de los dos oponentes por una sola razón, la de que se prefiere esperar un momento más favorable para la acción. Obviamente esta razón sólo puede surgir en uno de los dos bandos, debido a que, por su propia naturaleza, se opone diametralmente a la del otro. Si a uno de los que ejercen la jefatura le conviene actuar, al otro le convendrá esperar.
Un equilibrio cabal de fuerzas no puede producir jamás una interrupción de la acción, porque una tal suspensión supondría necesariamente la minoración de iniciativa del que tenga el propósito positivo, es decir, el atacante.
Pero de concebir un equilibrio en el que quien asume la finalidad positiva, y por tanto el motivo más poderoso, es al mismo tiempo quien dispone de menor número de fuerzas, de manera que la ecuación surgiría del producto de las fuerzas y de los motivos, aun así tendríamos que afirmar que si no se vislumbra un cambio en este estado de equilibrio, ambos bandos tienen que firmar la paz. Pero de vislumbrar un cambio, éste redundaría en favor de uno de los bandos solamente y, por la misma razón, el otro se vería obligado a actuar. Constatamos, por tanto, que la idea de un equilibrio no puede justificar una suspensión de las hostilidades, pero sirve para fundamentar la espera de un momento más favorable. Por ejemplo, supongamos que uno de los dos estados oponentes tiene un propósito positivo, o sea, el de conquistar un territorio del adversario que podría ser usado como moneda de cambio en la negociación de la paz. Lograda esa conquista, se ha alcanzado el objetivo político; la acción ya no resulta necesaria y cabe tomarse un descanso. Si el oponente acepta el resultado, deberá firmar la paz; en caso contrario, debe actuar. Si en ese momento cree que en un período de tiempo determinado se encontrará en mejores condiciones para hacerlo, entonces cuenta con razones suficientes como para posponer su acción.
Pero desde ese momento, la necesidad de actuar parece por lógica recaer en su oponente, a fin de no darle tiempo al que se halla en desventaja para que se prepare para la acción. Todo ello, por descontado, en el supuesto de que tanto uno como otro bando tengan un conocimiento cabal de las circunstancias.
14. La acción militar tendría de este modo una continuidad que de nuevo impulsaría todo hacia una situación extrema
Si la acción militar estuviera realmente dotada de esa continuidad, todo sería empujado de nuevo hacia el caso extremo. Porque, además de que tal actividad sostenida enconaría aún más los sentimientos e impregnaría al todo de un mayor apasionamiento y un mayor grado de fuerza elemental, también haría surgir, en la continuidad de la acción, un encadenamiento aún más fuerte de acontecimientos y una conexión causal más consecuente entre ellos. En consecuencia, cada acción llegaría a ser más importante y, por lo tanto, más peligrosa.
Pero la experiencia nos dice que la acción militar rara vez, o nunca, presenta esta continuidad, y que en muchas guerras la acción asume la menor parte del tiempo, mientras que la inactividad ocupa el resto. Esto quizá no siempre constituya una anomalía.
La suspensión de la acción militar debe ser posible, es decir, no implica una contradicción. Que esto es así y por qué ocurre así, lo mostraremos a continuación.
15. Surge aquí por tanto la evidencia de un principio de polaridad
Al suponer que los intereses de uno de los que ejercen la jefatura son siempre diametralmente opuestos a los del otro, dejamos sentada la existencia de una verdadera polaridad. Más adelante dedicaremos todo un capítulo a este principio, pero mientras tanto nos parece oportuno hacer una observación con referencia a ello.
El principio de polaridad sólo es válido si, como tal, es la misma cosa, en la que lo positivo y su contrario, lo negativo, se destruyen mutuamente. En una batalla, cada uno de los bandos oponentes desea vencer, lo que constituye una verdadera polaridad, porque la victoria del uno resulta la derrota del otro. Pero si nos referimos a dos cosas diferentes entre las que exista una relación común objetiva, no serán las cosas, sino sus relaciones, las que posean polaridad.
16. El ataque y la defensa son cosas de clase distinta y de fuerza desigual. Debido a ello no pueden ser objeto de polaridad
Si sólo existiera una forma de guerra, digamos la que corresponde al ataque del enemigo, no habría defensa; ello es tanto como decir que si hubiera de distinguirse al ataque de la defensa sólo por el motivo positivo que el uno posee y del que la otra carece, si los métodos de lucha fueran siempre invariablemente los mismos, en tal empeño, cualquier ventaja de un bando tendría que representar una desventaja equivalente para el otro, existiendo entonces una verdadera polaridad.
Pero la acción militar adopta dos formas distintas, la de ataque y la de defensa, que son muy diferentes y de fuerza desigual, como mostraremos más adelante con detalle. La polaridad reside, pues, en que ambos bandos guardan una relación, como es la decisión, pero no en el ataque o en la defensa mismos. Si uno de los comandantes en jefe deseara posponer la decisión, el otro debería desear acelerarla, pero, por supuesto, solamente en la misma forma de conflicto. Si a A le interesara no atacar a su oponente inmediatamente, sino cuatro semanas más tarde, el interés de B se centraría en ser atacado inmediatamente y no cuatro semanas más tarde. Se trata de una oposición directa; pero no se desprende necesariamente de ello que a B le beneficie atacar a A de inmediato. Evidentemente, es algo muy distinto.
17. El efecto de la polaridad es anulado a menudo por la superioridad que muestra la defensa sobre el ataque. Ello explica la suspensión de la acción militar
Si la forma de defensa se muestra más fuerte que la de ataque, como vamos a demostrar, se plantea la cuestión de saber si la ventaja de una decisión diferida es tan grande para el bando que se apresta a atacar como la de la defensa lo es para el otro.
Cuando no lo es, no puede esa ventaja, mediante su contrario, superar éste e influir de ese modo en el curso de la acción militar. Comprobamos, por lo tanto, que la fuerza impulsiva inherente a la polaridad de intereses puede ser anulada por la diferencia existente entre la fuerza del ataque y la de la defensa, y dejar así de tener eficacia.
Por lo tanto, si el bando para el cual el momento presente es favorable se muestra demasiado débil hasta el punto de renunciar a la ventaja de permanecer a la defensiva, debe resignar se a afrontar un futuro menos favorable. Porque puede ser mejor librar un combate defensivo en un futuro desfavorable que uno defensivo en el momento presente, o que entablar la paz. Al estar convencidos de que la superioridad de la defensa (correctamente entendida) es muy grande, mucho más de lo que al pronto podría parecer, se explica la notable proporción que ocupan en la guerra los períodos carentes de acción, sin que esto implique necesariamente una contradicción. Cuanto más débiles sean los motivos para la acción, tanto más serán neutralizados por esa diferencia entre el ataque y la defensa. Por lo tanto, la acción militar será impulsada con harta frecuencia a una pausa, que es en realidad lo que nos muestra la experiencia.
18. Una segunda causa reside en el conocimiento imperfecto de la situación
Todavía existe otra causa que puede suspender la acción militar, y es la del conocimiento imperfecto de la situación. Cada comandante en jefe sólo tiene un conocimiento personal exacto de su propia posición y no conoce la de su adversario más que por informes inciertos. Puede cometer errores de interpretación y, como consecuencia de ello, puede llegar a creer que la iniciativa corresponde a su oponente, cuando en realidad le corresponde a él mismo. Esta merma de conocimientos podría, en verdad, dar lugar tanto a acciones inoportunas como a inoportunas inacciones, y contribuir por sí misma a causar tanto retrasos como aceleramientos en la acción militar.
Pero siempre deberá ser considerada como una de las causas naturales que, sin que implique una contradicción subjetiva, puede llevar a la acción militar a un estancamiento.
Así como consideramos, sin embargo, que por lo general nos sentimos más inclinados e inducidos a deducir que la fuerza de nuestro oponente es demasiado grande antes que demasiado pequeña, ya que hacerlo así es propio de la naturaleza humana, tendremos que admitir también que el conocimiento imperfecto de la situación en general deberá contribuir sensiblemente a detener la acción militar y a perturbar los principios en que se basa su dirección.
La posibilidad de una pausa introduce una nueva reducción en la acción militar, diluyéndola, por así decir, en el factor tiempo, lo que corta el avance del peligro y aumenta la capacidad de restablecer el equilibrio de fuerzas. Cuanto más grandes sean las tensiones que han determinado la explosión de la guerra y cuanto mayor sea, en consecuencia, la energía que se imprime a esta última, más breves serán los períodos de inacción; cuanto más débil sea el sentimiento hostil, más largos serán aquéllos. En efecto, los motivos más poderosos acrecientan nuestra fuerza de voluntad y ésta, como se sabe, constituye siempre un factor, un producto de nuestras fuerzas.
19. Los períodos frecuentes de inacción alejan aún más a la guerra del ámbito de la teoría absoluta y la convierten todavía más en un cálculo de probabilidades
Cuanto mayor sea la lentitud con que se desarrolle la acción militar y cuanto más largos y frecuentes sean los períodos de inacción, tanto más fácilmente se podrá rectificar un error. El comandante en jefe se aventurará a ampliar sus suposiciones y al propio tiempo se mantendrá con mayor holgura por debajo del punto extremo que preconiza la teoría, y basará todas sus deducciones en la probabilidad y la conjetura. En consecuencia, el curso más o menos pausado de la acción militar dejará más o menos tiempo para aquello que la naturaleza de la situación concreta reclame por sí misma, es decir, un cálculo de probabilidades acorde con las circunstancias que concurran en el caso.
20. El azar es el único elemento que falta para hacer de la guerra un juego, y es de este elemento del que menos carece
Lo que se ha expuesto hasta aquí nos ha mostrado cómo la naturaleza objetiva de la guerra hace de ella un cálculo de probabilidades. Ahora sólo se requiere un elemento más para considerarla como un juego, y ciertamente ese elemento no le falta en absoluto: es el azar. Ninguna actividad humana guarda una relación más universal y constante con el azar como la guerra. El azar, juntamente con lo accidental y la buena suerte, desempeña un gran papel en la guerra.
21. Tanto por su naturaleza subjetiva como por su naturaleza objetiva, la guerra se convierte en un juego
Si reparamos ahora en la naturaleza subjetiva de la guerra, o sea, en las fuerzas necesarias para llevarla a cabo, se nos mostrará todavía más como un juego. El elemento dentro del cual se mueve la acción bélica es el peligro; pero ¿cuál es, en el peligro, la cualidad moral que predomina? El valor. Este es por cierto compatible con el cálculo prudente, pero el valor y el cálculo son distintos por naturaleza y pertenecen a ámbitos dispares del espíritu. Por otro lado, la osadía, la confianza en la buena fortuna, la intrepidez y la temeridad son todas manifestaciones del valor, y tales esfuerzos del espíritu tienden hacia lo accidental, porque es su propio elemento.
Vemos, pues, que, desde el principio, el factor absoluto, el llamado matemático, no cuenta con ninguna base segura en los cálculos del arte de la guerra. De entrada nos hallamos ante un juego de posibilidades y de probabilidades, de buena y de mala suerte, que hace acto de presencia en todos los hilos, grandes o pequeños, de su trama y es el responsable de que, de todas las ramas de la actividad humana, sea la guerra la que más se parece a un juego de cartas.
22. Cómo esto concuerda mejor, en general, con el espíritu humano
Aunque nuestro entendimiento se siente por lo general inclinado a asentarse en la certeza y la claridad, nuestro espíritu es preso a menudo de la incertidumbre. En lugar de abrirse camino de la mano de la inteligencia por el estrecho sendero de la investigación filosófica y de la deducción lógica, prefiere moverse con lentitud, con la imaginación puesta en el dominio del azar y de la suerte, a fin de llegar, casi de modo inconsciente, a un terreno donde se siente extraño y donde todos los objetos que le son familiares parecen abandonarlo. En lugar de sentirse aprisionado, como en el primer caso, por la necesidad elemental, goza ahora de toda una gama de posibilidades. Extasiado, el valor alza el vuelo, y la osadía y el peligro se convierten en el elemento al que aquél se precipita, del mismo modo que un nadador audaz se arroja a la corriente.
¿Tiene la teoría que abandonar aquí ese punto y seguir satisfecha hasta establecer reglas y conclusiones absolutas? Si es así no tiene una aplicación práctica. La teoría debe tener en cuenta el elemento humano y destinar el lugar que les corresponde al valor, al arrojo e incluso a la temeridad. El arte de la guerra tiene que vérselas con fuerzas vivas y morales, de donde se deriva que lo absoluto y lo seguro le resultan inaccesibles; siempre queda un margen para lo accidental, tanto en las cosas grandes como en las pequeñas. Así como por un lado aparece ese elemento accidental, por el otro el valor y la confianza en uno mismo deben hacer acto de presencia y llenar el hueco abierto. Cuanto mayor sea el valor y la confianza en uno mismo, más grande será el margen que cabe dejar para lo accidental. Por lo tanto, el valor y la confianza en uno mismo son elementos absolutamente esenciales para la guerra. Y en consecuencia, la teoría sólo debe formular aquellas reglas que ofrezcan un libre campo de acción para esas virtudes militares más necesarias y esclarecidas, en todos sus grados y variaciones. Hasta en la osadía hay sabiduría y prudencia, pero su apreciación responde a una escala diferente de valores.
23. La guerra sigue siendo todavía un medio serio para alcanzar un objetivo serio
Así es la guerra, así el jefe que la dirige y así la teoría que le atañe. Pero la guerra no constituye un pasatiempo, ni una simple pasión por la osadía y el triunfo, ni el fruto de un entusiasmo sin límites; es un medio serio para alcanzar un fin serio. Todo el encanto del azar que exhibe, todos los estremecimientos de pasión, valor, imaginación y entusiasmo que acumula, son tan sólo propiedades particulares de ese medio.
La guerra entablada por una comunidad ––la guerra entre naciones enteras––, y particularmente entre naciones civilizadas, surge siempre de una circunstancia política, y no tiene su manifestación más que por un motivo político. Es, pues, un acto político.
Ahora bien, si en sí misma fuera un acto completo e inalterable, una manifestación absoluta de violencia, como hubo que deducir considerándola en su concepción pura, en cuanto se pusiera de manifiesto por medio de la política ocuparía el lugar de ésta y, como algo completamente independiente de ella, la descartaría y sólo se regiría por sus propias leyes. Algo parecido a lo que ocurre cuando se acciona una mina y no puede variarse su rumbo hacia otra dirección como no sea la marcada en el ajuste previo. Hasta ahora, también en la práctica esto ha sido considerado de esta forma, siempre que la carencia de armonía entre la política y la conducción de la guerra ha llevado a distinciones teóricas de esta naturaleza. Pero tal idea es básicamente falsa. Como hemos visto, la guerra, en el mundo real, no es un acto extremo que libera su tensión mediante una sola descarga; es una acción de fuerzas que no se desarrollan en todos los casos de la misma forma y en la misma proporción, pero que en un momento preciso llegan a un extremo suficiente como para vencer la resistencia que les oponen la inercia y la fricción, mientras que a la par son demasiado débiles para producir efecto alguno. La guerra constituye, por así decir, un embate regular de violencia, de mayor o menor intensidad y vehemencia, y que, a consecuencia de ello, libera las tensiones y agota las fuerzas de una forma más o menos rápida o, en otras palabras, conduce al objetivo propuesto con mayor o menor rapidez. Pero siempre tiene una duración suficiente como para ejercer, durante su transcurso, una influencia sobre ese objetivo, de modo que puede hacerlo cambiar en uno u otro sentido.
En definitiva, puede durar lo suficiente como para estar sujeta a la voluntad de una inteligencia directora. Si es cierto que la guerra tiene su origen en un objetivo político, resulta que ese primer motivo, que es el que la promueve, constituye, de modo natural, la primera y más importante de las consideraciones que deben ser tenidas en cuenta en la conducción de la guerra. Pero el objetivo político no se convierte, por ello, en una regla despótica. Debe adaptarse a la naturaleza de los medios a su disposición, y, de ese modo, cambiará a menudo por completo. Pero siempre deberá ser considerado en primer término. La política, por lo tanto, asumirá un papel en la acción total de la guerra, y ejercerá una influencia continua sobre ella, hasta donde lo permita la naturaleza de las fuerzas explosivas que contiene.
24. La guerra es una mera continuación de la política por otros medios
Vemos, pues, que la guerra no constituye simplemente un acto político, sino un verdadero instrumento político, una continuación de la actividad política, una realización de ésta por otros medios. Lo que resta de peculiar en la guerra guarda relación con el carácter igualmente peculiar de los medios que utiliza. El arte de la guerra en general, y el jefe que la conduce en cada caso particular, pueden determinar que las tendencias y los planes políticos no encierren ninguna compatibilidad con estos medios. Esta exigencia no resulta baladí; pero, por más que se imponga poderosamente en casos particulares sobre los designios políticos, debe considerársela siempre sólo como una modificación de esos designios, ya que el propósito político es el objetivo, mientras que la guerra constituye el medio, y nunca el medio cabe ser pensado como desposeído de objetivo.
25. Naturaleza diversa de las guerras
Cuanto más intensos y poderosos sean los motivos y las tensiones que justifiquen la guerra, más estrecha relación guardará ésta con su concepción abstracta. Cuanto más encaminada se halle en la destrucción del enemigo, tanto más coincidirán el propósito militar y el objetivo político, y la guerra aparecerá más como puramente militar y menos como política. Pero cuanto más débiles sean las motivaciones y las tensiones, la tendencia natural del elemento militar, o sea la tendencia a la violencia, coincidirá menos con las directrices políticas; por tanto, cuanto más se aparte la guerra de su trascendencia natural, mayor será la diferencia que separa el objetivo político del propósito de una guerra ideal, y mayor apariencia tendrá la guerra de ser política.
Pero con el fin de impedir que el lector llegue a conclusiones erróneas, es preciso hacer notar que por esa tendencia natural de la guerra entendemos solamente la tendencia filosófica, estrictamente lógica, y de ningún modo la de las fuerzas que realmente intervienen en el conflicto, hasta el punto de que, por ejemplo, deberíamos incluir todas las emociones y pasiones de los combatientes. Es cierto que éstas pueden, en muchos casos, ser avivadas hasta tal extremo que sólo con dificultad cabrá mantenerlas reducidas al campo político; pero por lo general no se plantea esta contradicción, porque la existencia de emociones tan fuertes implica también la elaboración de un gran plan que las englobe. Si este plan se dirige tan sólo hacia un objetivo vano, la agitación emotiva de las masas será tan débil, que en todo caso necesitará ser alentada antes que contenida.
26. Todas las guerras tienen que ser consideradas como actos políticos
En relación con nuestro tema principal, podemos apreciar que, si bien es verdad que en cierta clase de guerras la política parece haber desaparecido por completo, mientras que en otras aparece de forma bien definida, cabe afirmar, sin embargo, que unas son tan políticas como las otras. Efectivamente, si consideramos la política como la inteligencia del Estado personificado, entre las combinaciones de circunstancias que deben ser tenidas en cuenta en los cálculos debemos incluir aquella en que la naturaleza de las circunstancias provoca una guerra de la primera clase. Pero si el término política no es entendido como un conocimiento amplio de la situación, sino como la idea convencional de una añagaza cautelosa, astuta y hasta deshonesta, contraria a la violencia, es en este caso cuando el último tipo de guerra correspondería, más que el primero, a la política.
27. Consecuencias de este punto de vista para la comprensión de la historia de la guerra y para los fundamentos de la teoría
En primer lugar vemos, pues, que en toda circunstancia tiene que considerarse a la guerra no como algo independiente, sino como un instrumento político. Tan sólo si adoptamos este punto de vista podremos evitar caer en contradicción con toda la historia de la guerra y hacer una apreciación inteligente de su totalidad. En segundo lugar, este mismo punto de vista nos muestra cómo pueden variar las guerras de acuerdo con la naturaleza de las motivaciones y de las circunstancias de las cuales aquéllas surgen.
El primer acto de discernimiento, el mayor y el más decisivo que llevan a cabo un estadista y un jefe militar, es el de establecer correctamente la clase de guerra en la que están empeña dos y no tomarla o convertirla en algo diferente de lo que dicte la naturaleza de las circunstancias. Este es, por lo tanto, el primero y el más amplio de todos los problemas estratégicos. Más adelante, en el capítulo referente a la planificación de la guerra, procederemos a examinarlo con mayor detención.
Contentémonos por ahora con haber expuesto el tema y establecido, al hacerlo, el punto de vista principal desde el cual deben ser examinadas tanto la guerra como su teoría.
28. Conclusión para la teoría
La guerra no es, pues, no sólo un verdadero camaleón, por el hecho de que en cada caso concreto cambia de carácter, sino que constituye también una singular trinidad, si se la considera como un todo, en relación con las tendencias que predominan en ella. Esta trinidad está integrada tanto por el odio, la enemistad y la violencia primigenia de su esencia, elementos que deben ser considerados como un ciego impulso natural, como por el juego del azar y de las probabilidades, que hacen de ella una actividad desprovista de emociones, y por el carácter subordinado de instrumento político, que la inducen a pertenecer al ámbito del mero entendimiento.
El primero de estos tres aspectos interesa especialmente al pueblo; el segundo, al comandante en jefe y a su ejército, y el tercero, solamente al gobierno. Las pasiones que deben prender en la guerra tienen que existir ya en los pueblos afectados por ella; el alcance que lograrán el juego del talento y del valor en el dominio de las probabilidades del azar dependerá del carácter del comandante en jefe y del ejército; los objetivos políticos, sin embargo, incumbirán solamente al gobierno.
Estas tres tendencias, que se ponen de manifiesto al igual que lo hacen muchas diferentes legislaciones, se asientan profundamente en la naturaleza de la cuestión y, al mismo tiempo, varían en magnitud. Una teoría que rehuyera tomar en cuenta cualquiera de ellas o fijara una relación arbitraria entre ellas incurriría en tal contradicción con la realidad que por este solo hecho debería ser considerada como nula.
El problema consiste, pues, en mantener a la teoría en equilibrio entre estas tres tendencias, como si fueran éstas tres polos de atracción.
En el libro que trata sobre la teoría de la guerra nos proponemos investigar la manera de resolver tal problema del modo más concluyente. Esa definición del concepto de la guerra se convierte para nosotros en el primer rayo de luz que ilumina los fundamentos de la teoría, que evidenciará por vez primera sus rasgos principales y nos permitirá distinguirlos.
Capítulo II EL FIN Y LOS MEDIOS EN LA GUERRA
Al haber determinado en el capítulo anterior la naturaleza compleja y variable de la guerra, corresponde ahora considerar qué influencia ejerce ésta sobre el fin y los medios de la guerra.
De inquirir, en primer término, cuál es el propósito hacia el cual debe encaminarse la guerra total, de modo que sea el medio adecuado para alcanzar el objetivo político, nos encontramos con que aquél es tan variable como lo son el objetivo político y las circunstancias particulares de la guerra.
De comenzar ateniéndonos, una vez más estrictamente, a la teoría pura de la guerra, estamos obligados a decir que el objetivo político debe ser situado realmente fuera de la esfera de la guerra. En efecto, siendo la guerra un acto de violencia para obligar al enemigo a acatar nuestra voluntad, entonces, en cada caso, todo dependerá sólo y necesariamente de derrotar al enemigo, es decir, de desarmarlo. Este objetivo, que se deduce de la teoría pura, pero que cuenta en realidad con muchos casos similares, será examinado ante todo a la luz de esa realidad.
Más adelante, cuando consideremos la planificación de una guerra, abordaremos con mayor detención lo que significa desarmar a un estado; pero ahora tenemos que diferenciar en principio tres cosas que, como tres objetos generales, incluyen todo lo demás: son las fuerzas militares, el territorio y la voluntad del enemigo.
Las fuerzas militares tienen que ser destruidas, es decir, deben ser situadas en un estado tal que no puedan continuar la lucha. Aprovechamos la ocasión para aclarar que la expresión «destrucción de las fuerzas militares del enemigo» debe ser siempre interpretada únicamente en este sentido.
El territorio debe ser conquistado, porque de un país pueden extraerse siempre nuevas fuerzas militares.
Pero, a pesar de que se hayan producido estas dos cosas, la guerra, es decir, la tensión hostil y el efecto de las fuerzas hostiles, no puede considerarse como finalizada hasta que la voluntad del enemigo no haya sido sometida. Es decir, hasta que el gobierno y sus aliados hayan sido impelidos a firmar la paz, o hasta que la población haya sido sometida.
En efecto, aunque se cuente con una posesión completa del país, el conflicto puede estallar nuevamente en el interior o mediante la ayuda de los aliados. Sin duda esto puede suceder también después de firmada la paz, pero ello demostrará tan sólo que no todas las guerras admiten una decisión y una componenda completas. Incluso en este caso, la firma de la paz extingue siempre, por su mera eclosión, una serie de chispas que pueden haber permanecido ocultas, y las tensiones se aflojan porque el ánimo de aquellos que se sienten abocados a la paz, de los que siempre abundan en todas las naciones y en todas las circunstancias, se aparta por completo de la idea de resistencia. Sea como fuere, hay que considerar siempre que con la paz se llega a un fin, y que con ella la guerra finaliza.
De los tres puntos que hemos enumerado, las fuerzas militares son las destinadas a la defensa del país. El orden natural marca que son ellas las que deben ser destruidas primero; luego habrá que conquistar el territorio, y, como resultado de estos dos triunfos y de la fuerza que entonces se posea, el enemigo será impelido a firmar la paz. Por lo general, la destrucción de las fuerzas militares del adversario se produce de manera gradual y es sucedida de inmediato por la conquista del país en una medida pertinente.
Estos dos hechos reaccionan por lo común uno respecto del otro, ya que la pérdida de territorio contribuye a debilitar a las fuerzas militares. Pero este orden no es en absoluto indispensable y no siempre ocurre así. Las fuerzas enemigas, incluso antes de haber sido debilitadas de modo notable, pueden retroceder al extremo opuesto del país, o bien penetrar en territorio extranjero. Cuando esto ocurre, por tanto, una gran parte, o incluso todo el país, puede ser conquistado.
El desarme del enemigo, como objetivo de la guerra considerado en abstracto, y último medio de alcanzar el objetivo político, en el cual deben englobarse todos los demás, de ningún modo se produce siempre en la práctica, ni es condición necesaria para la paz. De ninguna forma, por lo tanto, se le puede teóricamente dar la categoría de ley.
Existen un sinnúmero de tratados de paz que fueron concluidos antes de que cualquiera de los dos bandos pudiera considerarse desarmado, e incluso antes de que el equilibrio de fuerzas hubiese sido alterado de forma más o menos evidente. E incluso la observación de los casos reales nos induce a admitir que en toda una serie de ellos, especialmente en los que las fuerzas del enemigo son evidentemente más fuertes, la derrota comportaría un juego vano de ideas.
La razón por la cual el objetivo de la guerra, según la teoría, no siempre concuerda con la guerra real, reside en la diferencia existente entre ambos, a la cual nos hemos referido en el capítulo anterior. Según la teoría pura, una guerra entre Estados de fuerza desigual evidente quedaría abocada a un absurdo y, en consecuencia, no sería posible. La desigualdad en la fuerza física no tendría que ser mayor, todo lo más, que lo neutralizable por la fuerza moral, y esto no significaría mucho en Europa, en nuestra situación social actual. Por lo tanto, si es un hecho probado que ciertas guerras se producen entre estados de poderío desigual, esto se debe a que, en la realidad, la guerra tiende a alejarse en gran medida de nuestra concepción teórica original.
Existen dos motivos que inducen a firmar la paz, susceptibles, en la práctica, de sustituir la imposibilidad de ofrecer mayor resistencia: el primero es lo aleatorio que pueda resultar el éxito y el segundo, el precio excesivo que haya que pagar por él.
Como se ha explicado en el capítulo anterior, la guerra tiene que verse libre, desde el principio hasta el fin, de la ley estricta de la necesidad interna, y someterse al cálculo de probabilidades.
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De la guerra (II)
LIBRO II SOBRE LA TEORÍA DE LA GUERRA
Capítulo I INTRODUCCIÓN AL ARTE DE LA GUERRA
Guerra, en su significado real, es sinónimo de combate, porque únicamente el combate es el principio válido en la actividad múltiple que llamamos en un sentido amplio guerra. El combate es una prueba de la intensidad que adquieren las fuerzas espirituales y físicas por su intermedio. Es de por sí evidente que la parte espiritual no puede ser omitida, porque el estado de ánimo es el que ejerce la más decisiva influencia sobre las fuerzas que se emplean en la guerra.
Las necesidades del combate han conducido a los hombres a efectuar invenciones particulares con el fin de decantar en su favor las ventajas que aquél puede depararles.
Como consecuencia de estos hallazgos, el combate ha experimentado grandes cambios, pero cualquiera que sea la dirección por la que se encamine, su concepto permanece inalterado, siendo él el que define a la guerra.
Los inventos se refieren, en primer término, a armas y equipos para uso de los combatientes individuales. Tienen que ser suministrados y aprendidos en su manejo antes de entrar en combate. Se crean de acuerdo con la naturaleza de éste y, por lo tanto, se supeditan a él; pero es evidente que su invención se aparta del combate en sí: se trata tan sólo de una preparación para el combate, y no de su ejecución. De ello se desprende que ni las armas y ni los equipos forman una parte esencial del concepto de combate, ya que una simple lucha constituye asimismo un combate.
El combate determina todo cuanto se refiere a las armas y los equipos, y éstos a su vez modifican la esencia del combate. En consecuencia, existe una relación recíproca entre unos y otro.
No obstante, el combate constituye una forma bastante peculiar de actividad, tanto más cuanto que se desarrolla en torno a un elemento muy especial, como es el peligro.
Por lo tanto, si en algún lugar se presenta la necesidad de trazar una línea entre dos actividades diferentes, ese lugar es éste, y para darnos claramente cuenta de la importancia práctica que encierra esta idea bastará con recordar cuán a menudo la aptitud personal, capaz de obtener un buen resultado en un terreno, no se manifiesta en otros, por grande que sea, sino en forma de pedantería trivial.
Tampoco resulta difícil hacer una distinción en su aplicación en una actividad u otra, si consideramos a las fuerzas armadas y equipadas como unos medios que nos son dados. Para el uso eficaz de esas fuerzas no necesitamos conocer otra cosa que sus resultados más importantes.
En consecuencia, el arte de la guerra, en su verdadero sentido, es el arte de hacer uso en combate de los medios dados, y a ello no cabe asignarle un nombre mejor que el de “conducción de la guerra”. Por otra parte, en el más amplio de los sentidos, todas aquellas actividades que concurren, por descontado, en la guerra –todo el proceso de creación de las fuerzas armadas, es decir, el reclutamiento, el armamento, el equipamiento y el adiestramiento– pertenecen a ese arte de la guerra.
Para establecer una teoría ajustada a la realidad resulta fundamental separar esas actividades de conducción y preparación, ya que fácilmente se advierte que, si todo el arte de la guerra se agotara en cómo organizar y adiestrar las fuerzas armadas para la conducción de la guerra, de acuerdo con las exigencias de ésta, tan sólo sería posible su aplicación en la práctica a los pocos casos en que las fuerzas realmente existentes respondieran exactamente a esas exigencias. Si, por otro lado, nuestro deseo se encamina a disponer de una teoría que se adecue a la mayoría de los casos y sea aplicable a todos ellos, debe tener ésta como fundamento la gran mayoría de los medios usuales que sirven para hacer la guerra, y, con respecto a ellos, basarse sólo en sus resultados más importantes.
La dirección de la guerra equivale, por lo tanto, a la preparación y la conducción del combate. Si éste fuera un acto único, no habría necesidad de ninguna otra subdivisión.
Pero el combate está compuesto de un número más o menos grande de actos aislados, cada uno completo en sí mismo, que llamamos encuentros (como hemos señalado en el libro I, capítulo I) y que forman unas nuevas unidades. Se derivan de aquí dos actividades distintas: preparar y conducir individualmente estos encuentros aislados, y combinarlos unos con otros para alcanzar el objetivo de la guerra. La primera de estas actividades es llamada táctica, la segunda se denomina estrategia.
Tal división en táctica y estrategia se usa ahora de forma bastante general, de manera que todos saben medianamente bien en qué parte cabe colocar cualquier hecho aislado, sin necesidad de conocer con claridad sobre qué base se efectuó esa división. Pero para que esa distinción entre una y otra sea adoptada ciegamente en la práctica, tiene que existir una razón profunda. Nuestras inquisiciones nos permiten afirmar que ha sido tan sólo el uso de la mayoría el que nos ha hecho tener conciencia de ella. Por otro lado, debemos considerar como ajenas al uso corriente ciertas definiciones arbitrarias y fuera de lugar nacidas de la búsqueda realizada por algunos escritores.
Por lo tanto, siempre de acuerdo con nuestra clasificación, la táctica constituye la enseñanza del uso de las fuerzas armadas en los encuentros, y la estrategia, la del uso de los encuentros para alcanzar el objetivo de la guerra.
Porqué la idea del encuentro aislado e independiente es más concretamente definida, y sobre qué condiciones descansa esta unidad, será cosa difícil de elucidar, hasta tanto no examinemos con más detalle el encuentro. Por ahora nos limitaremos a decir que, en relación con el espacio, esto es, en el caso de encuentros simultáneos, la unidad se extiende sólo hasta el mando personal, pero en relación con el tiempo, o sea, en el caso de encuentros sucesivos, aquélla se prolonga hasta que haya terminado por completo la crisis presente en todo encuentro.
El hecho de que puedan surgir casos dudosos, en los cuales varios encuentros pueden ser igualmente considerados como una unidad, no bastará para desestimar el principio de clasificación que hemos adoptado, porque comparte esa peculiaridad con todos los principios similares que se aplican a las realidades que, aunque distintas, tienen siempre lugar siguiendo uno a otro tipo de transición gradual. Así podrá haber, por descontado, casos particulares de acción que cabe también considerar, sin que ello implique cambio alguno en nuestro punto de vista, como pertenecientes tanto a la táctica como a la estrategia: por ejemplo, posiciones muy amplias, semejantes a cadenas de puestos, disposiciones efectuadas para ciertos cruces de ríos, y casos análogos.
Nuestra clasificación comprende y agota solamente el uso de las fuerzas armadas. Pero existe en la guerra cierto número de actividades, subordinadas y sin embargo diferentes, que están relacionadas con este uso más o menos estrechamente. Todas ellas se refieren al mantenimiento de las fuerzas armadas. Así como la creación y el adiestramiento de estas fuerzas precede a su uso, así su mantenimiento es inseparable y resulta una condición necesaria para él. Pero, en un sentido estricto, todas esas actividades relacionadas entre sí deben ser consideradas siempre como preparativos para el combate. Por supuesto, por estar relacionadas muy estrechamente con la acción, están presentes en todo el desarrollo de la guerra y aparecen alternativamente durante el uso de las fuerzas. En consecuencia, podemos con todo derecho excluirlas del arte de la guerra en su sentido estricto, es decir, de la conducción de la guerra propiamente dicha, y tenemos que proceder así si queremos cumplir con el principio original de toda teoría: la separación de las cosas que son distintas. ¿Quién incluiría en la conducción misma de la guerra cosas tales como la manutención o la administración? Es cierto que se hallan en constante relación recíproca con el uso de las tropas, pero difieren esencialmente de él.
Hemos afirmado en el libro I, capítulo II, que mientras se defina el combate o el encuentro como la única actividad directamente eficaz, los hilos conductores de todas las actividades estarán incluidos en él, porque en él finalizan. Con esto queremos significar que así queda fijado el objetivo de todas las demás, y que éstas tratan entonces de alcanzarlo de acuerdo con las leyes que las atañen. Aquí convendrá dar una explicación más detallada.
Los temas de las actividades existentes, excluido el encuentro, son de naturaleza muy variada.
En un aspecto, una parte todavía se halla en relación con el combate mismo, y se identifica con él, mientras que en otro sirve para el mantenimiento de las fuerzas armadas. La otra parte pertenece exclusivamente al mantenimiento y, como consecuencia de su acción recíproca, sólo ejerce una influencia condicionante sobre el combate por medio de sus resultados.
Aquello que depende de su relación con el encuentro son las marchas, los campamentos y los cuarteles, porque los tres comprenden situaciones diferentes en que pueden encontrarse las tropas, y al referirnos a éstas siempre debemos tener presente la idea de un encuentro.
Las otras cuestiones que sólo pertenecen al mantenimiento son: el abastecimiento, el cuidado de los enfermos y el suministro y la reparación de las armas y los equipos.
Las marchas se identifican por completo con el uso de las tropas. Es cierto que la acción de marcha en el encuentro, llamada generalmente maniobra, no equivale al uso real de las armas, pero se relaciona con él en forma tan estrecha y necesaria, que forma una parte integral de lo que llamamos encuentro. Pero, fuera de éste, la marcha no consiste en otra cosa que la ejecución de un plan estratégico. Por medio de este plan se establece cuándo, dónde y con qué fuerzas se librará la batalla, y la marcha es el único medio por el cual esto puede llevarse a cabo.
En consecuencia, la marcha es, fuera del encuentro, un instrumento de la estrategia, pero por esa razón no consiste sólo en un tema estratégico, sino que su realización se halla asimismo sometida tanto a leyes tácticas como a leyes estratégicas, porque las fuerzas que llevan a cabo la marcha se pueden ver involucradas en todo momento en un encuentro. Si ordenamos a una columna que siga el camino que queda de este lado de un río o de una montaña, ésta será una medida estratégica, porque contiene la intención de presentar batalla al enemigo en este lado más bien que en el otro, si durante la marcha se produjera un encuentro.
Pero si una columna, en lugar de seguir el camino a través del valle, avanza a lo largo de las cimas que corren paralelas a él, o, por conveniencia de la marcha, las fuerzas se dividen en varias columnas, entonces estas acciones responderán a unas medidas tácticas, porque se relacionan con la forma como deseamos usar nuestras fuerzas en el caso de producirse un encuentro.
La ordenación particular de la marcha guarda una relación constante con la disposición para el encuentro, y por lo tanto presenta una naturaleza táctica, porque no es más que la primera disposición preliminar que puede tomarse con vistas al encuentro.
Como la marcha es el instrumento mediante el cual la estrategia dispone los elementos en que se basa su eficacia para los encuentros, y éstos suelen valer tan sólo por lo que valen sus resultados y no por el curso real que tomen, ocurre a menudo que, al considerar los encuentros, el instrumento es colocado en lugar del elemento efectivo. Nos referimos entonces a una marcha decisiva, hábilmente concebida, y con ello queremos significar la forma en que fue librado el encuentro al cual condujo esa marcha. Esta sustitución de una idea por otra es demasiado lógica y la concisión de la expresión demasiado expresa para ser rechazada, pero se trata únicamente de un encadenamiento abreviado de ideas, y al recurrir a él no debemos dejar de tener presente su significado estricto, si no deseamos caer en el error.
Tal error consistiría en atribuir a las combinaciones estratégicas un poder independiente de los resultados tácticos. Las marchas y las maniobras se combinan, el objetivo es alcanzado y sin embargo no se trata de ningún encuentro; la conclusión que extraemos es que existen medios para vencer al enemigo sin que se produzca un encuentro. Sólo más adelante podremos mostrar toda la magnitud de este error, tan proclive a funestas consecuencias.
Pero aunque una marcha pueda ser considerada absolutamente como una parte integral del combate, existen no obstante ciertas cuestiones relacionadas con ella que no pertenecen al combate y que, en consecuencia, no son ni tácticas ni estratégicas. Se trata de todos los preparativos concernientes al alojamiento de las tropas, a la construcción de puentes, a la apertura de vías de tránsito, etc. Éstos constituyen tan sólo requisitos previos; en numerosos casos pueden asemejarse mucho al uso de las tropas y llegar casi a ser idénticos a él, como es el de la construcción de un puente bajo el fuego enemigo, pero en sí mismos siempre serán actividades ajenas, cuya teoría no forma parte de la correspondiente a la conducción de la guerra.
Los campamentos, que responden a la disposición de las tropas en concentración, o sea, listas para el combate, son lugares donde las tropas descansan y se reponen. Al mismo tiempo entrañan también la decisión estratégica de presentar batalla en el mismo lugar donde están situados, de modo que la forma en que son establecidos indica ya a las claras el plan general del encuentro, condición ésta de la cual se desprende todo encuentro defensivo. Los campamentos son, por lo tanto, partes esenciales de la estrategia y de la táctica.
Los cuarteles reemplazan a los campamentos en la función de lograr que las tropas puedan recuperar sus fuerzas. Como los campamentos, corresponden a la estrategia en relación con su posición y extensión, y a la táctica con respecto a su organización interna, cuyo propósito es el aprontamiento para la batalla. Los campamentos y los cuarteles, además de contribuir a la recuperación de fuerzas, tienen generalmente otro objetivo; por ejemplo, el dominio sobre una parte del territorio o el mantenimiento de una posición.
Pero también pueden centrarse en cumplir sólo con aquel primer objetivo. No cabe olvidar que los objetivos que persigue la estrategia pueden ser extremadamente variados, porque todo lo que parece constituir una ventaja puede ser el objetivo de un encuentro, y la conservación del instrumento con el cual se conduce la guerra se convierte, muy a menudo, en el objetivo de combinaciones estratégicas especiales.
En consecuencia, si en un caso así la estrategia procura solamente la conservación de las tropas, no nos encontraremos por ello en un país extraño, por así decir, por el hecho de estar considerando todavía el uso de las fuerzas armadas, ya que este uso engloba toda disposición de esas fuerzas en cualquier punto del teatro de la guerra.
El mantenimiento de las tropas en campamentos y cuarteles pone de manifiesto actividades que no corresponden al uso de las fuerzas armadas propiamente dichas, como la construcción de barracones, levantamiento de tiendas, servicios de subsistencia y de sanidad, de tal modo que no forman parte ni de la táctica ni de la estrategia.
Incluso las mismas trincheras, cuya situación y excavación integran evidentemente el orden de batalla y son, por lo tanto, una cuestión de táctica, no pertenecen a la teoría de la conducción de la guerra en cuanto a la realidad de su construcción. El conocimiento y la habilidad necesarios para esa tarea deben existir de antemano en una fuerza adiestrada. La técnica del encuentro lo da por sobrentendido.
Entre las cuestiones que corresponden al mero mantenimiento de las fuerzas armadas, dado que ninguna parte de ellas se identifica con el encuentro, la que se halla, sin embargo, más próxima a él es la alimentación de las tropas, porque ésta debe funcionar diariamente y para cada individuo. Así ocurre que afecta por completo a la acción militar en las partes constitutivas de la estrategia, y decimos “constitutivas de la estrategia” porque, en un encuentro en particular, la alimentación de las tropas muy rara vez tendrá una influencia suficientemente intensa como para modificar el plan de aquél, aunque esto sea bastante concebible. La preocupación por el sustento de las fuerzas guardará por lo tanto una especial acción recíproca con la estrategia, y no hay nada más corriente que proyectar los principales lineamientos de una campaña o una guerra tomando en consideración tal sustento. Pero por más que esta consideración sea tenida en cuenta con frecuencia y por más importante que sea, la provisión del sustento de las tropas sigue constituyendo, sin embargo, una actividad esencialmente diferente del uso de éstas, y sólo influye en ella por los resultados que obtenga.
Las otras ramas de la actividad administrativa que hemos mencionado se encuentran mucho más alejadas del uso de las tropas. El cuidado de los enfermos y heridos, a pesar de ser sumamente importante para el bienestar de un ejército, lo afecta en forma directa sólo en una pequeña porción de los individuos que lo componen y, en consecuencia, tiene una influencia escasa e indirecta sobre el uso del resto. La renovación y la reparación de las armas y de los equipos, que, excepto en lo que se refiere a la organización de las fuerzas, constituyen una actividad continua implícita en ésta, se producen sólo periódicamente y, por lo tanto, rara vez afectan a los planes estratégicos.
No obstante, tenemos que precavernos de caer aquí en un malentendido. En casos individuales, estos temas pueden asumir realmente una importancia decisiva. La distancia que separa al grueso del ejército de hospitales y depósitos de municiones puede ser considerada con razón como el único motivo para tomar decisiones estratégicas muy importantes. No pretendemos discutir este punto ni subestimar su importancia. Pero aquí nos estamos ocupando no de los hechos concretos de un caso particular, sino de la teoría abstracta. En consecuencia, aducimos que tal influencia no resulta tan común como para asignar a las medidas sanitarias y de aprovisionamiento de municiones y armas una importancia significativa en la teoría sobre la dirección de la guerra, de modo que valga la pena incluir los diferentes métodos y sistemas que puedan componer las teorías correspondientes, juntamente con sus resultados, igual como es ciertamente necesario hacerlo con respecto al sustento de las tropas.
Si revisamos una vez más las conclusiones a que hemos llegado con nuestras reflexiones, veremos que las actividades presentes en la guerra están divididas en dos clases principales: aquellas que sólo constituyen preparativos para la guerra y aquellas que son la guerra misma. Esta división, por lo tanto, también tiene que ser establecida en la teoría.
Los conocimientos y las habilidades comprendidos en los preparativos para la guerra tendrán que ver con la creación, el adiestramiento y el mantenimiento de todas las fuerzas armadas. Dejamos abierta la cuestión de la denominación que debe darse a estos preparativos, pero es evidente que en ellos están incluidas la artillería, el arte de la fortificación, las llamadas tácticas elementales y toda la organización y la administración de las fuerzas armadas así como todas las materias similares. Pero la teoría de la guerra en sí misma se ocupa del uso de tales elementos para su aplicación a los fines de la guerra. Reclama de los primeros solamente sus resultados, esto es, el conocimiento de los elementos de los que se ha adueñado a tenor de sus principales propiedades. En sentido restringido, a esto lo llamamos arte de la guerra o teoría de la conducción de la guerra o teoría del uso de las fuerzas armadas, lo cual tiene para nosotros un significado idéntico.
La teoría tratará en consecuencia de los encuentros, como si tuvieran carácter de combate real, y de las marchas, los campamentos y los alojamientos en cuarteles, como materiales más o menos identificadas con aquéllos. El mantenimiento de las tropas será tenido en cuenta únicamente como otras determinadas circunstancias en relación con sus resultados, y no como una actividad perteneciente a la teoría propiamente dicha.
Este arte de la guerra, en su sentido más restringido, se divide a su vez en táctica y estrategia. La primera está dedicada a la forma de los encuentros aislados y la segunda a sus usos. Ambas tienen que ver con las circunstancias de las marchas, los campamentos y los alojamientos en cuarteles sólo en relación con el encuentro, y serán tácticas o estratégicas según sea la relación con la forma o con el significado del encuentro.
No cabe duda que habrá muchos lectores que considerarán innecesaria esta cuidadosa separación de dos cosas que se hallan tan cerca una de la otra, como son la táctica y la estrategia, por que ello no afecta directamente a la dirección de la guerra en sí. Habría que ser en realidad muy pedante para esperar que puedan encontrarse en el campo de batalla efectos directos de una distinción teórica.
Pero la primera tarea de toda teoría es aclarar conceptos y puntos de vista que hayan sido confundidos o que, se podría decir, se presentan muy confusos y mezclados.
Solamente cuando hayamos llegado a una comprensión respecto a términos y concepciones podremos abrigar la esperanza de avanzar con claridad y facilidad en el terreno de la discusión de las cosas a que se refieren, y tener la seguridad de que tanto el autor como el lector consideran las cosas bajo el mismo punto de vista. La táctica y la estrategia son dos actividades que se imbrican mutuamente en el tiempo y en el espacio, pero constituyen asimismo actividades esencialmente diferentes, y, a menos que se establezca un concepto claro de la naturaleza de cada una de ellas, las leyes que les son propias y sus relaciones mutuas serán difícilmente inteligibles para el intelecto.
Aquel para quien todo esto carezca de significado deberá desestimar cualquier consideración teórica o no preocuparse en absoluto por la confusión en que ésta se halla inmersa, manteniendo puntos de vista titubeantes que suelen conducir a resultados insatisfactorios, a veces oscuros, a veces fantásticos, fluctuando en vanas generalidades, como las que a menudo tenemos que escuchar o leer respecto a cómo debe conducirse la guerra de forma adecuada, debido a que, hasta ahora, la investigación científica apenas si se ha ocupado del tema.
Capítulo II SOBRE LA TEORÍA DE LA GUERRA
1. Al principio se entendía por arte de la guerra tan sólo la preparación de las fuerzas armadas
Antiguamente se calificaba con el término de “arte de la guerra” o “ciencia de la guerra” sólo aquellas ramas del conocimiento y de la habilidad que atañen a las cosas materiales. La adaptación, la preparación y el uso de las armas, la construcción de fortificaciones y trincheras, la organización del ejército y el mecanismo de sus movimientos, constituían el tema de esos conocimientos y habilidades y conducían a la descripción de una fuerza armada que pudiera ser utilizada en la guerra.
Aquí había que entender sobre cosas materiales y sobre una actividad unilateral que, en el fondo, no era otra cosa que una actividad que se elevaba gradualmente desde el trabajo manual hasta un refinado arte mecánico. La relación de todo ello con el combate recordaba mucho más a la que existe entre el arte de forjar espadas y el de esgrimirlas.
Hasta aquel entonces no se hacía cuestión del empleo del combate en un momento de peligro y bajo el constante efecto recíproco de los movimientos reales del pensamiento y del valor en la dirección que se les marcaba.
2. La conducción de la guerra hizo su primera aparición en el arte del asedio
En el arte del asedio fue donde, por vez primera, se aludió a la conducción de la guerra en sí y a los movimientos del pensamiento a los que eran confinadas esas cuestiones materiales; pero, en líneas generales, se evidenció como tal por sus resultados, en la medida en que el pensamiento incorporaba nuevos objetos materiales, como son los ataques, las trincheras, los contrataques, las baterías, etc. Lo único que hacía falta era cómo ensartar todas estas creaciones materiales aisladas. Dado que en esta clase de guerra la mente encuentra su expresión casi únicamente en esas cosas, la forma de encararlas fue, por lo tanto, más o menos adecuada.
3. Entonces la táctica trató de abrirse camino en la misma dirección
Más tarde, la táctica trató de imponer al mecanismo de sus combinaciones el carácter de un orden universalmente válido y fundado en las propiedades particulares del instrumento. Sin duda ello conduce al campo de batalla, pero no a una libre actividad mental. Por el contrario, con un ejército convertido en autómata, debido a la rigidez de la formación y del orden de batalla, y que sólo se ponía en movimiento gracias a la voz de mando, se entendía que su actividad debía ser como el movimiento de un reloj.
4. La conducción real de la guerra apareció tan sólo de forma incidental y de manera solapada
La conducción de la guerra propiamente dicha, el libre uso de los medios disponibles, preparados con anterioridad –y libres en el sentido de su adaptabilidad a las necesidades más específicas–, se pensó que no podía constituir el material para una teoría, sino que debía ser dejada en las únicas manos del talento natural. De manera gradual, al igual como se pasó de la guerra de los encuentros cuerpo a cuerpo medievales a una forma más regular y compuesta, las reflexiones erradas sobre esta materia se impusieron en el pensamiento de los hombres, pero en la mayor parte de los casos solamente aparecieron en memorias y narraciones, en forma incidental y, por así decirlo, de manera solapada.
5. Las reflexiones sobre los acontecimientos militares pusieron en evidencia la necesidad de contar con una teoría
A la vez que tales reflexiones se hicieron más numerosas y la historia adquirió un carácter cada vez más crítico, surgió la necesidad urgente de contar con principios y reglas básicas que pusieran fin, de algún modo, a la controversia que, como es lógico, se había entablado respecto de la historia militar, resultado del conflicto de opiniones. Esa vorágine de opiniones, sin un punto central sobre el cual girar y sin leyes reconocidas a las cuales obedecer, no podía sino desagradar al pensamiento humano.
6. Intentos para establecer una teoría positiva
Surgió entonces el intento de establecer principios, reglas y hasta sistemas para la conducción de la guerra. Se estableció, en consecuencia, un fin positivo, sin que se vislumbraran de forma apropiada las innumerables dificultades que, en relación con ello, presenta la conducción de la guerra. Tal conducción no tenía, como hemos demostrado, límites fijos en ninguna dirección. Sin embargo, todo sistema, toda construcción teórica posee la naturaleza limitante de una síntesis, y el resultado es una oposición irrefragable entre esa teoría y la práctica.
7. Limitación a los objetivos materiales
Los autores de teorías experimentaron muy pronto las dificultades que implicaba el tema y encontraron la excusa para evitarlas limitando sus principios y sus sistemas a las cosas materiales y a una actividad unilateral. Pretendían, como ocurre en las ciencias que tratan de la preparación para la guerra, llegar a resultados perfectamente establecidos y positivos y, como resultado de ello, tomar en consideración solamente aquello que pudiera convertirse en materia de cálculo.
8. La superioridad numérica
La superioridad numérica, al consistir en un tema material, fue la escogida entre todos los factores que pueden conducir a la victoria, debido a que, mediante combinaciones de tiempo y de espacio, podía ser incluida en una codificación matemática. Se pensó que cabía abstraerla de cualquier otra circunstancia, mediante la suposición de creer que era igual por uno y otro lado y que, en consecuencia, producía una neutralización mutua.
Esto habría sido en cierto modo correcto si se hubiera tenido la intención de ceñirlo a unos límites temporales, con el fin de llegar a conocer ese factor según sus relaciones; pero hacerlo en forma permanente –considerar la superioridad numérica como la única ley y pensar que todo el secreto de la guerra radicaba en la fórmula: lograr superioridad numérica en cierto lugar, en determinado momento–, constituía una restricción totalmente insostenible frente al poder de la realidad.
9. Sustento de las tropas
En un desarrollo más que nada teórico, se intentó sistematizar otro elemento material, convirtiendo al sustento de las tropas, de acuerdo con la proposición de cierto carácter orgánico del ejército, en árbitro supremo de la conducción de la guerra en la cúspide.
Por esta vía se llegó realmente a cifras definidas, pero eran cifras basadas en un cúmulo de suposiciones bastante arbitrarias, que no pudieron superar la prueba de la experiencia.
10. La base
Un autor agudo trató de conjugar en una sola concepción, la de base, todo un conjunto de cosas entre las que también se abrieron camino algunas relaciones con las fuerzas espirituales. La lista comprendía el sustento del ejército, el mantenimiento de su número y de sus medios de avituallamiento, la seguridad de las comunicaciones con el propio país y, finalmente, la seguridad de la retirada en caso de que ésta se hiciera necesaria. Primero trató de sustituir esta concepción de una base por la de todas esas funciones por separado, y luego, nuevamente, por la base misma para que substituyera a su propia magnitud y, finalmente, al ángulo que las fuerzas armadas formaban con esta base. Y todo ello para llegar a meros resultados geométricos, lo que carece totalmente de valor. Efectivamente, esta última cuestión es inevitable, si consideramos que no cabe realizar ninguna de esas substituciones sin violentar la verdad y sin excluir algunas de las cuestiones que figuraban en las concepciones iniciales. Para la estrategia, la concepción de una base es una necesidad real, y sin duda constituye un mérito haberla establecido; pero hacer un uso tal de ella, como el que se ha indicado, es totalmente inadmisible, y sólo podía conducir a conclusiones unilaterales, que es lo que indujo a esos teóricos a tomar una dirección absurda, como la asignación, por ejemplo, de una eficacia superior a la forma envolvente de ataque.
11. Líneas internas
Como reacción frente a esta falsa dirección se dio preponderancia a otro principio geométrico, es decir, el de las llamadas líneas internas. A pesar de que este principio reposa sobre una base justa, la de que el encuentro es el único medio eficaz en la guerra, sin embargo, debido precisamente a su simple naturaleza geométrica, no constituye sino una nueva parcialidad que de ningún modo debe privar sobre la vida real.
12. Todos estos intentos son reprobables
Todos estos intentos de establecer una teoría tienen que ser considerados como un progreso en el terreno de la verdad sólo en la medida en que son analíticos; en su parte sintética son inútiles tanto en sus progresos como en sus reglas.
Se ciñen a cantidades determinadas, mientras que en la guerra todo es indeterminado, y los cálculos deben ser realizados con cantidades claramente variables.
Dirigen su atención sólo a cantidades materiales, mientras que la acción militar está por completo impregnada de fuerzas y efectos espirituales.
Consideran sólo la acción unilateral, mientras que la guerra es una acción recíproca constante entre un bando y el otro.
13. Excluyen al genio de las reglas
Todo ello no podía ser abarcado por esa sapiencia escatimosa que desestimaba cualquier elemento, excepto uno que se situaba fuera del coto cerrado de la ciencia, el correspondiente al ámbito del genio, que se eleva por sí mismo por encima de todas las reglas.
¡Ay del guerrero que tenga que arrastrarse en ese mezquino mundo de las reglas, carentes de valor para el genio, quien se considera superior a ellas y de las cuales en todo caso puede burlarse! Lo que el genio haga será siempre la más hermosa de las reglas, y la teoría no puede hacer nada mejor que mostrar cómo y por qué esto es así.
¡Ay de la teoría que se oponga al espíritu! No podrá compensar esta contradicción con sumisión alguna, y cuanto más sumisa se muestre, tanto más pronto el menosprecio y el ridículo la alejarán de la vida real.
14. Dificultades de la teoría en cuanto se consideran las magnitudes espirituales
Cualquier teoría encuentra fenomenales dificultades en el momento en que trata con magnitudes espirituales. La arquitectura y la pintura son conscientes del lugar que ocupan, mientras tengan que vérselas sólo con la materia; no hay discusión acerca de la construcción óptica y la mecánica. Pero estas reglas se diluyen en conceptos vagos tan pronto como empiezan a actuar los efectos espirituales, tan pronto como aparecen impresiones y sentimientos.
Por su lado, el arte de la medicina se circunscribe, en su mayor parte, a fenómenos físicos. Tiene que tratar con el organismo animal, que está sujeto a cambios continuos y no es nunca enteramente igual en dos momentos diferentes. Esto dificulta en gran medida su tarea y coloca el juicio del médico por encima de su conocimiento. ¡Qué difícil resulta su tarea, por tanto, cuando intervienen los efectos espirituales, y qué excelsitud tenemos que atribuirle al médico del alma!
15. En la guerra no cabe excluir las magnitudes espirituales
En cuanto a la guerra, su actividad nunca es dirigida únicamente contra la materia, sino siempre, al mismo tiempo, contra la fuerza espiritual que da vida a esa materia, y es imposible separar una de la otra. Pero las magnitudes espirituales pueden apreciarse únicamente por medio de la visión interior, y ésta difiere en cada individuo y a menudo varía en la misma persona en distintos momentos y épocas.
Como el peligro es, en la guerra, el elemento general en cuyo entorno se desarrolla toda la acción, nuestro juicio es influido de distintas maneras, pero principalmente por el valor, por el sentimiento de nuestra propia fuerza. El valor constituye en cierto modo la lente a través de la cual se filtran todas las representaciones antes de llegar al entendimiento.
Y, sin embargo, no cabe poner en duda de que hay que atribuir a estas cosas cierto valor objetivo, aunque sólo sea a través de la experiencia.
Son bien conocidos los efectos morales que causa un ataque por sorpresa, o uno efectuado por el flanco o por la retaguardia. Todo el mundo piensa que el valor del enemigo disminuye tan pronto como retrocede, y que se arriesga mucho más cuando se persigue que cuando se es perseguido. Se juzga al oponente por su supuesta capacidad, por su edad y por su experiencia, y se actúa de acuerdo con ello. Todo el mundo dirige una mirada crítica a la moral y al espíritu de sus propias tropas y a las del enemigo. En el terreno de la naturaleza espiritual del hombre, todos esos efectos, y otros similares, han sido verificados por la experiencia y se repiten constantemente. Por lo tanto, resulta justificado que se consideren en su género como magnitudes reales. ¿Qué restaría, pues, de una teoría que quisiera ignorarlos?
Evidentemente, estas verdades tienen que ser refrendadas por la experiencia. Ninguna teoría ni ningún general en jefe tienen que ocuparse de sutilezas psicológicas y filosóficas.
16. Dificultad principal que entraña una teoría de la conducción de la guerra
Para comprender claramente la índole del problema que implica una teoría de la conducción de la guerra y para deducir de ello el carácter que debe corresponder a dicha teoría, habrá que examinar más de cerca las principales particularidades que determinan la naturaleza de la acción bélica.
17. Primera característica: fuerzas y efectos espirituales
La primera de esas particularidades consiste en la presencia de fuerzas y efectos espirituales.
Por su origen, el combate es la expresión de un sentimiento hostil, pero en nuestros grandes combates, que llamamos guerras, ese sentimiento hostil se convierte, a menudo, en simplemente una intención hostil, y, al menos en términos generales, no existe sentimiento hostil de un individuo contra otro. Mucho menos por ello, el combate no se produce nunca sin que actúen tales sentimientos. El odio nacional, que rara vez tampoco falta en nuestras guerras, se convierte en un substituto más o menos poderoso de la hostilidad personal de un individuo en contra de otro. Pero en el caso de que éste falte o bien no exista la animosidad al comienzo, el combate mismo será el que prenda la llama del sentimiento hostil. Si por orden de su superior alguien realizara un acto de violencia contra nosotros, excitaría nuestro deseo de desquitarnos y de vengarnos antes del ejecutor que del poder superior bajo cuyo mando ese acto fue realizado. Esto es humano, animal, si se quiere, pero es un hecho cierto. Teóricamente, tendemos a considerar el combate como una prueba abstracta de fuerza, como un fenómeno aislado en el cual los sentimientos no tienen intervención. Éste es uno de los muchos errores en que caen deliberadamente las teorías, porque nunca están dispuestas a apreciar las consecuencias de ello.
Además de esa exacerbación de los sentimientos que nace de la propia naturaleza del combate, existen otros que no pertenecen esencialmente a él –la ambición, el deseo de dominio, exaltaciones de cualquier clase, etc.–, pero que pueden asociársele fácilmente por la afinidad de que hacen gala.
18. Las impresiones del peligro
Por último, el combate origina el elemento que conforma el peligro, en el cual se desarrollan todas las actividades de la guerra, como lo hacen el pájaro en el aire y el pez en el agua. Pero los efectos del peligro influyen en las emociones, ya sea de modo directo, es decir, instintivamente, ya por medio del entendimiento. En el primer caso se provocaría el deseo de escapar al peligro, y, si esto no pudiera lograrse, podría surgir el miedo y la inquietud. Si este efecto no se produce, es el valor el que actúa como un contrapeso para ese instinto. Sin embargo, el valor no constituye en forma alguna un acto del entendimiento, sino un sentimiento, del mismo modo que lo es el miedo. Este último persigue la preservación física, mientras que el valor busca la preservación moral. El valor es un instinto más noble. Pero, precisamente por serlo, no puede ser usado como un instrumento inanimado, que cause sus efectos en un grado exactamente predeterminado.
Por lo tanto, el valor no constituye un simple contrapeso del peligro, para contrarrestar los efectos que produzca, sino una magnitud en sí mismo.
19. Alcance de la influencia que ejerce el peligro
Sin embargo, para poder apreciar correctamente la influencia que en la guerra ejerce el peligro sobre los jefes, no cabe limitar su esfera de acción al peligro físico del momento. El peligro domina al jefe no sólo porque lo amenaza a él personalmente, sino también mediante la amenaza a todos aquellos que se hallan bajo sus órdenes; no sólo en el momento en que se hace presente en realidad, sino por medio de la imaginación en todos los momentos relacionados con el presente, y, por último, no sólo directamente, por sí mismo, sino también de manera indirecta, por la responsabilidad que asume, la cual provoca que en la mente del jefe el peligro adquiera un peso diez veces mayor. ¿Quién podría afrontar o resolver una gran batalla sin sentir su espíritu más o menos excitado y paralizado por el peligro y la responsabilidad que implica ese gran acto de decisión? Cabe afirmar que la acción en la guerra, siempre que se trate de una acción verdadera y no de una simple presencia, no se halla nunca por entero fuera del ámbito del peligro.
20. Otras fuerzas emotivas
Si consideramos como características de la guerra esas fuerzas emotivas que son excitadas por la hostilidad y el peligro, no podemos excluir de ella, por lo tanto, todas las otras que acompañan al hombre durante su vida. Aquí también harán a menudo acto de presencia esas fuerzas. Es cierto que, en la dura tarea que compone la vida, se silencia más de una mezquina manifestación pasional; pero esto se aplica sólo a los que ocupan los grados inferiores, los cuales, fluctuando de un estado de esfuerzo y de peligro a otro, pierden de vista las otras cosas de la vida y se acostumbran al engaño, porque se lo dicta la cercanía de la muerte, y adquieren así esa simplicidad de carácter del soldado, que ha sido siempre la cualidad mejor y más característica de la profesión militar. No ocurre lo mismo en los grados superiores, ya que, cuanto más elevada sea la posición que ocupa un hombre, tanto más tiene que preocuparse de sí mismo. Entonces surgen por todas partes los intereses y la actividad múltiple de las pasiones, las buenas y las malas. La envidia y la nobleza de espíritu, el orgullo y la humildad, la cólera y la compasión, todas pueden hacer su aparición como fuerzas activas en el gran drama.
21. Cualidades mentales
Las peculiaridades del espíritu en aquel que actúa, junto con las emotivas, ejercen también una gran influencia. Cabe esperar cosas muy diferentes de una mente imaginativa, extravagante e inexperta, en comparación con las que proceden de un entendimiento frío y poderoso.
22. La diversidad de caminos que conducen al fin entrevisto surge de la diversidad de características espirituales del individuo
La diversidad de caminos para alcanzar un fin, indicada en el libro I, es producida principalmente por la gran diversidad existente en la individualidad de las características espirituales, cuya influencia se hace sentir sobre todo en los grados superiores, porque se acrecienta a medida que se asciende en la escala jerárquica. Es esto asimismo lo que da lugar a que el juego de la suerte y la probabilidad participe en forma tan desigual en el desarrollo de los acontecimientos.
23. Segunda cualidad: la rapidez de reacción
La segunda cualidad en un soldado gira en torno a su rápida reacción y la acción recíproca que ésta origina. No nos referimos aquí a la dificultad de calcular dicha reacción, pues ésta se halla incluida en la dificultad, ya mencionada, de tener que tratar con cualidades espirituales consideradas como magnitudes. Lo que se debe tener presente es el hecho de que la acción recíproca se opone a ser sometida a cualquier regularidad. El efecto que cualquier medida produce sobre el enemigo es el más particular de todos los casos que figuran entre los datos necesarios para determinar la acción. Pero toda teoría debe ceñirse estrictamente a la categoría del fenómeno y no puede ocuparse nunca del caso realmente individual; éste debe quedar sujeto siempre al discernimiento y a la capacidad. Por lo tanto, es lógico que, en asuntos como los de la guerra, cuyo plan, trazado con tanta frecuencia sobre circunstancias generales, resulta a menudo alterado por lo imprevisto, los acontecimientos particulares tengan que dejarse librados generalmente al talento, y en tales casos la guía teórica será menos seguida que en cualquier otro.
24. Tercera cualidad
Por último, la gran incertidumbre que rodea los datos disponibles en la guerra constituye una dificultad característica, porque, hasta cierto punto, la acción debe ser dirigida prácticamente a oscuras, lo que, por añadidura, como la niebla y la luz de la luna, otorga con frecuencia a las cosas un contorno exagerado y una apariencia engañosa.
Todo aquello que esa débil luz prive de una clara visión debe ser adivinado por el talento o quedar librado a la suerte. Es así como, una vez más, el talento o el simple vaivén de la fortuna tendrán que servir de guía a falta de un saber objetivo.
25. Resulta imposible establecer un sistema positivo de reglas
Ante esta naturaleza de la cuestión, hay que admitir como imposibilidad pura el dotar al arte de la guerra, mediante un conjunto de reglas positivas, una estructura que pueda apuntalar, como si de un andamiaje se tratara, por todos lados la posición del que actúa.
En todos los casos en que queda librado a su capacidad, éste se encontrará fuera de ese armazón de reglas e incluso en oposición a él. Por versátil que pudiera ser su construcción, se obtendría un resultado idéntico a aquel del cual ya hemos hablado: el talento y el genio actuarían por encima de la ley, y la teoría se apartaría por completo de la realidad.
26. Vías posibles para una teoría
Se presentan ante nosotros dos maneras de afrontar esta dificultad. En primer lugar, lo que hemos indicado respecto de la naturaleza de la acción militar en general no se corresponde del mismo modo a la acción en todos sus grados. En los inferiores se requiere mayor coraje para la abnegación, pero son infinitamente menores las dificultades que afrontan el entendimiento y el juicio. El ámbito en el que se desarrollan los acontecimientos es mucho más limitado, y es menor el número de fines y de medios. Los datos son más precisos y, en la mayor parte de los casos, se deducen incluso de visiones reales. Pero, cuanto más nos elevemos, serán cada vez mayores las dificultades, que culminarán cuando lleguemos al comandante en jefe, a tal punto que, en lo que a él se refiere, casi todo habrá de quedar librado al genio.
Pero también con una división objetiva del tema las dificultades no son las mismas en todas partes, sino que disminuyen en la medida en que los efectos se ponen de manifiesto en el mundo material y se acrecientan en la medida en que pasan a serlo del espiritual, y se transforman en motivos determinantes de la voluntad. En razón de ello resulta más fácil determinar la ordenación interna, el plan y la dirección de un encuentro mediante reglas teóricas que fijar el uso que cabe hacer del encuentro mismo. En el encuentro, las fuerzas físicas se enfrentan entre ellas y, si bien no estarán ausentes los elementos espirituales, también hay que otorgarle a lo material sus derechos. Sin embargo, en el efecto del encuentro, donde los resultados materiales pasan a ser motivos, sólo tenemos que vérnoslas con la naturaleza espiritual. En suma, la táctica dispondrá con menos dificultad de una teoría que la estrategia.
27. La teoría debe ser una consideración, no una regla para la acción
La segunda vía para la posibilidad de establecer una teoría es adoptar el principio de que no hace falta que ésta sea un cuerpo de reglas positivas, es decir, que no sea indefectiblemente una guía para la acción. Siempre que una actividad, en su mayor proporción, se halle referida a las mismas cosas, a los mismos fines y los mismos medios, incluso con pequeñas diferencias y la correspondiente variedad de combinaciones, esas cosas deberán disponer de la capacidad de transformarse en objetos de consideración mediante la razón. Sin embargo, tal consideración constituye la parte más esencial de toda teoría y reclama con todo derecho ese nombre. Es una investigación analítica de la cuestión; conduce a un conocimiento exacto y, si tuviera que basarse en la experiencia, que en nuestro caso sería la historia de la guerra, nos llevaría a familiarizarnos con él.
Cuanto más cerca se halle de la obtención de este último objetivo, mayor será su paso de la forma objetiva de conocimiento a la forma subjetiva de poder hacer; y, en consecuencia, demostrará en mayor medida su efectividad en casos en que la naturaleza de la cuestión no admita otra decisión que la que emana del talento; surtirá efecto sobre el talento en sí mismo. Si la teoría investiga las cuestiones que constituyen la guerra; si distingue claramente aquello que a primera vista parece confuso; si explica totalmente las propiedades de los medios; si permite elucidar sus probables efectos; si define con exactitud la naturaleza de los propósitos; si arroja sobre el escenario de la guerra la luz de una predominante observación crítica, entonces habrá logrado el objetivo principal en la tarea que le corresponde. Entonces se convertirá en guía para todo aquel que quiera familiarizarse con la guerra a través de los libros, y en todo momento iluminará su camino, facilitará sus progresos, educará su juicio y evitará que se desvíe de él.
Si un experto ocupa la mitad de su vida con el intento de esclarecer en todos sus detalles un asunto oscuro, llegará probablemente a conocer más sobre el tema que una persona que dedique poco tiempo a su estudio. La teoría, por tanto, sirve para que cada uno no tenga que explorar el terreno y estudiarlo de nuevo, sino que pueda encontrarlo ya desbrozado y ordenado. Tendrá que adiestrar la mente del futuro jefe en la guerra, o por lo menos guiarlo en su auto educación, pero no acompañarlo al campo de batalla. De manera semejante, un tutor inteligente guía y procura el desarrollo intelectual del joven, sin que por ello lo tenga que llevar con andadores el resto de su vida.
Si los principios y las reglas se evidencian por las consideraciones que fundamenta la teoría; si su propia verdad cristaliza en esas formas, entonces la teoría no se opondrá a esa ley natural del espíritu. Por el contrario, si el arco termina en esa clave, le dará mayor relieve; pero lo hará tan sólo para cumplir con la ley filosófica del pensamiento, con el fin de mostrar con claridad el punto hacia el cual convergen todas las líneas, y no con el propósito de construir sobre esa base una fórmula algebraica para ser usada en el campo de batalla. Porque incluso esos principios y esas reglas revelan su más alto valor al determinar en el espíritu reflexivo las características principales de sus movimientos usuales, que, a manera de señales de tránsito, indican la vía que hay que tomar para su ejecución.
28. Bajo este punto de vista, la teoría se convierte en posible y deja de contraponerse a la práctica
Este punto de vista posibilita el establecimiento de una teoría satisfactoria de la dirección de la guerra, es decir, una teoría que sea útil y no se contraponga con la realidad. La conciliación con la práctica dependerá tan sólo de que sea utilizada de manera inteligente, haciendo desaparecer por completo esa diferencia absurda entre teoría y práctica, producida a menudo por teorías erróneas, alejadas del sentido común, y que han sido con frecuencia manejadas por mentes ignorantes y de criterio estrecho que insisten en continuar en su ineptitud.
29. La teoría, pues, toma en consideración la naturaleza de los fines y de los medios. Fines y medios en la táctica
La teoría, por lo tanto, tiene que considerar la naturaleza de los medios y los fines. En la táctica, los medios están constituidos por las fuerzas armadas adiestradas, que han de llevar a cabo el combate. El fin es la victoria. Más adelante, al considerar el encuentro, explicaremos esta idea de manera más precisa. Por ahora nos limitaremos a calificar la retirada del enemigo del campo de batalla como un indicio de victoria. A través de esta victoria, la estrategia logra el objetivo fijado para el encuentro, el cual constituye su significado real. Este significado ejerce una influencia indudable en la naturaleza de la victoria. Una victoria que tenga por objeto debilitar las fuerzas del enemigo difiere de la que se propone simplemente dominar una posición. En consecuencia, el significado de un encuentro puede ejercer una influencia notable en su planeamiento y en su dirección, y de ahí que sea un elemento a considerar al tratar de la táctica,
30. Circunstancias que acompañan siempre el uso de los medios
Dado que existen determinadas circunstancias que acompañan siempre al encuentro y ejercen sobre él una mayor o menor influencia, tenemos que tomarlas también en consideración al referirnos al uso de las fuerzas armadas. Estas circunstancias son el lugar del encuentro (el terreno), la hora del día y el estado del tiempo.
31. El lugar del encuentro
El lugar del encuentro, que conviene limitar a la idea de región y de terreno, podría no ejercer, en términos estrictos, influencia alguna si el encuentro se produjera en una llanura árida y completamente uniforme.
Ese caso puede ocurrir en regiones provistas de grandes estepas, pero en las comarcas cultivadas de Europa es casi una ficción. En consecuencia, difícilmente puede concebirse entre naciones civilizadas un encuentro en el cual la región y el terreno no tengan influencia.
32. La hora del día
La hora influye en el encuentro por la diferencia existente entre el día y la noche; pero esa influencia se extiende, como es lógico, más allá de los simples límites de estos períodos, pues cada encuentro transcurre en un cierto plazo de tiempo y las grandes batallas suelen durar muchas horas. Al planear una gran batalla, el que ésta comience por la mañana o por la tarde constituye una diferencia esencial. Sin embargo, en muchas la cuestión de la hora no tiene casi importancia, y en la mayoría de los casos su influencia es irrelevante.
33. Estado del tiempo
Resulta aún mucho más infrecuente que el tiempo ejerza una influencia decisiva, y, en la mayoría de los casos, esto sólo ocurre cuando se levanta la neblina.
34. Fines y medios en la estrategia
La victoria, es decir, el éxito táctico, en principio es tan sólo un medio para la estrategia y en última instancia, los hechos que han de conducir a la paz son los que constituyen su objetivo final. El empleo de ese medio para alcanzar el objetivo va acompañado también de circunstancias que ejercen más o menos influencia sobre él.
35. Circunstancias que acompañan el uso de los medios de la estrategia
Estas circunstancias son la región y el terreno, incluyendo en primer lugar el territorio y los ocupantes del escenario de la guerra; luego, la hora del día y la época del año; y, finalmente, el tiempo, en particular en sus manifestaciones menos comunes, como las heladas pertinaces, etcétera.
36. Estas circunstancias posibilitan la adopción de nuevos medios
Al combinar estas cosas con el resultado de un encuentro, la estrategia –y por lo tanto el encuentro– da un significado particular a este resultado, asignándole un objetivo especial. Pero tal objetivo tendrá que ser considerado como un medio, por cuanto no conduce directamente a la paz y es, en consecuencia, un objetivo subordinado. Por lo tanto, en la estrategia, los encuentros afortunados o las victorias, con todos sus distintos significados, tienen que ser considerados como medios. La conquista de una posición es el éxito de un encuentro aplicado al terreno. Pero no sólo han de ser considerados como medios los diferentes encuentros con sus fines particulares. Siempre que en la combinación de los encuentros para alcanzar un fin común se ponga de manifiesto un juicio más profundo, éste ha de ser también concebido como un medio. Una campaña invernal constituye una combinación de ese tipo aplicada a la época del año.
En consecuencia, restarán sólo como objetivos los que conduzcan directamente a la paz. La teoría ha de abarcar todos estos fines y medios de acuerdo con la naturaleza de sus efectos y de sus relaciones recíprocas.
37. La estrategia extrae únicamente de la experiencia los fines y los medios que han de ser abarcados
La primera pregunta que se plantea es la siguiente: ¿cómo llega la estrategia a una enumeración completa de estas cosas? Si la investigación filosófica hubiera de conducir a un resultado absoluto, quedaría enmarañada en todas las dificultades que excluyen la necesidad lógica de la dirección de la guerra y de su teoría. Por lo tanto, recurrirá a la experiencia y dirigirá su atención hacia esos precedentes que ya ha desvelado la historia militar. De esta forma se tratará, sin duda, de una teoría limitada, que se ajustará solamente a las circunstancias, tal como las presenta la historia de la guerra. Pero desde el comienzo, esta limitación resultará inevitable, debido a que aquello que la teoría afirme de las cosas en cada caso tiene que haber sido extraído de la historia de la guerra o, por lo menos, comparado con esa historia. Además, tal limitación será, en todo caso, más teórica que real. Una de las grandes ventajas de este método es que la teoría no puede perderse en sutilezas, artificios y ficciones, sino que debe continuar siendo práctica.
38. Hasta dónde debería abarcar el análisis de los medios
He aquí otra cuestión: ¿hasta dónde debería abarcar la teoría en el análisis de los medios? Es evidente que sólo hasta el punto en que los diferentes componentes se pongan en evidencia para el uso que se considere oportuno. El alcance y los efectos de las distintas armas tienen especial importancia para la táctica; su formación, aunque tales efectos resulten de esta última, es una cuestión que no tiene ningún interés. Porque la conducción de una guerra no consiste en la producción de pólvora y de cañones sobre la base de determinadas cantidades de carbón vegetal, azufre y salitre, de cobre y de estaño; las cantidades precisas para la conducción de la guerra son las armas ya terminadas y sus efectos. La estrategia hace uso de mapas, sin preocuparse por la triangulación; no investiga qué instituciones debe tener un país y cómo deber ser adiestrado y gobernado un pueblo para que dé los mejores resultados en la guerra, sino que toma estos extremos tal como se encontrarán en el conjunto de los estados europeos y advierte acerca de dónde la existencia de unas condiciones muy diferentes puede ejercer una influencia notable sobre la guerra.
39. Necesidad de una gran simplificación del conocimiento
Así, resulta fácil percibir que se ve muy simplificado el número de materias que puede elaborar la teoría y que es muy limitado el conocimiento requerido para la conducción de la guerra. La gran masa de conocimientos prácticos y de habilidades que sirven para la actividad militar en general, y que son necesarias antes de que entre en acción un ejército armado, se concentran en unos cuantos grupos principales, antes de alcanzar el punto en que se presente en la guerra la finalidad última de su utilización, del mismo modo que las corrientes de agua de un país se unen en ríos antes de dar al mar. El estudioso que desee canalizar el curso de estas actividades sólo debe familiarizarse con las que desembocan directamente en el mar de la guerra.
40. Esto explica por qué se forman tan rápidamente los grandes generales y por qué los generales no son hombres de estudio
El resultado de nuestra investigación resulta, en efecto, tan evidente, que cualquier otro no podría sino restar confianza en su exactitud. Solamente así se explica que muy a menudo hayan aparecido hombres, incluso en los rangos elevados del mando supremo, que lograron grandes éxitos en la guerra, cuando sus actividades anteriores habían sido de una naturaleza totalmente diferente; que los más destacados generales no hayan surgido de entre la clase de oficiales más instruidos o realmente eruditos, sino que en su mayoría fueron hombres que, por las posiciones que ocupaban, no tuvieron ocasión de alcanzar un gran nivel de conocimientos. Es por esa razón por la cual los que han considerado necesario, o por lo menos útil, comenzar la educación de los futuros generales mediante una enseñanza pormenorizada, siempre han sido tildados de presuntuosos absurdos.
Resulta muy fácil demostrar que esta formación les sería perniciosa, debido a que el entendimiento humano se ejercita con el tipo de conocimientos que se le imparte y por la dirección que se imprime a sus ideas. Únicamente lo que es grande puede crear grandeza: lo pequeño determinará sólo pequeñez, si es que la mente no lo rechaza como algo que le repugna.
41. Primera contradicción
Debido a que no se tuvo en cuenta esta simplicidad del conocimiento requerido para la guerra, sino que fue confundido con todo el enojoso conjunto de conocimientos y habilidades subordinadas de que está provisto, sólo se pudo solucionar la contradicción obvia en que se vio sumergido ante las manifestaciones del mundo real, asignando toda la tarea al genio, que no necesita ninguna teoría y para el cual se descartaba que ésta debiera haberse formulado.
42. Por esta razón fue negado el uso del conocimiento y todo fue atribuido al talento natural
Las personas dotadas de sentido común comprendieron cuán distante se halla el genio de orden superior del pedante ilustrado. En cierta manera se convirtieron en librepensadores, rechazaron toda creencia en la teoría y sostuvieron que la conducción de la guerra era una función natural del hombre, que éste ejecuta más o menos bien de acuerdo con las aptitudes mayores o menores que posea para esa tarea. No puede negarse que tales personas se hallaban más cerca de la verdad que los que asignaban un valor al falso conocimiento, pero al mismo tiempo cabe advertir que el punto de vista del cual partían no es sino una exageración. No existe actividad alguna de la mente humana que no posea cierto caudal de ideas, y, por lo menos en su mayor parte, éstas no son innatas sino adquiridas y son lo que constituye el conocimiento. La única pregunta que restaría, por tanto, se centra en cuáles deberían ser estas ideas, y creemos haberla contestado al afirmar que, en relación con la guerra, habrían de ser aquellas concernientes a las cuestiones que, en la guerra, atañen al hombre de forma inmediata.
43. El conocimiento debe variar con el grado
En el campo de la actividad militar, el conocimiento requerido debe variar de acuerdo con la posición que ocupa el jefe. Si es de grado inferior, su conocimiento estará dirigido hacia objetivos menos importantes, y más limitados, mientras que, si su posición es más elevada, los objetivos serán mayores y más amplios. Muchos comandantes en jefe no hubieran sobresalido si hubiesen estado al mando de un regimiento de caballería, y viceversa.
44. En la guerra el conocimiento es muy simple, pero no muy fácil
Pero aunque en la guerra el conocimiento es muy simple, es decir, está relacionado con muy pocas cuestiones y las abarca solamente en su resultado final, en realidad llevarlo a la práctica no resulta muy fácil. Ya nos hemos referido en el libro I a las dificultades a que por lo general está sujeta la acción en la guerra; pasaremos aquí por alto aquellas que sólo pueden ser superadas mediante el valor y mantendremos que la actividad adecuada de la inteligencia únicamente es simple y fácil en las posiciones inferiores, pero que su dificultad se acrecienta a medida que nos elevamos de grado, y la posición más encumbrada, la del general en jefe, es considerada como una de las cosas más difíciles de asumir por la mente humana.
45. Naturaleza de este conocimiento
El jefe de un ejército no necesita ser ni un erudito estudioso de la historia ni un ensayista, pero debe estar familiarizado con las cuestiones más importantes de Estado; debe reconocer y ser capaz de juzgar correctamente las tendencias tradicionales, los intereses en juego, los asuntos en disputa y las personalidades sobresalientes. No necesita ser un observador sutil de los hombres, ni un hábil analista de las mentes humanas, pero debe conocer el carácter, la manera de pensar y los hábitos, así como los puntos fuertes y débiles de aquellos a quienes tiene que dirigir. No necesita entender un ápice de la construcción de un vehículo ni de aparejar caballerías, pero ha de saber cómo calcular exactamente, en diferentes circunstancias, la marcha de una columna, de acuerdo con el tiempo que ésta requiera. Es todo ello una clase de conocimiento que no puede obtenerse mediante un complejo de fórmulas y maquinarias científicas; solamente puede ser adquirido a través de un juicio preciso para observar las cosas en la vida y de un talento especial para comprenderlas.
Por lo tanto, el conocimiento idóneo para ocupar una posición elevada en la actividad militar se distingue por el hecho de que solamente puede ser adquirido mediante un talento especial para la observación, es decir, para el estudio y la reflexión, el cual, como instinto intelectual, sabe cómo extraer la esencia de los fenómenos de la vida, del mismo modo que las abejas preparan la miel, cuya esencia han extraído de las flores. Este instinto también puede ser adquirido a través de la experiencia de la vida, tanto como por el estudio y la reflexión. La vida, con sus ricas enseñanzas, no producirá nunca un Newton o un Euler, pero puede muy bien producir el poder superior de cálculo que poseían un Condé o un Federico el Grande.
De la guerra (III)
LIBRO III SOBRE LA ESTRATEGIA EN GENERAL
Capítulo I LA ESTRATEGIA
El concepto de estrategia ha sido definido en el capítulo II del libro II. La estrategia es el uso del encuentro para alcanzar el objetivo de la guerra. Propiamente hablando, sólo tiene que ver con el encuentro, pero su teoría debe tener en cuenta, al mismo tiempo, al agente de su propia actividad, o sea, las fuerzas armadas, consideradas en sí mismas y en sus relaciones principales; el encuentro es determinado por éstas y, a su vez, ejerce sobre ellas unos efectos inmediatos. El encuentro mismo debe ser estudiado en relación tanto con sus resultados posibles como con las fuerzas espirituales y del carácter, que son las más importantes en el uso de ese encuentro.
La estrategia es el uso del encuentro para alcanzar el objetivo de la guerra. Por lo tanto, debe imprimir un propósito a toda la acción militar, propósito que debe concordar con el objetivo de la guerra. En otras palabras, la estrategia traza el plan de la guerra y, para el propósito aludido, añade la serie de actos que conducirán a ese propósito; es decir, traza los planes para las campañas por separado y prepara los encuentros que serán librados en cada una de ellas. Como todas estas son cuestiones que en gran medida sólo pueden ser determinadas sobre la base de suposiciones, algunas de las cuales no se materializan, mientras que cierto número de decisiones referentes a detalles no pueden ser tomadas de antemano en forma alguna, es evidente que la estrategia debe estar presente en el campo de batalla, para concertar esos detalles sobre el terreno y hacer las modificaciones al plan general, cosa que es en todo momento necesaria. En consecuencia, la estrategia no puede ni por un instante dejar de ejercer su tarea.
Tal punto de vista no siempre había sido adoptado, al menos en cuanto al conjunto, lo cual se pone de manifiesto por la antigua costumbre de mantener a la estrategia en los despachos y no en el seno del ejército. Esto sólo es aceptable si el despacho permanece tan próximo al ejército que puede ser considerado como su cuartel general.
En consecuencia, la teoría seguirá a la estrategia en este plan, o, hablando con mayor propiedad, arrojará luz tanto sobre las cosas mismas como sobre sus relaciones recíprocas, y hará hincapié en lo poco que se desprendía de ellas como principios o reglas.
Si recordamos lo expresado en el primer capítulo del libro I, en el sentido de que la guerra atañe a tantas cuestiones de la mayor importancia, comprenderemos que la consideración de todas ellas presupone una singular intervención del espíritu.
Un príncipe o un general que sabe cómo organizar la guerra exactamente de acuerdo con sus objetivos y sus medios, los cuales no utiliza ni demasiado ni muy poco, proporciona con ello la prueba más grande de su genio. Pero los efectos de esa genialidad se ponen de manifiesto no tanto en la invención de nuevas formas de acción, que podrían causar una inmediata impresión, como en la conclusión afortunada del conjunto. Lo que debería ser admirado es el cumplimiento exacto de las suposiciones silenciosas, la armonía sosegada de toda acción que únicamente se hace patente en el resultado total.
El investigador que, partiendo del resultado total, no perciba esa armonía es el que buscará la genialidad donde ésta no existe y donde no puede existir.
En realidad, los medios y las formas que utiliza la estrategia son tan extremadamente sencillos, tan bien conocidos por su repetición constante, que resulta ridículo para el sentido común que los críticos se refieran a ellos con tanta frecuencia y presuntuoso énfasis. La acción de rodear un flanco, que ha sido realizada miles de veces, es considerada por unos como indicio de la genialidad más brillante, y por otros como prueba de la penetración más profunda y hasta del conocimiento más amplio. ¿Es posible que se caiga en el mundo libresco en aberraciones tan absurdas?
Esto resulta todavía más risible si pensamos en que los mismos críticos, de acuerdo con la opinión más común, excluyen de la teoría todas las fuerzas espirituales y no le permiten a ésta considerar más que las fuerzas materiales, de modo que todo queda limitado a algunas relaciones matemáticas de equilibrio y preponderancia, de tiempo y de espacio, y a algunas líneas y ángulos. Si sólo se tratara de esto, entonces no cabría siquiera formular, partiendo de una premisa tan desdeñable, un problema científico para usos escolares.
Pero admitamos que no se trata aquí de fórmulas científicas ni de problemas. Las relaciones entre las cosas materiales son todas muy sencillas. Más difícil resulta la comprensión de las fuerzas que entran en juego. Pero aun respecto de ellas, las complicaciones intelectuales y la gran diversidad de cantidades y relaciones sólo han de ser buscadas en los ámbitos superiores de la estrategia. A este nivel, la estrategia limita con la política y con el gobierno, o, más bien, pasa a ser ambos a la vez, y, como hemos observado antes, éstos tienen más influencia sobre lo mucho o lo poco que ha de hacerse que sobre cómo ha de realizarse. Allí donde es esta la cuestión principal, como en los actos aislados de la guerra, tanto grandes como pequeños, las magnitudes espirituales se reducen a un número muy reducido.
Así, en la estrategia todo resulta muy simple, pero no por ello muy fácil. Una vez que, por las relaciones de Estado, se determina lo que la guerra podrá y tendrá que ser, entonces el camino para alcanzar esto será fácilmente encontrado; pero seguirlo en línea recta, llevar a cabo el plan sin verse obligado a desviarse mil veces por mil influencias variables, requiere, además de fuerza de carácter, una gran claridad y firmeza mental. De mil hombres que puedan sobresalir, unos por su espíritu, otros por su agudeza y otros por su intrepidez o por su fuerza de voluntad, quizá ninguno podrá aunar en sí mismo las cualidades que lo eleven por encima de la mediocridad en la carrera de general.
Podrá parecer extraño que se necesite mucha mas fuerza de voluntad para tomar una decisión importante en la estrategia que en la táctica, pero es un hecho fuera de duda para todos los que conocen la relación que guarda la guerra con ello. En la táctica se cae en el entusiasmo con rapidez; el que actúa se siente arrastrado por un remolino contra el cual no debe luchar sin tener que afrontar las consecuencias más destructivas, reprime las dudas que puedan conturbarlo y se aventura a avanzar intrépidamente. En la estrategia, donde todo se mueve con mayor lentitud, hay mucho más lugar para nuestras propias dudas y las de los demás, para las objeciones y las protestas, y, en consecuencia, también para los remordimientos inoportunos. Y ya que en la estrategia no vemos con nuestros propios ojos ni siquiera la mitad de las cosas que percibimos en la táctica, pues todo debe ser conjeturado y supuesto, también en ella la convicción es menos firme. El resultado es que la mayoría de los generales, en el momento en que deberían actuar, se aferran fuertemente a dudas estériles.
Dirigiendo nuestra mirada a la historia, nos referiremos a la campaña de 1760 de Federico el Grande, que se ha hecho famosa por la excelencia de sus marchas y maniobras, una perfecta obra maestra de habilidad estratégica, como nos dicen los críticos.
¿Nos sentiremos, entonces, embargados por la admiración al ver cómo el rey prusiano intentó primero rodear el flanco derecho de Daun, luego el izquierdo, después nuevamente el derecho, etc.? ¿Hemos de ver una profunda sabiduría en esto? Evidentemente, no, si hemos de formular nuestra opinión naturalmente y sin afectación. Más bien debemos admirar, por encima de todo, la sagacidad de ese rey, quien, al perseguir un objetivo grande con medios muy limitados, no emprendió nada que estuviera más allá de sus fuerzas, sino sólo lo suficiente para lograr su objetivo. Su sagacidad no sólo se hizo patente en esta campaña, sino durante las tres guerras que libró posteriormente.
Su objetivo fue llevar a Prusia al puerto seguro de una paz con garantías. Puesto a la cabeza de un pequeño estado, que se parecía a los otros en la mayoría de las cosas y sólo estaba más adelantado que éstos en algunos aspectos de la administración, no podía llegar a ser un Alejandro, pero sí podía, como Carlos XII de Suecia, acabar sumido en el desastre. Por lo tanto, en la totalidad de su conducción de la guerra encontramos un poder restringido, siempre bien equilibrado y nunca falto de vigor, que en los momentos críticos se elevó hasta realizar proezas asombrosas e inmediatamente después osciló de manera paulatina, ajustándose al juego de las influencias políticas más sutiles. Ni la vanidad, ni la sed de gloria, ni las ansias de desquite pudieron hacerle desviar de su camino, y sólo este proceder lo condujo a la feliz conclusión de la contienda.
¡Qué poca justicia hacen estas palabras a ese aspecto de la genialidad de un gran general! Sólo si observamos cuidadosamente el resultado extraordinario de la guerra en que estaba empeñado e investigamos las causas que produjeron su resultado, llegaremos a la convicción de que únicamente su discernimiento agudo fue lo que condujo al rey a sortear todos los peligros.
Este es el rasgo de ese gran jefe que admiramos en la campaña de 1760 ––y también en todas las otras, pero en ésta en especial––, porque en ninguna otra mantuvo el equilibrio contra una fuerza hostil tan superior haciendo un sacrificio tan pequeño.
Otro rasgo se refiere a la dificultad de ejecución. Las marchas para rodear un flanco derecho o izquierdo tienen un fácil planteamiento; la idea de mantener siempre una pequeña fuerza bien concentrada para poder enfrentar al enemigo disperso, en iguales condiciones y en cualquier punto, y la de multiplicar una fuerza por medio de movimientos rápidos, es concebida con tanta facilidad como es expresada. En consecuencia, su descubrimiento no puede despertar nuestra admiración, y con respecto a estas cosas sencillas basta con admitir que son sencillas.
Pero dejemos que un general trate de imitar en estas cosas a Federico el Grande. Algunos autores que fueron testigos oculares se han referido mucho tiempo después al peligro, o, más aún, a la imprudencia con que fueron establecidos los campamentos del rey, y, sin duda, en la época en que los levantó, el peligro parecía tres veces mayor que en épocas ulteriores.
Lo mismo sucedió con sus marchas, realizadas a cuerpo descubierto, e incluso bajo el fuego de los cañones enemigos. El rey Federico levantó sus campamentos y realizó esas marchas porque, en el modo de proceder de Daun, en su método de formar el ejército, en su sentido de responsabilidad y en su carácter, encontró esa seguridad que hizo que sus marchas y sus campamentos fueran aventurados pero no temerarios. Pero para ver las cosas desde este punto de vista se requeriría poseer la audacia, la determinación y la fuerza de voluntad que caracterizaron a ese rey, y no dejarse intimidar por el peligro del que la gente todavía escribía y hablaba treinta años después. En esta situación, pocos generales hubieran considerado practicables estos simples medios estratégicos.
En aquella campaña se planteaba además otra dificultad de ejecución, a saber, que el ejército del rey prusiano se mantenía en constante movimiento. El ejército se desplazó dos veces por vericuetos en pésimas condiciones, desde el Elba hasta Silesia, detrás de Daun y perseguido por Lascy (principios de julio y de agosto). Tenía que estar preparado para la batalla en cualquier momento, y sus marchas tenían que ser organizadas con un grado de habilidad que necesariamente conduciría a un esfuerzo igualmente grande.
Aunque contó con él pese a ser demorado en sus movimientos por el desplazamiento de miles de vehículos, su sistema de mantenimiento era todavía en extremo insuficiente. En Silesia, durante los ocho días anteriores a la batalla de Liegnitz tuvo que realizar constantemente marchas nocturnas y se vio forzado a dirigirse de modo alternativo hacia la derecha y hacia la izquierda, a lo largo del frente enemigo. Esto le costó un gran esfuerzo y le impuso asimismo inmensas privaciones.
¿Cabe suponer que todo esto pudo hacerse sin producir una gran fricción en la maquinaría? ¿Puede un general en jefe realizar esos movimientos con la misma facilidad con que la mano de un topógrafo maneja la alidada? ¿No se sentirá conmovido mil veces el corazón del jefe y el de sus generales a la vista de los sufrimientos de sus soldados hambrientos y sedientos? ¿No habrán de llegar a sus oídos las quejas y dudas que éstos manifiesten? ¿Tendrá un hombre corriente el valor de exigir tales sacrificios? ¿No desmoralizarían inevitablemente al ejército esos esfuerzos, no destruirían su disciplina y, en suma, no minarían sus virtudes militares si no los compensara una sólida confianza en la grandeza e infalibilidad del jefe? Por lo tanto, ante eso es ante lo que habremos de inclinarnos; estos milagros de ejecución son los que tenemos que admirar. Pero no es posible comprender esto en toda su magnitud sin haberlo experimentado de antemano. Para la persona que conoce la guerra sólo por los libros y los campos de adiestramiento, no existe en realidad ninguno de estos efectos paralizantes sobre la acción; por lo tanto, le pedimos que acepte de nosotros, con fe y confianza, todo lo que ella es incapaz de aportar por experiencia personal.
Por medio de este ejemplo nos propusimos clarificar el desarrollo de nuestras ideas, y al cerrar este apartado nos apresuramos a decir que, al considerar la estrategia, describiremos los aspectos individuales que nos parezcan más importantes, sean de naturaleza material o espiritual. Procederemos de lo simple a lo complejo y concluiremos con la relación interna de todo el acto de la guerra, en otras palabras, con el plan para una guerra o para una campaña.
Un encuentro llega a ser posible por la mera disposición de las fuerzas armadas en un punto, pero no siempre se produce realmente allí. ¿Debe considerarse esa posibilidad como una realidad y por lo tanto como algo factible? Evidentemente. Es así en virtud de sus consecuencias, y estos efectos, cualesquiera que sean, no pueden faltar nunca.
1. Los encuentros posibles han de ser considerados como reales debido a sus consecuencias
Si un destacamento es enviado para cortar la retirada del enemigo que huye y éste se rinde sin ofrecer mayor resistencia, su decisión se debe al encuentro que podría provocar ese destacamento.
Si una parte de nuestro ejército ocupa una zona enemiga que estaba indefensa y priva así al enemigo de medios considerables con los que podría reforzar su propio ejército, continuamos en posesión de esa zona solamente gracias al encuentro, ya que, en el caso de que el enemigo se propusiera recuperar la zona, ese destacamento haría que el enemigo preverá la posibilidad de ese encuentro.
Por lo tanto, en ambos casos, la mera posibilidad de un encuentro ha producido consecuencias y, por consiguiente, ha accedido a la categoría de cosa real. Supongamos que en estos casos el enemigo hubiese opuesto a nuestras tropas otras superiores en fuerza, y de este modo hubiera obligado a las nuestras a abandonar su objetivo sin que se produjese el encuentro; entonces, sin duda, nuestro plan habría fallado, pero el encuentro que propusimos al enemigo no habría dejado de surtir efecto, porque habría atraído a las fuerzas enemigas. Incluso si toda la empresa hubiera significado una pérdida para nosotros, no podremos decir que estas posiciones, estos encuentros posibles, no hayan surtido efecto. Tales efectos, por lo tanto, son similares a los de un encuentro perdido.
Así, vemos que solamente se logra la destrucción de las fuerzas militares del enemigo y la aniquilación del poder enemigo por medio de los efectos del encuentro, ya sea que el encuentro se produzca realmente o que sólo sea propuesto y no aceptado.
2. El objetivo doble del encuentro
Pero estos efectos también son dobles, o sea, directos e indirectos. Son indirectos si intervienen otras cuestiones que pasan a ser el objetivo del encuentro, cuestiones que en sí mismas no pueden ser consideradas como la destrucción de las fuerzas enemigas, sino que sólo se supone que conducen a ella, sin duda en forma indirecta, pero con mayor fuerza. La posesión de zonas, ciudades, fortalezas, caminos, puentes, polvorines, etc., puede ser el objeto inmediato de un encuentro, pero nunca el objetivo final. Cosas como las descritas sólo deben ser consideradas como un medio de lograr una superioridad, para que el encuentro pueda ser finalmente propuesto al oponente, de tal forma que éste se vea imposibilitado de aceptarlo. Por lo tanto, todas estas cuestiones solamente deben ser consideradas como pasos intermedios, o sea, como guías para el principio efectivo, pero nunca como el principio mismo.
3. Ejemplos
En 1814, con la conquista de la capital de Bonaparte se alcanzó el objetivo de la guerra. Las divisiones políticas que tenían sus raíces en París se hicieron efectivas; una profunda resquebradura causó el derrumbamiento del poder del emperador. Sin embargo, es necesario considerar esto desde el punto de vista de que por este medio fueron reducidos en un instante la fuerza militar de Bonaparte y su poder de oposición, y que la superioridad de los Aliados aumentó proporcionalmente, haciendo imposible para aquél ofrecer más resistencia. Fue esta imposibilidad la que dio lugar a la paz. De suponer que las fuerzas militares de los Aliados hubieran sido reducidas proporcionalmente en ese momento por influencia de causas externas, la superioridad habría desaparecido y con ella también todo el efecto y la importancia de la conquista de París.
Hemos examinado con detención esta cadena de argumentos para mostrar que es ese el único punto de vista verdadero y natural, del que se deriva su importancia. Ello nos conduce de nuevo a la siguiente cuestión: ¿cuál tendrá que ser, en cualquier momento dado de la guerra o de la campaña, el resultado probable de los encuentros grandes y pequeños que los dos bandos puedan proponerse mutuamente? En la consideración del plan para una campaña o una guerra, sólo esta cuestión es decisiva, por lo que respecta a las medidas que deben ser tomadas desde un principio.
4. Cuando no se adopta este punto de vista, se otorga entonces un valor falso a otras cosas
Si no consideramos la guerra y las campañas aisladas de la guerra como una cadena compuesta sólo de encuentros, de los cuales uno siempre es causa del otro; si aceptamos la idea de que la conquista de ciertos puntos geográficos o la ocupación de zonas indefensas constituyen algo en sí mismas, entonces es muy probable que consideremos esto como una ventaja que puede ser obtenida como de pasada; y si lo consideramos así y no como un eslabón de toda la serie de acontecimientos, no nos preguntaremos si esa posesión puede acarrearnos más tarde una desventaja. ¡Cuán a menudo vemos repetirse este error en la historia de la guerra! Podemos decir que, del mismo modo que, en el comercio, el comerciante no puede poner aparte y a buen recaudo ganancias provenientes de una transacción aislada, tampoco en la guerra puede separarse una ventaja aislada del resultado del conjunto. De la misma manera que el comerciante no puede operar siempre con la suma total de sus medios, igualmente en la guerra sólo el total final decidirá si un caso particular constituye una ganancia o una pérdida.
Pero si la mente no deja de considerar las series de encuentros hasta donde sea posible advertirlo de antemano, entonces ha escogido el camino que lleva directamente a su objetivo y, por lo tanto, nuestro poder adquiere esa rapidez o, lo que es igual, nuestros actos de voluntad y nuestras acciones adquieren ese vigor que reclama la ocasión y que no se ve ensombrecido por influencias extrañas.
Capítulo II ELEMENTOS DE LA ESTRATEGIA
Las causas que condicionan el uso del encuentro en la estrategia caben ser divididas convenientemente en elementos de distinta clase, es decir, en elementos morales, físicos, matemáticos, geográficos y estadísticos.
La primera clase incluye todo lo que se pone de manifiesto por medio de cualidades y efectos espirituales; la segunda abarca la magnitud de la fuerza militar, su composición, la proporción de armamentos, etc.; la tercera comprende el ángulo de las líneas de operación, los movimientos concéntricos y excéntricos, en cuanto su naturaleza geométrica adquiere algún valor en el cálculo; la cuarta considera la influencia del terreno, como son los puntos dominantes, las montañas, los ríos, los bosques, los caminos; y, por último, la quinta clase incluye todos los medios de abastecimiento, etc. El hecho de que por el momento consideremos separadamente estos elementos tiene la ventaja de que aclara nuestras ideas y nos ayuda a calcular el valor más alto o más bajo de las diferentes clases a medida que avanzamos. Porque, al considerarlas por separado, muchas de ellas pierden espontáneamente su importancia. Por ejemplo, vemos con bastante claridad que, si no deseamos considerar más que la posición de la línea operativa, el valor de una base de operaciones, aun incluso bajo esa simple forma; depende mucho menos del elemento geométrico, del ángulo que esas operaciones constituyen entre sí, que de la naturaleza de los caminos y del país que éstos atraviesan.
Sin embargo, sería una idea de las más desafortunadas tratar la estrategia de acuerdo con estos elementos, pues por lo general son múltiples y están relacionados íntimamente unos con otros en cada operación aislada de la guerra. En tal caso nos perderíamos en el análisis más deslavazado y, como en una pesadilla, en vano buscaríamos trazar un arco que relacionara estos fundamentos abstractos con los hechos pertenecientes al mundo real. ¡Que el cielo proteja a todo teórico que intente esta empresa! Nosotros nos ocuparemos del mundo de los fenómenos complejos, y en cada ocasión no llevaremos nuestro análisis más allá de lo necesario para dar claridad a la idea que deseamos exponer; idea que nos hemos formado no mediante una investigación especulativa, sino a través de la impresión surgida de la realidad de la guerra en su totalidad.
Capítulo III LAS FUERZAS MORALES
Tenemos que referirnos de nuevo a esta cuestión, que fue tratada ligeramente en el libro II, capítulo III, porque las fuerzas morales constituyen uno de los temas más importantes en la guerra. Son el espíritu que impregna toda el ámbito bélico. Se adhieren más tarde o más temprano, y con conformidad mayor, a la voluntad que activa y guía a toda la masa de fuerzas y, por así decir, se confunden con ella en un todo, porque ella misma es una fuerza moral. Lamentablemente tratan de apartarse de la ciencia libresca, porque no pueden ser ni medidas en números ni agrupadas en clases, mientras que, al mismo tiempo, requieren ser vistas y sentidas.
El espíritu y otras cualidades morales de un ejército, de un general o de un gobierno, la opinión pública en las zonas donde se desarrolla la guerra, el efecto moral de una victoria o de una derrota, son cosas que en sí mismas varían mucho de naturaleza y que pueden ejercer también una influencia muy diferente, según como se planteen con respecto a nuestro objetivo y nuestras relaciones.
Aunque poco o nada cabe encontrar en los libros sobre estas cosas, pertenecen sin embargo a la teoría del arte de la guerra tanto como todo lo demás que constituye esta última. Porque tenemos que repetir aquí una vez más que nuestra filosofía sería mezquina si, de acuerdo con los viejos moldes, estableciéramos reglas y principios prescindiendo de todas las fuerzas morales, y después, tan pronto como estas fuerzas fueran apareciendo, comenzáramos a considerar las excepciones, que de tal modo formularíamos hasta cierto punto científicamente, o sea, erigiríamos en regla; o si recurriéramos a hacer una llamada al genio, que está por encima de todas las reglas, con lo cual daríamos a entender que las reglas no sólo fueron hechas para los necios, sino que en sí mismas tienen que constituir realmente una necedad.
Aun cuando la teoría de la guerra no hiciera en realidad más que recordar estas cosas, mostrando la necesidad de adjudicar todo su valor a las fuerzas morales y tomándolas siempre en consideración, aun así habría abarcado dentro de sus límites este ámbito de las fuerzas inmateriales y, al adoptar dicho punto de vista, habría condenado de antemano a todo el que hubiera tratado de justificarse ante sí mismo apelando a las meras condiciones físicas de las fuerzas.
Además, en consideración a todas las otras susodichas reglas, la teoría no puede desterrar a las fuerzas morales de su campo de acción, porque los efectos de las fuerzas físicas y morales están completamente fusionados y no pueden ser separados como una aleación por medio de un proceso químico. En toda regla relacionada con las fuerzas físicas, la teoría debe tener presente al mismo tiempo la participación que cabe asignar a las fuerzas morales, si no quiere caer en el error de establecer proposiciones categóricas, que son a veces tan demasiado pobres y limitadas como demasiado amplias y dogmáticas.
Aun las teorías menos espirituales han perdido su rumbo, inconscientemente, dentro de este ámbito de la moral, porque, por ejemplo, los efectos de una victoria nunca pueden ser totalmente explicados sin considerar las impresiones morales. En consecuencia, la mayoría de las cuestiones que examinaremos en este libro están compuestas de causas y efectos, mitad físicos, mitad morales, y podemos decir que lo físico no es casi nada más que el asa de madera, mientras que lo moral es el metal noble, la verdadera arma, brillantemente pulida.
El valor de las fuerzas morales y la influencia que ejercen, a menudo increíble, se hallan muy bien ejemplificados en la historia. Con respecto a ello, debe tenerse en cuenta que los gérmenes de la sabiduría, que habrán de producir sus frutos en el pensamiento, son sembrados no tanto por medio de demostraciones, exámenes críticos y tratados eruditos, sino por medio de sentimientos, impresiones generales y rasgos de intuición aislados y clarificadores.
Podemos examinar los fenómenos morales más importantes en la guerra y tratar de ver, con todo el esmero de un maestro diligente, lo que podríamos afirmar sobre cada uno, ya fuera algo bueno o malo. Pero al aplicar tal método caeríamos con mucha facilidad en lo vulgar y común, mientras que desaparecería el verdadero espíritu del análisis y, sin saberlo, no haríamos más que repetir las cosas que todo el mundo conoce.
Por lo tanto, aquí más que en ninguna otra parte preferimos ser incompletos y permanecer estables, contentándonos con haber atraído la atención sobre la importancia de la cuestión, en un sentido general, y con haber señalado el espíritu del que han surgido los puntos de vista desarrollados en este libro.
Capítulo IV LAS PRINCIPALES POTENCIAS MORALES
Las principales potencias morales son las siguientes: las capacidades del jefe, las virtudes militares del ejército y su espíritu nacional. Nadie puede determinar de forma general cuál de es tas potencias tiene mayor valor, porque resulta muy difícil aseverar algo concerniente a su fuerza y más aún comparar la fuerza de una con la de la otra. Lo mejor es no subestimar a ninguna de ellas, defecto en el que incurre el juicio cuando se inclina, en vacilación caprichosa, ora a un lado, ora al otro. Es mejor basarse en la historia para poner en evidencia suficiente la eficacia innegable de estas tres potencias.
Sin embargo, es cierto que en los tiempos modernos los ejércitos de los estados europeos han alcanzado casi el mismo nivel en relación con la disciplina y el adiestramiento. La conducción de la guerra se ha desarrollado con tal naturalidad, como expresarían los filósofos, que ha pasado a ser una especie de método, común a casi todos los ejércitos, haciendo que ni siquiera en lo que al jefe se refiere podamos contar con la aplicación de planes especiales en el sentido más limitado. En consecuencia, no puede negarse que la influencia del espíritu nacional y del hábito de un ejército para la guerra proporciona una mayor capacidad de acción. Una paz prolongada podría alterar de nuevo las cosas.
El espíritu nacional de un ejército (el entusiasmo, el fervor fanático, la fe, la opinión) se pone de manifiesto sobre todo en la guerra de montaña, donde todo el mundo, hasta el último sol dado, depende de sí mismo. Por esta razón las montañas constituyen los mejores campos de batalla para unas fuerzas populares.
La habilidad técnica en un ejército y ese valor bien templado que mantiene unida a la tropa, como si hubiera sido fundida en un molde, muestran claramente su ventaja máxima en la llanura abierta.
El talento de un general tiene un mayor campo de acción en terrenos quebrados y ondulados. En las montañas surte muy poco efecto sobre las partes separadas, y la dirección de todas ellas desborda su capacidad; en llanuras abiertas resulta ésta muy sencilla y no agota esa capacidad.
Los planes deben ser formulados de conformidad con estas afinidades electivas evidentes.
Capítulo V VIRTUD MILITAR DE UN EJÉRCITO
Ésta se diferencia de la simple valentía, y aún más del entusiasmo que despierta la causa de la guerra. La valentía constituye, por supuesto, una parte necesaria de la virtud militar, pero así como la valentía, que en el hombre común es un don natural, también puede hacer acto de presencia en el soldado, como miembro de un ejército, a través del hábito y del adiestramiento, del mismo modo la virtud militar ha de adoptar en él una dirección diferente de la que toma en el hombre común.
Debe perder ese impulso hacia la desenfrenada actividad y manifestación de fuerza que es su característica en el individuo, y tiene que someterse a exigencias de nivel superior, como son la obediencia, el orden, la regla y el método. El entusiasmo por la causa proporciona vida y mayor ardor a la virtud militar de un ejército, pero no constituye una parte necesaria de ella.
La guerra es una ocupación determinada. Y por más general que pueda ser su relación y aun si hubiera de practicarla toda la población masculina de un país en condiciones de llevar armas, sin embargo continuaría siendo diferente y permanecería separada de todas las demás actividades que ocupan la vida del hombre. Estar imbuido del espíritu y la esencia de esta ocupación, adiestrar, mover y asimilar las fuerzas que habrán de ser activas en ella, abrirse camino en ella con inteligencia, adquirir confianza y destreza en su desarrollo por medio del ejercicio, compenetrarse con ella en cuerpo y alma, identificarse con el papel que se nos ha asignado en ella, esta es la virtud militar de un ejército en particular.
Por más escrupuloso que se sea en concebir la coexistencia del ciudadano y del soldado en un mismo individuo, por más que consideremos las guerras como cuestiones nacionales, y por más alejadas que estén nuestras ideas de las de los condottieri de los tiempos antiguos, no será nunca posible suprimir la individualidad de la rutina profesional. Y si esto no puede hacerse, entonces todos los que pertenecen a dicha profesión, y mientras pertenezcan a ella, se considerarán siempre como una especie de corporación, en cuyas regulaciones, leyes y costumbres se manifiesta de forma predominante el espíritu de la guerra. Así es esto en la realidad. Aun si nos inclináramos de forma decidida a considerar la guerra desde el punto de vista más elevado, sería muy erróneo menospreciar ese espíritu corporativo, ese esprit de corps que puede y debe existir en mayor o menor grado en todo ejército. Este espíritu corporativo forma, por así decir, el lazo de unión entre las fuerzas naturales que están activas en lo que hemos llamado virtud militar. Los gérmenes de la virtud militar fructifican más fácilmente en el
espíritu corporativo.
Un ejército que mantiene su formación usual bajo el fuego más intenso, que nunca vacila ante temores imaginarios y resiste con todas sus fuerzas a los bien fundados, que, orgulloso de sus victorias, no pierde nunca el sentido de la obediencia, el respeto y la confianza en sus jefes, aun en medio del descalabro de la derrota; un ejército con sus potencias físicas templadas en la práctica de las privaciones y el esfuerzo, como los músculos de un atleta; un ejército que considera todas sus tareas como medios para conseguir la victoria, no como una maldición que se posa sobre sus hombros, y que siempre recuerda sus deberes y virtudes mediante el código conciso de una sola idea, o sea, el honor de sus armas, un ejército como este se halla imbuido del verdadero espíritu militar.
Los soldados pueden luchar con valentía, como los vandeanos, y realizar grandes proezas, como los suizos, los americanos o los españoles, sin desarrollar esta virtud militar. Un jefe puede alcanzar el éxito a la cabeza de ejércitos permanentes, como el príncipe Eugenio de Saboya o Marlborough, sin gozar de los beneficios de su ayuda. Por lo tanto, no cabe decir que sin esa virtud no puede ser imaginada una guerra victoriosa.
Prestamos una atención especial a este punto para poder proporcionar mayor individualidad a la concepción aquí expuesta, a fin de que nuestras ideas no se diluyan en generalizaciones vagas y no caigamos en la consideración de que la virtud militar es lo único que importa. Esto no es así. La virtud militar en un ejército aparece como una potencia moral definida que puede ser dilucidada y con una influencia, en consecuencia, que cabe considerar como un instrumento cuya fuerza puede ser calculada.
Habiéndola caracterizado de este modo, nos referiremos a su influencia y a los medios con los que ésta puede ser adquirida. La virtud militar es siempre para las partes lo que el genio del jefe es para el todo. El general sólo puede dirigir el conjunto, no cada parte por separado, y allí donde no pueda dirigir la parte, el espíritu militar debe convertirse en conductor. Un general es elegido por la fama de sus cualidades sobresalientes; los jefes más distinguidos de grandes masas lo son tras un examen cuidadoso.
La consistencia de este examen disminuye a medida que se desciende en la escala jerárquica y, precisamente, en la misma medida cabe confiar cada vez menos en las capacidades individuales; pero lo que falta a este respecto debe ser suministrado por la virtud militar. Este papel está representado justamente por las cualidades naturales del pueblo movilizado para la guerra: bravura, aplomo, capacidad de resistencia y entusiasmo. En consecuencia, estas propiedades pueden substituir la virtud militar y viceversa, de lo que puede deducirse que:
1. La virtud militar es sólo una cualidad propia de los ejércitos permanentes, y éstos están muy necesitados de ella. En las insurrecciones nacionales y en la guerra, las cualidades naturales que se desarrollan con mayor rapidez son substituidas por la virtud militar.
2. Los ejércitos permanentes que se enfrentan con ejércitos permanentes pueden renunciar a esta virtud con más facilidad que un ejército permanente que se opone a una insurrección nacional, porque en este caso las tropas están más dispersas y las partes dependen más de sí mismas. Pero allí donde el ejército pueda mantenerse concentrado, el genio del general desempeña un papel muy importante y compensa lo que falta en el espíritu del ejército. En consecuencia, la virtud militar por lo general se hace más necesaria cuanto más se complica la guerra y más se dispersan las fuerzas debido al escenario de las operaciones y a otras circunstancias.
La única lección que ha de extraerse de estas realidades es que si un ejército cede en esa potencia debería hacer todo lo posible para simplificar sus operaciones bélicas o duplicar la atención puesta en otros puntos del dispositivo militar y no esperar de su simple nombradía como ejército permanente lo que sólo las circunstancias mismas pueden dar.
Por lo tanto, la virtud militar de un ejército constituye una de las fuerzas morales más importantes en la guerra, y donde ha faltado esta virtud vemos que o bien ha sido reemplazada por una de las otras, como son la superior grandeza del jefe o el entusiasmo del pueblo, o bien se han producido resultados que no guardaban relación con el esfuerzo realizado. En la historia de los macedonios bajo Alejandro Magno, de las legiones romanas bajo César, de la infantería española bajo Alejandro Farnesio, de los suecos bajo Gustavo Adolfo y Carlos XII, de los prusianos bajo Federico el Grande y de los franceses bajo Bonaparte, vemos cuántas hazañas grandiosas se llevaron a cabo gracias a este espíritu, este valor genuino del ejército, este refinamiento del mineral que se transforma en metal brillante. Si nos negáramos a admitir que los éxitos magníficos de estos generales y su gran capacidad para hacer frente a situaciones de extrema dificultad sólo fueron posibles con ejércitos que, por medio de la virtud militar, adquirieron un poder de eficacia superior, mentalmente habríamos echado a propósito un cerrojo a todas las pruebas históricas.
Este espíritu sólo puede surgir de dos fuentes, y éstas sólo pueden engendrarlo si se presentan juntas. La primera implica una serie de guerras y resultados afortunados; la otra es la práctica de hacer rendir frecuentemente al ejército hasta la última partícula de su ser.
Sólo al realizar este esfuerzo el soldado aprende a conocer sus fuerzas. Cuanto más exija el general de sus tropas, más seguro estará de que sus exigencias serán satisfechas. El soldado se siente tan orgulloso de los escollos vencidos como lo está del peligro superado.
Por lo tanto, este germen sólo florecerá en el terreno de la actividad y del esfuerzo incesantes, pero lo hará también sólo bajo los rayos de la victoria. Una vez que se haya transformado en un árbol consistente, resistirá las tormentas más intensas de la desgracia y la derrota y, al menos por un tiempo, incluso la indolente inactividad de la paz. En consecuencia, sólo puede originarse en la guerra y bajo el mando de grandes generales, pero indudablemente puede ser duradero por lo menos durante varias generaciones, incluso a lo largo de períodos de paz considerables.
No cabe comparar ese esprit de corps excelso y comprensivo de un grupo de veteranos marcados por las cicatrices y endurecidos por la guerra, con el amor propio y la vanidad de los ejércitos permanentes que sólo se mantienen unidos por el lazo de las regulaciones de servicio y disciplinarias.
Una severidad inflexible y la disciplina estricta pueden mantener vigente la virtud militar de una tropa, pero no la crean. Sin embargo, por más que estas cosas conserven cierto valor, tampoco conviene exagerarlo. El orden, la habilidad, la buena disposición y también cierto grado de orgullo y un sobresaliente temple son cualidades de un ejército adiestrado en época de paz que deben ser valoradas, pero que, sin embargo, no tienen una importancia por sí mismas. El conjunto sostiene al conjunto y, al igual que el cristal que es enfriado muy rápidamente, una sola grieta puede quebrar toda la masa. En especial, el temple más firme del mundo se sume con demasiada facilidad en la depresión ante la primera desgracia, o, podríamos decir, en una especie de jactancia temerosa, en el sauve qui peut francés. Un ejército como ese sólo puede lograr algo por medio de su jefe, pero nunca por sí mismo. Debe ser conducido con doble precaución, hasta que gradualmente, en la victoria y en el esfuerzo, vaya adquiriendo fortaleza en su severa preparación. ¡Cuidado entonces con confundir el espíritu de un ejército con su temple!
Capítulo VI LA AUDACIA
En el capítulo sobre la certidumbre del éxito se ha determinado el lugar y el papel que la audacia representa en el sistema dinámico de fuerzas, donde se opone a la previsión y a la prudencia, para mostrar, con ello, que la teoría no tiene derecho a restringirla tomando como pretexto su legislación.
Pero esta excelsa desenvoltura con la que el alma humana se eleva por encima de los peligros más extraordinarios tiene que ser considerada en la guerra como un agente activo aislado. En realidad, ¿en qué terreno de la actividad humana tendría la audacia derecho de ciudadanía si no fuera en la guerra?
Es la más excelsa de las virtudes, el verdadero acero que da al arma su agudeza y brillantez, tanto en el corneta y en el ciudadano que sigue al ejército como en el general en jefe. Admitamos, en efecto, que goza hasta de prerrogativas especiales en la guerra.
Además del resultado que se obtenga del cálculo del espacio, el tiempo y la magnitud, debemos conceder le cierto porcentaje de participación, que siempre, cuando se muestra superior, se aprovecha de la debilidad de los demás. Constituye, por tanto, una verdadera potencia creadora, lo cual no resulta difícil de demostrar, ni siquiera filosóficamente. Allí donde la audacia encuentre indecisión, las probabilidades de éxito se decantarán necesariamente a su favor, debido a que ese estado de indecisión implica una pérdida de equilibrio. Se encuentra únicamente en desventaja, podríamos decir, cuando se enfrenta con una cautelosa previsión, que resulta tan audaz, tan fuerte y poderosa en cada caso como lo es ella misma; pero estos casos difícilmente se presentan. Entre los hombres cautelosos hay una considerable mayoría que se muestran sujetos a la timidez.
En las grandes masas, la audacia constituye una fuerza cuyo cultivo especial nunca puede ejercerse en detrimento de otras fuerzas, debido a que aquéllas se hallan ligadas a una voluntad superior, a través del armazón y la estructura del orden de batalla y del servicio, y están en consecuencia guiadas por una inteligencia ajena. Así, la audacia equivale aquí solamente a un resorte, que se mantiene bajo presión hasta el momento en que es liberado.
Mientras más elevado sea el orden jerárquico, mayor será la necesidad de que la audacia vaya acompañada por la reflexión, o sea, que no debería ser la expresión ciega de una pasión sin finalidad, ya que con el aumento de jerarquía se trata cada vez menos de un autosacrificio y cada vez más de la preservación de otros y del bien común de la gran totalidad. Lo que las regulaciones del servicio prescriben a manera de segunda naturaleza para las grandes masas debe ser prescrito para el general en jefe por la reflexión, y en este caso la audacia individual en actos aislados puede convertirse muy fácilmente en un error. De todas maneras, será un estupendo error que no debe ser considerado de la misma forma que cualquier otro. ¡Feliz del ejército en el que se manifieste la audacia con frecuencia, aunque sea de manera inoportuna! Es una floración excesivamente esplendorosa, pero que indica la presencia de un rico suelo. Incluso la temeridad, que equivale a la audacia sin objetivo alguno, no tiene que menospreciarse; fundamentalmente, es la misma fuerza de carácter, pero usada a modo de pasión sin ninguna participación de las facultades intelectuales. La audacia deberá ser reprimida como un mal peligroso únicamente cuando se rebele contra la obediencia del espíritu, cuando se manifieste de manera categórica en contra de una autoridad superior competente; pero habrá de serlo no por ella misma, sino en relación con el acto de desobediencia que cometa, ya que nada en la guerra tiene mayor importancia que la obediencia.
Decir que, a igual nivel de inteligencia, en la guerra se pierde mil veces más por causa de la timidez que de la audacia sólo cabe expresarlo para asegurarnos la aprobación de nuestros lectores.
Substancialmente, la intervención de un motivo razonable facilitaría la acción de la audacia y, en consecuencia, aminoraría el mérito que puede encerrar; pero en realidad resulta todo lo contrario.
La participación del pensamiento lúcido y, más aún, la supremacía del espíritu despojan a las fuerzas emotivas de una gran parte de su intensidad. Por esa causa, la audacia pasa a ser menos frecuente, mientras más se asciende en la escala jerárquica, ya que, si bien es posible que la perspicacia y el entendimiento no aumenten con la jerarquía, también es cierto que las magnitudes objetivas, las circunstancias y las consideraciones se imponen a los jefes en sus distintas fases de tal forma y con tanta fuerza desde el exterior, que el peso que recae sobre ellos por estas causas aumenta en la medida en que disminuye su propia perspicacia. Esto, por lo que a la guerra se refiere, es el fundamento básico de la verdad que encierra el proverbio francés: Tel brille au second qui s’éclipse au premier.
Casi todos los generales que la historia nos ha presentado como simples mediocridades y como carentes de decisión, mientras estaban a cargo del mando supremo, fueron hombres que sobresalieron por su audacia y decisión cuando ocupaban un lugar inferior en la escala jerárquica.
Debemos hacer una distinción con los motivos de un comportamiento audaz que surge bajo la presión de la necesidad. La necesidad presenta diversos grados de intensidad. Si es inmediata, si la persona que actúa en persecución de un objetivo se ve acosado por un grave peligro cuando intenta escapar de otros peligros igualmente grandes, entonces lo único digno de admirar es la determinación, la cual, no obstante, tiene también de por sí su valor. Si un joven salta por encima de un profundo abismo para mostrar su habilidad como jinete, entonces es audaz, pero si da el mismo salto al verse perseguido por un grupo de turcos desaforados, sólo muestra determinación. Pero cuanto más lejana se encuentre la necesidad de acción y mayor sea el número de circunstancias que tenga que considerar el espíritu para realizarla, tanto mayor será el descrédito de la audacia. Si Federico el Grande consideró, en el año 1756, que la guerra era inevitable y solamente pudo rehuir la destrucción adelantándose a sus enemigos, tuvo la necesidad de comenzar él la guerra, pero al mismo tiempo es evidente que fue muy audaz, ya que muy pocos hombres en su lugar hubieran decidido hacerlo.
Aunque la estrategia pertenece solamente al terreno propio de los comandantes en jefe o de los generales en las posiciones más elevadas, la audacia sigue siendo en todos los demás miembros del ejército una cuestión tan indiferente para ellos como lo son las otras virtudes militares. Con un ejército proveniente de un pueblo audaz y en el que siempre se haya alimentado el espíritu de audacia, todas las cosas pueden ser emprendidas, menos aquellas que sean extrañas a esa virtud. Por esta razón es por la que hemos mencionado la audacia en conexión con el ejército. Pero nuestro objetivo se centra en la audacia del comandante en jefe y, sin embargo, todavía no hemos manifestado gran cosa sobre ello, después de haber descrito esa virtud militar en un sentido general, de la mejor forma como hemos sabido hacerlo.
Cuanto más nos elevamos en las posiciones de mando, mayor será el predominio del intelecto y de la perspicacia en la actividad de la mente, y, por ello, tanto más será dejada de lado la audacia, que es una propiedad del temperamento. Por esta razón la encontramos tan raramente en las posiciones elevadas, pero es en ellas donde más merecedora es de admiración. La audacia dirigida por el predominio del espíritu es el signo del héroe: no consiste en ir contra la naturaleza de las cosas, en una clara violación de las leyes de la probabilidad, sino en un enérgico apoyo de esos elevados cálculos que el genio, con su juicio instintivo, realiza con la velocidad del rayo e incluso a medias consciente cuando toma su decisión. Cuanto más preste la audacia alas a la mente y a la perspicacia, mayor altura alcanzarán éstas en su vuelo y mucho más amplia será la visión y mayor la posibilidad de corrección del resultado; pero, evidentemente, sólo en el sentido de que a mayores objetivos, mayores serán los peligros. El hombre común, para no hablar del débil y del indeciso, llega a un resultado correcto en la medida en que es posible hacerlo sin una experiencia vivida, y mediante una eficacia concebida en su imaginación, alejado del peligro y de la responsabilidad. En cuanto el peligro y la responsabilidad lo acosen desde todas direcciones, perderá su perspectiva, y si la mantuviera en cualquier medida debido a la influencia ajena, habría perdido no obstante su poder de decisión, debido a que en este punto no hay quien pueda ayudarle.
Creemos, entonces, que no puede pensarse en un general distinguido carente de audacia, es decir, éste no puede surgir de un hombre que no haya nacido con esta fortaleza de temperamento, que consideramos, en consecuencia, como requisito puntual de esa carrera. La segunda cuestión es la de establecer qué grado de fortaleza innata, desarrollada y moldeada por la educación y las circunstancias de la vida le resta al hombre cuando alcanza una elevada posición. Cuanto mayor sea la conservación de este poder, mayor será el vuelo del genio y más altura ganará. El riesgo se hace mayor, pero el objetivo se acrecienta también en concordancia. Que las líneas emanen y adopten su dirección de una necesidad distante, o que converjan hacia la base fundamental de un edificio que la ambición ha levantado, que sea un Federico el Grande o un Alejandro quienes actúen, es prácticamente lo mismo desde el punto de vista crítico. Si la última alternativa alimenta más la imaginación porque es la más audaz, la anterior satisface más al entendimiento porque contiene en sí misma una mayor necesidad.
Resta, sin embargo, considerar aún una circunstancia muy importante. En un ejército puede hacer acto de presencia el espíritu de audacia, ya sea porque exista en el pueblo o porque haya surgido de una guerra victoriosa conducida por generales audaces. En este último caso habrá que convenir, sin embargo, que faltaba al comienzo.
En nuestros días, difícilmente habrá otro modo de educar el espíritu de un pueblo, a este respecto, como no sea mediante la guerra y bajo una dirección audaz. Únicamente esto puede contrarrestar ese sentimiento de lasitud y esa inclinación a gozar de las comodidades en que se sumerge un pueblo en condiciones de creciente prosperidad y de floreciente actividad comercial.
Una nación puede confiar en alcanzar una posición firme en el mundo político únicamente si el carácter nacional y el hábito de la guerra se apoyan uno al otro en una constante acción recíproca.
Capítulo VII LA PERSEVERANCIA
El lector espera oír hablar de ángulos y de líneas y encuentra, en vez de esos integrantes del mundo científico, solamente gente de la vida común, tal como las que ve a diario por la calle. Sin embargo, el autor no puede mostrarse ni un ápice más matemático de lo que el tema parece requerirle y no teme el asombro que pueda causar.
En la guerra, más que en cualquier otra actividad en este mundo, las cosas ocurren en forma distinta de lo que hubiéramos esperado, y vistas desde cerca éstas aparecen diferentes de lo que parecían a distancia. ¡Con qué serenidad el arquitecto puede observar la forma gradual en que surge su trabajo y toma la que contiene en sus planos! El médico, aunque situado más a merced de contingencias y aconteceres inexplicables que el arquitecto, conoce sin embargo a la perfección las formas y los efectos de sus medios. Por otro lado, en la guerra, el jefe de un gran conjunto se enfrenta al constante embate de datos falsos y verdaderos, de errores que se derivan del temor, de la negligencia, de la falta de atención, o de actos de desobediencia a sus órdenes, cometidos ya sea por apreciaciones erróneas o correctas, por mala voluntad, por un sentido cierto o falso del deber, o por indolencia o agotamiento, por accidentes que no cabe de ningún modo prever. En suma, es víctima de cientos de miles de impresiones, de las cuales la mayoría tienen una propensión intimidatoria y la minoría alentadora. El instinto, que permite apreciar rápidamente el valor de esos incidentes, se adquiere mediante una prolongada experiencia de la guerra; gran valentía y fortaleza de carácter son sus soportes, al igual que las rocas resisten los golpes de las olas. El que ceda a esas impresiones nunca llevará a término ninguna de sus empresas, y a este respecto la perseverancia en el camino decidido es un necesario contrapeso, en tanto que las razones contrarias más concluyentes no se hagan presentes. Más todavía, difícil resulta que haya empresa gloriosa en la guerra que no sea lograda mediante inagotables esfuerzos, penurias y privaciones; y como aquí la debilidad física y espiritual propia de la naturaleza humana está siempre dispuesta a ceder, sólo una gran fuerza de voluntad, puesta de manifiesto con esa perseverancia admirada ahora y en la posteridad, conducirá a lograr el objetivo propuesto.
Capítulo VIII LA SUPERIORIDAD NUMÉRICA
Tanto en la táctica como en la estrategia es este el más general de los principios de la victoria, y será desde ese punto de vista general como empezaremos a examinarlo. A tal fin nos aventuramos a ofrecer la siguiente exposición.
La estrategia determina el lugar donde habrá de emplearse la fuerza militar en el combate, el tiempo en que ésta será utilizada y la magnitud que tendrá que adquirir. Esa triple determinación asume una influencia fundamental en el resultado del encuentro. Así como es la táctica la que ha podido dar lugar al encuentro, en cuanto al resultado, sea éste tanto la victoria como la derrota, es guiado por la estrategia como corresponde, de acuerdo con los objetivos finales de la guerra, que son, por naturaleza, muy distantes y se hallan muy raras veces al alcance de la mano.
A ellos se subordinan como medios una serie de otros objetivos. Éstos, que son al propio tiempo medios para uno mayor, pueden ser en la práctica de varias clases, e incluso el objetivo final de toda la guerra es casi siempre distinto en cada caso. Nos familiarizaremos con estas cuestiones en cuanto vayamos conociendo los apartados de los que forman parte, de modo que no nos proponemos abarcar aquí todo el tema y dar de él una completa enumeración, aun en el caso de que esto fuera posible. En consecuencia, no consideraremos por ahora el uso de encuentro.
Esas cosas por medio de las cuales la estrategia influye sobre el resultado del encuentro, dado que son las que lo determinan (en cierta medida lo imponen), no son tampoco tan simples como para poder ser abarcadas en una sola investigación. Si es cierto que la estrategia indica el tiempo, el lugar y la magnitud de la fuerza, en la práctica puede hacerlo de muchas formas, cada una de las cuales influye en forma diferente, tanto sobre el desenlace como sobre el éxito del encuentro. Por lo tanto, nos familiarizaremos con esto sólo gradualmente, es decir, a través de los temas que la práctica determina de modo más preciso.
Si despojamos al encuentro de todas las modificaciones que puede sufrir, de acuerdo con su finalidad y con las circunstancias de las que procede, si, finalmente, dejamos de lado el valor de las tropas, porque éste se da por sobreentendido, sólo queda la mera concepción del encuentro, o sea, un combate sin forma, del que no distinguimos más que el número de combatientes.
Este número determinará, en consecuencia, la victoria. Ahora bien, por la cantidad de abstracciones que hemos tenido que realizar para llegar a este punto, se deduce que la superioridad numérica sólo es uno de los factores que producen la victoria y que, por lo tanto, lejos de haberlo conseguido todo o ni siquiera lo principal mediante esa superioridad, quizá hayamos obtenido muy poco con ella, de acuerdo con lo que varíen las circunstancias concurrentes.
Pero esta superioridad numérica presenta diversos grados: puede ser imaginada como doble, triple o cuádruple, y es fácil comprender que, al aumentar de esta forma, debe imponerse a todo lo demás.
En este sentido convenimos en que la superioridad numérica es el factor más importante a la hora de determinar el resultado del encuentro; pero debe ser suficientemente grande como para contrapesar todas las demás circunstancias.
Consecuencia directa de esto es la conclusión de que en el punto decisivo del encuentro debería ponerse en acción el mayor número posible de tropas.
Sean estas tropas suficientes o insuficientes, se habrá hecho a este respecto todo lo que permitían los medios. Este es el primer principio de la estrategia y, en la forma general en que aquí ha sido formulado, puede ser aplicado tanto a los griegos y los persas o a los ingleses y los hindúes, como a los franceses y los alemanes. Pero dediquemos nuestra atención a las condiciones militares propias de Europa, a fin de llegar a algunas ideas más concretas sobre este asunto.
Aquí encontramos ejércitos que se parecen mucho más a equipos, en organización y habilidad práctica de todo tipo. Sólo cabe distinguir todavía una diferencia momentánea en la virtud militar del ejército y en el talento del general. Si estudiamos la historia de la guerra en la Europa moderna, no encontramos en ella ninguna batalla como la de Maratón.
Federico el Grande, con aproximadamente 30,000 hombres, venció en Leuthen a 80,000 austríacos y en Rossbach, con 25,000, hizo lo propio frente a unos 50,000 de los Aliados. Pero estos son los únicos ejemplos de victorias obtenidas contra un enemigo que contaba con una superioridad numérica doble o aun mayor. No cabe citar con propiedad la batalla que Carlos XII libró en Narva, porque en esa época los rusos apenas podían ser considerados como europeos, y, además, las circunstancias principales de esta confrontación no son demasiado bien conocidas. Bonaparte contaba en Dresde con 120,000 hombres contra 220,000 y, por lo tanto, la superioridad no llegaba a duplicar su propio número. En Kollin, Federico el Grande, con 30,000 hombres, no alcanzó el éxito contra 50,000 austríacos, ni tampoco triunfó Bonaparte en la batalla de Leipzig, donde se encontró luchando con 160,000 hombres contra 380,000, siendo por lo tanto la superioridad del enemigo mucho más del doble.
Podemos deducir de esto que, en la Europa actual, resulta muy difícil, incluso para el general más dotado de talento, alcanzar una victoria sobre un enemigo dos veces más fuerte. Ahora bien, así como vemos que la superioridad numérica doble demuestra tener un peso de envergadura en la balanza, incluso contra los generales más sobresalientes, podemos estar seguros de que, en los casos comunes, tanto en los encuentros grandes como en los pequeños, por más desventajosas que puedan ser otras circunstancias, para asegurar la victoria será suficiente con disponer de una superioridad numérica importante, sin que necesite ser mayor del doble. Por supuesto podemos concebir el caso de un paso en la montaña, en el que ni siquiera una superioridad diez veces mayor sería suficiente para doblegar al enemigo, pero entonces no cabría hablar de ningún modo de un encuentro.
Por lo tanto, creemos que, en nuestras propias circunstancias tanto como en todas las similares, la acumulación de fuerza en el punto decisivo es una cuestión de capital importancia y que, en la mayoría de los casos, resulta categóricamente lo más importante de todo. La fuerza en el punto decisivo depende de la fuerza absoluta del ejército y de la habilidad con que ésta se emplea.
En consecuencia, la primera regla sería adentrarse en el campo de batalla con un ejército lo más fuerte posible. Esto parecerá una perogrullada, pero en realidad no lo es. Para demostrar que durante largo tiempo la magnitud de las fuerzas militares de ningún modo fue considerada como una cuestión vital, sólo necesitamos observar que en la historia de la mayoría de las guerras del siglo XVIII, incluso en las más reseñadas, no se menciona en absoluto la magnitud de los ejércitos, o sólo se hace ocasionalmente, y en ningún caso se le adjudica un valor especial. Tempelhoff, en su historia sobre la guerra de los Siete Años, es el primer escritor que se refiere a ella con regularidad, pero sólo lo hace muy superficialmente.
Incluso Messenbach, en sus múltiples observaciones criticas sobre las campañas prusianas de 1793-1794 en los Vosgos, da una amplia referencia de las colinas y los valles, de los caminos y los senderos, pero nunca dice una palabra sobre la fuerza que integraba uno y otro bando.
Otra prueba reside en una idea portentosa que obsesionaba las mentes de muchos críticos, de acuerdo con la cual existía cierta medida que era la mejor para un ejército, una cantidad normal, más allá de la cual las fuerzas excesivas eran más gravosas que útiles.
Por último, encontramos cierto número de casos en los que todas las fuerzas disponibles no fueron usadas realmente en la batalla, o en el transcurso de la guerra, porque no se consideró que la superioridad numérica tuviera esa importancia que corresponde a la naturaleza de las cosas.
Si estamos convencidos de que por medio de una superioridad numérica manifiesta se puede obtener cualquier victoria, no cabe dejar de señalar esa convicción ante los preparativos de la guerra, a fin de que se pueda afrontar la batalla con tantas tropas como sea posible y obtener una supremacía o por lo menos contrarrestar la que demuestre poseer el enemigo. Eso basta en cuanto a la potencia absoluta con la que debe conducirse la guerra.
La medida de esta potencia viene determinada por el gobierno, y si bien con esta determinación comienza la verdadera actividad militar, si bien forma una parte esencial de la estrategia de la guerra, todavía en la mayoría de los casos el general responsable del mando debe considerar su fuerza absoluta como algo fijado de antemano, bien porque no hubiera intervenido en su determinación, bien porque las circunstancias hubiesen impedido darle una magnitud suficiente.
Por lo tanto, en el caso de que no pudiera lograrse una superioridad absoluta, no queda otra cosa que conseguir una relativa en el punto decisivo, por medio del hábil uso de la que se posea.
El cálculo del espacio y del tiempo aparece entonces como la cuestión más importante. Ello ha inducido a considerar que esta parte de la estrategia abarca casi todo el arte de utilización de las fuerzas militares. En realidad, algunos han ido tan lejos como para atribuir la estrategia y la táctica de los grandes generales a un órgano interno adaptado particularmente a este propósito.
Pero aunque la coordinación del tiempo y del espacio reside en los fundamentos de la estrategia, y es, por así decir, su sustento diario, sin embargo no constituye ni la más difícil de sus tareas, ni la más decisiva.
Si recorremos con una mirada imparcial la historia de la guerra, veremos que son muy raros los casos en los que los errores en dicho cálculo han demostrado ser la causa de pérdidas serias, al menos en la estrategia. Pero si el concepto de una correlación hábil del tiempo y del espacio hubiera de explicar todos los casos en que un comandante en jefe activo y resuelto vence con el mismo ejército a varios de sus oponentes, por medio de marchas rápidas (Federico el Grande, Bonaparte), entonces no haríamos más que crear una confusión innecesaria con un lenguaje convencional. Para que las ideas sean claras y útiles, es necesario que las cosas sean siempre llamadas por sus justos nombres.
La correcta estimación de los oponentes (Daun, Schwarzenberg), la audacia para hacerles frente con sólo una fuerza pequeña durante corto tiempo, la energía en emprender marchas prolongadas, la osadía en ejecutar los ataques repentinos, la actividad intensificada de que hacen gala los espíritus selectos en momentos de peligro, estos son los fundamentos de sus victorias. ¿Qué tienen éstos que ver con la capacidad para coordinar correctamente dos cosas tan simples como el tiempo y el espacio?
Pero si queremos ser claros y exactos debemos señalar que sólo rara vez se produce en la historia esa repercusión de fuerzas, por la cual las victorias en Rossbach y Montmirail determinaron las victorias en Leuthen y Montereau, y en la que a menudo han confiado grandes generales que se mantenían a la defensiva. La superioridad relativa, o sea, la concentración hábil de fuerzas que devienen superiores en el punto decisivo, se basa con harta frecuencia en la apreciación correcta de tales puntos, en la dirección apropiada que por esos medios se les da a las fuerzas desde un principio y en la decisión requerida, si se ha de sacrificar lo insignificante en favor de lo importante, o sea, si se ha de mantener las fuerzas concentradas en una masa abrumadora. En este sentido son particularmente característicos los logros de Federico el Grande y de Bonaparte. Con esto creemos haberle asignado a la superioridad numérica su debida importancia.
Mareando la perdiz
Jesús Manacés Valverde y Carmen Gómez Calleja. Abril 2010
ÍNDICE
1. ANTECEDENTES
2. FUENTES DEL INFORME Y METODOLOGÍA
3. LAS CAUSAS DEL CONFLICTO
3.1 El origen de los malestares y la protesta indígena
3.2 La delegación de funciones normativas, el TLC y el ordenamiento constitucional
3.3 El deterioro de la seguridad jurídica de los territorios indígenas
3.4 El conflicto y la actuación de la Defensoría del Pueblo
3.5 Contexto legislativo internacional que obliga al Perú en materia de derechos de los pueblos indígenas
3.5.1 Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) sobre Pueblos Indígenas y Tribales en Países Independientes
3.5.2 La Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas
APÉNDICE AL CAPÍTULO 3: DESARROLLO NORMATIVO DE LOS DERECHOS DE LOS PUEBLOS INDÍGENAS EN EL PERÚ
4. LA PROTESTA INDÍGENA Y LOS TERRITORIOS AWAJÚN Y WAMPIS
4.1. Cobertura nacional del paro amazónico del 2009
4.2 Los pueblos indígenas Awajún y Wampis
4.3 Proceso organizativo de los pueblos Awajún y Wampis de Amazonas y Cajamarca
4.4 Situación territorial de los pueblos Awajún y Wampis de Amazonas y Cajamarca
4.4.1 El caso del Parque Nacional Ichigkat Muja – Cordillera del Cóndor
4.4.2 Paralización de los procesos de titulación y ampliación de comunidades nativas
4.4.3 Concesión del Lote petrolero 116
4.5 Participación Awajún y Wampis de Amazonas y Cajamarca en las movilizaciones indígenas amazónicas
5. LOS HECHOS DEL 5 DE JUNIO
5.1 Algunas notas previas
5.1.1 Oportunidad y diseño del operativo
5.1.2 Dilaciones en el tratamiento de los Decretos Legislativos en el Congreso
5.1.3 La decisión previa de desbloquear la carretera y trasladarse al interior y las conversaciones del 4 de junio del 2009
5.2 5 de junio: La Curva del Diablo
5.2.1 El inicio del operativo
5.2.2 El ascenso del escuadrón Nº 1 sobre la Curva del Diablo
5.2.3 Los primeros avistamientos
5.2.4 El ascenso de los grupos de manifestantes al cerro de la Curva del Diablo
5.2.5 Confrontación y choque en el Cerro de la Curva del Diablo
5.2.6 Notas sobre el armamento ligero en el operativo de la carretera
5.2.7 El operativo de desalojo sobre la carretera
5.2.8 Nota sobre los reservistas y ronderos y el apoyo de la población no indígena
5.3 5 de junio: La Estación Nº 6
5.3.1 La situación previa al 5 de junio en la Estación Nº 6
5.3.2 Formas de relación que estableció el Comité de Lucha de Imaza en la Estación 6
5.3.3 El operativo de rescate de los rehenes
5.3.4 El 5 de junio en la Estación Nº 6
5.3.5 La Brigada EP Nº 6 Selva
5.4 5 de junio: Las Baguas
5.4.1 Las ciudades de Amazonas y Cajamarca ante la protesta indígena del 2009
5.4.2 Las dos Baguas frente a la protesta indígena
5.4.3 Balacera en Bagua
5.4.4 Balacera en Bagua Grande
5.5 Reacciones posteriores
Nota Final
6. CONSECUENCIAS
6.1 Actuaciones institucionales post-crisis
6.2 El estado de la cuestión
7. CONCLUSIONES
A. EN RELACIÓN CON LAS CAUSAS
B. EN RELACIÓN CON LOS OPERATIVOS DEL 5 DE JUNIO
C. EN RELACIÓN CON LAS INICIATIVAS Y APORTES PARA LA CONCILIACIÓN NACIONAL POSTERIORES A LOS HECHOS DEL 5 DE JUNIO
8. RECOMENDACIONES
Anexo al Capítulo 2
Índice de la Documentación de la Comisión de Bagua
Anexo al Capítulo 3
Gestiones y demandas públicas con relación al tema territorial realizadas por las organizaciones indígenas entre febrero del 2007 y el 4 de junio 2009
Anexos al Capítulo 5
Entrevista de la Comisión en Urakusa (Nº 9), 14.11.09. Audios de la Comisión
Entrevista con el Alcalde Provincial de Jaén, Jaime Vílchez, 16.2.09. Documentación para Informe en Minoría
1. ANTECEDENTES
La creación de la Comisión especial para investigar y analizar los sucesos de Bagua fue anunciada por el gobierno el 22 de junio del 2009 en respuesta a la recomendación formulada por el Relator Especial de las Naciones Unidas sobre la situación de los derechos humanos y las libertades fundamentales de los indígenas, inmediatamente después de su visita al Perú del 17 al 19 de junio. Poco después se decidió enmarcar esta tarea en la Mesa Nº 1 establecida por el Grupo Nacional de Coordinación para el Desarrollo de los Pueblos Amazónicos, el cual acordó en su sesión del 2 de setiembre constituir dicha Comisión especial. La creación de la Comisión especial para investigar y analizar los sucesos de Bagua fue oficializada el 9 de setiembre.
En su primera sesión (25.6.09), los integrantes de la Mesa Nº 1, con participación del Estado y las organizaciones indígenas, fijaron los principios que debían guiar la labor de la Comisión. Estos fueron los de verdad, independencia, imparcialidad y justicia. Asimismo, establecieron los criterios de selección de los futuros integrantes, para finalmente someter los nombres y trayectorias de los candidatos al Grupo Nacional. En el ínterin hasta su establecimiento, las organizaciones indígenas presionaron para que la misión explícita de la Comisión abarcara la investigación tanto de los factores que originaron los sucesos de junio como sus consecuencias. Esta solicitud fue atendida al oficializarse la Comisión Especial para Investigar y Analizar los sucesos de Bagua mediante la Resolución Ministerial N° 0664-2009-AG de 7.9.09 publicada el 9 del mismo mes, que estableció que el objeto de la misma es determinar las “causas y consecuencias” de estos sucesos.
Los siete comisionados fueron designados a base de candidatos propuestos por el Gobierno (Susana Pinilla Cisneros, Ricardo Álvarez Lobo, Walter Gutiérrez Camacho), las organizaciones indígenas (Jesús Manacés Valverde, Carmen Gómez Calleja, Pilar Mazzetti Soler), y la Asamblea Nacional de Gobiernos Regionales (Manuel Ernesto Bernales Alvarado). Como Presidente de la Comisión sus integrantes eligieron a Jesús Manacés Valverde.
La Comisión Especial para investigar y analizar los sucesos de Bagua presentó el Informe Final de la Comisión Especial para la Investigación y análisis de los sucesos de Bagua el día 21 de diciembre de 2009, suscrito por solo 4 de sus 7 Comisionados (en adelante citado como Informe Final). Sin embargo, el 12 de enero de 2010 la Asamblea Nacional de Gobiernos Regionales retiró la firma de su representante en el informe oficial de los hechos de Bagua a pedido de los Presidentes de las regiones amazónicas en razón de haberlo suscrito en forma “inconsulta, sin tomar en cuenta a los presidentes de las regiones de la selva”.
A su vez, uno de los tres firmantes restantes, el P. Ricardo Álvarez Lobo, solicitó incluir como voto singular, un capítulo titulado “Responsabilidades. Análisis y Conclusiones de los hechos producidos en Bagua”, a ser añadido con el mismo número que el Capítulo V del Informe de título “Análisis y Conclusiones de los hechos producidos en Bagua”. Este capítulo revela que la conformidad explícita que declara respecto del contenido del informe es muy limitada. Salvo por los puntos 5, 7, 8, y 9, de los 10 que el documento expone, el resto de los planteamientos del Capítulo adicionado contradicen frontalmente o desvirtúan el análisis y conclusiones del Informe Final.
Por su parte, el Presidente de la Comisión, Jesús Manacés Valverde, y la Comisionada Carmen Gómez Calleja solicitaron insertar, como observaciones en disenso al Informe, una carta dirigida al Ministro de Agricultura, Adolfo de Córdova Vélez presentada el 26 de diciembre de 2009. En esta carta se señalan las debilidades, deficiencias y omisiones principales del informe y se explican las razones por las que no se le puede suscribir sin faltar a la verdad, la objetividad y el rigor que la tarea encomendada y la importancia del caso exigían. Por esa razón, la carta también señaló que se anticipaba la elaboración de un informe en minoría basado en un análisis exhaustivo y riguroso del material recopilado por la Comisión.
A juicio de los que suscriben, el Informe Final carece de objetividad y rigor. A pesar de contar la Comisión con valioso material recopilado, fruto principalmente de entrevistas y de documentación oficial, el Informe no ha llevado a cabo el análisis exhaustivo y a profundidad que hubiera conducido a valorizar las evidencias que este material proporciona y a arribar a conclusiones distintas de las alcanzadas. En particular se habría tomado nota de la persistencia con que las comunidades y las organizaciones indígenas, y en representación de ellas AIDESEP, plantearon sus demandas y preocupaciones ante las autoridades del Ejecutivo y el Legislativo, antes, durante y después del paro, lo que desdice la afirmación de que la protesta se originó en la manipulación, la desinformación y la ignorancia de los indígenas (ver por ejemplo el Anexo al Capítulo 3). Se habría subrayado también el carácter pacífico de la protesta indígena y los continuos esfuerzos de los líderes locales y el Comité de Lucha por mantener abiertos los canales de diálogo y evitar la violencia. Asimismo, se habría advertido también la gravedad de los errores cometidos en la concepción, diseño y ejecución del operativo policial, que están a la base de los trágicos resultados en todos sus extremos.
El Informe Final no aborda adecuadamente las verdaderas raíces del conflicto por lo que es incapaz de comprender las motivaciones de los indígenas amazónicos – y de los comuneros y comuneras Awajún y Wampis entre ellos – para participar en el paro y los diversos actos de protesta. No reconoce la situación que enfrentan los pueblos indígenas ante el desafío a sus derechos al que se les viene sometiendo permanentemente y el recorte progresivo de la seguridad jurídica de sus territorios, porque opta por solo exponer unos pocos datos censales y de inversión y gasto público que revelan muy poco de esa situación y que tampoco son articulados al análisis.
En esa medida, el Informe Final es incapaz de comprender algo que los que suscriben el presente Informe estiman como fundamental: que el conflicto es el remate de un ciclo, especialmente tenso, de un prolongado proceso de colisión entre visiones divergentes del desarrollo; entre una desigual apreciación del valor relativo de los diferentes recursos naturales del país, los extractivos y los de la biodiversidad; entre la permanente constatación de una actitud política favorable a generar condiciones propicias para las empresas extractivas y los grandes proyectos de inversión y la desestimación de los derechos colectivos e individuales de las personas indígenas. Conflictos estos que el gobierno actual ha pretendido manejar con la imposición de una legislación inconsulta e inconstitucional que debilita radicalmente las condiciones de seguridad jurídica de los pueblos indígenas y sus territorios.
A la luz de la información recopilada, el conflicto se presenta como una secuela de la decisión de priorizar la ampliación de la frontera extractiva, sin que haya una consideración equivalente por los derechos indígenas y por la biodiversidad y el medio ambiente que condicionan un entorno necesario para la práctica de las formas de vida de los pueblos indígenas protegidas por el derecho internacional de los derechos humanos. Así lo ha reconocido la Defensoría del Pueblo y, más recientemente, el examen practicado al Perú en materia de cumplimiento de convenios por la Organización Internacional de Trabajo. Son estas y otras razones que se analizarán las que, a juicio de los que suscriben el presente Informe, hacen que el Informe de la Comisión se revele incapaz de contribuir a superar el conflicto y, lo que es más grave, a hacer mérito al epígrafe que lleva por título “Ajumaish junikchamu ati – Para que nunca más vuelva a suceder”; que es en definitiva el objetivo final del esclarecimiento solicitado a la Comisión.
En la reunión del Grupo Nacional de Coordinación para el Desarrollo de los Pueblos Amazónicos, del 12 de enero de 2010 se dio cuenta de los informes de las Mesas de Trabajo. Con relación al informe de la Mesa Nº 1 tanto AIDESEP -a través de su Secretario-, como la CONAP -a través de su Presidente-, solicitaron que se ampliara la investigación de los sucesos de Bagua. Antes de finalizar la sesión el Ministro de Agricultura, en su condición de presidente del Grupo Nacional, informó que los comisionados Jesús Manacés Valverde y Carmen Gómez Calleja presentarían un informe en minoría, en un plazo prudencial, el cual también será enviado a la Presidencia del Consejo de Ministros.
En su Informe sobre Perú en relación al Convenio 169 la Comisión de Expertos en Aplicación de Convenios y Recomendaciones ha resaltado la importancia de una investigación imparcial sobre los hechos ocurridos en Bagua “para asegurar la existencia de un clima de mutua confianza y respeto entre las partes, que es un requisito imprescindible para instaurar un dialogo auténtico a fin de buscar soluciones concertadas, tal como requiere el Convenio”. En el mismo sentido se ha pronunciado la Defensora del Pueblo en su presentación ante la Comisión del Congreso que investiga los sucesos de Bagua, quien ha señalado que el conflicto ha puesto “en evidencia las fallas vacíos y deficiencias de estrategias y mecanismos para preservar la paz frente a las naturales controversias que se presentan en todas las sociedades y subrayado la importancia de desarrollar y aplicar de manera regular el procedimiento de consulta con los pueblos indígenas al que el Estado peruano está obligado.
El presente Informe, que suscriben Jesús Manacés Valverde, y Carmen Gómez Calleja, miembros de la Comisión especial para investigar y analizar los sucesos de Bagua, presenta datos, indagaciones y consideraciones que, a juicio de los suscritos, no fueron tomadas debidamente en cuenta en el informe oficial de dicha Comisión y que, a su parecer, modifican de manera determinante la visión de los hechos que dicho documento presentó en su momento al Grupo Nacional de Coordinación para el Desarrollo de los Pueblos Amazónicos y, a través de éste, a la ciudadanía.
Se trata de un intento por recuperar, mediante lo que los suscritos estiman como una mejor aproximación a la realidad de lo sucedido, un clima de confianza en las relaciones entre el Estado y los Pueblos Indígenas a fin de poder afrontar sin tensiones la solución de los conflictos que dieron lugar a los sucesos.
Pero sobre todo, el presente informe espera contribuir a que el Estado y la sociedad peruana alcancen una mejor comprensión de las condiciones que el país requiere para lograr un desarrollo con inclusión de los pueblos indígenas, en armonía con las demandas de la naturaleza que ellos protegen como base primordial de sus reivindicaciones y coherente con los estándares del moderno derecho internacional de los derechos humanos.
Finalmente, los suscritos desean dejar constancia de su agradecimiento a las instituciones que han facilitado financiamiento e infraestructura y a los especialistas brindaron su apoyo haciendo posible la culminación de este Informe.
2. FUENTES DEL INFORME Y METODOLOGÍA
Para la elaboración del presente Informe se ha trabajado fundamentalmente con la metodología acordada y con la documentación recabada por la Comisión especial para investigar y analizar los sucesos de Bagua, la cual fue indexada y foliada por su secretaria técnica.
Esta documentación está compuesta por materiales de muy diverso tipo. Durante los 3 viajes realizados por los Comisionados, en grupos, a la región donde tuvieron lugar los acontecimientos que han sido materia de investigación, se realizaron reuniones con autoridades y población en diversas localidades: Santa María de Nieva, Imacita, Chiriaco, Kusú Grande, Bagua, Bagua Grande, Reposo y Siempre Viva, además de Chachapoyas; y en las comunidades de Puerto Galilea (río Santiago), Urakusa (río Marañón), Huampami y Mamayaque (río Cenepa). En todos los casos se encontró a pobladores, comuneros y autoridades, hombres y mujeres, dispuestos a proporcionar sus testimonios, aunque no en todas estas localidades se pudo anticipar adecuadamente a la población la fecha de llegada de la Comisión, para lograr así una participación más amplia, y el calendario de visitas resultó por lo general muy apretado. Asimismo, durante estos viajes se realizaron también entrevistas individuales con algunos actores y testigos claves. Se entrevistó a algunos líderes locales, algunos de los cuales integraron el Comité de Lucha o alguna de las comisiones establecidas para apoyar la realización del paro, así como a personas que previamente se había identificado que podían aportar información de interés por su presencia en los momentos y lugares críticos.
La mayor parte de las reuniones y entrevistas de la Comisión se realizaron enteramente en español; en algunas reuniones se contó con autoridades que tradujeron, de los idiomas awajún o wampis al español, las intervenciones y, en algunos casos, los entrevistados solicitaron dar su testimonio en awajún o wampis al Presidente de la Comisión. Las reuniones y entrevistas fueron por lo general grabadas cuando los entrevistados lo consintieron, en cuyo caso constan entre los archivos digitales que hacen parte del material indexado. En otros casos se dispuso de las notas que realizaron algunos de los Comisionados que fueron también puestas a disposición de la secretaría técnica. La mayor parte de los audios fueron transcritos.
A los efectos de este Informe se ha citado los testimonios de forma anónima, salvo en contados casos, para evitar cualquier represalia. Se tomó esta decisión luego de que los autores de este informe recibieron comentarios de diversas personas en el sentido de que tenían temor de que sus testimonios les acarrearan problemas, pues habían continuado las citaciones judiciales y las detenciones, y por la extraordinaria presencia militar y policial en la provincia de Condorcanqui y en el distrito de Imaza. Para identificar los testimonios se les ha asignado un número en este Informe y se les ha citado con la fecha en que fueron aportados.
La Comisión también solicitó los testimonios de diversas autoridades, jefes militares y policiales, funcionarios, ministros y congresistas. La mayor parte de ellos accedieron a ser entrevistados y cuando lo consintieron las entrevistas fueron grabadas. La Comisión también entrevistó a efectivos policiales que fueron testigos de los hechos y a algunos deudos y familiares de los efectivos muertos o heridos.
Durante estas reuniones algunos de los entrevistados facilitaron a los integrantes de la Comisión documentación oficial, en audios, videos y documentos impresos y en versión electrónica. Otros documentos oficiales fueron solicitados por escrito por la Comisión a diversas dependencias. Cabe señalar que la documentación oficial, particularmente la relativa al operativo, revela importantes inconsistencias. Asimismo, durante las visitas, algunas organizaciones hicieron entrega a la Comisión de documentación relacionada con los motivos de la protesta indígena. Documentación adicional elaborada fue aportada individualmente por los algunos Comisionados.
Es notable también que el Informe de Inspectoría de la PNP, solicitado reiteradamente por escrito y verbalmente por la Comisión, no pudo ser obtenido a pesar de los ofrecimientos de altas autoridades como el Primer Ministro Velásquez Quesquén y el Ministro del Interior.
Como se señaló en carta del 25 de diciembre dirigida al Ministro de Agricultura, a juicio de los Comisionados que suscriben el presente Informe, el Informe Final no valoró adecuadamente, por falta de tiempo, los valiosos testimonios que se lograron recoger; no se ponderaron con los mismos criterios los testimonios recogidos de las autoridades y los provenientes de las personas indígenas; se sacaron de su contexto muchas de las declaraciones obtenidas impidiendo apreciar su verdadero sentido e, incluso, propiciando conclusiones contradictorias con el sentir de los entrevistados; no se interrogaron a algunas de las autoridades cuyo testimonio hubiera podido dar luces a la información disponible ni se realizaron indagaciones in situ de algunos aspectos de importancia trascendente para el conocimiento de la verdad; en conclusión: no se respetaron los principios de objetividad, imparcialidad y exhaustividad acordados por la Comisión, acomodándose en buena parte los resultados de la investigación a una previa versión oficial de lo sucedido y evadiendo cualquier posibilidad de identificar responsabilidades políticas para lo acontecido.
Desde el inicio la Comisión percibió que el plazo de 90 días para obtener y procesar la información era muy corto. Uno de los aspectos considerados fue la complejidad del caso a ser investigado, lo cual exigía una aproximación más profunda a lo ocurrido el 5 de junio; además, el equipo carecía de experiencia en este tipo de tarea y tuvo escaso apoyo más allá de una secretaria técnica y un soporte administrativo. Por esa razón, ya desde el 21.9.09 se planteó la necesidad de solicitar formalmente la ampliación del plazo. Sin embargo, esa solicitud no se hizo efectiva sino en fechas ya muy tardías. De hecho, hasta la sesión del 9 de diciembre en que vencía el plazo oficial, el Ministro de Agricultura aún no había respondido formalmente a la solicitud.
Ante la premura por presentar el informe, a mediados de noviembre se encargó a dos de los Comisionados (M. Bernales y R. Álvarez) adelantar la elaboración de una primera versión en borrador de dicho informe con ocasión del viaje del resto de la Comisión al río Cenepa, y se acordó que se contrataría un corrector de estilo para la redacción del informe final sobre la base de esa versión preliminar discutida por los Comisionados; dicho profesional fue, de hecho, incorporado el 7.11.09, dos días antes de que venciera el plazo oficial de presentación. El 8.11.09 la Comisionada Gómez Calleja anunció que no firmaría el informe en razón a las limitaciones que consideraba tenía la versión preliminar, insuficientemente discutida. El plazo de la entrega del informe hubo de ser postergado hasta el 21 de diciembre para que se pudiera mejorar su contenido y hacer frente a las dificultades que presentaba efectivamente la primera versión en borrador del informe.
Si bien la documentación obtenida mediante entrevistas realizadas por la Comisión es sumamente valiosa, se discutió en su momento – como consta en las actas – la necesidad de cruzar información de los testimonios y repreguntar a los mismos testigos entrevistados y a otros sobre los acontecimientos para confirmar informaciones relevantes. Por esa razón para la elaboración de este Informe se comenzó por fichar toda la información de la documentación de la Comisión para determinar los vacíos o puntos oscuros existentes. En base a ello, los Comisionados que suscriben este Informe decidieron realizar una nueva salida al campo, en febrero del 2010. Producto de esta salida son algunas entrevistas focalizadas en temas específicos para verificar algunas informaciones y ampliar otras consideradas de mucha relevancia, tanto con pobladores indígenas y mestizos como con autoridades y funcionarios. Durante esta salida se entrevistó a diversas personas que la Comisión había considerado desde el inicio fuentes cruciales pero que por una razón u otra no habían podido ser entrevistadas. Asimismo se concertó en Lima una nueva entrevista con Santiago Manuim ya repuesto de las intervenciones quirúrgicas a que fue sometido por la herida de bala de la que fue objeto en la Curva del Diablo.
En el curso del viaje se pudo acceder a algunos nuevos materiales fílmicos, fotografías y audios que contribuyen considerablemente a precisar las informaciones. Éstos, y el material de video previamente obtenido por la Comisión, fueron estudiados en detalle. Asimismo, se estudió en detalle mapas, imágenes satelitales y fotografías aéreas tomadas con ocasión de un vuelo en helicóptero que realizó la Comisión en octubre del 2009. Mediante el análisis de dicho material se llegó a la conclusión de que había que intentar realizar una reconstrucción de los hechos in situ, por lo que los autores del presente Informe realizaron el ascenso a la colina de la Curva del Diablo y un reconocimiento del terreno en compañía de una autoridad del poblado aledaño de Siempre Viva.
Además, con el fin de comprender mejor el tratamiento político de la cuestión de los decretos cuestionados por los pueblos indígenas se entrevistó al ex Presidente del Consejo de Ministros, Yehude Simon, quien ejerció el cargo entre octubre del 2008 y julio del 2009, a quien la Comisión había previsto inicialmente entrevistar.
Para la investigación y el análisis de las causas de lo acontecido en Bagua, que conceptualizamos como un trágico incidente que no puede ser aislado de un proceso conflictivo de profundas raíces manejado de forma inadecuada por el Estado, se ha analizado el origen de la protesta y el proceso de deterioro de la seguridad jurídica de los territorios indígenas. Se ha trabajado a profundidad la legislación que había sido propuesta o promulgada a fin de entender y explicar el tipo de afectaciones a los derechos indígenas que estas normas conllevan. Estas normas fueron señaladas por los actores, incluyendo algunos mandos policiales, como el factor que desató las protestas del 2008-2009 (Capítulo 3). Se presenta como anexo a este capítulo del Informe un recorrido por las gestiones realizadas por las organizaciones indígenas en relación al tema territorial ante el Estado entre febrero del 2007 y el 4 de junio del 2009.
Asimismo se ha analizado, con relación a los pueblos Awajún y Wampis, algunas situaciones conflictivas que ponen en evidencia la motivación especial que tuvieron esas comunidades para su activa participación en las movilizaciones y protestas de los años 2008-2009. Se aprecia que ésta respondió también a diversas situaciones que materializaban en sus territorios lo que la nueva legislación proponía (Capítulo 4). Con un propósito informativo se ha incorporado una sección sobre la historia y el proceso organizativo de los pueblos Awajún y Wampis con énfasis en las regiones de Amazonas y Cajamarca. Finalmente se ha analizado la naturaleza de la participación indígena y de las comunidades en la movilización que se inicia en abril del 2009 en la región nororiental.
Para el análisis de los sucesos de Bagua se ha examinado con un estricto criterio de objetividad la documentación oficial, particularmente la policial, la del ministerio público y la de las autoridades de la región (Capítulo 5). Asimismo, se ha prestado adecuada atención a los testimonios recogidos en reuniones grupales y entrevistas individuales obtenidas por la Comisión, así como a entrevistas realizadas e información audiovisual obtenida con posterioridad. Con dicha información se procura entender qué sucedió y por qué, verificando las distintas versiones y las conclusiones que se han hecho respecto del saldo de muertos y heridos del 5 de junio; quedan abiertas, sin embargo, varias interrogantes que exceden las posibilidades de investigación de este Informe.
En el análisis de las consecuencias se ha llevado a cabo un examen del tratamiento de la problemática en fechas posteriores a los sucesos de Bagua para analizar cómo se han asumido los hechos por las partes en conflicto y en qué medida se puede augurar una mejoría en las condiciones para superar la crisis (Capítulo 6). En ese contexto se ha identificando aquellas intervenciones posteriores que contribuyen a encaminar una solución a futuro. De la misma manera, se han identificado las actuaciones que, de acuerdo al análisis, no hacen sino entorpecer el diálogo, la reconciliación y la solución de las raíces del conflicto, tanto específicamente en el caso de los pueblos Awajún y Wampis como en general en relación a los pueblos indígenas amazónicos. Desgraciadamente, estas intervenciones de signo negativo, por acción u omisión, se mantienen a pesar de la gravedad que el país ha reconocido a los hechos ocurridos en Bagua. De allí que las conclusiones y recomendaciones que el presente Informe ofrece están en la línea del establecimiento de condiciones institucionales y de política pública que conduzcan a evitar que en el futuro se presenten otras calamidades como la de Bagua (Capítulos 7 y 8).
Para la elaboración del presente Informe se ha valorizado cuidadosamente la información para poder establecer qué puede ser probado y qué no puede ser probado a partir de las evidencias disponibles. Asimismo, en la redacción del Informe se ha tenido particular cuidado en documentar cada una de las afirmaciones, razón por la cual el documento cuenta con un número grande de notas al pie de página. Si bien las notas afectan la facilidad de lectura del texto del Informe, contribuyen al rigor del documento.
3. LAS CAUSAS DEL CONFLICTO
3.1 El origen del malestar y la protesta indígena
En el Perú los pueblos indígenas amazónicos han visto cómo sus condiciones de vida se han ido deteriorando a medida que la sociedad nacional ha incursionado en sus territorios tradicionales a través de colonizaciones agropecuarias o especulativas, la libre explotación de los recursos naturales, la construcción de vías de penetración y otras perturbaciones. La destrucción de la Amazonía por la vía de una profusión de proyectos definidos como iniciativas para el desarrollo de interés nacional es alarmante. Muchas de esas iniciativas en las regiones de mayor intervención estatal han concluido expandiendo la economía cocalera o asolando de manera irreversible muchos de los valles amazónicos. Desde hace décadas las organizaciones indígenas y numerosos expertos han llamado la atención sobre las consecuencias de este modelo de ocupación de la región amazónica.
La falta de respeto por las formas de vida de los pueblos indígenas y el menosprecio por las características intrínsecas de los bosques amazónicos han conducido a los pueblos indígenas a un notorio deterioro de su seguridad alimentaria en la medida que la disposición de recursos están, en muchos casos, quebrada y con tendencia irremediable a empeorar, precisamente allí donde la incidencia económica extrema es más intensa. Ello afecta gravemente lo que hoy los pueblos indígenas definen como “el antiguo buen vivir”. Los servicios implementados por el Estado en educación y salud no solo no están en condiciones de hacer frente a esa situación o remontarla sino que han contribuido a profundizar sus efectos en razón de las presiones culturales que los acompañan. Peor aún, las iniciativas indígenas para mejorar la calidad y los resultados de la educación mediante la educación intercultural bilingüe vienen siendo bloqueadas por el actual gobierno. Por su parte, las alternativas de empleo que ofrece la economía generada en torno a la extracción de recursos naturales en la Amazonía lindan con el esclavismo (como se comprobó en Atalaya en un caso de renombre internacional) y han sido calificadas por organismos internacionales como algunas de las peores formas de explotación infantil (caso Madre de Dios); conllevan, además, situaciones de alto riesgo para la integridad física, la identidad, la dignidad de las personas, la libertad, incluida la libertad sexual; en muchos casos la economías generadas en torno a la exploración de recursos promueven una creciente emigración de la población local hacia las ciudades.
De manera complementaria a estos procesos, y ya en el plano del desarrollo normativo, los pueblos indígenas vienen arrastrando en el Perú un deterioro progresivo de la seguridad jurídica de sus territorios principalmente desde que la Constitución de 1993, aprobada tras el autogolpe, eliminó algunas de las garantías que habían sido consagradas en la Carta Magna desde 1920, especialmente la inalienabilidad e inembargabilidad de las tierras comunales. En realidad, se puede encontrar en la legislación que le siguió, la inspiración de los más recientes intentos de reforma. El gobierno de A. Fujimori introdujo en la normativa nacional nociones amenazantes para la concepción territorial de los indígenas amazónicos, como el concepto de tierras en abandono, la promoción de la parcelación y la enajenación de las tierras colectivas, la reconfiguración de las comunidades indígenas bajo modelos empresariales, las servidumbres mineras y petroleras obligatorias; además derogó prácticamente la totalidad de las protecciones ambientales propuestas por el Código de Medio Ambiente de 1990. La Ley 26505 y conexas, elaboradas a raíz de la Carta de Compromiso de 1995 con el Fondo Monetario Internacional -que son prácticamente su transcripción en lo que se refiere al agro-, contienen la mayoría de los objetivos e incluso muchos de los mecanismos propuestos por el paquete de decretos legislativos que se dan durante el primer semestre del 2008, en el curso del actual gobierno de A. García.
Si en ese lapso hasta la promulgación de los decretos legislativos recientes no hubo un estallido de protesta fue porque entre medio los pueblos indígenas amazónicos y sus organizaciones estuvieron dedicados, con sentido de extrema urgencia, a conseguir la titulación y ampliación de sus territorios como comunidades nativas, establecer reservas comunales, garantizar las reservas territoriales para los pueblos en aislamiento voluntario, participar en procesos de zonificación territorial o incluso en promover un diálogo tripartito con las empresas petroleras y el gobierno para regular las condiciones de consulta y participación. Todo ello sin dejar de elaborar propuestas normativas alternativas, capacitar a sus bases en sus derechos, buscar alternativas económicas, auspiciar programas de educación y salud intercultural y denunciar paralelamente las modificaciones legales inconsultas que continuaron siendo impulsadas desde el aparato estatal pese a que el Perú había ratificado en 1993 el Convenio Nº 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), que entre otros obliga al Estado firmante a consultar a los pueblos indígenas las propuestas de cambios de medidas legislativas y administrativas susceptibles de afectarlos directamente.
Entre tanto, el proceso de titulación de territorios comunales se ha detenido casi por completo mientras se prioriza una estrategia de titulación de parcelas individuales que ha ido acompañada de la absorción del Proyecto Especial Titulación de Tierras y Catastro Rural (PETT) del Ministerio de Agricultura por el Organismo de Formalización de la Propiedad Informal (COFOPRI) del Ministerio de Vivienda y Construcción; varias de las áreas identificadas para la creación de reservas territoriales para los pueblos en aislamiento voluntario han sido convertidas en lotes petroleros, o en zonas de extracción forestal; otro tanto ha ocurrido con algunas reservas comunales. Estos y otros elementos han contribuido a tensionar el escenario y a prefigurar las más recientes y radicales reformas legales como un ultimátum para los pueblos indígenas.
En contraste, en los últimos quince años el ritmo de otorgamiento de concesiones petroleras y gasíferas en todo el territorio amazónico se ha acelerado. Se ha lotizado el 75% de la Amazonía peruana, contra un 15% en el 2004, y se ha concedido lotes petroleros por 56 millones de hectáreas. Hoy en día la mayoría de los territorios indígenas y comunidades nativas tienen lotes superpuestos sin que haya mediado un procedimiento de consulta ni nada que se le parezca. Varios temas, que reformas previas a la legislación habían introducido, como las servidumbres mineras o petroleras pasaron de ser amenazas a ser realidades en muchas regiones amazónicas generando fuertes enfrentamientos. En ese lapso también se han hecho públicos informes oficiales sobre los daños a la salud y al medio ambiente en las más antiguas explotaciones petroleras (Río Corrientes, Río Pastaza) y mineras (Madre de Dios), comprobando las denuncias largamente realizadas por las organizaciones indígenas en relación a los impactos de la “moderna” economía extractiva. La vigilancia estatal se ha demostrado limitada, cuando no probadamente cómplice, y los estándares ambientales insuficientes.
Las más graves alertas han provenido del esfuerzo de las propias organizaciones en un intento por detener el desastre, a menudo teniendo que recurrir a denuncias internacionales para provocar presión política ante la indiferencia de las autoridades nacionales que, no obstante han contado con información oficial abundante. El pueblo Kandozi y algunos de sus vecinos, sufren un grave brote de Hepatitis B con sobreinfección de hepatitis Delta tras la entrada de una compañía petrolera, la Occidental Petroleum. La grave situación sanitaria fue demostrada mediante un estudio auspiciado por AIDESEP en 1997 y atendido en la década siguiente por el gobierno de A. Toledo, pero el brote sigue minando la sobrevivencia de este pueblo ya que la insuficiencia de fondos del sector salud no ha permitido continuar el programa de vacunación precoz, lo que ha llevado a que a inicios del 2010 la Región Loreto haya tenido que declarar la provincia de Datém del Marañón en emergencia. Asimismo, el Ministerio de Salud se vio obligado a reconocer que las afectaciones a la salud de las personas y del medio ambiente, denunciadas por los pueblos Achuar, Kichwa y Urarina del Corrientes son extremadamente graves, revelando problemas de contaminación severa en la sangre de 9 de cada 10 de los niños Achuar.
Es este el contexto en el que las comunidades indígenas reaccionaron a proyectos y decretos legislativos y proyectos formulados por el poder Ejecutivo de manera inconsulta a partir del 2006. Cada uno de los pueblos indígenas de la Amazonía tiene a la fecha situaciones de conflicto o amenazas que se harían irreversibles de no derogarse aprobarse éstos decretos. Uno de los casos paradigmáticos es el de los Awajún y Wampis, en cuyo territorio se dieron los acontecimientos de 5 de junio (ver sección 4.2 ). No son éstos los únicos casos de comprobada grave afectación a la salud y al medio ambiente, pero sí las noticias que más impacto han causado en los pueblos indígenas al haber tenido que ser aceptadas oficialmente, y al demostrar la pasividad con que el Estado responde a los riesgos y delitos ambientales y contra la salud de las poblaciones rurales en general y los pueblos indígenas en particular.
El discurso del “Perro del Hortelano” formulado en octubre y noviembre del 2007 fue recibido como el anuncio de que el Ejecutivo estaba dispuesto a llevar a cabo una reforma unilateral del régimen de las comunidades y debilitar su seguridad jurídica para facilitar la transferencia de los recursos, la inversión extranjera y las plantaciones de combustible de origen vegetal. Los artículos firmados por el Presidente de la República comparaban las comunidades nativas y campesinas con el “perro del hortelano”, mostrándolas como reliquias que obstaculizan el desarrollo del Perú, y proponían liberar las tierras ociosas de los comuneros “en grandes lotes” para ponerlas en manos de inversionistas capaces de hacerlas producir. Si hay que ubicar el momento en que “se azuzan” las tensiones con los pueblos indígenas amazónicos es aquel en que el discurso presidencial fue llegando a las diferentes comunidades.
En lógica consumación del anuncio presidencial, el gobierno formuló un conjunto de normas, conocidas como el paquetazo del TLC, al amparo de la facultad legislativa otorgada por el Congreso de la República para facilitar la implementación del Tratado de Libre Comercio (TLC) con los Estados Unidos, pero excediendo largamente el objetivo que justificó la delegación de poderes. Además, los decretos no solo no fueron consultados sino que, como respuesta a las fuertes reacciones de los diferentes sectores rurales, se procuró ocultarlos de manera sistemática, incluso al propio Congreso de la República, hasta el mes de junio del 2008, cuando se emitieron ya de manera definitiva. Era un terreno abonado para el conflicto.
3.2 La delegación de funciones normativas, el TLC y el ordenamiento constitucional
Mediante la Ley N° 29157, del 19 de diciembre del 2007, el Congreso aprobó la delegación de facultades legislativas al Poder Ejecutivo en diversas materias específicas, con la finalidad de implementar y aprovechar mejor el TLC celebrado entre el Perú y los Estados Unidos. En su Art. 3° se dispuso que la Ley entrara en vigencia el 1° de enero del 2008. Conforme señalaba textualmente en el título de dicha ley, se “delega en el Poder Ejecutivo la facultad de legislar sobre diversas materias relacionadas con la implementación del acuerdo de promoción comercial Perú – Estados Unidos, y con el apoyo a la competitividad económica para su aprovechamiento”. En el numeral 2.2 se precisaba que “el contenido de los decretos se sujetará estrictamente a los compromisos del Acuerdo de Promoción Comercial Perú-Estados Unidos y de su Protocolo de Enmienda, y a las medidas necesarias para mejorar la competitividad económica para su aprovechamiento”.
En los 180 días de duración de las facultades delegadas por el Congreso en la Ley N° 29157, comprendidos entre el 1° de enero y el 28 de junio del 2008, el Poder Ejecutivo expidió 99 decretos legislativos sin que las Comisiones encargadas de su revisión en el Congreso conocieran la mayor parte de los proyectos. 76 de ellos se dictaron y se publicaron en el curso del mes de junio, y otros 34 en el último día del plazo otorgado.
El análisis del catedrático de derecho constitucional Dr. Francisco Eguiguren Praeli hace notar que: “casi la totalidad de decretos se limita a mencionar, en su parte considerativa, que la delegación conferida tiene que ver con la implementación y el aprovechamiento del TLC con los Estados Unidos, pero sin incluir ninguna precisión respecto a la vinculación concreta del decreto con alguna parte o aspecto específico del TLC, ni su incidencia en éste. Con ello se dificulta seriamente la verificación y el control del estricto cumplimiento de los términos de la delegación, que articulaba la facultad de legislar sobre ciertas materias específicas pero no con alcance genérico, sino en relación al TLC, su cumplimiento o aprovechamiento” (p. 96).
Asimismo señala: “Un rasgo característico del uso dado por el Poder Ejecutivo a las facultades legislativas delegadas, ha sido la intención manifiesta de exceder y aprovechar las atribuciones recibidas para expedir un amplio número de normas con ninguna o muy escasa vinculación efectiva al TLC, distorsionando y desnaturalizando así los términos de la delegación aprobada por el Congreso mediante la Ley N° 29157. Ello hace que tales decretos puedan ser calificados de inconstitucionales por razones de forma, al haber incumplido los parámetros fijados en la ley de delegación, lo que ameritaría su derogación en el control ulterior que corresponde efectuar al Congreso, o que se declare su inconstitucionalidad ante el Tribunal Constitucional en los procesos que seguramente se promoverán con este propósito” (p. 96, 97).
De acuerdo con este informe el número de decretos relacionados con el objeto de la delegación de poderes no superaba el 20%. Resulta por tanto obvio que se manipuló a la opinión pública, aprovechando un discurso de desarrollo fundado en las ventajas esperadas del TLC, para legislar fuera del ámbito competente y sin participación pública alguna, sobre puntos que nada tienen que ver con ese tratado sino con intereses puntuales, en gran medida relacionados con los recursos de la región amazónica. La intención manifiesta de exceder y aprovechar las atribuciones recibidas es un exceso inconstitucional al margen de cualquier otra consideración. El 30.5.08 la Defensoría del Pueblo presentó una primera demanda de inconstitucionalidad ante el Tribunal Constitucional por el DL Nº 1015.
La emisión inconsulta de un paquete normativo tan abrumador y la constatación de que muchos de los decretos afectaban tierras y recursos indígenas llevó a la conclusión, por parte de las organizaciones indígenas, de que era necesario cerrar el ciclo histórico de exclusión y el sistemático incumplimiento de la consulta obligatoria y previa de actos administrativos o legales que afectaran sus personas o sus bienes en armonía con los compromisos jurídicos internacionales. El discurso del perro del hortelano y el paquete de decretos legislativos de junio del 2008 fueron determinantes para la adopción de la decisión de las organizaciones indígenas de exigir una modificación definitiva en las relaciones Estado-Pueblos Indígenas sometiéndolas al mandato del Convenio 169-OIT y, por lo tanto constitucional, de la consulta y el consentimiento previo como modelo permanente de actuación de cara al futuro. En concreto, con relación a los nuevos decretos legislativos, si éstos afectaban las personas o los bienes indígenas debieron ser consultados. Si no lo fueron, los Decretos no eran válidos. Bajo esta premisa, la Asociación Interétnica de Desarrollo de la Selva Peruana (AIDESEP) analizó un total de 34 Decretos donde sus intereses se veían afectados y precisó los más urgentes y de mayor incidencia para la seguridad jurídica de sus tierras.
Durante el proceso de elaboración de las normas se produjeron numerosas críticas contra aquellos pocos proyectos que llegaron a conocimiento público en atención a los riesgos que generaban a la propiedad colectiva de los pueblos indígenas. El Ejecutivo recurrió a sucesivas modificaciones en la numeración de los proyectos más cuestionados y fue distribuyendo sus preceptos entre diversos nuevos proyectos, de manera de mantener velados los objetivos de fondo del conjunto del paquete normativo. Estas prácticas, y el sistemático ocultamiento de los proyectos a partir de las primeras censuras críticas, lograron hacer muy complejo el análisis de las normas, pero a su vez generaron una gran desconfianza hacia las intenciones del Ejecutivo. Las organizaciones indígenas, nacionales, regionales y locales, que habían debatido las consecuencias de los proyectos y que habían realizado diversas protestas locales, recibieron con preocupación la publicación del grueso del paquete. Y las reacciones no se hicieron esperar.
El 9 de agosto de 2008 los pueblos indígenas amazónicos liderados por AIDESEP iniciaron una primera jornada nacional de movilización exigiendo la derogatoria de los Decretos Legislativos Nº 1015 y 1073 que flexibilizaban los procedimientos para disponer en venta y para individualizar la propiedad de la tierra de las comunidades y que, en aquel momento, fueron señalados como los más lesivos para las comunidades indígenas.
La jornada de protesta y movilización pacífica se realizó a nivel nacional con concentraciones de población y bloqueos de vías y no registró ni un solo percance grave. La movilización fue suspendida ante el compromiso adoptado por el Presidente del Congreso de la República de atender las demandas indígenas. Por lo pronto, el 22.8.08 el Pleno del Congreso aprobó un dictamen que proponía derogar ambas normas. El Congreso también se comprometió a iniciar una evaluación de los demás decretos cuestionados por AIDESEP. Para este efecto, se constituyó en el Congreso la Comisión Especial Multipartidaria encargada de estudiar y recomendar la solución a la problemática de los pueblos indígenas. Su informe, de diciembre del 2008, concluyó recomendando la derogatoria de los decretos legislativos Nº 994, 1064, 1020, 1080, 1089, 1090, 1060, 995, 1081 y 1083 (los dos últimos derogados por la Ley de Recursos Hídricos) porque vulneran el artículo 55 y la cuarta disposición transitoria de la Constitución de la República del Perú. El informe no fue presentado ante el Pleno sino en mayo del año siguiente.
Pese a la dilación en su debate y aprobación, este informe podría haber resuelto los problemas de manera definitiva; incluso fue aprobado por el pleno del Congreso el 7 de mayo de 2009. No obstante, entre enero y junio del 2009 el gobierno insistió en la tesis de que los decretos legislativos contra los que protestaba el movimiento indígena eran indispensables para garantizar la implementación del TLC y así los hacía responsables de que éste pudiera truncarse, una estrategia que fue parte de una campaña mediática para confrontar al país con un “pequeño” sector de la sociedad opuesto a los intereses de la mayoría…Ante los medios de comunicación y en el Consejo de Ministros la Ministra M. Aráoz insistió en que si ellos, y en particular sin el DL Nº 1090, el tratado “se caería” y exigió que no se moviera “ni un punto ni una coma” de los decretos36. Como se ha confirmado a la postre, tal exigencia no había sido planteada por el gobierno de los Estados Unidos. Así lo confirmó el ex Presidente del Consejo de Ministros, Yehude Simon con el Embajador de ese país en el Perú: “fui yo a ver al embajador americano conversé, le pregunté esta situación si el TLC se vería afectado con estas normas, con la derogación de estas normas, y evidentemente la respuesta fue no”. El gobierno y la ahora Ministra de Economía no han dado hasta la fecha una explicación abierta y pública sobre esta manipulación de la información que acarreó tan alto costo social.
Pese al informe de la Comisión Especial Multipartidaria del Congreso y la creciente presión de la opinión pública, el Ejecutivo no solo se resistió al tratamiento del problema, y por supuesto a la derogatoria, sino que mantuvo un permanente acoso verbal contra AIDESEP y contra los derechos que los pueblos indígenas tenían ya reconocidos. La enorme extensión de sus tierras, la ociosidad de los recursos, la interpretación independentista de derechos consagrados (como la autonomía), fueron el fundamento de un discurso que, por lo agresivo, tuvo paradójicamente el efecto de generar incomodidad frente al gobierno y simpatía por las demandas indígenas en una sociedad que muy pocas veces había pensado en los pueblos indígenas como actores sociales y económicos.
La Defensoría del Pueblo, la Conferencia Internacional del Trabajo, la Comisión Multipartidaria del Congreso de la República, prácticamente todas las organizaciones no gubernamentales especializadas en el tema, y muchos juristas expertos han detectado múltiples violaciones constitucionales en los decretos. En la práctica ni la Constitución, ni los compromisos internacionales sobre derechos humanos (los Convenios de la OIT sobre temas laborales e indígenas, el Convenio de Diversidad Biológica), acuerdos regionales (como las Decisiones vinculantes del Acuerdo de Cartagena relacionadas con la propiedad intelectual), ni los principios de los Pactos Internacionales sobre Derechos Civiles y Políticos y otros conexos han servido de freno al gobierno a la hora de legislar. En cambio, el gobierno acudió a la estrategia de alegar un complot internacional y la manipulación de las comunidades indígenas. Con esta postura el gobierno eludió atender la demanda indígena que se plasmó, a partir del 9 de abril del 2009, en una segunda jornada de movilización indígena a nivel nacional, la cual se sostuvo hasta después del trágico 5 de junio.
3.3 El deterioro de la seguridad jurídica de los territorios indígenas
Los decretos expedidos bajo el amparo de las facultades legislativas deben ser vistos en conjunto ya que cada uno de ellos brinda diferentes claves a los otros orientadas a colocar en el mercado cuanto recurso sea comercializable dentro de un modelo neoliberal extremo. Los decretos legislativos afectan los derechos de los pueblos indígenas, como también la seguridad de las tierras de los ribereños y pequeños colonos. Pero también afectan los derechos de los ciudadanos peruanos en la medida que se sustrae del patrimonio de la nación los bosques que por acto administrativo la autoridad considere han devenido en terrenos de uso agrícola y se legisla sin tomar en consideración las previsibles y graves consecuencias sociales, ambientales y económicas de un nuevo ciclo de explotación desenfrenada de los recursos en la Amazonía.
Los decretos legislativos del paquete del TLC cuestionan derechos consagrados previamente en la legislación nacional, y reconocidos por la legislación internacional. Desatienden el hecho de que el derecho de los pueblos indígenas es originario, no derivado, inclusivo y, debilitan aún más las garantías establecidas desde la Constitución de 1920 y las magulladuras a partir del gobierno fujimorista. Con ello, ni lo conseguido a la luz de la legislación anterior ni la propiedad colectiva reconocida por el Estado con gran esfuerzo de las comunidades y organizaciones indígenas, quedaba garantizado.
El lote de decretos legislativos para implementar el TLC completa y consolida el proceso de deterioro de la seguridad jurídica de los territorios indígenas. El actual régimen de la propiedad indígena no solo no ha avanzado hacia su adecuación a los estándares internacionales de los derechos humanos, incluidos los derechos indígenas, sino que ha experimentado retrocesos significativos; proceso que han venido a ahondar notablemente los Decretos del 28 de junio del 2008. La seguridad jurídica de las tierras indígenas quedó vulnerada tanto en lo que respecta a los derechos ya reconocidos como a los por reconocer.
Los Decretos quebrantaban la seguridad que otorgaban a las tierras indígenas ya tituladas las garantías de inalienabilidad e inembargabilidad, facilitando la individualización de la propiedad comunal (DL Nº 1015 y 1073, ya derogados). Aunque se decía expresamente que la imprescriptibilidad se mantenía, en la práctica se la negaba al excluir de la propiedad comunal los centros poblados consolidados en tierras indígenas al 31 de Diciembre del 2004, con lo que se legaliza las invasiones; así mismo se excluyen de la propiedad indígena cualquier tipo de propiedad adquirida por terceros bajo cualquier modalidad en cualquier momento o las áreas de servicio del Estado, entre otras (DL Nº 1064). El conjunto de los Decretos prácticamente eliminaban las posibilidades reales de los pueblos indígenas de acceder al reconocimiento de sus tierras tradicionales aún no tituladas. Para ello se utilizaron una serie de artificios legales y se introdujo un concepto ampliado de tierras eriazas (DL Nº 994 y 1064) a ser destinadas a la inversión privada: anteriormente eran eriazas las improductivas por falta de agua y ahora lo son también las que tienen exceso de agua y no están tituladas; la titulación de tierras indígenas no aparece como un mecanismo contemplado por el paquete y sí todas las otras formas de titulación; se deja en suspenso, durante el período que dure el actual gobierno, las normas de protección de los derechos territoriales indígenas (DL Nº 1089); se substrae el agua (DL Nº 1081 y Ley de Recursos Hídricos Nº 29338) y los bosques del control de las comunidades (DL Nº 1090) y se facilita la recalificación de los bosques (nacionales y excluidos de la propiedad indígena por ese motivo) como tierras agrícolas (privatizables) siempre que exista un interés nacional (una fórmula retórica porque el interés ya aparece declarado por Ley Nº 28054 y DS Nº 004-2008-AG y 016-2008-AG en el caso de los biocombustibles, en legislación complementaria). Además, se elimina la anterior compatibilidad entre propiedad indígena y áreas naturales, y se niega e incluso se condiciona la permanencia de pueblos indígenas en Parques Nacionales (DL Nº 1064); se eliminan los procesos de consulta en el caso de la minería (no ya la prevista en el Convenio 169, sino la normal consulta civil entre minero y propietario que conservan los particulares).
Al decir que los pueblos indígenas no entendieron los Decretos, que estos se habían promulgado en su beneficio, o que tuvieron una lectura maliciosa y fueron malinterpretados por gente interesada, el gobierno no demuestra transparencia ante los objetivos perseguidos, que habían sido anunciados por el propio presidente de la República. Así se lo han hecho ver al Estado peruano los organismos de vigilancia del sistema internacional de los derechos humanos. Con los Decretos considerados en su conjunto el gobierno se atrevió a dar un paso definitivo en la liquidación de los derechos colectivos tradicionales. Los pueblos indígenas, por su parte, tuvieron clara conciencia de su significado desde la aparición de los primeros proyectos a fines del año 2007.
En un momento en que el mundo dice haber avanzado hacia la definitiva consolidación de los derechos indígenas en virtud del Convenio 169-OIT y la Declaración de de Derechos Indígenas de Naciones Unidas (aprobada en setiembre del 2008 bajo fuerte impulso de la diplomacia peruana), se produce una embestida contra los territorios indígenas cuyo tratamiento jurídico se desploma y se retrotrae a fechas anteriores a 1974. Cotejados con el discurso del Perro del Hortelano -que representa la voluntad política expresa del Presidente A. García- el conjunto del paquete normativo trasunta el objetivo de desplazar a los pueblos indígenas de sus territorios relegando sus derechos ancestrales en beneficio de cualquier otro tipo de actor económico.
3.4. El conflicto y la actuación de la Defensoría del Pueblo
La actuación de la Defensoría del Pueblo en relación con el conflicto social que derivó en los sucesos de Bagua fue consistente: en primer lugar elaboró cuatro informes sobre los temas referentes a tierras y bosques, y al derecho de la consulta, de carácter fundamental para los Pueblos Indígenas; más tarde interpuso demandas de inconstitucionalidad contra los decretos que consideró manifiestamente contrarios al orden constitucional; además, desarrolló esfuerzos para promover el diálogo a través de todo el curso del conflicto, tanto en Lima como en el interior del país; a partir de su facultad de iniciativa legislativa, hizo llegar al Congreso un proyecto de ley sobre el derecho a la consulta previa; desarrolló acciones humanitarias en la zona y, finalmente, decidió mantenerse como observadora en tres de las cuatro mesas creadas en el marco del Grupo Nacional de Coordinación para el desarrollo de los Pueblos Amazónicos. Fue la instancia estatal que más cerca estuvo de la problemática y que aportó, desde el Estado, los esfuerzos más positivos para su tratamiento. Su opinión respecto de las causas del conflicto es, por este motivo, de la mayor importancia.
La Defensoría identifica los orígenes del conflicto en la denominada Ley de la Selva, presentada al Congreso por el Poder Ejecutivo ya en diciembre de 2006, a los 5 meses de iniciado el gobierno del Presidente A. García. Posteriormente, en abril de 2007, la Defensoría presenta un Informe Extraordinario, a pedido de la Presidencia del Congreso, titulado Los conflictos socioambientales por industrias extractivas en el Perú, en el que se detallan las causas, tendencias y repercusiones, además de las recomendaciones al Estado, a partir del análisis de la conflictividad socioambiental de los casos registrados a lo largo de todo el país. En mayo de 2008, la institución presenta el Informe No 016–2008–DP/ASPMA–PCN, Comentarios de la Defensoría del Pueblo sobre proyectos de ley: Tierras, Predios Rurales, Comunidades Campesinas y Nativas, en relación con los Proyectos de Leyes No 1900, 1770–2007 y el Proyecto de Ley No 1992/2007–PE, en el que se concluye que tales propuestas ponían en riesgo los derechos a la propiedad privada, a la identidad cultural y a la consulta de las comunidades nativas y campesinas. En ese contexto, la Defensoría presenta la primera Demanda ante el Tribunal Constitucional en contra del Decreto Legislativo Nº 1015, por su carácter inconstitucional, por infringir el artículo 2, inciso 19 de la Constitución Política (derecho a la identidad cultural); el artículo 89 (derecho a la propiedad de las comunidades campesinas y nativas); y el artículo 6 del Convenio 169-OIT (derecho a la consulta).
El 11.9.08, el Pleno del Congreso de la República aprobó la creación de la Comisión Especial Multipartidaria, encargada de evaluar la problemática de los pueblos indígenas amazónicos, como parte de las acciones orientadas a resolver la crisis ocasionada por la primera movilización nacional indígena de agosto de 2008. A partir de ello, la Defensoría del Pueblo remitió al Congreso el Informe N° 027–2008–DP/ASPMA.MA, a solicitud del Presidente de la Comisión de Pueblos Andinos, Amazónicos y Afroperuano, Ambiente y Ecología, que analizaba el Decreto Legislativo 1090. El informe concluye que la norma presentaba un conjunto de deficiencias que hubieran favorecido la deforestación de los bosques primarios del país. A continuación la Defensoría del Pueblo presentó el Informe N °001–2009–AMASPPI.MA (7.1.09) respecto del Proyecto de Ley No 2691/2008-CR, sobre la Ley Forestal y de Fauna Silvestre, también dirigido a la Comisión de Pueblos Andinos, Amazónicos y Afroperuano, Ambiente y Ecología. Este informe concluye que si bien el texto sustitutorio del mismo corregía los errores conceptuales del Decreto Legislativo Nº 1090, mantenía aspectos que requerían modificarse con el fin de garantizar la adecuada gestión de los recursos forestales y de fauna silvestre.
Habiéndose entre tanto iniciado una nueva protesta indígena por las normas inconsultas, el 13.5.09, la Defensoría emite un pronunciamiento haciendo un llamado a las partes para insistir en el diálogo y rechazando el uso de la violencia. A los cinco días, remite al Congreso el Informe de Adjuntía Nº 011–2009–DP/AMASPPI PPI. El derecho a la consulta de los pueblos indígenas. El 4.6.09, la víspera del operativo en la Curva del Diablo, la Defensoría del Pueblo presentó una segunda demanda de inconstitucionalidad ante el Tribunal Constitucional, esta vez contra el D.Leg. Nº 1064, que “aprueba el régimen jurídico para el aprovechamiento de las tierras de uso agrario”, por vulnerar los derechos de identidad cultural, de la propiedad de la tierra y de consulta previa de los pueblos indígenas previstos en la Constitución Política y en el convenio 169-OIT.
Estas actuaciones, así como el informe de la Comisión Multipartidaria del Congreso de la República y el dictamen de la propia Comisión de Constitución de este organismo, dieron señales inequívocas de que las normas promulgadas al amparo de la delegación de poderes no sólo eran inconstitucionales sino que atentaban de manera grave contra los derechos de los pueblos indígenas y que, por ende, de no atenderse su revisión podían alentar conflictos. La obcecada renuencia del gobierno a corregir su error y las maniobras ante el Congreso para demorar la revisión de las normas denunciadas no fueron, pues, consecuencia de la falta de conocimiento de lo que estaba en juego sino, a juicio de los suscritos, de la arrogancia.
La Defensora del Pueblo ha señalado ante la Comisión del Congreso que investiga los sucesos ocurridos en las provincias de Bagua y Utcubamba la urgencia de construir un Estado inclusivo, dialogante e intercultural, que reconozca los derechos de los pueblos indígenas y los haga valer.
Reclamar por sus derechos ha sido el gran motor que movilizó, a juicio de los subscritos, la protesta indígena de los años 2008 y 2009.
3.5 Contexto legislativo internacional que obliga al Perú en materia de derechos de los pueblos indígenas
En 1993 el Perú ratificó el único instrumento jurídico internacional consagrado a los derechos de los pueblos indígenas, el Convenio 169 de la OIT, hasta antes de que se suscribiera la Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas del año 2008.
3.5.1 Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) sobre Pueblos Indígenas y Tribales en Países Independientes
Adoptado en Junio de 1989 y suscrito por el Estado Peruano como Estado miembro de la OIT y ratificado por el Congreso de la República mediante la Resolución Legislativa Nº 26253, publicada el 5 diciembre de 1993 y vigente en Perú desde el 2 de febrero de 1995.
El Convenio garantiza los derechos de los pueblos indígenas. Desde hace algunos años los mecanismos de vigilancia de OIT vienen insistiendo en la necesidad de que Perú incorpore en su derecho interno ese sujeto colectivo de derechos y adecúe a las exigencias del Convenio su legislación especializada.