Nadie parecía acordarse en el Perú del asiento y capitulación firmada en la Corte por Álvaro de Mendaña el año 1574, ofreciéndose á conquistar y pacificar á su costa las islas de Salomón, descubiertas en la expedición de 1567 con Pedro Sarmiento de Gamboa, á cambio de los títulos de Adelantado, Gobernador y Capitán general de la colonia, con las de más mercedes de costumbre. Fuera porque los muchos descontentos de la jornada crearan atmósfera perjudicial á su concepto de caudillo, ó por mala voluntad del virrey don Francisco de Toledo, á quien la confianza de Sarmiento tenía al tanto de lo que podía esperarse de sus dotes escasas, la empresa tropezó con obstáculos insuperables cada vez que se trató de emprenderla. Transcurridos veinte años desde la fecha del asiento; relevado el Virrey por D. García Hurtado de Mendoza; faltando de Lima los enemigos ó agraviados por Mendaña y por aquel su piloto y consejero, Hernán Gallego, fue cuando cesaron los inconvenientes, y se dieron al descubridor facilidades para el armamento de navíos y recluta de gente, con cuyo alejamiento ganara la tranquilidad del Perú (1).
Las naves elegidas eran cuatro: dos nombradas San Jerónimo y Santa Isabel, de mediano porte, destinadas para capitana y almiranta; una galeota, San Felipe, y una fragata, Santa Catalina, dispuestas al reconocimiento de puertos y bajos, como embarcaciones de remo de escaso calado. En las cuatro se distribuyeron 378 personas, los 280 hombres de mar y guerra; el resto pobladores casados con sus familias.
Obtuvo nombramiento de almirante Lope de Vega, cuñado de Mendaña; el de maestre de campo se dio á Pedro Merino Manrique, hombre de más de sesenta años, de genio arrebatado y de lengua suelta; el de piloto mayor á Pedro Fernández de Quirós, portugués, inteligente en su oficio (2).
Salieron del Callao el 9 de Abril de 1595 para proveerse de bastimentos en otros puertos de la costa, donde dieron pruebas del desorden con que empezaba la excursión, portándose más como corsarios que como soldados que militaban bajo el estandarte real. Desde Paita, hechas mil y ochocientas botijas de agua, enderezaron el rumbo por la derrota del viaje anterior, tomando los paralelos de 10º á 11º de latitud, para buscar por ellos las islas de Salomón.
Una que avistaron el 21 de Julio llevando excelente viaje, «breve el tiempo, amigo el viento, bueno el pasto y la gente en paz, sana y gustosa», colmó á todos de alegría, creyendo que sería del grupo á que se dirigían, y anunciadora, por tanto, de la hora del desembarco. Las canoas de indios que rodearon á las naves y los ademanes de paz con que les hacían acogida, aumentaban el placer de ver tan pronto cumplidos los deseos generales. La isla parecía tener unas diez leguas de bojeo, de costa limpia, tajada, alta y montuosa en el interior, con puerto hacia la parte del Sur. Eran las condiciones que se apreciaban tan buenas como el aspecto; pero desconocíalas el Adelantado, comparándolas con las que tenían las islas de Salomón, desengañado al fin de ser descubrimiento nuevo.
A poca distancia de esta isla, designada con nombre de la Magdalena por el santo que rezaba el Calendario, se reconocieron otras tres: una á cosa de treinta millas al Noroeste, que apellidaron San Pedro, y se calculó tener doce de perímetro: era baja, con arboleda; otra en la misma dirección, nombrada Dominica, con llanadas y altos y mucha gente; una tercera que se llamó Santa Cristina, de unas treinta millas de circunferencia, como tres distante de la anterior, con canal hondable. A todas cuatro dio el Adelantado nombre general de Marquesas de Mendoza, en memoria del Marqués de Cañete, su patrono, y es de presumir pertenecieran al archipiélago modernamente conocido por Nuka Hiva.
Reconocida la de Santa Cristina, con desembarco de gente, ceremonias de posesión, actos religiosos y escaramuza con los indios, que en disposición hostil recibieron á los huéspedes, hicieron vela, navegando por cálculo cuatrocientas leguas al Oeste antes de ver otras isletas nombradas de San Bernardo en razón á haberlas encontrado el día de este santo, el 20 de Agosto. No se supo si estaban pobladas por no acercarse los navíos, juzgándolas de escasa importancia, ni lo hicieron en otra á que dieron el nombre de Solitaria porque, adelantándose la goleta con objeto de cortar leña, informó estar rodeada de bajíos peligrosos.
A todo esto no parecían las de Salomón, habiendo caminado más de mil quinientas leguas desde Lima; empezaba á escasear el agua, sin compensar la abundancia de regalos, y había pasado la influencia de la novedad que en aquellos días distrajo á los ánimos.
Se significaban las murmuraciones y quejas de la gente, llamándose á engaño, con síntomas de más grave perturbación, contenidos al avistar el 7 de Septiembre otra isla grande, no de las buscadas, ciertamente, por tener en el interior un volcán en actividad, señal de reconocimiento que no cabía confundir con otra. Viéronla de noche, alumbrada por aquel faro natural de siniestro fulgor para la almiranta, que desapareció al descargar una turbonada con tremendo aguacero.
Aquella mañana había comunicado su Maestre que, por llevar poco lastre y estar casi del todo consumida la aguada, iba la nave muy celosa, y á esta causa no sufría vela, por lo cual se juzgó que, sorprendida por alguna ráfaga, había zozobrado, sumergiéndose con 182 personas que tenía abordo, la mitad de las de la expedición, y lo confirmaron las diligencias que en los días siguientes se hicieron buscándola.
Con el suceso se entristecieron mucho más los ánimos, ya persuadidos de que marchaban al azar, perdidas las huellas de la tierra en que se habían propuesto hacer la instalación.
Esta isla nueva, situada en 11º de latitud, al Noroeste de las Nuevas Hébridas, estaba habitada por gente de color oscuro y cabellos crespos, la piel labrada con rayas de colores, que salían al encuentro de los navíos en canoas apareadas, armados de arcos y flechas, macanas y arpones de hueso. La galeota dio con una bahía á que el Adelantado puso por nombre Graciosa, que tal era ella, teniendo circuito de cuatro leguas en la parte occidental de la isla, al Sur del volcán ya dicho. El puerto escogido dentro de la bahía tenía copioso manantial, pueblos de indios, caza de volatería y puercos salvajes, labranzas y frutales, concurriendo con estas circunstancias la de un cacique nombrado Malope, que, mostrando por los advenedizos admiración y afecto amistoso, les proporcionó alimentos abundantes, llevados por los indios.
Bojearon los navíos pequeños la isla, presumiendo tenía más de cien leguas; reconocieron otras dos medianas, tres pequeñas y arrecifes sin fin que corrían al ONO. Hallaron otros puertos, mucha choza en las playas é interior de gente suelta y aguerrida, formando juicio de ser lugar propio para fundar población, aunque no por todos, que ya muchos suspiraban por dar vuelta al Perú, contradiciendo á lo que les estorbara.
Decidida la estancia, mientras marineros y soldados desmontaban el terreno, construían barracas de abrigo y procedían á la fábrica más detenida de fortaleza y casas, dirigiendo los trabajos el Maestre de campo, se estaba á bordo el Adelantado sin mostrar grande interés ni mínima molestia; censurable conducta que, unida á la debilidad de su carácter, provocó inquietudes. De la insubordinación al motín pasaron muy pronto los soldados, desmandándose por la isla, matando por el prurito de hacer mal al buen Malope, al cacique á quien debían tantos beneficios. Desde aquel momento tuvieron á los salvajes en guerra abierta, y les fue preciso procurarse los víveres á fuerza de armas; y como la escasez de aquéllos, la influencia del clima, el trabajo continuado, desarrollaron enfermedad mortífera, careciendo de médicos y de medicinas, la vista aterradora de los moribundos acabó con los resquicios del respeto, sacando al Adelantado de la pasividad para hacer severa justicia del Maestre de campo y algunos oficiales, no por cierto con las formalidades de que la autoridad debe revestirse, sino acometiéndoles por sorpresa con una banda que los mató á puñaladas.
Pocos días después llegó la hora al mismo Mendaña, atacado de la pestilencia. Hizo testamento, que apenas pudo firmar. Dejó nombrada gobernadora á Doña Isabel Barreto, su mujer, en virtud de la cédula que tenía para nombrar sucesor á quien bien le pareciera, y á su cuñado Lorenzo designó por Capitán general(3).
Con el caudillo tenía que acabar la empresa, aunque no le hubiera acompañado seguidamente á la fosa Lorenzo Barreto, herido de flecha en una de las guazárabas á que tenían que acudir todos para proporcionarse mantenimiento, porque (Quirós lo dijo) han sido muy pocas las Didos, Zenobias y Semíramis. Doña Isabel, intimidada por la actitud de los supervivientes, vióse obligada á disponer su embarque, acordado por los más sensatos hacer rumbo á las islas Filipinas, si bien protestando que llevaría de Manila sacerdotes y gente para volver á la población abandonada y acabar el descubrimiento.
Antes de emprender la travesía, anduvieron los que podían soportar fatigas tomando á los indios semillas, frutas y animales que sirvieran de repuesto; recorrieron los aparejos de la nao, que estaban en malísimo estado, y discutieron si convendría embarcar toda la gente en ésta, mejor que exponer á los que tripulaban la galeota y la fragata á las contingencias del viaje; pero los capitanes y dueños de estas embarcaciones, Felipe Corzo y Alonso de Leyva, por todo pasaban antes que abandonar sus barquichuelos sin cubierta, afirmando que navegarían de conserva, sin necesidad de auxilio, con lo cual, llevado á bordo el féretro de Don Álvaro de Mendaña, y quedando enterrados en la isla 47 compañeros, los demás, si enfermos casi todos, alegres con la decisión que les parecía término de los trabajos, dieron la vela el 18 de Noviembre, saliendo de la bahía Graciosa los tres navíos, raro ejemplar de escuadra regida por una mujer.
Doña Isabel Barreto, dicho sea en verdad, mostró, en los tres meses empleados en trasponer las novecientas leguas de camino, condiciones poco comunes en su sexo, no tanto por los extremos con que hacía respetar su autoridad y cuidaba del prestigio de su persona, ni tampoco por el desprecio de los peligros, que es de notar, como por la indiferencia con que veía los horribles padecimientos de los dolientes, de las otras mujeres y los niños, estando en su mano mitigarlos.
Cuéntelo el piloto mayor: «La paz no era mucha, cansada la gente de la mucha enfermedad y poca conformidad. Lo que se veía eran llagas, que las hubo muy grandes en pies y piernas; tristezas, gemidos, hambre, enfermedades y muertos, con lloros de quien les tocaba; que apenas había día que no se echasen á la mar uno y dos, y día hubo de tres y cuatro; y fue de manera, que para sacar los muertos de entre cubiertas no había poca dificultad. Andaban los enfermos con la rabia arrastrados por lodos y suciedades que en la nao había. Nada era oculto. Todo el pío era agua, que unos pedían una sola gota, mostrando la lengua con el dedo, como el rico avariento á Lázaro. Las mujeres, con las criaturas á los pechos, los mostraban y pedían agua, y todos á una se quejaban de mil cosas. Bien se vio aquí el buen amigo, el que era padre ó era hijo, la caridad, la codicia y la paciencia en quien la tuvo, y se vio quien se acomodó con el tiempo y con quien así lo ordenaba».
Es decir, con Doña Isabel, que habiendo puesto las llaves de la despensa en manos de un criado de su confianza, lo escatimaba todo más de lo necesario, y era larga en gastar para sí y en lavar con agua dulce la ropa, respondiendo á las observaciones: «¿De mi hacienda no puedo hacer yo lo que quiero?».
«El piloto mayor trató por Veces de este pleito, presentando las reclamaciones de los marineros para que les diese de comer y de las botijas de vino, aceite y vinagre que tenía, ó que se las vendiese á trueque de su trabajo, ó que ellos le darían prendas, ó pagarían en Manila, ó la darían otro tanto de lo mismo, y le dijo que «mucho peor era morir que no gastar».
«Contestó que más obligación tenía á ella que no á los marineros que hablaban con su favor de él, y que si ahorcase á dos, los demás callarían».
Interesan todavía las palabras con que Fernández de Quirós describe el estado de la nao: «Por tener las jarcias y velas podridas, por momentos había que remendar y hacer costuras á cabos; era el mal que no había con qué suplir. Iba el árbol mayor rendido por la carlinga; el dragante, por no ser amordazado, pendió á anabanda y llevó consigo al bauprés, que nos daba mucho cuidado. La cebadera, con todos sus aparejos, se fueron á la mar, sin cogerse cosa de ella. El estay mayor se rompió por segunda vez: fue necesario del calabrote cortar parte y hacer otro estay, que se puso ayudado con los brandales del árbol mayor, que se quitaron. No hubo verga que no viniese abajo, rompidas trizas, ostagas, y tal vez estuvo tres días la vela tendida en el combés por no haber quien la quisiese ni pudiese izar, y trizas de 33 costuras. Los masteleos y velas de gavia, verga de mesana, las quitamos todas para aparejar y ayudar las dos velas maestras con que sólo se navegaba. Del casco del navío se puede decir con verdad, que sólo la ligazón sus tentó la gente, por ser de aquella buena madera de Guayaquil, que se dice Guatchapelí, que parece jamás se envejece. Por las obras muertas estaba tan abierto el navío, que á pipas entraba y salía el agua cuando iba á la bolina.
«Los marineros, por lo mucho que tenían á que acudir, y por sus enfermedades, y por ver la nao tan falta de los remedios, iban ya tan aburridos, que no estimaban la vida en nada; y uno hubo que dijo al piloto mayor que para qué se cansaba y los cansaba; que más valía morir una que muchas veces; que cerrasen todos los ojos y dejasen ir la nao á fondo.
Los soldados, viendo tan largos tiempos (porque ninguno es corto á quien padece), también decían su poco y mucho; y tal dijo que trocaría la vida por una sentencia de muerte en una cárcel, ó por un lugar de un banco en una galera de turcos, adonde moriría confesado, ó viviría esperando una victoria ó rescate…
La Salve se rezaba á la tarde, delante de la imagen de Nuestra Señora de la Soledad, que fue todo el consuelo en esta peregrinación».
Por tan escasas se tenían las probabilidades de que esta nao llegara á salvamento, que la galeota y la fragata la abandonaron hurtando el rumbo de noche. Sin embargo, así y todo, pasó entre las islas de los Ladrones, y recaló al cabo San Agustín en la de Luzón, donde acabaron de alborotarse los expedicionarios, pretendiendo embarrancaría por no emplear algunos días más barloventeando para entrar en la bahía de Manila, y por vengarse de la avaricia de la Gobernadora perdiendo el bajel. Lo impidió un alcalde de la costa, que trajo á bordo refrescos y sirvió de práctico hasta fondear en Cavite el 11 de Febrero de 1596.
La gente de mar fue á visitar la nao como cosa digna de ver, admirada de que hubiese llegado al término del viaje.
Habían fallecido desde la salida de la isla Graciosa 50 personas, cifra que, unida á la de los muertos allá y á la de los desaparecidos, arroja un total de 270, al que hay que agregar las que embarcaron en la fragata, que nunca más pareció. La galeota fue á parar á Mindanao con extrema necesidad de vitualla.
A pocos días de la llegada á Manila murieron diez de los enfermos; otros cuatro acabaron para el mundo entrando en religión, y dio fin la tragedia como las comedias suelen acabar; pues siendo por entonces pocas las españolas que había en las islas Filipinas, las que llegaban viudas en la nao San Jerónimo se volvieron á casar á su gusto con hombres principales, sin excepción de la gobernadora Doña Isabel Barreto, que entregó su mano y jurisdicción á Don Fernando de Castro, caballero de Santiago y general de galeones de la Carrera de las islas, al cumplir el año de tocas.
Reparada en tanto la nave San Jerónimo, volvió á dar la vela de Cavite el 10 de Agosto de 1597, conduciendo al matrimonio y al piloto mayor Fernández de Quirós, algo tarde ya con relación á los tiempos de la derrota, como lo experimentaron, sufriendo tormentas é incomodidades; mas llegaron sin accidente al puerto de Acapulco el 11 de Diciembre, y antes que se dispersaran los testigos, en 23 de Enero siguiente, se formó en Méjico expediente é información de ocurrencias de la jornada.
Notas:
1. El propósito político de abrir válvula á la gente ociosa y perjudicial que vagaba en el Perú, fue una de las causas de ésta y otras expediciones; declarase en cédula inserta por el doctor Suárez de Figueroa entre las dirigidas al Marqués de Cañete, en estos términos: «Al adelantado Álvaro de Mendaña, á quien se encargó el descubrimiento y población de las islas de Salomón, y quedaba de partida para la jornada, decís que se vendió el galeón San Jerónimo, que era mío, en ocho mil pesos corrientes, y que se hizo en ello comodidad, con la condición que le ocupase en la dicha jornada, y que asimismo, por su pobreza, y porque arrancase algún golpe de la gente baldía y se consiga el fruto que se espera, sería forzoso ayudarle con algunas piezas de artillería pequeñas, mosquetes, arcabuces, pólvora y municiones; y reservaríades de la composición á algunos extranjeros que le ayudaban e iban á servir en aquella jornada, en lo cual habéis hecho bien; y así ayudaréis al dicho Adelantado con las cosas que decís, y con las demás que se pudiere, y avisarme si hizo la jornada y lo que della fue sucediendo.»
Para esta nueva aventura no dejaría de atraer la condición natural de aquella gente perulera, á la que era aplicable el pensamiento del licenciado Luis Martínez de la Plaza, procediendo «Como cuando del viento y mar hinchado,
Rota la tablazón y el árbol roto,
De la tormenta se salvó el piloto
La boca abierta y de nadar cansado,
Que jura con aliento mal cobrado
No verse más entre el furor del Noto,
Mas luego olvida el mal, quebranta el voto,
Pierde el temor, del interés forzado»
Existen tres relaciones de la expedición escritas por Fernández de Quirós, una que insertó D. Antonio de Morga en su obra Sucesos de Filipinas; otra que arregló Cristóbal Suárez de Figueroa entre Los hechos de D. García Hurtado de Mendoza, Marqués de Cañete, Madrid 1613, y la más extensa, publicada por D. Justo Zaragoza, con titulo de Historia del descubrimiento de las regiones australes, hecho por Pedro Fernández de Quirós, Madrid, 1876-1882; tres tomos en 4.0, que forman parte de la Biblioteca Hispano Ultramarina.
2. Existen tres relaciones de la expedición escritas por Fernández de Quirós, una que insertó D. Antonio de Morga en su obra Sucesos de Filipinas; otra que arregló Cristóbal Suárez de Figueroa entre Los hechos de D. García Hurtado de Mendoza, Marqués de Cañete, Madrid 1613, y la más extensa, publicada por D. Justo Zaragoza, con titulo de Historia del descubrimiento de las regiones australes, hecho por Pedro Fernández de Quirós, Madrid, 1876-1882; tres tomos en 4.0, que forman parte de la Biblioteca Hispano Ultramarina.
3. «Murió, al parecer de todos, como de él se esperaba (escribía Quirós). Todos le conocimos muchos deseos de acertar; era persona celosa de la honra de Dios y del servicio del Rey, y á quien las cosas mal hechas no parecían bien. Era muy llano; no largo en razones; él mismo decía que no las esperasen de él, sino obras». Murió el 18 de Octubre de 1595.
4. Hay copia en la Dirección de Hidrografía, A-1ª, Expediciones de 1519 á 1697, tomo II.
Fuente: Instituto de Historia y Cultura Naval. ARMADA ESPAÑOLA.