“Tu misericordia, oh Dios, no tiene límites, y es infinito el tesoro de tu bondad…” (Oración después del himno “Te Deum”) y “Oh Dios, que manifiestas especialmente tu poder con el perdón y la misericordia…” (Oración colecta del domingo XXVI del tiempo ordinario), canta humilde y fielmente la santa Madre Iglesia. En efecto, la inmensa condescendencia de Dios, tanto hacia el género humano en su conjunto como hacia cada una de las personas, resplandece de modo especial cuando el mismo Dios todopoderoso perdona los pecados y los defectos morales, y readmite paternalmente a los culpables a su amistad, que merecidamente habían perdido.
Así, los fieles son impulsados a conmemorar con íntimo afecto del alma los misterios del perdón divino y a celebrarlos con fervor, y comprenden claramente la suma conveniencia, más aún, el deber que el pueblo de Dios tiene de alabar, con formas particulares de oración, la Misericordia divina, obteniendo al mismo tiempo, después de realizar con espíritu de gratitud las obras exigidas y de cumplir las debidas condiciones, los beneficios espirituales derivados del tesoro de la Iglesia. “El misterio pascual es el culmen de esta revelación y actuación de la misericordia, que es capaz de justificar al hombre, de restablecer la justicia en el sentido del orden salvífico querido por Dios desde el principio para el hombre y, mediante el hombre, en el mundo” (Dives in misericordia, 7).
La Misericordia divina realmente sabe perdonar incluso los pecados más graves, pero al hacerlo impulsa a los fieles a sentir un dolor sobrenatural, no meramente psicológico, de sus propios pecados, de forma que, siempre con la ayuda de la gracia divina, hagan un firme propósito de no volver a pecar. Esas disposiciones del alma consiguen efectivamente el perdón de los pecados mortales cuando el fiel recibe con fruto el sacramento de la penitencia o se arrepiente de los mismos mediante un acto de caridad perfecta y de dolor perfecto, con el propósito de acudir cuanto antes al mismo sacramento de la penitencia. En efecto, nuestro Señor Jesucristo, en la parábola del hijo pródigo, nos enseña que el pecador debe confesar su miseria ante Dios, diciendo: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no soy digno de llamarme hijo tuyo” (Lc 15, 18-19), percibiendo que ello es obra de Dios: “Estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido y ha sido hallado” (Lc 15, 32).
Por eso, con próvida solicitud pastoral, el Sumo Pontífice Juan Pablo II, para imprimir en el alma de los fieles estos preceptos y enseñanzas de la fe cristiana, impulsado por la dulce consideración del Padre de las misericordias, ha querido que el segundo domingo de Pascua se dedique a recordar con especial devoción estos dones de la gracia, atribuyendo a ese domingo la denominación de “Domingo de la Misericordia divina” (cf. Congregación para el culto divino y la disciplina de los sacramentos, decreto Misericors et miserator, 5 de mayo de 2000).
El evangelio del segundo domingo de Pascua narra las maravillas realizadas por nuestro Señor Jesucristo el día mismo de la Resurrección en la primera aparición pública: “Al atardecer de aquel día, el primero de la semana, estando cerradas, por miedo a los judíos, las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: “La paz con vosotros“. Dicho esto, les mostró las manos y el costado. Los discípulos se alegraron de ver al Señor. Jesús les dijo otra vez: “La paz con vosotros. Como el Padre me envió, también yo os envío“. Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos” (Jn 20, 19-23).
Para hacer que los fieles vivan con intensa piedad esta celebración, el mismo Sumo Pontífice ha establecido que el citado domingo se enriquezca con la indulgencia plenaria, como se indicará más abajo, para que los fieles reciban con más abundancia el don de la consolación del Espíritu Santo, y cultiven así una creciente caridad hacia Dios y hacia el prójimo, y, una vez obtenido de Dios el perdón de sus pecados, ellos a su vez perdonen generosamente a sus hermanos.
De esta forma, los fieles vivirán con más perfección el espíritu del Evangelio, acogiendo en sí la renovación ilustrada e introducida por el concilio ecuménico Vaticano II: “Los cristianos, recordando la palabra del Señor “En esto conocerán que sois mis discípulos, si os amáis unos a otros” (Jn 13, 35), nada pueden desear más ardientemente que servir cada vez más generosa y eficazmente a los hombres del mundo actual. (…) Quiere el Padre que en todos los hombres reconozcamos y amemos eficazmente a Cristo, nuestro hermano, tanto de palabra como de obra” (Gaudium et spes, 93).
Por eso, el Sumo Pontífice, animado por un ardiente deseo de fomentar al máximo en el pueblo cristiano estos sentimientos de piedad hacia la Misericordia divina, por los abundantísimos frutos espirituales que de ello pueden esperarse, en la audiencia concedida el día 13 de junio de 2002 a los infrascritos responsables de la Penitenciaría apostólica, se ha dignado otorgar indulgencias en los términos siguientes:
Se concede la indulgencia plenaria, con las condiciones habituales (confesión sacramental, comunión eucarística y oración por las intenciones del Sumo Pontífice) al fiel que, en el domingo segundo de Pascua, llamado de la Misericordia divina, en cualquier iglesia u oratorio, con espíritu totalmente alejado del afecto a todo pecado, incluso venial, participe en actos de piedad realizados en honor de la Misericordia divina, o al menos rece, en presencia del santísimo sacramento de la Eucaristía, públicamente expuesto o conservado en el Sagrario, el Padrenuestro y el Credo, añadiendo una invocación piadosa al Señor Jesús misericordioso (por ejemplo, “Jesús misericordioso, confío en ti“).
Se concede la indulgencia parcial al fiel que, al menos con corazón contrito, eleve al Señor Jesús misericordioso una de las invocaciones piadosas legítimamente aprobadas.
Además, los navegantes, que cumplen su deber en la inmensa extensión del mar; los innumerables hermanos a quienes los desastres de la guerra, las vicisitudes políticas, la inclemencia de los lugares y otras causas parecidas han alejado de su patria; los enfermos y quienes les asisten, y todos los que por justa causa no pueden abandonar su casa o desempeñan una actividad impostergable en beneficio de la comunidad, podrán conseguir la indulgencia plenaria en el domingo de la Misericordia divina si con total rechazo de cualquier pecado, como se ha dicho antes, y con la intención de cumplir, en cuanto sea posible, las tres condiciones habituales, rezan, frente a una piadosa imagen de nuestro Señor Jesús misericordioso, el Padrenuestro y el Credo, añadiendo una invocación piadosa al Señor Jesús misericordioso (por ejemplo, “Jesús misericordioso, confío en ti“).
Si ni siquiera eso se pudiera hacer, en ese mismo día podrán obtener la indulgencia plenaria los que se unan con la intención a los que realizan del modo ordinario la obra prescrita para la indulgencia y ofrecen a Dios misericordioso una oración y a la vez los sufrimientos de su enfermedad y las molestias de su vida, teniendo también ellos el propósito de cumplir, en cuanto les sea posible, las tres condiciones prescritas para lucrar la indulgencia plenaria.
Los sacerdotes que desempeñan el ministerio pastoral, sobre todo los párrocos, informen oportunamente a sus fieles acerca de esta saludable disposición de la Iglesia, préstense con espíritu pronto y generoso a escuchar sus confesiones, y en el domingo de la Misericordia divina, después de la celebración de la santa misa o de las vísperas, o durante un acto de piedad en honor de la Misericordia divina, dirijan, con la dignidad propia del rito, el rezo de las oraciones antes indicadas; por último, dado que son “Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia” (Mt 5, 7), al impartir la catequesis impulsen a los fieles a hacer con la mayor frecuencia posible obras de caridad o de misericordia, siguiendo el ejemplo y el mandato de Jesucristo, como se indica en la segunda concesión general del “Enchiridion Indulgentiarum“.
Este decreto tiene vigor perpetuo. No obstante cualquier disposición contraria.
Dado en Roma, en la sede de la Penitenciaría apostólica, el 29 de junio de 2002, en la solemnidad de San Pedro y San Pablo, apóstoles.
Luigi DE MAGISTRIS, Arzobispo titular de Nova Pro-penitenciario mayor
Gianfranco GIROTTI, OFM conv. Regente
Homilía del Padre Paul Voisin CR, Superior General de la Congregación de la Resurrección:
Hace muchos años, había unas coloridas obras de arte tridimensionales, llamadas estereogramas, que solía ver cada sábado en el periódico. Al principio sólo parecían manchas de colores, con dibujos sin duda, pero nada que mostrara una forma o figura real. Debo haber mirado un centenar de ellos, y nunca vi nada. Lo acercaba, lo alejaba, intentaba cruzar los ojos para verlo. Me sentía tonto tratando de descifrarlos. Finalmente, un día acerté y pude ver las figuras tridimensionales de cada página: en una oveja, y en otra pájaros, o payasos, una multitud de imágenes. Después de eso, no pude evitar ver las imágenes cada vez que miraba las páginas, y no podía entender cómo los demás no podían verlas.
Pensé en esto cuando leí por primera vez el evangelio (Juan 20:19-31). Tomás no estaba presente con los discípulos cuando Jesús se les apareció, y no podía creerles. Quería ver por sí mismo. Quería ver con sus propios ojos y tocar las manos y el costado de Jesús. Era casi como si pusiera condiciones para creer. Si Jesús no se revelaba como él le había indicado, no creería el testimonio de los demás. Imagínese que conocía a esos discípulos desde hacía tres años y, sin embargo, no aceptaba su testimonio de que Jesús había resucitado y se les había aparecido.
Finalmente, Jesús se les aparece cuando Tomás está presente, y la petición de Tomás se cumple. Extendió la mano y tocó a Jesús. Finalmente, Tomás creyó. A veces podemos ser como Tomás. En nuestra condición humana, también podemos poner condiciones a Jesús para creer en él, o que existe, o que nos ama. Queremos que se ajuste a nuestra forma de pensar y actuar, que haga nuestra voluntad. Desgraciadamente, a veces nunca es suficiente, y creamos un nuevo aro por el que Él tiene que pasar para satisfacernos. Y así, negociamos con Dios. “Si haces esto, entonces sabré que existes”. “Si me muestras esto, entonces creeré”. “Si respondes a mi oración como te lo ordeno, entonces creeré en ti”.
La presencia de Jesús resucitado ante los discípulos era significativa para ellos. Le habían abandonado en su hora de necesidad. Esto debió hacerles sentir tristes, avergonzados y como traidores al Señor que habían seguido y proclamado. La presencia de Jesús con ellos les reveló su corazón de amor y misericordia. No hubo reproches, críticas o regaños, sólo “La paz esté con vosotros”. Este es el corazón de misericordia que Jesús nos revela: la Divina Misericordia. Recuerdo que hace muchos años un grupo me pidió que hablara sobre la misericordia. Investigué un poco y recuerdo haber encontrado muchos datos interesantes. La virtud de la misericordia se menciona diecisiete veces en el Antiguo Testamento, ocho veces en los Evangelios y once veces en las Cartas de Pablo, Santiago y Pedro del Nuevo Testamento. Es una virtud siempre atribuida a Dios, como parte de su naturaleza.
Me gusta hacer una distinción entre perdón y misericordia. Para mí, el perdón se pide y se da. Es como si dos más dos fueran cuatro. Es una consecuencia lógica de la humildad y la contrición del penitente. Sin embargo, la misericordia es mucho más grande que el perdón, porque se nos da más allá de lo que merecemos. Es como si dos más dos fueran cinco. No es lógico. No tiene sentido. Un ejemplo excelente de misericordia lo vemos en la parábola del Hijo Pródigo (Lucas 15:11-32). El hijo descarriado entró en razón y decidió volver a casa. Había preparado su discurso: “Padre, he pecado contra Dios y contra ti. Ya no merezco ser llamado tu hijo. Acógeme como uno de tus jornaleros”. El padre escuchó estas palabras, y lógicamente diría, dos más dos son cuatro, eres admitido de nuevo como siervo. Pero, el corazón del padre sólo conoce la misericordia, y dos y dos fueron cinco. No es lógico, no tiene “sentido”. Aunque muchos puedan pensar que el hijo es indigno, y el padre tonto, así es como funciona el corazón de Dios. Su amor se desborda, más allá del perdón, hacia la misericordia, un verdadero acto de amor, el corazón de Dios. Esa es la misericordia divina. Esa es la misericordia que Dios nos regala, y esa es la misericordia que estamos llamados a celebrar hoy y a compartir siempre.
En nuestra Primera Lectura, de los Hechos de los Apóstoles (5:12-16) escuchamos las maravillas que Dios hacía a través de los apóstoles, trayendo curación y nueva vida a quienes los buscaban. Junto con la curación de sus cuerpos y mentes, escucharon la Buena Nueva para sanar sus espíritus y llevarlos a la unión con Cristo. La misericordia de Dios se refleja en esa bendición de nueva vida. Dios puede y seguirá haciendo maravillas a través de nosotros, si creemos, damos testimonio de nuestra fe y procuramos llevar la curación, el perdón, la reconciliación y la misericordia a los demás.
En nuestra Segunda Lectura, del Libro del Apocalipsis (1:9-11a, 12-13, 17-19), Juan cuenta cómo se le apareció el Señor resucitado en su gloria. Juan estaba bien dispuesto a la revelación de Dios. Oyó su llamada, la reconoció como divina, escuchó y vió (en su visión). Una vez más, sólo porque estaba en unión con Cristo pudo ser un instrumento de la Buena Nueva, el amor y la misericordia de Dios. Nosotros también estamos llamados a ser instrumentos, en lugar de obstáculos, para esta obra de Dios que Él quiere hacer en y a través de nosotros.
Con demasiada frecuencia, no reconocemos a Jesús en medio de nosotros. Como cuando intenté ver esas figuras tridimensionales en la obra de arte, estaban allí, pero no podía verlas. Algunos de los discípulos no reconocieron al principio a Jesús resucitado -María Magdalena en el huerto, y los discípulos en Emaús- y no se dieron cuenta del gran amor y la misericordia que les tenía. A veces es porque no permitimos que Dios sea Dios. Queremos imponerle nuestra idea de cómo debe actuar Dios. Con esa actitud, sólo cuando Él cumple nuestras peticiones podemos creerle.
En nuestra condición humana, a menudo no reconocemos la misericordia de Dios que se nos ha dado, las veces que el amor de Dios fue tan abundante que fuimos limpiados y hechos de nuevo, que nuestra herida fue curada. Si no comprendemos lo mucho que somos amados, y lo mucho que la misericordia de Dios ha sido nuestro regalo, que no podemos compartirlo fácilmente con los demás. Nos mantendremos en la mentalidad de que dos más dos es igual a cuatro, y no reflejaremos la verdadera naturaleza de Dios y su misericordia que nos ha revelado en la Sagrada Escritura, a través de los Padres de la Iglesia y el Magisterio, y en las revelaciones a Santa Faustina.
Algunas de las formas en las que Dios se nos revela, y en las que experimentamos y compartimos su Divina Misericordia, son en nuestra oración, en su Palabra, en los Sacramentos y en nuestra participación en la vida de la Comunidad. Una vez más, requiere que estemos debidamente dispuestos -abiertos y receptivos- para “oír”, “ver”, “tocar” y experimentar a Jesús como lo hicieron Tomás y los demás apóstoles en Jerusalén.
La verdadera oración no es sólo hablar con Dios, o darle las condiciones por las que creeremos en Él. La verdadera oración implica también escuchar a Dios, estar en sintonía con sus caminos y su voluntad. En nuestra oración, Dios nos toca en lo más profundo de nuestro ser, llamándonos a entrar en una relación más profunda con Él.
En la Palabra de Dios, recibimos la revelación de Dios -como hizo Juan en la segunda lectura- para conocer a Dios y sus caminos. La Sagrada Escritura es vital para nuestro conocimiento y comprensión de Jesús, descubriendo por nosotros mismos lo que Dios ha revelado. En la Palabra, Dios nos toca en lo más profundo de nuestro ser, iluminándonos para conocerlo, amarlo y servirlo.
En los Sacramentos, especialmente en la Eucaristía, podemos ser como Tomás y tocar al Señor, y dejar que Él nos toque. Los Sacramentos nos animan y nos dan fuerza para nuestro viaje terrenal. El viaje es largo, y el camino a veces difícil, por lo que necesitamos los Sacramentos para reforzarnos en el viaje.
A menudo se subestima nuestra vida en la Comunidad Parroquial. Nos influimos unos a otros, y en la Comunidad Parroquial -en nuestra oración, estudio, intercambio y servicio- nos conducimos y guiamos unos a otros hacia un mayor discipulado y una mayor corresponsabilidad. Nos necesitamos unos a otros en este viaje, y Jesús nos toca de muchas maneras a través de la vida y el testimonio de los que nos acompañan).
En este Segundo Domingo de Pascua, en este Domingo de la Divina Misericordia, el Tomás dubitativo nos da la oportunidad de fortalecernos para reconocer a Jesús en medio de nosotros, para tocarlo y permitir que nos toque. Esto nos ayudará a creer y a hacernos eco de las palabras de Tomás: “Señor mío y Dios mío”. La revelación de la misericordia de Dios a Tomás y a los discípulos, y a nosotros, ha de celebrarse hoy y todos los días, y alabar a Dios por esta revelación del amor divino y de la misericordia divina en Jesucristo, su Hijo.