La cabaña del tío Guevara

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“Nunca vi a mis padres besándose”

Por María Sucarrat- www.oceansur.com
Aleida Guevara March es militante del Partido Comunista de Cuba, médica internacionalista (con próxima estación Argelia) y, entre otras tantas cosas que ocupan su vida, colaboradora del Centro de Estudios Che Guevara y del Instituto Cubano de Amistad con los Pueblos.
Aleida es Guevara. Es la hija del Che. Y está hoy en la tierra de su padre con la misión, esta vez, de difundir Evocación. Mi vida al lado del Che, ese libro en el que su madre, Aleida March, ha volcado sus vivencias, sus recuerdos, su meticulosa memoria. Y por supuesto, la relación con su marido y padre de sus cuatro hijos, Ernesto Guevara.
“Sumida en el silencio por decenios, nada distante, tan solo en otro plano, refugiada…”. Así, bajo el título “Aleida nuestra” comienza el prólogo del libro escrito por Alfredo Guevara, intelectual y fundador del Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC) y compañero de armas y viejo amigo de Fidel Castro.
¿Sumida en el silencio por cuánto tiempo estuvo su madre?
—Estuvo callada hasta que escribió este libro. Toda la vida estuvo callada.
¿Y por qué?
—Porque mi madre es una mujer de origen campesino. Una mujer educada en el campo. Ella siempre fue muy reservada y sobre todo con las cosas que tenían que ver con su vida personal. Siempre habló muy poco de sus sentimientos. Nosotros, digo, mis hermanos y yo, le preguntábamos porque teníamos curiosidad, pero ella nunca nos contaba nada.
¿Pero qué les decía? ¿Qué no quería hablar?
—Siempre cambiaba de tema. Empezaba a decir algo y, blablablá, se iba por las ramas. Y yo sentía más curiosidad. Por ejemplo, nunca vi a mis padres besándose.
Pero quizá en esa época, los padres no se demostraban afecto de esa manera.
—En realidad, mi papá le dedicaba al trabajo mucho tiempo. Entonces, supongo que los momentos de intimidad los reservaban para ellos, para cuando estaban solos.
O sea, si tiene ese recuerdo, que ellos no se besaban, también conserva otros.
—¡Sí! Tengo recuerdos muy firmes, muy reales y claros. Pero mi papá se fue cuando yo tenía cuatro años y medio, entonces siempre me pregunté: ¿Cómo era mi papá? ¿Cómo era la relación entre ellos? Siempre me hice muchas preguntas.
¿Y con la escritura de Evocación las pudo contestar?
—Sí. Entendí todo. Entendí lo que fue para mi madre seguir viviendo después de haber perdido al hombre que amaba tanto. Ella se encerró durante todos estos años. No se podía permitir romper el dique de sus sentimientos. No podía desbordar porque sabía que no tendría retorno.
No debe haber sido fácil quedarse sola con cuatro hijos tan chiquitos.
—Ella tenía que mantener esa fortaleza para poder criar a sus chicos. Luego fue creciendo y pudo volcar todo su sentimiento en ese libro.
¿Cuánto duró la escritura?
—Cerca de un año.
¿Y cómo fue el proceso? ¿Ella anotaba sus recuerdos?
—No. Usó una grabadora. Iba hablando de sus cosas. Y fue muy duro. La vi sufrir, la vi llorar. A veces, entraba a casa, la encontraba con el aparato en la mano llorando y le decía: “No lo hagas más si te hace mal. Déjalo de una vez”. Por suerte no me hizo caso y siguió adelante. Fue muy difícil para ella, por su educación campesina, poder contarlo todo. Su amiga María del Carmen Ariet la ayudó mucho. Y nosotros, sus hijos. Creo que lo hizo por nosotros. En la dedicatoria del libro dice “A mis hijos, la mayor inspiración para mí”.
Dice también: “Me sentía orgullosa del papel que las mujeres estábamos desempeñando en la lucha”. Es muy moderna su mirada sobre las mujeres.
—Mi mamá trabajaba con hombres. Era una combatiente de la lucha clandestina y estaba rodeada de hombres. Pero a todos les ponía límites. Ella, hasta que lo conoció a mi padre, no se había relacionado con ninguno. Pero claro, con el argentino no pudo (se ríe), él le fue trabajando el terreno y la ganó. Luego, con su muerte, quedó refugiada en el dolor. Es una historia de amor fantástica.
“Refugiada en el dolor” dice el prólogo de Alfredo Guevara.
—Cuando él murió, mi madre sintió una pérdida desgarradora. Solo se mantuvo a flote por sus niños. Creo que ella se hubiera ido con él si no estábamos nosotros.
Además eran todos muy pequeños.
—Y mirá, yo tengo 51. Camilo tiene 49, Celia 48 y Ernesto 46. ¡Casi no hay diferencia entre nosotros!
¿Y el Che compartía esa visión acerca de las mujeres con su madre?
—Al principio, no. Él creía que la mujer no era idónea para actuar en ese medio. ¡Y si era bonita, peor! Él creía que no podía aparecer una mujer en medio de tantos hombres que llevaban tanto tiempo combatiendo. “Se puede evitar”, decía. Para él, sus hombres, al ver a una mujer, iban a empezar a comportarse según las reglas naturales. A mirarla como presas, a querer cazar (se ríe). Pero luego, con mi madre, y con otras compañeras como Lilia (Doce) o Clodomira (Acosta) que lo acompañaron en la Sierra Maestra, se fue dando cuenta de la importancia que tenía la mujer para la tropa. Lidia era mayor y se portaba como una madre con sus hombres. Pudo ver que las mujeres, lejos de ser un problema, provocaban tranquilidad.
Las mujeres estaban muy implicadas en la lucha.
—Sí, por supuesto. Cuando llegó mi mamá, él vio cómo trabajaba y vio que estaba siempre dispuesta a mostrar que las mujeres podían ser de gran utilidad.
¿Cómo era la relación de ellos entonces?
—Trabajaban juntos y logran una complicidad, pero ella se da cuenta de que él es muy importante —mucho más importante que ella— para el proceso revolucionario. Y lo apoya a él por eso.
¿Y él?
—Él la apoyaba en todo. La enviaba de viaje por el mundo por la Federación de Mujeres Cubanas. Nunca le dijo que no a un emprendimiento, una idea que ella tenía. Le pidió que estudie.
Ella se había recibido de maestra.
—Sí. Ella era maestra y él le pidió que estudiara Historia, que era lo que en realidad le gustaba.
¿Cómo eran en la casa?
—Él estaba muy poco tiempo. Trabajaba dieciséis horas por día. Se iba muy temprano. Viajaba mucho. He visto fotos de mi madre con una tremenda panza arriba de un barco, o a caballo o en un jeep. Y yo le decía “¿Pero cómo hacías eso con semejante panza?”. Ella me contestaba “Es que yo echo barriga muy pronto. ¡En esas fotos estoy apenas de cuatro o cinco meses!” (se ríe). Para ella, estar a su lado era lo más importante en la vida.
¿Qué recuerda de la rutina de la casa?
—Mira, te cuento una anécdota. A mi padre le encantaban los perros. Él los amaba a todos. Y mi abuela, la madre de mi madre, vivía con nosotros en nuestra casa. Mi papá tenía un perro muy grande. Se llamaba Muralla. Y Muralla se echaba a dormir en la puerta de la habitación de ellos. Entonces un día mi abuela, le grita: “¡Pero este animal tan grande, no se puede tener un animal tan grande!”. Y mi papá se levanta y le dice: “Señora, ¿por qué se mete con el pobre animal? ¡Déjelo tranquilo!” (Aleida llora y se seca los ojos con las manos). ¡Me has dado sentimiento! Mira que acordarme de esto…
¿Solo tenía ese perro?
—Muralla era el perro de mi papá. Y tenía una perra, su pareja, que se llamaba Socorro. Muralla amaba a mi padre. Se iba con él, en el carro, al Ministerio. Y cuando mi papá se fue, el perro lo esperaba. Se acostaba en la puerta de su cuarto a esperarlo y lloraba. Como los niños eran muy pequeños y el perro lloraba muy fuerte durante toda la madrugada lo mandaron a dormir afuera (Aleida vuelve a llorar).
Dice su madre que cuando lo conoció al Che lo veía muy serio y mayor. Ella era una niña, tenía 20 años.
—Lo veía mayor pero no era una niña. Tenía un poco más de 20, no te voy a decir la edad porque se va a enojar conmigo. Pero era toda una mujer.
¿Y cómo fue su nacimiento? ¿Qué le ha contado su madre?
—Mira, mi padre, por su educación, quería un varón. Él ya tenía una hija mujer, mi hermana mayor. Y quería un varón. Cuando mi mamá quedó embarazada soñaba con su niño, por esas cosas que los varones transmiten, y estaba muy entusiasmado.
¡Pero nació una niña!
—Sí, nací yo. Él estaba de viaje en China. Y mi mamá le envió una comunicación: “Ha nacido y es hembra.” ¿Y sabes qué le contestó desde China? “Si es hembra, tírala por el balcón”.
¿Entonces?
—Mi madre había estado once horas con trabajo de parto para terminar en una cesárea. ¡Imagínate! Así que cuando llegó para Cuba mi mamá no quería dejarlo entrar en su habitación. Él decía: “¿Dónde está la niña?”, y ella: “La tiré por el balcón”. “Ya Aleida, deja la bobería”. Ellos bromeaban mucho. Y no me pusieron nombre hasta que él llegó.
¿Quién lo eligió?
—Mi padre. Le dijo a mi mamá: “Se llamará Aleida porque es el nombre de la mujer que amo”.
Luego llegó el varón.
—Sí. El Che estaba afuera con Lolita, una amiga. Entonces salió el partero con un bebezón en los brazos. Camilo pesó como unos cinco kilos. Y el partero le dijo: “Comandante, felicidades”. Y mi papá se paró y le dio un abrazo a Lolita y le convidó a un tabaco.
¿Toda su familia vive en Cuba?
—Toda. Salimos a hacer algunas misiones afuera pero volvemos a Cuba. Lo de siempre.
¿Y cómo está Cuba hoy?
—Para un país que sigue bloqueado puedo decir que bien, que hacemos el esfuerzo para vivir con dignidad y sobre todo con alegría. Trabajamos para obtener mayor ganancia en el sentido social. Económicamente, lo podemos hacer. Y gracias al ALBA (Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América) se respira de otra manera. Pero el proceso revolucionario tiene que seguir creciendo. Aparecen más facilidades, eso es muy bueno. Y esperamos con los brazos abiertos que la Argentina y el Brasil se incorporen al ALBA.
¿Sienten allá la crisis que afecta a Europa, por ejemplo?
—Nosotros tenemos los ojos puestos en América Latina, que es autosuficiente. ¿Imagina si la producción de la región se pusiera al servicio de este continente? Se lograría para siempre la unión latinoamericana. El ALBA nos ha permitido relacionarnos con todos los países y el proceso revolucionario se va ampliando. De allí, ya no hay retroceso.

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