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Cardenal Joseph Zen.

El tribunal de West Kowloon acusó al cardenal Joseph Zen Zkiun, y a cinco conocidos miembros del Frente Democrático por no registrar correctamente un fondo humanitario del que eran administradores. La policía había detenido al obispo emérito de la ciudad y a los demás acusados por el cargo mucho más grave de «colusión» con fuerzas extranjeras, en violación de la draconiana ley de seguridad nacional impuesta por la dictadura comunista en el verano de 2020.
Hasta su clausura en octubre del año pasado, el Fondo 612 ayudó a miles de manifestantes pro democráticos que participaron en las protestas de 2019. Todos los acusados se declararon inocentes. Sus abogados defensores cuestionaron que la organización benéfica estuviera obligada a registrarse según la Societies Ordinance. En todo caso, se trata de una falta administrativa, no un delito penal.
El juicio comenzará realmente el 19 de septiembre. Sin una acusación por amenaza a la seguridad nacional por colusión, los acusados se enfrentan a una multa máxima de 1,750 dólares. Sin embargo, una de ellos, la activista Cyd Ho, ya está en prisión por participar en una manifestación no autorizada. Esta acusación afectó a varias figuras democráticas, entre ellas al magnate católico Jimmy Lai.
Diplomáticos italianos, alemanes, franceses y suecos estuvieron presentes en la audiencia de ayer. Muchos países occidentales denuncian desde hace tiempo las acciones represivas aplicadas por las autoridades de Hong Kong, que, en la práctica, anularon las tradicionales libertades que habían garantizado a la población tras su regreso a la soberanía china en 1997.
Como muestra del clima de temor que se vive en la antigua colonia británica, la diócesis de la ciudad anunció que no se celebrarán este año las tradicionales misas en conmemoración de la masacre de Tiananmen. El 4 de junio de 1989, miles de estudiantes y ciudadanos chinos fueron asesinados en Beijing por exigir libertad y democracia en el país. La cancelación de las celebraciones está motivada por la preocupación de que puedan violar la Ley de Seguridad Nacional.
Por la fiesta de María Auxiliadora y Nuestra Señora de Sheshan -que por voluntad de Benedicto XVI desde 2007 es la Jornada mundial de oración por la Iglesia en China- el cardenal Zen celebrará una misa organizada por la Comisión de Justicia y Paz. Por su parte, el cardenal John Tong presidirá otra celebración en el Holy Spirit Study Center.
Fuente: Asia News.

Monseñor Oracio Ferruccio Ceol (1911-1990)

Por Ricardo Uceda- El codigo Riva Aguero.
A fines del 2005, la PUCP deseaba desalojar al Colegio Peruano Chino Juan XXIII de un terreno e instalaciones que le pertenecían. En 1975 la universidad se lo había cedido en uso gratuito por treinta años. El plazo se venció, así que el colegio tenía tres caminos: o pagaba arriendo, o compraba, o se iba. Todo estaba muy claro, salvo una circunstancia: en realidad, la PUCP había cedido los bienes al Arzobispado, y el Arzobispado los entregó al colegio. De modo que cuando la universidad invitó al Juan XXIII a negociar, su directora, Ángela León, le contestó que con quien debía hacerlo era con el cardenal.
La decisión fue adoptada por el cardenal Juan Landázuri y el rector de entonces, Felipe Mac Gregor. Landázuri había recibido el pedido de otro franciscano como él, el obispo italiano Orazio Ferruccio Ceol, quien tras haber estado preso y torturado en China recibió la misión de evangelizar en el Perú de labios del mismísimo Juan XXIII. Aprobó todo una junta administradora de los bienes legados por José de la Riva Agüero a la PUCP –a los que correspondía el inmueble– en la que un designado por el arzobispo tenía voto. Pero, a diferencia de lo que ocurrió en 1975, la universidad ya no le reconocía validez a esta junta, e incluso consideraba que carecía de vigencia cuando se hizo la cesión. Por eso quería entenderse directamente con el colegio. Cuando los abogados del Arzobispado contemplaron la situación, quisieron saber más sobre sus atribuciones en la junta.
Al final, el colegio, la PUCP y el Arzobispado no se pusieron de acuerdo, y el abogado de la universidad, Jorge Avendaño, pidió a un juzgado expedir una orden de desalojo. Antes de que la sangre llegara al río el colegio compró el inmueble por dos millones y medio de dólares, y el conflicto entre la PUCP y el Juan XIII concluyó para siempre. El de la universidad con el arzobispado, sin embargo, no hacía sino comenzar.
El cardenal Cipriani sabía que el Arzobispado participaba en una junta de administración de los bienes que dejó Riva Agüero a la universidad, pero no había examinado los detalles.
No conocía el marco jurídico ni había visto papeles. Recién al conocer el problema con el Juan XXIII supo que sus relaciones con la Universidad Católica podían tomar otro cariz.
El 20 de octubre de 1944, a los 59 años, Riva Agüero se sintió mal luego de un almuerzo en Barranco, y por la noche tuvo un ataque de hemiplejia. Murió cuatro días después en el cuarto piso del hotel Bolívar, donde vivía solo desde hacía cuatro años, asistido por una criada española y un mayordomo suizo. Mientras tanto, por todo Lima y sus alrededores seguían reconstruyéndose sus numerosas casas y fincas, casi todas afectadas por el terremoto de 1940. Había pensado mucho en lo que ocurriría con esos bienes.
A lo largo de los años y según distintos estados de pensamiento, hizo múltiples disposiciones testamentarias, algunas veces rectificando indicaciones anteriores. En estos documentos describió sus funerales por anticipado y en forma minuciosa. En el momento de ser enterrado, en sus manos había un crucifijo de marfil y en su pecho, su insignia de catedrático de la PUCP. El ataúd de acero estaba cubierto por la bandera de la universidad.
Hijo único, soltero y solitario, al mismo tiempo que un gran sitial como político e intelectual tenía una de las mayores fortunas del Perú. Nadie de su sangre había tan cercano como para entregársela.
Su madre y su tía más directa estaban muertas. No tenía hijos. A los 41 años, había redactado un testamento que permitía a San Marcos –donde estudió y era maestro– recibir sus bienes si sus tíos Enrique Riva Agüero y Rosa Julia de Osma ya hubieran muerto. Durante mucho tiempo subsistió la versión de que este era un testamento secreto que en algún momento vería la luz, demostrando al país quiénes eran los verdaderos herederos. Pero en 1993 acabó con el mito el candidato a bachiller en Derecho Carlos Carpio, al hallar en un armario del Instituto Riva Agüero una inédita copia mecanografiada del otorgamiento. Era de 1926. Aunque nunca llegó a formalizarse, el escrito revela qué universidad estaba más cerca de su corazón por entonces. En 1933 dictó su primer testamento válido, declarando como beneficiaria a la PUCP.
¿Qué ocurrió en esos siete años? Por un lado, renunció a su cátedra de Historiadores del Perú en San Marcos por la intromisión estudiantil en el nombramiento de los profesores. Por otra parte, era ateo y se convirtió en católico fervoroso. En 1934 renunció al Gabinete para no promulgar las leyes del divorcio: “No debo ni quiero, en mi calidad de Ministro de Justicia, ordenar la publicación y cumplimiento de mandatos condenados por mi razón y execrados por mi fe”. En 1938, mucho más vinculado a la PUCP, dictó otro testamento que incluyó nuevas disposiciones sobre su herencia.
En el testamento de 1933, consignó que la PUCP sería su heredera, y que una junta administradora de sus bienes se los entregaría en propiedad absoluta veinte años después de su muerte. Entretanto, podía usufructuarlos. A su vez, el testamento de 1938, ratificando la condición de heredera de la PUCP, estableció una junta administradora perpetua de los bienes para el sostenimiento de la universidad y para cumplir “encargos, legados y mandas” que testamentos cerrados establecieron: celebración de misas, cuidado de tumbas, obras pías. Estaba previsto que con el correr de los años los dos únicos miembros de esta junta serían el rector de la PUCP y una persona elegida por el Arzobispado de Lima.
Para la PUCP, las disposiciones últimas complementan las de 1933. En su visión, al haberse cumplido en 1964 veinte años del fallecimiento del benefactor, la propiedad absoluta pasó a ser de la universidad, sin derechos de un tercero sobre la gestión, y la “junta perpetua” solo tiene atribuciones para realizar los encargos menores de Riva Agüero. El Arzobispado, en cambio, sostiene que el testamento de 1938 le otorga el derecho de nombrar a uno de los dos miembros que deberían administrar para siempre los bienes donados.
Los juicios comenzaron en el 2006, mientras se disolvía el problema entre la PUCP y el colegio Juan XXIII. Entre febrero y octubre el rector Guzmán-Barrón y el cardenal Cipriani mantuvieron un intenso cruce de cartas sobre las potestades de la junta administradora. En junio, ante un pedido de Cipriani, llegó al Arzobispado un cúmulo de actas, entre ellas una del 13 de julio de 1994, por la que el rector Salomón Lerner y Carlos Valderrama, el miembro designado por el arzobispo Vargas Alzamora, dejaban sin efecto la competencia de la junta para la administración de los bienes. Cipriani y su abogado Henry Bullard miraron por primera vez el documento. En los próximos tres años se convertiría en el meollo de la controversia.
Fuente: Revista Poder.

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