Por Oscar Schiappa-Pietra Cubas
Hace un cuarto de siglo, publique un breve artículo periodístico alertando sobre los riesgos que ya entonces planteaba el narcotráfico para la sostenibilidad de nuestra democracia y estado de derecho. Para cerrar el paso a ambigüedades y al arte peruano del eufemismo, lo titulé Narcopoder o democracia: la opción definitiva. Hoy, veinticinco años después, y cuando cada día empezamos a remedar cada vez más fielmente la crisis de violencia que asola a México, se hace necesario recordar aquélla admonición, a la vez que constatar cuánto se ha deteriorado la situación en el Perú, y el mucho terreno que hemos cedido complacientemente a la criminalidad de las drogas.
En nuestro país hemos pasado del silencio cómplice a la complicidad abierta, en lo que atañe al narcotráfico. Buena parte de los dólares que cambiamos en el mercado informal de la calle proviene de esa ilícita actividad. En un país donde las utilidades de esa ilícita actividad suman varios miles de millones de dólares al año, resulta insultante que casi nadie haya sido procesado y condenado por lavado de activos del narcotráfico, y que se pretenda que creamos que proporciones muy significativas de esos fondos no se canalizan a través de los bancos. Las tiendas y otros emprendimientos empresariales del narcotráfico hoy ya se exhiben sin rubor, y con nuestro consentimiento explícito. Las fotos de narcotraficantes en clubes sociales exclusivos y en competencias de caballos de paso ya dejaron de ser una anormalidad.
Nadie es ajeno a las críticas preocupadas por el deterioro de la seguridad ciudadana, pero, a la vez, todos somos contribuyentes de tal regresión mediante nuestro silencio o explicita colaboración, en variados matices, con sus principales causantes. Como lo alerté un cuarto de siglo atrás, para prosperar, el narcotráfico requiere de la fractura del estado, de la anomia social, y de la mutua neutralización entre los protagonistas de la violencia. El narcotráfico va progresivamente capturando instituciones públicas, ejerciendo su vocación corruptora y promoviendo la entronización de sus allegados a altas funciones gubernamentales. Ya maduro ese proceso de captura, la actuación de estas instancias estatales empieza a mostrarse abiertamente servil a los designios mafiosos del narcotráfico.
Bajo esta perspectiva, el Perú empieza a semejarse cada vez más peligrosamente a México, país hermano asolado por la furia desenfadada y brutal del narcotráfico. El sicariato ya se ha convertido en un oficio masivo y en moneda cotidiana, que nada o a nadie respeta en aras de cumplir con el encargo. Instituciones fundamentales para la convivencia democrática, como la Policía Nacional, el Poder Judicial, el Ministerio Público y hasta el Congreso de la República, están ya fuertemente hipotecadas a la criminalidad de las drogas.
Lo sorprendente –y que confirma nuestra complicidad colectiva, a la que me he referido- es la nula capacidad de reacción ciudadana ante los azotes gansteriles del narcotráfico. Hace mucho que ya perdimos el coraje para indignarnos ante la podredumbre de nuestro entorno, y hoy sólo estamos siendo repitentes de esta modorra cívica. ¿Es que acaso tendremos que esperar hasta que algún barón del narcotráfico decida ordenar el asesinato de decenas de jóvenes, como acaba de ocurrir en Iguala, remoto poblado de México, para recién entonces alzar nuestra voz de protesta?
La encrucijada sigue planteada, ahora con mayor gravedad que hace veinticinco años atrás. Narcopoder o democracia: la opción definitiva.
Narcopoder o democracia: la opción definitiva, veinticinco años después
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