Mirar lejos

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Por Raúl Zegarra- Revista Ideele
Hace casi 30 años, en 1988, Gustavo Gutiérrez escribió una nueva introducción a su Teología de la liberación. La tituló “Mirar lejos”, siguiendo la pauta de un profundo y bello texto de San Juan XXIII. Teología de la liberación había causado ya gran revuelo, transformándole el rostro al quehacer teológico, transformando la vida de muchos, incluida, sin duda, la de su autor. Un proyecto de envergadura tal, por tanto, requería de una pausa para la reflexión, para ponderar el derrotero de aquello que se había logrado y quizás perdido con los años. Es así como corresponde leer “Mirar lejos”, como un esfuerzo por poner las cosas en perspectiva, después de años intensos, de promesas y fracasos, de acusaciones injustas y críticas constructivas. Me gustaría pensar en estas líneas como un esfuerzo similar, aunque proveniente no del lado del autor y protagonista; sino más bien del de un lector cautivado, de un espectador agradecido. Quisiera, entonces, mirar hacia el horizonte como quien mirando desde fuera se mete un poquito dentro, se hace un poquito parte de una historia que no es suya para dirigir la mirada hacia el porvenir, reconociendo los signos de los tiempos, cogiendo las oportunidades y mirando lejos, como decía San Juan XXIII en ese texto que inspirara a Gutiérrez.
Pero mirar lejos requiere coraje. Los años que siguieron a la publicación de Teología de la liberación no fueron sencillos para su autor ni para los que en conversación con él trabajaron y trabajan. Mucho se perdió, muchos golpes fueron recibidos. Fue tan dramática la situación que numerosos agentes pastorales, religiosos y religiosas, sacerdotes y obispos fueron asesinados por la causa de los más pobres, por la causa del Evangelio. No es muy difícil imaginar que en esos años mirar lejos requería valentía, coraje, una esperanza contra toda esperanza, como dice hermosa y paradójicamente San Pablo. Hay que tenerla cuando un movimiento social vivo y genuino se empieza a desmantelar desde diversos frentes, con las armas del dinero, las sotanas y el terror. ¿Qué horizonte podría anticiparse cuando todo parecía tan oscuro? En efecto, mirar lejos requería y requiere coraje.
Gutiérrez siempre tuvo la opción de apartarse. Quizás hasta hubiese sido el camino más razonable. No hubiese sido el primero; sin duda no el último. Renunciar cuando las escaramuzas son continuas y las fuerzas están disminuidas no ha de verse como falta de compromiso; por el contrario, muchos dejaron la Iglesia pensando que esa era la mejor manera de ser fieles a su compromiso. No cabe sino respetar esta opción. Gutiérrez, no obstante, permaneció en una lucha desde dentro. La tenacidad de su lucha no dejó de ser para muchos un acto insolente. Su mensaje era bien sencillo, pero desafiante: el Dios de Jesús es un Dios de amor universal, pero uno que se inclina de modo preferente ante el lamento del pobre, ante la tristeza del huérfano, ante la fragilidad de la viuda. Para muchos esta simpleza bíblica sonaba a marchas de revolución, a cuestionamiento agudo de un estado de cosas que tenían que cambiar. Y, por supuesto, a eso debía de sonar: un mundo donde todos experimentan la justicia, donde todos pueden sentirse hijos e hijas de Dios, es un mundo distinto al nuestro. Los cambios que un mundo así requiere son sin duda revolucionarios, implican conflictos y grandes dificultades. Tomó tiempo, pero esta perspectiva caló. No sin resistencias, por supuesto, porque los valores del Reino desafían los de este mundo, incluso entre aquellos que se denominan cristianos. Caló, posiblemente, porque la opción preferencial por los pobres no es más que puro evangelio; pero costó mucho sudor, vidas y lágrimas hacer que se hiciese patrimonio de la Iglesia latinoamericana y poco a poco de la Iglesia universal.
Carlos y Jorge Alvarez CalderonHoy las cosas han cambiado. Lo que parecía para muchos el otoño de un patriarca, los languidecientes días finales de un proyecto, hoy se nos muestra más bien como primavera, como tiempo de reivindicación. Esto había empezado ya con el Benedicto XVI, pero sin duda ha manifestado la plenitud de su fuerza en el todavía muy breve papado de Francisco. Con Ratzinger vimos un lento, aunque consistente proceso de acercamiento. El que fuera el implacable prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe en los años más peliagudos para Gutiérrez y los suyos poco a poco fue entendiendo que la teología de la liberación no representaba un riesgo y que su opción preferencial por los pobres era, más bien, una fuente de riqueza espiritual para la Iglesia. El decisivo discurso inaugural de Benedicto XVI en la Conferencia de Aparecida (2007) debe verse, entonces, como uno de los estadios finales en este consistente proceso de acercamiento. Pero a este acontecimiento eclesial toca añadir que fue Benedicto XVI (y no Francisco, como alguna prensa mal informada ha dicho más de una vez) quien eligiese al Cardenal Gerhard Müller como el nuevo prefecto de la congregación que él presidiera en los años de Juan Pablo II. Müller es ahora el guardián de la ortodoxia católica. Este no es un gesto menor. Ratzinger sabía muy bien que Müller no solo es un amigo cercano de Gutiérrez, que asistió a numerosos seminarios dirigidos por el teólogo peruano y que co-escribió libros con él, sino que el ahora prefecto ha defendido más de una vez la teología de la liberación y ha dicho que mucho de su trabajo académico y pastoral se inspira en ella. Los gestos de acercamiento son, pues, bastante claros. El tono reivindicatorio de ellos, a mi juicio, lo es también.
La historia con el Papa Francisco, sin embargo, es de otro tenor. Solo basta con mirar los periódicos y las noticias de modo esporádico para notar la consistencia y el coraje con el que Francisco ha decidido guiar a la Iglesia en estos tiempos que yo considero de transición. El respetable legado de Benedicto ha sido llevado a las raíces de las exhortaciones del evangelio por Francisco. El Papa argentino, qué duda cabe, ha radicalizado nuestro llamado a ser cristianos y a dar cuenta de nuestro gozo y esperanza. El testimonio más consistente de esto, junto al día a día y a la coherencia de Francisco, es la Evangelii gaudium, su primera exhortación apostólica. La cantidad de citas que se alinean con la opción preferencial por el pobre es simplemente abrumadora y no corresponde aquí sofocar al lector. Una cosa es clara, no obstante: el compromiso de Francisco con los más pobres no es una cuestión accidental, sino uno de los ejes centrales de su ministerio en la cátedra de Pedro. No pesa poco su pasado Latinoamericano; no tiene poca importancia su rol decisivo en la configuración del Documento de Aparecida.
Pero, ¿dónde deja todo esto a Gustavo Gutiérrez y a la teología de la liberación? Quisiera pensar que mirando hacia el horizonte, aunque los nombres “Gustavo Gutiérrez” y “teología de la liberación” puedan pasar al olvido. Quizás este sea un buen momento para transcribir aquí aquello que Gutiérrez mismo dijera en la última página de ese viejo librito rojo que transformó tanto y tan profundamente: “todas las teologías políticas, de la esperanza, de la revolución, de la liberación, no valen un gesto auténtico de solidaridad […]. No valen un acto de fe, de caridad y de esperanza comprometido […] en una participación activa por liberar al ser humano de todo lo que lo deshumaniza y le impide vivir según la voluntad del Padre”. Para Gutiérrez y su teología, entonces, nunca se trató de la memoria de un nombre; sino de una forma de vivir, del compromiso sincero con el seguimiento de Cristo y la subsecuente solidaridad con los que más sufren. A sus ochenta y siete años, Gutiérrez puede mirar hacia atrás con satisfacción y reconocer su coraje, y el de muchos otros, para mirar lejos, para permanecer en la lucha por un mundo más justo y más cristiano. ¿Es tiempo de cantar victoria, entonces? Sin duda que no, pero sería un error de juicio pensar que nada se ha logrado. Su mirar lejos ha de invitarnos a mirar lejos también, a salir de nosotros mismos y a hacernos prójimos de aquellos cuya necesidad debería interpelarnos en lo más hondo. Ese es su legado, ese su sentido. Pero el coraje de mirar lejos requiere un compromiso que se alimenta de esperanza, de una verdadera esperanza cristiana, esa capaz de hacer historia, como tan bellamente dice el Papa Francisco (EG, n. 181). Que el ejemplo de Gustavo Gutiérrez, quien tuvo el coraje y la esperanza de mirar lejos, inspire nuestro propio coraje y esperanza para hacer historia.

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