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La tragedia del papa Benedicto XVI

Por – The Washington Post.
Cinco días antes de su muerte en 2005, el papa Juan Pablo II se asomó a la ventana con vista a la plaza de San Pedro para dar el que sería su último mensaje del domingo de Pascua. Pero cuando abrió la boca, nada salió de ella. Muchos en la plaza, y millones más que miraban por televisión, se conmovieron hasta las lágrimas mientras el papa intentaba repetidas veces, con un dolor palpable, dar su bendición de Pascua. Finalmente, Juan Pablo II se hundió de nuevo en su silla, golpeando con su puño con evidente frustración.
En ese instante, lidiando con su agonía, Juan Pablo II se erigió como un reproche a un mundo utilitarista que abraza cada vez más una cultura de muerte que descarta a los más débiles entre nosotros -desde los no nacidos hasta los ancianos- y los trata como una carga y una incomodidad. Con su testimonio silencioso, Juan Pablo II afirmó el valor intrínseco de cada vida humana, incluidas las de los enfermos, aislados y abandonados por la sociedad. A medida que su sufrimiento se intensificaba en sus últimos años, se le preguntó: “¿Por qué simplemente no renuncia?” Su respuesta, según muchos testimonios fue: “Cristo no se bajó de la cruz”.
La familia de Joseph Ratzinger, junto a su hermanos Georg, Maria y sus padres AFP.
Cuando su salud comenzó a empeorar en 2013, Benedicto XVI renunció a la Cátedra de San Pedro “por el bien de la Iglesia”. No hay duda de que Benedicto XVI, quien falleció este sábado 31 de diciembre a los 95 años, lo hizo por un amor desinteresado por el pueblo de Dios, al cual sintió ya no podía servir de manera adecuada. Pero casi una década después, sabemos que su abdicación fue un terrible y trágico error.
Benedicto XVI nunca quiso ser papa. De hecho, quiso renunciar durante el papado de Juan Pablo II pero no pudo abandonar a su viejo amigo y colaborador cercano. Afirmó que su elección por parte del Colegio Cardenalicio se sintió “como una guillotina”. Tenía la esperanza de retirarse a una vida tranquila para seguir estudiando teología.
Pero Dios tenía otros planes, por lo que Benedicto se convirtió en uno de los más grandes teólogos en ser nombrado papa. Esto se hizo evidente para el mundo incluso antes de su elección cuando, siendo el cardenal Joseph Ratzinger, pronunció su ahora famosa homilía en el funeral de Juan Pablo II, en la que advirtió sobre “una dictadura del relativismo que no reconoce nada como definitivo y cuyo objetivo final consiste exclusivamente en el ego y los deseos propios”. No debemos ser como niños “zarandeados por las olas” de “las tendencias de la moda y la novedad más reciente”, afirmó Ratzinger; en cambio, debemos buscar una “amistad con Cristo” profundamente arraigada que “nos abra a todo lo que es bueno y nos dé un criterio para distinguir lo real de lo falso y el engaño de la verdad”. La verdad y el amor son inseparables, aseguró Ratzinger, porque “el amor sin la verdad sería ciego; la verdad sin amor sería como ‘un címbalo que retiñe’”.
A lo largo de su papado, Benedicto XVI predicó el Evangelio del amor en la verdad. Enseñó que “defender la verdad, articularla con humildad y convicción” es una forma indispensable de caridad porque “solo en la verdad resplandece la caridad, solo en la verdad la caridad puede vivirse de forma auténtica”. Abrazó la tradición y restauró el acceso a la liturgia anterior al Concilio Vaticano II, y al mismo tiempo continuó el alcance ecuménico de Juan Pablo II y guio a la Iglesia a transitar el mundo moderno. Su mensaje de claridad doctrinal desplegado en la caridad inspiró a una nueva generación de jóvenes a discernir sus vocaciones al sacerdocio.
Sin embargo, el extraordinario papado de Benedicto XVI está mancillado por su fatídica decisión de renunciar. Su abandono resultó en la elección de un nuevo papa, Francisco, quien ha sembrado confusión en lugar de claridad.
El papado de Francisco es en muchos sentidos la antítesis del de Benedicto XVI. Benedicto era como el buen médico que, por amor, le dice a su paciente enfermo la dura verdad: debes cambiar tu vida -dejar de fumar, beber y pecar- o morirás. Francisco es como el mal médico que no le informa al paciente enfermo la gravedad de su enfermedad, lo que le alienta a continuar con sus tendencias autodestructivas, y piensa que su silencio es un acto de misericordia. No lo es. En nuestro mundo profundamente confundido, donde se nos insta a rechazar la verdad en nombre del amor, necesitamos que la Iglesia enseñe con valentía, como lo hizo Benedicto XVI, que “la verdad y el amor coinciden en Cristo”. Tras la renuncia de Benedicto XVI, esta enseñanza ha estado ausente, y la dictadura del relativismo se ha apoderado aún más de la sociedad.
Así como Benedicto XVI no siguió el ejemplo de su predecesor, quien mostró con su servicio continuo el poder salvífico del sufrimiento, Francisco no ha seguido el ejemplo de su predecesor, quien nos advirtió de los peligros de separar la verdad del amor. Como resultado, la Iglesia y el mundo se han empobrecido.
Benedicto XVI será recordado con profundo afecto y gratitud por millones de personas en todo el mundo. Damos gracias por su pontificado demasiado breve y oramos por el descanso de su alma. Sin embargo, la tragedia de su papado es que ha fallecido, a los 95 años, como papa emérito, en lugar de sumo pontífice.

UN PAPA TRÁGICO

Por Juan Manuel de Prada.
El papado de Benedicto XVI fue percibido por muchos católicos –entre quienes me cuento– como un regalo precioso. Era –salvando las distancias– como si John Henry Newman hubiese accedido al ministerio petrino. No sólo por tratarse Ratzinger de un hombre de alta categoría intelectual –aunque no rayase a la altura inalcanzable de Newman–, sino también porque desde un ‘pasado’ proclive a la sombra había abrazado la luz. Ratzinger, en efecto, había sido un teólogo encorbatado, todo lo moderado que se desee (del mismo modo que Newman había sido anglicano, todo lo ‘high church’ que se quiera); y desde un tímido entusiasmo vaticano segundón había evolucionado admirablemente, consciente del «proceso de decadencia y autodestrucción» (empleamos palabras suyas) que «fuerzas latentes agresivas, polémicas, centrífugas» estaban desatando en el seno de la Iglesia posconciliar. Además, su paso por la curia romana le permitió conocer de cerca la ‘suciedad’ que anidaba en las estructuras eclesiásticas, que denunció en un viacrucis memorable, mientras agonizaba su predecesor.
Episodios posteriores como el escándalo suscitado por su célebre ‘discurso de Ratisbona’ o la rabiosa campaña de desprestigio que sufrió por extremar el celo en el escrutinio de las vocaciones religiosas (para acabar de raíz con la pedofilia en el clero), así como las campañas de boicot interno a todos sus intentos de restauración doctrinal y litúrgica, lo fueron desfondando poco a poco.
Aquí se probó que Ratzinger era un hombre débil y con un trasfondo algo pesimista; también que su vocación intelectual era demasiado fuerte, tan fuerte como para convertirse en tentador refugio en medio de la tormenta. Así se fraguó la tragedia del hombre clarividente, capaz de diagnosticar las causas del mal que estaba gangrenando la Iglesia, pero sin resolución para atacar ese mal con los remedios precisos, sin el coraje suficiente para abordar las reformas quirúrgicas que la Iglesia precisaba. Así volvió a quedar demostrado que, para gobernar la barca de Pedro, no basta con ser un intelectual preclaro, ni siquiera un sabio; se requiere también un sobresaliente intelecto práctico, una inteligencia que no se aplique sólo a los fines, sino también a los medios, dotada además de capacidad de mando y una voluntad que no tiemble cuando las cañas se tornan lanzas y haya que golpear la mesa con puño de hierro (aunque sea enguantado en terciopelo). Benedicto XVI tenía, desde luego, el más hermoso y suave guante de terciopelo, pero su mano era endeble y no tardaron en quebrarle el pulso. No le ayudó, por supuesto, haberse rodeado de colaboradores que, lejos de suplir sus carencias, las aprovecharon en su beneficio.
Su debilidad desembocó en una renuncia cuyas consecuencias los espíritus que no chapotean en el ‘meapilismo pompier’ conocen bien. Y entre esos espíritus perspicaces se contaba, lúcido y doliente, el suyo. Descansa en paz, amado Benedicto.

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