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Por Benedicto XVI
Queridos hermanos y hermanas:
Después de las solemnes celebraciones de la Pascua, nuestro encuentro de hoy está impregnado de alegría espiritual. Aunque el cielo esté gris, en el corazón llevamos la alegría de la Pascua, la certeza de la Resurrección de Cristo, que triunfó definitivamente sobre la muerte. Ante todo, renuevo a cada uno de vosotros un cordial deseo pascual: que en todas las casas y en todos los corazones resuene el anuncio gozoso de la Resurrección de Cristo, para que haga renacer la esperanza.
En esta catequesis quiero mostrar la transformación que la Pascua de Jesús provocó en sus discípulos. Partimos de la tarde del día de la Resurrección. Los discípulos están encerrados en casa por miedo a los judíos (cf. Jn 20, 19). El miedo oprime el corazón e impide salir al encuentro de los demás, al encuentro de la vida. El Maestro ya no está. El recuerdo de su Pasión alimenta la incertidumbre. Pero Jesús ama a los suyos y está a punto de cumplir la promesa que había hecho durante la última Cena: “No os dejaré huérfanos, volveré a vosotros” (Jn 14, 18) y esto lo dice también a nosotros, incluso en tiempos grises: “No os dejaré huérfanos”. Esta situación de angustia de los discípulos cambia radicalmente con la llegada de Jesús. Entra a pesar de estar las puertas cerradas, está en medio de ellos y les da la paz que tranquiliza: “Paz a vosotros” (Jn 20, 19). Es un saludo común que, sin embargo, ahora adquiere un significado nuevo, porque produce un cambio interior; es el saludo pascual, que hace que los discípulos superen todo miedo. La paz que Jesús trae es el don de la salvación que él había prometido durante sus discursos de despedida: “La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy como la da el mundo. Que no se turbe vuestro corazón ni se acobarde” (Jn 14, 27). En este día de Resurrección, él la da en plenitud y esa paz se convierte para la comunidad en fuente de alegría, en certeza de victoria, en seguridad por apoyarse en Dios. También a nosotros nos dice: “No se turbe vuestro corazón ni se acobarde” (Jn 14, 1).
Después de este saludo, Jesús muestra a los discípulos las llagas de las manos y del costado (cf. Jn 20, 20), signos de lo que sucedió y que nunca se borrará: su humanidad gloriosa permanece “herida”. Este gesto tiene como finalidad confirmar la nueva realidad de la Resurrección: el Cristo que ahora está entre los suyos es una persona real, el mismo Jesús que tres días antes fue clavado en la cruz. Y así, en la luz deslumbrante de la Pascua, en el encuentro con el Resucitado, los discípulos captan el sentido salvífico de su pasión y muerte. Entonces, de la tristeza y el miedo pasan a la alegría plena. La tristeza y las llagas mismas se convierten en fuente de alegría. La alegría que nace en su corazón deriva de “ver al Señor” (Jn 20, 20). Él les dice de nuevo: “Paz a vosotros” (v. 21). Ya es evidente que no se trata sólo de un saludo. Es un don, el don que el Resucitado quiere hacer a sus amigos, y al mismo tiempo es una consigna: esta paz, adquirida por Cristo con su sangre, es para ellos pero también para todos nosotros, y los discípulos deberán llevarla a todo el mundo. De hecho, añade: “Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo” (ib.). Jesús resucitado ha vuelto entre los discípulos para enviarlos. Él ya ha completado su obra en el mundo; ahora les toca a ellos sembrar en los corazones la fe para que el Padre, conocido y amado, reúna a todos sus hijos de la dispersión. Pero Jesús sabe que en los suyos hay aún mucho miedo, siempre. Por eso realiza el gesto de soplar sobre ellos y los regenera en su Espíritu (cf. Jn 20, 22); este gesto es el signo de la nueva creación. Con el don del Espíritu Santo que proviene de Cristo resucitado comienza de hecho un mundo nuevo. Con el envío de los discípulos en misión se inaugura el camino del pueblo de la nueva alianza en el mundo, pueblo que cree en él y en su obra de salvación, pueblo que testimonia la verdad de la resurrección. Esta novedad de una vida que no muere, traída por la Pascua, se debe difundir por doquier, para que las espinas del pecado que hieren el corazón del hombre dejen lugar a los brotes de la Gracia, de la presencia de Dios y de su amor que vencen al pecado y a la muerte.
Queridos amigos, también hoy el Resucitado entra en nuestras casas y en nuestros corazones, aunque a veces las puertas están cerradas. Entra donando alegría y paz, vida y esperanza, dones que necesitamos para nuestro renacimiento humano y espiritual. Sólo él puede correr aquellas piedras sepulcrales que el hombre a menudo pone sobre sus propios sentimientos, sobre sus propias relaciones, sobre sus propios comportamientos; piedras que sellan la muerte: divisiones, enemistades, rencores, envidias, desconfianzas, indiferencias. Sólo él, el Viviente, puede dar sentido a la existencia y hacer que reemprenda su camino el que está cansado y triste, el desconfiado y el que no tiene esperanza. Es lo que experimentaron los dos discípulos que el día de Pascua iban de camino desde Jerusalén hacia Emaús (cf. Lc 24, 13-35). Hablan de Jesús, pero su “rostro triste” (cf. v. 17) expresa sus esperanzas defraudadas, su incertidumbre y su melancolía. Habían dejado su aldea para seguir a Jesús con sus amigos, y habían descubierto una nueva realidad, en la que el perdón y el amor ya no eran sólo palabras, sino que tocaban concretamente la existencia. Jesús de Nazaret lo había hecho todo nuevo, había transformado su vida. Pero ahora estaba muerto y parecía que todo había acabado.
Sin embargo, de improviso, ya no son dos, sino tres las personas que caminan. Jesús se une a los dos discípulos y camina con ellos, pero son incapaces de reconocerlo. Ciertamente, han escuchado las voces sobre la resurrección; de hecho le refieren: “Algunas mujeres de nuestro grupo nos han sobresaltado, pues habiendo ido muy de mañana al sepulcro, y no habiendo encontrado su cuerpo, vinieron diciendo que incluso habían visto una aparición de ángeles, que dicen que está vivo” (vv. 22-23). Y todo eso no había bastado para convencerlos, pues “a él no lo vieron” (v. 24). Entonces Jesús, con paciencia, “comenzando por Moisés y siguiendo por todos los profetas, les explicó lo que se refería a él en todas las Escrituras” (v. 27). El Resucitado explica a los discípulos la Sagrada Escritura, ofreciendo su clave de lectura fundamental, es decir, él mismo y su Misterio pascual: de él dan testimonio las Escrituras (cf. Jn 5, 39-47). El sentido de todo, de la Ley, de los Profetas y de los Salmos, repentinamente se abre y resulta claro a sus ojos. Jesús había abierto su mente a la inteligencia de las Escrituras (cf. Lc 24, 45).
Mientras tanto, habían llegado a la aldea, probablemente a la casa de uno de los dos. El forastero viandante “simula que va a seguir caminando” (v. 28), pero luego se queda porque se lo piden con insistencia: “Quédate con nosotros” (v. 29). También nosotros debemos decir al Señor, siempre de nuevo, con insistencia: “Quédate con nosotros”. “Sentado a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo iba dando” (v. 30). La alusión a los gestos realizados por Jesús en la última Cena es evidente. “A ellos se les abrieron los ojos y lo reconocieron” (v. 31). La presencia de Jesús, primero con las palabras y luego con el gesto de partir el pan, permite a los discípulos reconocerlo, y pueden sentir de modo nuevo lo que habían experimentado al caminar con él: “¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?” (v. 32). Este episodio nos indica dos “lugares” privilegiados en los que podemos encontrar al Resucitado que transforma nuestra vida: la escucha de la Palabra, en comunión con Cristo, y el partir el Pan; dos “lugares” profundamente unidos entre sí porque “Palabra y Eucaristía se pertenecen tan íntimamente que no se puede comprender la una sin la otra: la Palabra de Dios se hace sacramentalmente carne en el acontecimiento eucarístico” (Exhort. ap. postsin. Verbum Domini, 54-55).
Después de este encuentro, los dos discípulos “se volvieron a Jerusalén, donde encontraron reunidos a los Once con sus compañeros, que estaban diciendo: “Era verdad, ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón” (vv. 33-34). En Jerusalén escuchan la noticia de la resurrección de Jesús y, a su vez, cuentan su propia experiencia, inflamada de amor al Resucitado, que les abrió el corazón a una alegría incontenible. Como dice san Pedro, “mediante la resurrección de Jesucristo de entre los muertos, fueron regenerados para una esperanza viva” (cf. 1 P 1, 3). De hecho, renace en ellos el entusiasmo de la fe, el amor a la comunidad, la necesidad de comunicar la buena nueva. El Maestro ha resucitado y con él toda la vida resurge; testimoniar este acontecimiento se convierte para ellos en una necesidad ineludible.
Queridos amigos, que el Tiempo pascual sea para todos nosotros la ocasión propicia para redescubrir con alegría y entusiasmo las fuentes de la fe, la presencia del Resucitado entre nosotros. Se trata de realizar el mismo itinerario que Jesús hizo seguir a los dos discípulos de Emaús, a través del redescubrimiento de la Palabra de Dios y de la Eucaristía, es decir, caminar con el Señor y dejarse abrir los ojos al verdadero sentido de la Escritura y a su presencia al partir el pan. El culmen de este camino, entonces como hoy, es la Comunión eucarística: en la Comunión Jesús nos alimenta con su Cuerpo y su Sangre, para estar presente en nuestra vida, para renovarnos, animados por el poder del Espíritu Santo.
En conclusión, la experiencia de los discípulos nos invita a reflexionar sobre el sentido de la Pascua para nosotros. Dejémonos encontrar por Jesús resucitado. Él, vivo y verdadero, siempre está presente en medio de nosotros; camina con nosotros para guiar nuestra vida, para abrirnos los ojos. Confiemos en el Resucitado, que tiene el poder de dar la vida, de hacernos renacer como hijos de Dios, capaces de creer y de amar. La fe en él transforma nuestra vida: la libra del miedo, le da una firme esperanza, la hace animada por lo que da pleno sentido a la existencia, el amor de Dios. Gracias.
Queridos hermanos y hermanas:
Después de las solemnes celebraciones de la Pascua, nuestro encuentro de hoy está impregnado de alegría espiritual. Aunque el cielo esté gris, en el corazón llevamos la alegría de la Pascua, la certeza de la Resurrección de Cristo, que triunfó definitivamente sobre la muerte. Ante todo, renuevo a cada uno de vosotros un cordial deseo pascual: que en todas las casas y en todos los corazones resuene el anuncio gozoso de la Resurrección de Cristo, para que haga renacer la esperanza.
En esta catequesis quiero mostrar la transformación que la Pascua de Jesús provocó en sus discípulos. Partimos de la tarde del día de la Resurrección. Los discípulos están encerrados en casa por miedo a los judíos (cf. Jn 20, 19). El miedo oprime el corazón e impide salir al encuentro de los demás, al encuentro de la vida. El Maestro ya no está. El recuerdo de su Pasión alimenta la incertidumbre. Pero Jesús ama a los suyos y está a punto de cumplir la promesa que había hecho durante la última Cena: “No os dejaré huérfanos, volveré a vosotros” (Jn 14, 18) y esto lo dice también a nosotros, incluso en tiempos grises: “No os dejaré huérfanos”. Esta situación de angustia de los discípulos cambia radicalmente con la llegada de Jesús. Entra a pesar de estar las puertas cerradas, está en medio de ellos y les da la paz que tranquiliza: “Paz a vosotros” (Jn 20, 19). Es un saludo común que, sin embargo, ahora adquiere un significado nuevo, porque produce un cambio interior; es el saludo pascual, que hace que los discípulos superen todo miedo. La paz que Jesús trae es el don de la salvación que él había prometido durante sus discursos de despedida: “La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy como la da el mundo. Que no se turbe vuestro corazón ni se acobarde” (Jn 14, 27). En este día de Resurrección, él la da en plenitud y esa paz se convierte para la comunidad en fuente de alegría, en certeza de victoria, en seguridad por apoyarse en Dios. También a nosotros nos dice: “No se turbe vuestro corazón ni se acobarde” (Jn 14, 1).
Después de este saludo, Jesús muestra a los discípulos las llagas de las manos y del costado (cf. Jn 20, 20), signos de lo que sucedió y que nunca se borrará: su humanidad gloriosa permanece “herida”. Este gesto tiene como finalidad confirmar la nueva realidad de la Resurrección: el Cristo que ahora está entre los suyos es una persona real, el mismo Jesús que tres días antes fue clavado en la cruz. Y así, en la luz deslumbrante de la Pascua, en el encuentro con el Resucitado, los discípulos captan el sentido salvífico de su pasión y muerte. Entonces, de la tristeza y el miedo pasan a la alegría plena. La tristeza y las llagas mismas se convierten en fuente de alegría. La alegría que nace en su corazón deriva de “ver al Señor” (Jn 20, 20). Él les dice de nuevo: “Paz a vosotros” (v. 21). Ya es evidente que no se trata sólo de un saludo. Es un don, el don que el Resucitado quiere hacer a sus amigos, y al mismo tiempo es una consigna: esta paz, adquirida por Cristo con su sangre, es para ellos pero también para todos nosotros, y los discípulos deberán llevarla a todo el mundo. De hecho, añade: “Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo” (ib.). Jesús resucitado ha vuelto entre los discípulos para enviarlos. Él ya ha completado su obra en el mundo; ahora les toca a ellos sembrar en los corazones la fe para que el Padre, conocido y amado, reúna a todos sus hijos de la dispersión. Pero Jesús sabe que en los suyos hay aún mucho miedo, siempre. Por eso realiza el gesto de soplar sobre ellos y los regenera en su Espíritu (cf. Jn 20, 22); este gesto es el signo de la nueva creación. Con el don del Espíritu Santo que proviene de Cristo resucitado comienza de hecho un mundo nuevo. Con el envío de los discípulos en misión se inaugura el camino del pueblo de la nueva alianza en el mundo, pueblo que cree en él y en su obra de salvación, pueblo que testimonia la verdad de la resurrección. Esta novedad de una vida que no muere, traída por la Pascua, se debe difundir por doquier, para que las espinas del pecado que hieren el corazón del hombre dejen lugar a los brotes de la Gracia, de la presencia de Dios y de su amor que vencen al pecado y a la muerte.
Queridos amigos, también hoy el Resucitado entra en nuestras casas y en nuestros corazones, aunque a veces las puertas están cerradas. Entra donando alegría y paz, vida y esperanza, dones que necesitamos para nuestro renacimiento humano y espiritual. Sólo él puede correr aquellas piedras sepulcrales que el hombre a menudo pone sobre sus propios sentimientos, sobre sus propias relaciones, sobre sus propios comportamientos; piedras que sellan la muerte: divisiones, enemistades, rencores, envidias, desconfianzas, indiferencias. Sólo él, el Viviente, puede dar sentido a la existencia y hacer que reemprenda su camino el que está cansado y triste, el desconfiado y el que no tiene esperanza. Es lo que experimentaron los dos discípulos que el día de Pascua iban de camino desde Jerusalén hacia Emaús (cf. Lc 24, 13-35). Hablan de Jesús, pero su “rostro triste” (cf. v. 17) expresa sus esperanzas defraudadas, su incertidumbre y su melancolía. Habían dejado su aldea para seguir a Jesús con sus amigos, y habían descubierto una nueva realidad, en la que el perdón y el amor ya no eran sólo palabras, sino que tocaban concretamente la existencia. Jesús de Nazaret lo había hecho todo nuevo, había transformado su vida. Pero ahora estaba muerto y parecía que todo había acabado.
Sin embargo, de improviso, ya no son dos, sino tres las personas que caminan. Jesús se une a los dos discípulos y camina con ellos, pero son incapaces de reconocerlo. Ciertamente, han escuchado las voces sobre la resurrección; de hecho le refieren: “Algunas mujeres de nuestro grupo nos han sobresaltado, pues habiendo ido muy de mañana al sepulcro, y no habiendo encontrado su cuerpo, vinieron diciendo que incluso habían visto una aparición de ángeles, que dicen que está vivo” (vv. 22-23). Y todo eso no había bastado para convencerlos, pues “a él no lo vieron” (v. 24). Entonces Jesús, con paciencia, “comenzando por Moisés y siguiendo por todos los profetas, les explicó lo que se refería a él en todas las Escrituras” (v. 27). El Resucitado explica a los discípulos la Sagrada Escritura, ofreciendo su clave de lectura fundamental, es decir, él mismo y su Misterio pascual: de él dan testimonio las Escrituras (cf. Jn 5, 39-47). El sentido de todo, de la Ley, de los Profetas y de los Salmos, repentinamente se abre y resulta claro a sus ojos. Jesús había abierto su mente a la inteligencia de las Escrituras (cf. Lc 24, 45).
Mientras tanto, habían llegado a la aldea, probablemente a la casa de uno de los dos. El forastero viandante “simula que va a seguir caminando” (v. 28), pero luego se queda porque se lo piden con insistencia: “Quédate con nosotros” (v. 29). También nosotros debemos decir al Señor, siempre de nuevo, con insistencia: “Quédate con nosotros”. “Sentado a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo iba dando” (v. 30). La alusión a los gestos realizados por Jesús en la última Cena es evidente. “A ellos se les abrieron los ojos y lo reconocieron” (v. 31). La presencia de Jesús, primero con las palabras y luego con el gesto de partir el pan, permite a los discípulos reconocerlo, y pueden sentir de modo nuevo lo que habían experimentado al caminar con él: “¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?” (v. 32). Este episodio nos indica dos “lugares” privilegiados en los que podemos encontrar al Resucitado que transforma nuestra vida: la escucha de la Palabra, en comunión con Cristo, y el partir el Pan; dos “lugares” profundamente unidos entre sí porque “Palabra y Eucaristía se pertenecen tan íntimamente que no se puede comprender la una sin la otra: la Palabra de Dios se hace sacramentalmente carne en el acontecimiento eucarístico” (Exhort. ap. postsin. Verbum Domini, 54-55).
Después de este encuentro, los dos discípulos “se volvieron a Jerusalén, donde encontraron reunidos a los Once con sus compañeros, que estaban diciendo: “Era verdad, ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón” (vv. 33-34). En Jerusalén escuchan la noticia de la resurrección de Jesús y, a su vez, cuentan su propia experiencia, inflamada de amor al Resucitado, que les abrió el corazón a una alegría incontenible. Como dice san Pedro, “mediante la resurrección de Jesucristo de entre los muertos, fueron regenerados para una esperanza viva” (cf. 1 P 1, 3). De hecho, renace en ellos el entusiasmo de la fe, el amor a la comunidad, la necesidad de comunicar la buena nueva. El Maestro ha resucitado y con él toda la vida resurge; testimoniar este acontecimiento se convierte para ellos en una necesidad ineludible.
Queridos amigos, que el Tiempo pascual sea para todos nosotros la ocasión propicia para redescubrir con alegría y entusiasmo las fuentes de la fe, la presencia del Resucitado entre nosotros. Se trata de realizar el mismo itinerario que Jesús hizo seguir a los dos discípulos de Emaús, a través del redescubrimiento de la Palabra de Dios y de la Eucaristía, es decir, caminar con el Señor y dejarse abrir los ojos al verdadero sentido de la Escritura y a su presencia al partir el pan. El culmen de este camino, entonces como hoy, es la Comunión eucarística: en la Comunión Jesús nos alimenta con su Cuerpo y su Sangre, para estar presente en nuestra vida, para renovarnos, animados por el poder del Espíritu Santo.
En conclusión, la experiencia de los discípulos nos invita a reflexionar sobre el sentido de la Pascua para nosotros. Dejémonos encontrar por Jesús resucitado. Él, vivo y verdadero, siempre está presente en medio de nosotros; camina con nosotros para guiar nuestra vida, para abrirnos los ojos. Confiemos en el Resucitado, que tiene el poder de dar la vida, de hacernos renacer como hijos de Dios, capaces de creer y de amar. La fe en él transforma nuestra vida: la libra del miedo, le da una firme esperanza, la hace animada por lo que da pleno sentido a la existencia, el amor de Dios. Gracias.
Fuente: L’Osservatore Romano.