El joven tibio

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Por Juan Manuel de Prada– ReligiónEnLibertad.com
Las tres o cuatro lectoras que todavía me soportan conocen bien el pasaje evangélico. Un joven que cumple rigurosamente todos los mandamientos desea, sin embargo, asegurarse la vida eterna; desea, digámoslo así, llevar una vida virtuosa más exigente que rebase el mero cumplimiento de los preceptos. Jesús le propone entonces vender todo lo que tiene y dárselo a los pobres, propuesta que entristece al joven, que se marcha, suponemos que para seguir siendo un riguroso cumplidor de los mandamientos.
La exégesis de este pasaje evangélico hace mucho énfasis en la riqueza del joven. De hecho, el evangelista vincula su actitud final a sus riquezas: “Se fue triste, porque tenía muchas posesiones“. Pero, más allá de que fuese rico, el rasgo de carácter de ese joven que se acerca tan impetuoso a Jesús y que, apenas un minuto después, marcha con el rabo entre las piernas, es la falta de valentía. El joven rico no es un hipócrita, sino un hombre virtuoso que guarda los mandamientos; y no parece que los guarde para hacer postureo, al menos el Evangelio no nos permite extraer tal conclusión. Sin embargo, todos sus buenos propósitos se derrumban cuando debe tomar una decisión radical, desprendiéndose de sus posesiones. Pero no debemos entender que sea un avaricioso. De hecho, sabemos que no está dispuesto a robar, ni codicia los bienes ajenos, que son las actitudes propias del avaricioso. Sus posesiones, simplemente, le brindan una ‘zona de confort’ de la que no está dispuesto a salir, por falta de valentía. Digamos que ha modelado sus virtudes de manera que se acomoden a una vida llena de seguridades; y no está dispuesto a renunciar a ellas, recula cuando percibe que se hallan en peligro. Y lo hace con tristeza, consciente de su incapacidad para afrontar el sacrificio.
El rasgo de carácter fundamental del joven rico es, pues, la tibieza, que no es indiferencia (como pretende el diccionario), sino falta de ardor y entusiasmo, falta de franqueza y compromiso por miedo a perder nuestro estatus o prestigio, por miedo a arrostrar sufrimientos o asumir riesgos. Esta tibieza arruina muchísimas vocaciones y a muchísimas personas; vocaciones de todo tipo y personas de toda condición, jóvenes y viejas, ricas y pobres.
En realidad, la tibieza es una especie de adulteración o necrosis de la prudencia, un achaque propio de viejos que, en los jóvenes, resulta especialmente odioso. Y, sin embargo, resulta cada vez más frecuente entre ellos, como tristemente se comprueba en nuestra época, que a los jóvenes más prometedores los embauca con promesas de triunfo y aplausos mundanos, para atarlos desde muy pronto y matarles el coraje, para convertirlos en esa cosa tan odiosa que Antonio Machado llamaba “mozos viejos“.
Como el joven rico se acercó a Jesús, deseoso de ser su discípulo, a mí se me han acercado muchos de estos jóvenes, que buscan mi magisterio y me expresan su admiración por haberme negado a asimilar el espíritu de mi época o por haberme atrevido a defender posiciones incómodas que supuestamente son las mismas que ellos defienden. Pero luego he visto triunfar a esos jóvenes (y ni siquiera triunfar a lo grande, sino con el triunfo chiquito que nuestra época brinda a los jóvenes, para matarles el coraje y convertirlos en ‘mozos viejos’) y los he visto escribir birrias delicuescentes, buenrrollistas, sin renunciar a sus posiciones, pero haciéndolo siempre de un modo camastrón para que no resulten incómodas, como quien defiende su fe sin estar dispuesto al martirio, convirtiendo la (falsa) prudencia en una suerte de ‘marca de estilo’. A veces, me he atrevido a reprochar a estos jóvenes su tibieza sobrevenida, pero siempre de forma oblicua o eufemística, nunca al modo frontal que practicaba Jesús; y siempre se han apartado de mí con ‘tristeza’, como el joven rico se marcha al final del pasaje evangélico. Creo que en esa ‘tristeza’ del tibio se entremezclan muchos sentimientos dolorosos: la nostalgia de la persona que renunciaron a ser; la vergüenza de la renuncia; la repugnancia que les produce su propia tibieza; el hastío de las seguridades que han abrazado; la melancolía de los sufrimientos que han rechazado, que tal vez les hubiesen brindado una vida más peligrosa, pero mucho más noble…
Antes de adentrarse en los nueve círculos infernales, Dante se detiene en una antesala, para describirnos a los tibios que allí se encuentran, “gentes que vivieron sin gloria ni infamia”: el cielo los rechaza porque no hicieron nada bueno, atrapados en la cárcel de su virtud estéril; y el infierno los rechaza también, porque nada malo hicieron, cómodamente instalados en esa cárcel. En el fondo, no hay vida más jodida –sin gloria ni infamia– que la del tibio atado a sus seguridades, mucho más si es joven.
Fuente: XL Semanal.

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