Un obispo en los Andes peruanos
Por + Enrique Pèlach y Feliu
En 1929, hubo en España la famosa Exposición Internacional de Barcelona. Llamaba la atención la belleza de jardines y el derroche de agua en surtidores y cascadas delante del Pabellón Nacional, de cuyo entorno salían de noche unos haces de luz tan potentes que los veíamos en el cielo desde la finca de mis padres, a cien kilómetros de distancia.
Mis padres nos llevaron, a los siete hijos mayores -éramos en total diez hermanos-, a ver aquella maravilla. Yo era un muchachito de doce años que miraba todo aquello -los nuevos inventos y las maquinarias expuestas y tanto aparato sofisticado- con aires de persona mayor, pero sin entender gran cosa. De verdad, lo único que me interesó fue el Pabellón de Misiones. ¡Aquello sí, todo!
Recuerdo que, a la salida, vendían pañuelos de seda con fotografías estampadas de los diversos pabellones. Mi padre nos dejó escoger un pañuelo a cada uno, como recuerdo. El que más me agradaba era el del Pabellón Nacional con aquellos haces de luz; pero escogí el del Pabellón de Misiones, aunque era menos llamativo. Sin duda lo preferí porque sintonizaba más con lo que Dios puso en mí desde niño. Fue un presagio de mi vida entera; y no me canso de dar gracias a Dios, porque “eso”, el soñar y vivir para los demás con proyección misionera, me ha hecho siempre muy feliz, ¡felicísimo!
En mi andadura por el mundo de las almas, para asegurar el cumplimiento del “Mandamiento Nuevo” del Señor Jesús “de amarnos unos a otros como Él nos amó”, he tratado de amar al prójimo –alma y cuerpo– más que a mí mismo.
Confieso que no siempre lo logré, pero escogí como lema de mi episcopado el lema “ARDEO NAM CREDO”, y he tratado de jamás desmentirlo. Ardo de amor a Dios y al prójimo porque creo, porque Dios me ha regalado el don de la Fe.
En estas páginas se encuentra algo del intento personal, de vivir el amor a Dios y al prójimo, que bien sí son una sola y misma cosa y dependen uno del otro íntima y totalmente. Y beso mi anillo en el cual está mi lema, y repito: Ardeo nam credo.
Cuando llegué al Perú en 1957, había ya ensillado y montado muchas veces una yegua de mi casa. Era una diversión que ponía alas a mis sueños misioneros con afán de almas. Cabalgando por los caminos y senderos de la finca de mis padres, contemplando los sembríos y los avellanos y entrando por los bosques de pinos, encinas, robles y alcornoques, qué fácil era imaginar parajes de ultramar: África, Asia, América…
Para ir en pos de las almas, ¿montaría caballos o mulas o camellos o quizás algún burrito como aquel del Señor? La imaginación volaba. Luego rezaba y ofrecía sacrificios y trabajos con la esperanza de que algún día…Y siempre aquellos paseos tenían que terminar demasiado pronto. Al desensillar aquella buena yegua color castaño, la acariciaba como fiel compañera de ideales. Le conversaba y la engreía con algarrobas y algún terrón de azúcar, que comía en mi mano.
Cuando llegué a los Andes, ya vi que serían caballos y mulas y carros de doble tracción los compañeros de mis aventuras humano-divinas.
Pero antes de llegar a los Andes, hubo un largo camino de cuarenta años, que pasó por el seminario de Gerona, la universidad, Roma y un montón de apostolado sacerdotal y vivencias providenciales, que creo conviene mencionar. La primera de ellas fue conocer el Opus Dei, que tanto tuvo que ver con mi ida y vida en el Perú.
Primera noticia del Opus Dei
Del Opus Dei tuve la primera información –y muy buena– el año 1941, con motivo de una de tantas persecuciones que padeció san Josemaría Escrivá de Balaguer y su Obra; aquella vez en Barcelona.
Seminarista aún, estaba de vicerrector del seminario de Gerona, y el Rector, el doctor Damián Estela, recibió noticia de que en Barcelona habían expulsado de la Congregación Mariana a dos jóvenes, por ser miembros de una “secta herética” llamada Opus Dei. Esta fue la noticia que llegó al seminario de Gerona. No sabíamos más.
El Rector, alarmado por la vecindad que teníamos con Barcelona, a sólo cien kilómetros, me comentó la noticia. Me ofrecí a viajar allí y enterarme de lo sucedido. En Barcelona residía un sacerdote amigo, escritor, el doctor Ricardo Aragó, que sabía cuanto sucedía en el mundillo eclesiástico. Él podría informamos bien. Este sacerdote, mayor que yo, era oriundo de una masía muy cercana a la de mis padres, pero vivía en Barcelona.
En el primer tren de la mañana viajé a Barcelona y, de la estación, en taxi, a Sarriá, la parte alta de la ciudad, donde vivía el doctor Aragó.
Se llevó una sorpresa al abrirme él mismo la puerta.
-¡Qué milagro! ¿Qué te trae?
– Necesito una información.
Y casi sin preámbulo, ya sentados, le pregunté por la “herejía” Opus Dei.
– No es herejía, me dijo; sino una obra de mucho bien y de un gran porvenir para la Iglesia.
Pensé que no le había expresado bien el tema, e insistí.
– No, doctor Aragó, yo pregunto por una herejía que dicen que es muy perniciosa y que desorienta especialmente a la juventud.
– Sí, claro, el Opus Dei –me repitió–; pero esto no es una herejía, sino una organización de un gran porvenir para la Iglesia.
Es una obra muy buena.
Yo, que esperaba saber de una herejía tremenda, seguí preguntando:
– Pero, ¿no han expulsado a dos jóvenes de la Congregación Mariana por pertenecer a esta herejía?
– Sí, claro; pero ha sido una equivocación de la Congregación Mariana.
Entonces me contó con lujo de detalles quién era el Fundador, cuándo había nacido el Opus Dei, qué pretendía y por qué era perseguido injustamente, incluso por gente buena que veía herejías donde había una llamada universal a la santidad y un querer ser santos en medio del mundo, metidos en los trabajos y quehaceres de la vida ordinaria.
La conversación era tan interesante que siguió durante el almuerzo y el tiempo de una larga sobremesa, contándome muchos detalles de la vida que llevaban los miembros del Opus Dei, y el apostolado que hacían con tanta garra, aunque allí, en Barcelona, todavía eran pocos en número, en comparación de Madrid, donde había nacido, y otras ciudades.
Salí para tomar el tren hacia Gerona con una idea bien clara: el Opus Dei no sólo no era una herejía, sino que se trataba de una obra buena y de mucho porvenir para la Iglesia.
No tenía ya que preocuparse el Rector del Seminario.
Le conté la larga entrevista con un sinfín de pormenores, y quedaba claro que no había por qué temer, sino alegramos de que Dios hubiera suscitado algo tan bueno en la Iglesia.
Esta buena información me llevó, en años sucesivos, a tener interés por las actividades del Opus Dei, más que más cuando sabía de algún conocido –e incluso de algún amigo mío– que pertenecía a la Obra.
AÑO SANTO 1950
Estaba por terminar la década de los 40, y era exactamente el 3 de diciembre de 1949, cuando conocí personalmente al Fundador del Opus Dei.
En Roma se vivía gran expectación por el Año Santo de 1950, que prometía grandes celebraciones. Se habían derruido aquellos espigones de casas que iban desde la Plaza de San Pedro al Tíber, para hacer la ancha Vía della Conciliazzione. Se estaban terminando a toda prisa los palacios que iban a cerrar de nuevo, en parte, la amplia Vía, para no desmejorar la monumental Plaza de San Pedro con la Columnata de Bernini, formando la Plaza Pío XII. Iban y venían las noticias de un año santo extraordinario.
El embajador español ante la Santa Sede, don Joaquín Ruiz Jiménez, tuvo la feliz idea de organizar un almuerzo y encuentro de la flor y nata de la colonia española en Roma, para conversar sobre el Año Santo. Se celebró en el Palazzo Altemps, residencia del Colegio Español de Roma, para los seminaristas y sacerdotes de las diócesis españolas que los obispos enviaban a las Universidades Pontificias. Allí estaba yo por aquellos años.
En el gran comedor del Colegio los alumnos nos situamos en las mesas junto a las paredes, dejando en el centro mesas en forma de una gran T, para los invitados. En la presidencia estaba Monseñor Escrivá junto al Embajador, el Rector Don Jaime Flores y otras personalidades.
En cuanto entró Monseñor Escrivá, los alumnos que tenía cerca cuchichearon:” ¡Es Monseñor Escrivá!…, ¡el Fundador del Opus Dei, el Padre!”
Era el 3 de diciembre del 49, a mediodía, y no se me olvida.
Durante el almuerzo pensé que si Monseñor Escrivá había fundado y llevado adelante su gran Obra, sin duda podría orientarme para una obra misional y misionera que yo trataba de poner en marcha en las diócesis catalanas, y tropezaba con que los señores obispos no me atendían. Después del almuerzo, hicimos la visita al Santísimo y, luego, una alegre reunión informal, entre invitados y alumnos, en la galería principal del Colegio. Monseñor Escrivá era muy requerido por todos, unos y otros le saludaban y hablaban con él. Me fui acercando y, ya junto a él, se volvió hacia mí; me presenté y añadí que quería pedirle un consejo.
– Dime, hijo mío, ¿qué quieres?
En pocas palabras le expuse mi proyecto y mi gran dificultad: los señores obispos.
– Mira, hijo mío, –me dijo seguido–: en primer lugar encomiéndalo mucho; en segundo lugar ofrece estudio, trabajo, horas…; después, vete a hablar a solas y confiadamente a cada obispo; y en cuarto lugar, ponlo en marcha.
No añadió nada más, ni yo tampoco. Le agradecí el consejo y me retiré del grupo. Quedó tan a fuego lo que me dijo, que han pasado muchos años y lo recuerdo textualmente. ¡Vaya si lo encomendé! En el poco tiempo que faltaba para la Navidad fui ofreciendo todo lo que podía, porque quería ponerlo en marcha cuanto antes.
Entre Navidad y Reyes, aprovechando las vacaciones de la Universidad, hice las visitas a las ocho diócesis catalanas y todo fue saliendo como coser y cantar. ¡Qué amables y dispuestos los señores Obispos!
Me animé también a ir a hablar al abad Escarré, porque a Montserrat suben muchos peregrinos, y también aceptó la idea y le pareció magnífico poner allí propaganda y lo que yo quisiera sobre misiones.
En resumen, el 7 de enero regresaba a Roma teniendo ya en marcha toda la organización inicial que deseaba. Mientras, corría el Año Santo, realmente esplendoroso en Roma. A mitad de mayo hubo la canonización de San Antonio María Claret, un santo catalán –de Vich, por más señas–, que fue Obispo de Cuba. Acudieron a la canonización muchos españoles y el embajador Ruiz Jiménez ofreció, de nuevo, un almuerzo y agasajo en el mismo Palazzo Altemps -el Colegio Español- a las personalidades llegadas y a algunas de la colonia romana.
Estuvo también invitado Monseñor Escrivá, y esta fue mi oportunidad para agradecerle su acertado consejo.
Como la vez anterior –3 de diciembre–, después de la visita al Santísimo, me acerqué y enseguida me dijo:
– Te recuerdo, hijo mío.
Y antes de que pudiera decirle algo, me cogió del brazo y fuimos caminando rápido, huyendo del barullo, hasta la galería abierta, que había en frente, al otro lado de patio interior. Allí no había nadie. Nos detuvimos y él me escuchó mientras le daba gracias por el buen consejo; le conté las gestiones hechas y que ya estaba el proyecto misionero en marcha.
No hizo ningún comentario. Al terminar mis cuatro palabras, pasó su mano por detrás de mi espalda y me cogió del brazo derecho, apretándome fuerte contra su pecho y comenzamos a caminar a lo largo de la galería. Monseñor Escrivá me iba hablando de tema bien diferente al que yo traía, aunque tenía relación. Me hablaba de sacerdocio, de santidad, de amor a la Iglesia, de entrega personal, de poner a Cristo en la cumbre de todas las actividades humanas.
¡Me llevé una impresión fortísima! Me di cuenta de que me estaba hablando un hombre de Dios, un sacerdote santo. Al llegar al final de la galería, no me soltó; dimos vuelta y siguió hablándome, caminando igual, yo apretado a su pecho. Recuerdo que era un caminar algo incómodo, porque las dos sotanas se enredaban, pero al final de la galería tampoco me soltó y así dimos unas cuantas vueltas, no se cuántas -quizá ocho o diez-, despacio, siempre hablándome con palabras de fuego y yo contestando con algún monosílabo.
El impacto que me causó fue indescriptible. Encontrarme de repente con un sacerdote santo que se interesaba por lo esencial de mi vida y de un modo tan directo y personal, fue algo tan profundo que cuando quise rehacer toda la conversación -mi parte fue mínima-, ya no pude. La impresión me había avasallado y los propósitos surgían.
En aquel momento el clero diocesano no tenía aún cabida dentro del Opus Dei.
Lo tendría un mes más tarde, el 16 de junio de aquel año 1950, cuando Pío XII firmó la aprobación definitiva del Opus Dei, de la que forma parte inseparablemente unida la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, a la que podrían asociarse otros sacerdotes diocesanos.
No me enteré entonces de aquella aprobación trascendental, que tendría tanto que ver en mi vida.
EL OPUS DEI EN GERONA
Al finalizar mis estudios universitarios en Roma en 1951, viajé por Europa buscando en siete naciones cómo poder ir a Misiones siendo sacerdote secular diocesano, pero con un grupo igual de sacerdotes y con el derecho y el deber de tener la conveniente atención espiritual y humana. No lo encontré. Regresé a Gerona a mi seminario, donde me esperaban, con la determinación de no ir a Misiones, ya que no encontraba la forma que me parecía más conveniente.
El año siguiente estaba trabajando en Telégrafos de Gerona un miembro del Opus Dei, llamado Mariano. Era un joven con una grave desviación de la columna, muy atento. simpático y trabajador.
Por aquel entonces, –primavera del ‘52–, llegó a Gerona el nuevo Director de Correos y Telégrafos. Era el señor Cardona, que se vino de Jaén con su familia. El hijo mayor, Carlos Cardona, anduvo por las oficinas de Correos como para entretenerse, sin conocidos en la nueva ciudad. Pronto Mariano entabló amistad con él, que fue rápidamente una sincera y gran amistad.
A principios del mes de mayo don Florencio Sánchez Bella, sacerdote del Opus Dei que residía en Monterols, un Colegio Mayor de Barcelona, recibió un telegrama que escuetamente decía: “Ya somos dos. Mariano”.
En el primer tren llegó don Florencio a Gerona y buscó a Mariano, que le presentó a Carlos, quien había escrito al Padre pidiendo formar parte del Opus Dei. Fueron los tres al gran parque la Dehesa a conversar y, luego, sentados en uno de aquellos bancos del paseo, Don Florencio les dio una meditación, que fue la primera que se daba en Gerona por un sacerdote de la Obra. Pienso que aquellos tremendos árboles -plátanos- que plantaron los franceses durante la ocupación de Gerona, guardan aún la vibración y el calor de fuego de aquel rato de oración. Lo cierto es que enseguida comenzaron aquellos dos jóvenes un verdadero incendio en la ciudad y, al mes, aprovechando el “puente” de San Juan y San Pedro, un grupo de hombres tenía un curso de retiro que daba don Florencio, en la Casa Misión de la ciudad de Bañolas, con permiso del señor Obispo de Gerona.
Al regresar a Gerona fueron a casa de mi tocayo y amigo Enrique Salvatella, quien me llamó por teléfono preguntando a qué hora podía recibir a un sacerdote del Opus Dei que acababa de darles un curso de retiro en Bañolas y deseaba hablar conmigo. -“Mira, Enrique -le dije-, escucho por teléfono el rumor de las voces de hombres, que deben ser los que estuvieron en el retiro”.
– Así es; están conversando con el mosén. – Pues mejor voy a tu casa, y no le quito tiempo. En el Seminario estamos ya de vacaciones.
Con el solemne manteo y sombrero afelpado que usábamos en aquel tiempo, en diez minutos, me presenté a aquel tercer piso de la calle Santa Clara, con curiosa vista al río Oñar, que atraviesa la ciudad.
– Mejor entra a mi despacho –se excusó Enrique–, porque tengo la casa llena.
– Les oigo y parece que están muy contentos.
-¡Ha sido fantástico! Aquí podrán hablar tranquilos. Aviso al Mosén.
Enseguida entró rápido aquel sacerdote joven –don Florencio–.
Apenas nos saludamos, como si fuéramos viejos amigos –no nos habíamos visto nunca–,me dijo con su hablar rápido y seguido:
– Estos señores han hecho un curso de retiro en Bañolas. Algunos ya son del Opus Dei y otros quieren serlo. Les pregunté quién les podría confesar y dirigir, un sacerdote que entendiera el Opus Dei –porque yo vivo en Barcelona–, y me han dicho que Mosén Pélach. Parece que todos te conocen. ¿Estás de acuerdo? – Un momento –le dije–.
-¿Tienes algún reparo al Opus Dei?
– No, ninguno. Lo admiro, pero lo conozco poco. Me dices que algunos ya son del Opus Dei y que otros quieren serlo. Me tendrás que contar algo del Opus Dei. Si no, ¿cómo les dirijo?
– Mira, la espiritualidad de estos señores es perfectamente secular, como lo es la de un sacerdote diocesano. Como por un resorte del sillón, me encontré de pie.
-¿Qué hay en el Opus Dei para los sacerdotes diocesanos? -pregunté-.
Don Florencio echó una carcajada diciéndome:
– Siéntate, siéntate…
-Y comenzó a contarme-. Mientras le escuchaba muy sorprendido, pensé que no me había enterado por los años que estuve en Roma, en la universidad, y comenté muy convencido:
– Entonces ¡debe haber muchos sacerdotes diocesanos en el Opus Dei!
– Mira, en la Obra no cuentan las estadísticas -se limitó a decir-.
Confieso que esto me dio especial alegría. Hay que hacer el bien sin alharacas. (Si bien más tarde me enteré de que yo había sido el primer sacerdote diocesano de España y del mundo en pedir la admisión a la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz). Siguió don Florencio contándome detalles de esta novedad, que yo iba descubriendo y en la que iba embebiéndome. En un momento en que me hablaba de la universalidad de la Obra, le pregunté:
-¿Está previsto que un sacerdote diocesano pueda ir a misiones?
– Sí -me contestó- pero el Padre tiene escrito en una instrucción que deberá ir en grupo y con la seguridad de tener siempre atención humana y sobrenatural, según nuestro espíritu.
Otra vez de pie y convencido exclamé:
– Siendo así, ¡apúntame!!!
– No, ahora no. Tienes que pensarlo bien y encomendarlo mucho.
-¡Apúntame! -repetí-. Lo tengo bien pensado y encomendado. Incluso he buscado esto por toda Europa.
– Y resulta que lo encuentras en Gerona mismo -comentó sonriente-.
Seguimos hablando un rato más. Luego me dijo que volvería a los ocho días y seguiríamos conversando. Que encomendara mucho a la Virgen mi vocación al Opus Dei. Y nos despedimos.
Al bajar las escaleras me di cuenta de que no habíamos hablado nada referente a la dirección espiritual de aquellos señores, sólo de lo referente a mí.
Caminaba radiante de alegría con el pensamiento y la imaginación a tope, tanto que, casi a mitad del puente del río Oñar, me encontré detenido y diciendo con algo más que un susurro: “¡Estic pescat!”… El ruido de las palabras me despertó y , caminando rápido, llegué como en un suspiro, ante el sagrario de la Iglesia del Seminario.
LA ESPERA
¡Y vaya si recé!…¡A cada rato! Me venía constantemente el recuerdo del gran descubrimiento. Allí estaba el tesoro escondido que había buscado a través de siete naciones, la perla preciosa de la parábola del Evangelio. Me sentía el hombre feliz. Tardaban en pasar los ocho días, y aun fueron diez, hasta que llegó a verme y a conversar, pero no don Florencio, sino otro sacerdote, don Emilio Navarro. En la conversación -que duró horas-, fue dándome detalles de la vida y espíritu del Opus Dei. También me dio a leer un escrito del Fundador; me dijo que Dios llama a cada uno donde está, y que por tener vocación al Opus Dei no se saca a nadie de su lugar, y en consecuencia el sacerdote diocesano siempre obedecerá a su Obispo. Que no tendría superior alguno en el Opus Dei, del cual recibiría el espíritu inspirado por Dios al Padre Escrivá y la ayuda sobrenatural para santificarme en el ejercicio de mi ministerio, “por ser ese el trabajo del sacerdote” -añadió-. Me habló de unidad de vida, de la importancia de las cosas pequeñas, de amar la vida ordinaria, de estar muy unido a los demás sacerdotes, del “nihil sine episcopo”, y de muchas cosas más.
Estaba de acuerdo en todo y deseaba oficializar mi entrega total cuanto antes. Por tanto, “apúntame de una vez al Opus Dei”. Se sonrió… y me dijo que en ocho días más vendría don Florencio y que tratara esto con él, y que, mientras, siguiera pensándolo bien y encomendándolo a la Virgen Santísima, que nos quiere mucho. Me dio la dirección de Don Florencio y nos despedimos.
¡Qué hermoso era todo! ¡Qué gran invento para que el sacerdote diocesano nunca se sienta solo y siempre tenga la ayuda humana y sobrenatural que necesite! Está claro que esto está inspirado por Dios.
Estos y otros pensamientos hacían larga la espera. ¿Por qué no querrán apuntarme, si les he dicho y redicho a uno y a otro que lo veo claro y que estoy totalmente decidido? A veces tarareaba una canción de amor que comienza: “Quien espera desespera…”, y más adelante asegura: …”Vendrá, vendrá la felicidad”. Ni a los ocho ni a los diez días llegó don Florencio. Los tres días había ido a la estación del ferrocarril a esperarle, y nada. Subí al primer tren que salía para Barcelona y me fui a Monterols.
-¿Que te trae? -me dijo al verme-.
¡Cómo que “qué me trae”!
Me dio un abrazo y entramos a una salita. Conversamos largo y, al salir, sabía que tenía que escribir una carta sencilla, familiar, al Padre pidiendo formar parte de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz.
(Entonces me enteré que para formar parte no nos “apuntan”…)
“Mientras –me dijo al despedirnos– sigue rezando y ofreciendo, y cuando llegue una fiesta de la Virgen que te agrade, escribe la carta: una carta sencilla, familiar, al Padre” -me repitió-.
La feché el 5 de agosto de 1952. Este día se celebra la fiesta de la Virgen de las Nieves. Es la fiesta de la Basílica de Santa María la Mayor, la primera iglesia construida en Occidente en honor a María Santísima. Una nevada indicó el lugar en Roma, después del gran Concilio de Éfeso, que definió como dogma de fe que la Madre de Jesús, Hijo de Dios, es verdadera Madre de Dios. Quise poner en manos de la Virgen mi entrega total en el Opus Dei, que no quería jamás desmentir. Ella me ayudaría a ser fiel.
POR FIN, PERÚ
En el verano de 1956 conocí a Don Ignacio María de Orbegozo. Fue en la convivencia que teníamos en Molinoviejo (Segovia-España) un buen grupo de sacerdotes de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, y nos contó que la Santa Sede iba a encargar al Opus Dei un territorio eclesiástico en la selva del Perú. “¡A ver quién se apunta!” – nos animó. De inmediato me ofrecí. Continuó Don Ignacio contándonos del calor que allí hacía, e incluso de la vestimenta que llevaríamos.
Por no sé qué dificultades, el territorio escogido no sería en la selva, y Monseñor Escrivá contestó: “Dennos el territorio que no quiera nadie”. Y el 12 de abril de 1957 se creaba la Prelatura Nullius de Yauyos, con las dos provincias civiles de Yauyos y Huarochirí, en plena cordillera occidental de Los Andes del Perú, nombrando Prelado a Don Ignacio María de Orbegozo y Goicoechea.
Al final del mes de mayo de 1957 llegó a Gerona Don José María Hernández de Garnica a comunicarme que, si quería ir a la recientemente creada Prelatura de Yauyos con MonseñorOrbegozo y un grupo de sacerdotes, había llegado el momento de decidirlo. Decidido ya estaba, y salí de inmediato a comunicarlo a mi obispo, el doctor Cartañá, pidiéndole su autorización. El doctor Cartañá conocía bien mis afanes misioneros, y a la media hora salía del palacio episcopal con la autorización del obispo.
Me dijo “Chiqui” -como le llamábamos familiarmente a Don José María- que tenía que ir cuanto antes a integrarme a un curso de la OCSHA (Obra de Cooperación Sacerdotal Hispano-Americana), que preparaba sacerdotes para ir a Hispanoamérica.
Al mediodía, en el Seminario, lo comuniqué al Rector, el doctor Damián Estela, y a los profesores, y celebramos la feliz noticia en el almuerzo, con una copita de “Calisay”. Pero a los dos días cambiaron de opinión y fueron al obispo a pedirle revocar la autorización dada, porque me “necesitaban” en el Seminario. ¡Vaya contratiempo! Y cuántas idas y venidas… Al fin se reafirmó la autorización episcopal, y me fui a Madrid, al curso de la OCSHA, que terminaba en quince días. Allí encontré a los otros cuatro sacerdotes que irían a Yauyos: Don Frutos Berzal, de Segovia; Don José Pedro Gresa, de Teruel; Don Jesús Mari Sada, de Navarra; y Don Alfonso Fernández Galiana, de Vigo.
Terminado el cursillo, nos fuimos de convivencia a Molinoviejo. Seguíamos el plan de todos, pero “los de Yauyos” teníamos sesiones especiales, muy interesantes y divertidas, con Don José María Hernández de Garnica.
Aquella convivencia tenía un sabor especial. Nos preparábamos con gran ilusión para una –llamémosla– “aventura”; o mejor dicho, un servicio a la Iglesia que nos encomendaba el Fundador del Opus Dei, el Padre, deseoso de secundar los deseos de la Santa Sede. Sabíamos que teníamos la bendición del Papa Pío XII que ya había nombrado al Prelado de aquel nuevo territorio eclesiástico, Yauyos. Don Ignacio estaba ya en Lima esperándonos impaciente. Pero la salida nuestra se retrasó un mes más, porque el “Queen Mary”, que zarpaba de Santander y nos tenía que llevar, había suspendido el viaje por averías; y nos incluyeron después en el “Marco Polo”, que ya estaba lleno, pero añadieron camarotes en la bodega, donde nos alojaron. En la madrugada del 3 de septiembre pudimos zarpar del puerto de Barcelona rumbo al Perú.
El “Marco Polo” era un viejo trasatlántico y muy cansado de navegar. Decían que aquel era su último viaje. La travesía hasta el puerto de El Callao duró veintidós días.
Como de ordinario en los viajes, sólo el último tramo se nos hizo largo y pesado, ¿o sería por el anhelo de llegar? En cuanto atracó el barco en El Callao, subió Don Ignacio, feliz, a darnos un abrazo con inmenso cariño.
Aunque el muelle no estaba muy limpio, besé con toda el alma mi nueva Patria, el Perú.
Recogimos todo nuestro equipaje que era un montón de cajas, baúles, paquetes y maletas con algo personal y mucho para iniciar la labor en la nueva Prelatura de Yauyos.
Estuvimos en Lima cinco días, y Don Ignacio, con un Land-Rober doble tracción que tenía para los caminos de la Prelatura, nos llevaba a los cinco sacerdotes recién llegados, a presentarnos al Señor Nuncio, al Cardenal Landázuri, a diversas autoridades civiles y a amistades suyas, mientras conocíamos algo de la ciudad y arreglábamos los documentos de migración.
El 1° de Octubre subimos a Yauyos y el 2 de Octubre, aniversario de la fundación del Opus Dei, se inauguró la nueva Prelatura con una Misa, lo más solemne que pudimos, en la iglesia de Yauyos, que entonces se convertía en Catedral de aquella ciudad de escasos 1,400 habitantes.
Don Ignacio distribuyó a los cinco sacerdotes: dos en Yauyos y tres en la provincia de Huarochirí acompañando a dos sacerdotes peruanos y a uno norteamericano, que estaban ya en las principales parroquias de aquella provincia. Desde el principio ningún sacerdote debía estar solo.
Así comenzamos a atender los pueblos de aquel territorio eclesiástico que, durante años, había estado abandonado en todos los aspectos. Don Ignacio era el primer obispo que visitaba la mayoría de los pueblos.
Constaba, por ejemplo, que el último obispo que visitó la región del Noroeste de Yauyos fue Santo Toribio de Mogrovejo, que estuvo en Huañec para un Concilio Límense, en el siglo XVI. Yo fui a atender la región de Lanca y Langaico en el norte de Yauyos, donde hacía veinticinco años que había estado por el último sacerdote. Estuve un mes por aquellas alturas de 4,700 metros, atendiendo todo lo que pude. La gente se tenía por católica, pero había que casar a los abuelos, bautizar y casar a sus hijos y bautizar a los nietos. Al año de recorrer cerros y quebradas atendiendo pueblos, nos llegó un segundo equipo de seis sacerdotes de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz. ¡Qué alegría y qué respiro!
Y llegó el momento de comprar caballos y mulas, porque todos teníamos constantes salidas a los pueblos de la propia zona parroquial, por caminos de varias horas. Para Don Ignacio un caballo negro y fuerte, el “Moro”. Para mí uno color canela, el “Canelo” –precioso y de santa memoria–. El Padre Manuel Lema escogió una mula blanca como un rayo de luna, la “Gringa”. Para el Padre Feliciano otra mula llamada “Mulana”, muy noble y suave porque estaba adiestrada con el “paso peruano”. Los demás compraron caballos cada uno a su gusto.
Afortunadamente en la primera reunión que tuvimos al inaugurar la Prelatura, Don Ignacio nos dijo, con visión genial, que cada noche, además del examen de conciencia, anotáramos las actividades sacerdotales de la jornada: bautizos, matrimonios, predicaciones, confesiones, comuniones, extremaunciones y horas de caballo, para que a la vuelta de los años pudiéramos informar al Fundador del Opus Dei, que había recibidode la Santa Sede el encargo de este territorio.
Cuando a los cinco años se anexó a la Prelatura la provincia de Cañete, hicimos el recuento de todo lo anotado y se publicó en la revista española Mundo Cristiano. De cada tema había un sorprendente montón. Sólo recuerdo que mis horas de cabalgar sumaban más de 8,000 horas, que equivalían a más de 40,000 kilómetros, o sea, que me sobraban para haber dado la vuelta a la tierra. Muchos de los viajes los hice con don Ignacio, él con su “Moro” y yo con mi “Canelo”, ya fuera acompañándole a visitas pastorales , ya a visitar a los sacerdotes llevándoles alegría, buen humor y su grata compañía.
Recuerdo que un año, en vísperas de Navidad, estaba preparando las alforjas para salir hacia el Nor-Yauyos a atender pueblos. Don Ignacio tuvo compasión de mí, al ver que iba a pasar las Navidades solito por ahí entre cerros, y me dijo, mientras cenábamos: -¿Y si te acompañara?
– Como quieras. Hay que atender algunos pueblos; van a ser varios días. Si quieres preparo tus alforjas, porque tenemos que salir temprano, a lasdos de la madrugada.
– Yo preparo mis alforjas. Tú prepara más cebada para los caballos y así les daremos sobrealimentación en el largo camino.
A las dos, con noche cerrada, salimos de Yauyos. Con ocho horas de constante subida llegamos a la Huacha, cumbre de 5,300 metros de altura. Dejamos comer un poco a los caballos, mientras desayunábamos nosotros también.
Arreglamos las monturas y con dos horas de bajada llegamos al distrito de Carania. Allí avisamos a la gente que el 27, de regreso, les celebraríamos la Navidad. Seguimos bajando una hora más y llegamos al pueblecito de Piños; avisamos al primero que encontramos que el 26 por la tarde, tendríamos la Navidad. Con dos horas más llegamos al distrito de Alis, que está sólo a 3,100 metros de altura.
Les dijimos que el 25 a mediodía les celebraríamos la Misa de Navidad. Se pusieron contentísimos. Les pedimos que, por favor, avisaran al pueblo de Tomas, que está más arriba en la misma quebrada, que allí tendrían la Misa el mismo día 25 por la noche. Nos sirvieron un refresco -“Inka Cola”- y seguimos viaje, por el empinado atajo, a Yauricocha.
Yauricocha es un asiento minero con unos dos mil habitantes, a 4,700 metros de altitud. Tardamos cinco horas en llegar; caían copos de nieve y el frío era inmisericorde. Entregamos los caballos a un obrero de la mina, para que les dieran buena cena. Nos fuimos a la iglesia, que estaba caldeada por la gente que llevaba largo rato en ella rezando y ensayando villancicos. Ambos nos pusimos a confesar horas, hasta las 12.
Don Ignacio celebró la Misa de Noche Buena. Yo fui bautizando un montón de niños, todos tostaditos, “capocitos” por el frío, el aire y el sol de la altura. Terminamos casi juntos. Entonces, delante de la iglesia, de pie, entre abrazos y felicitaciones navideñas, nos sirvieron un pocillo de chocolate clarísimo con un par de panecillos dulces, que nos supieron a gloria.
Seguía nevando un poco. Ensillamos los caballos y salimos para el distrito de Laraos, deseando felices navidades a todos, al despedirnos.
Era negra noche; el camino avanzaba cuesta arriba hasta unos peñascos agrestes. Después todo era bajada por un valle hasta Laraos. Antes de llegar a los peñascos, seguramente que el “Moro” los vio y decidió un rotundo “¡hasta aquí no más!”. Y se echó de panza al suelo. Don Ignacio iba encima y no se cayó, más bien desmontó cómodamente; yo también me bajé del “Canelo” de prisa y con susto. Hicimos levantar al caballo y miramos si tenía la cincha demasiado ajustada o qué estaba mal en la montura. Nos pareció que todo estaba bien y volvimos a montar. Dimos unos pasos más, y el “Moro”, de panza al suelo. Con la linterna inspeccionamos bien al caballo y la montura. Todo estaba conforme. Llevándole por el ronzal, le hicimos caminar un poco, y caminaba normal. Montamos de nuevo, y al poco trecho, otra vez el “Moro” de panza al suelo. ¡Caramba con el caballo!…
Montar y desmontar en aquellas alturas era bien penoso. Revisamos de nuevo el caballo dando vueltas con la linterna, que también decía ¡basta! Entonces don Ignacio se puso delante del caballo y, sujetándolo bien, le dio en el morro tres o cuatro sopapos bien fuertes como aviso enérgico, y nos montamos. Seguimos adelante sin más mañoserías. Se diría que el “Moro” entendió que “quien manda, manda”. Don Ignacio comentó que seguramente tenía el morro frío y con los sopapos se lo había templado. Así se acabó el problema. Me dan ganas de decir que, como que él era médico, “quien sabe, sabe”.
Cruzamos aquellos peñascos y luego, bajar y bajar hasta Laraos. Pero, mientras íbamos bajando –yo medio dormido–, don Ignacio se dio cuenta de que íbamos hacía rato suavemente por camino plano y me dijo levantando la voz: -¡Enrique! No bajamos hace rato, esto es muy plano, ¿no será esto una acequia? Me apeé y palpando, porque no se veía nada, me di cuenta de que realmente era una acequia sin agua.
Yo iba con el “Canelo” delante, y al cruzar la acequia el camino, no me di cuenta que el caballo agarró lo más fácil, cansado de tanto bajar.
– Y ahora ¿qué hacemos?
– Si regresamos, nos perdemos, porque ¿dónde estará el camino?
-¿Entonces?
– Mira, Ignacio, los caballos ven de noche aunque esté tan oscuro; jalamos la rienda de la derecha y si ven que pueden bajar, llegamos al fondo de valle que es donde está el camino. – Prueba; a ver si aquí acabamos la fiesta… – Tenemos que agarrarnos bien a la baticola con una mano, para no salir por las orejas.
– Y encomendarnos a los Custodios, por si aca!!! –dijo Don Ignacio–.
Dicho y hecho: jalé la rienda de la derecha y el “Canelo” miraba y miraba hacia abajo sin decidirse. Tuve que animarle hablándole suavemente… y se decidió con un primer paso indeciso… y allá fuimos a trancas y barrancas, ¡Dios Santo, qué pendiente! A duras penas nos mantuvimos en las sillas. Baja y baja… y por fin llegamos al fondo del valle y allí estaba el camino. Se detuvieron los caballos y lanzaron un par de sonoros resoplidos, botando la soltando el resuello retenido durante la pendiente. Y a nosotros nos salió una sonora carcajada que subió hasta el Cielo. Sin duda Don Ignacio aún recuerda aquella aventura y ahora que está allá arriba, sigue gozándola y agradeciendo a los Santos Ángeles que bajaron con nosotros aquella noche negra por la pendiente, desde la acequia casi plana y sin agua. Arreglemos las monturas que se habían bajado hasta el cuello de los caballos; y ya bien espabilados, comenzamos la media hora de oración de aquella madrugada de Navidad mientras seguíamos bajando y bajando. Llegamos a Laraos a las seisde la mañana. El pueblo estaba todavía dormido. Subí a la torre y toqué con ganas las campanas. ¡Era Navidad! Salió la gente de sus casas asustada y muchos en camisón o lo que tenían puesto.
– ¿Qué pasa?… ¿Qué sucede?… ¿Qué hay?.. – preguntaban con espanto.
-¡Vamos a tener la Misa de Navidad! -les decía Don Ignacio.
– Ah! Ah!… Es que están tocando a rebato! Yo seguía tocando con alegría la Navidad. Subió el campanero a la torre, y él sí sabía; tocó a Misa y hubo gran alegría en el pueblo.
Uno de los que acudió a medio vestir hacia la plaza fue el Alcalde de Laraos, que, después de saludarnos con alegría, nos invitó a pasar a su casa, para desayunar, porque era muy temprano aún. La Misa sería a las ocho, para que la gente tuviera tiempo de prepararse.
Ya en casa del alcalde, mientras su esposa nos preparaba el desayuno, nos pusimos a conversar. Contó el señor Pancho –que así se llamaba el alcalde- que en Laraos había protestantes. -¿Usted es protestante? -le preguntó don Ignacio. – He sido; pero ya no soy nada.
-¿Cómo es eso?
– Como que casi nunca venía el señor cura de Yauyos, que era el único cura de la provincia, y además él era el alcalde provincial y no tenía tiempo, vino un pastor evangelista; hablaba bonito y con mi mujer nos hicimos evangelistas y comenzamos a asistir a su capilla. Él me hizo quitar este cuadro del Corazón de Jesús, que era recuerdo de nuestro matrimonio, y lo llevé al desván entre trastos. Luego nos prohibía otras creencias y no nos gustó. Vino otro Pastor que era adventista y parecía muy sabio y hablaba bien. Con mi mujer nos pasamos a adventistas. Hasta que un día, en una discusión con él sobre la Santísima Virgen, vimos que lo que nos decía no cuadraba con lo que habíamos aprendido de niños, y lo dejamos también.
Pasó el tiempo y un día mi mujer me dijo: – Mira, Panchito, ahora no somos nada; ni católicos, ni evangelistas, ni adventistas. No somos nada. Si nos morimos ¿cómo nos entierran? ¿cómo un animalito?
-¡Tenía razón! No sabíamos qué hacer.
Por entonces llegaron ustedes a Yauyos, y de visita por aquí llegaron el Padre Frutos y el Padre Enrique. Mi mujer primero y yo después hablamos con ellos y decidimos volver a ser católicos. -¡Muy bien! Ahora ya son católicos.
– No, Monseñor. Todavía no. Quedamos con él,–me señaló a mí–, que en esta Navidad nos confesaríamos y bautizaríamos a las hijas.
-¿Cuántos hijos tienen?
– Tres mujercitas pequeñas; aún están durmiendo; ya las verán, son muy lindas, ¿verdad, padre Enrique?
-¡Son muy hermosas! Y después del Bautismo, además serán hijas de Dios.
– Bien, pues hoy -dijo don Ignacio- lo arreglamos todo. Ustedes se confiesan y comulgan; yo bautizo a las tres niñas y el Padre Enrique será el padrino. ¿De acuerdo?
-¡Oh sí, Monseñor! Muchas gracias, ¡qué suerte la nuestra!
Historias parecidas a la de este matrimonio, tuvimos bastantes. Había que ir arreglando muchos despropósitos. Después de la Santa Misa, con el bautismo de las tres niñas, yo bauticé un grupito de niños, como estaba programado desde mi visita anterior. Nos despedimos de unos y otros con nuevos abrazos de Navidad y a cabalgar de nuevo. Con tres horas llegamos a Alis, poco después del mediodía.
La iglesia estaba repleta de gente esperándonos y cantando villancicos, unos en castellano y muchos más en quechua. Nos pusimos ambos a confesar media horita. Celebré la Santa Misa y don Ignacio siguió confesando hasta el final.
Después, mientras preparaban el almuerzo, nos echamos a dormir una hora en dos camas que nos prestó un maestro, en su casa. No había aún casa parroquial en Alis. Y ¡vaya si dormimos!… como niños durante los sesenta minutos.
A la hora, nos llamaron para almorzar con las autoridades y maestros y algún pariente de la casa. ¡Almuerzo de Navidad con cuyes rellenos y papa sancochada con recoto muy picante y choclo tierno (mazorcas de maíz) con queso y un tazón de hierbabuena bien caliente.
Don Ignacio les divirtió y entusiasmó a todos, contándoles con gracia y buenhumor diversas historias en la sobremesa, hasta media tarde.
Luego, a los caballos, hasta Tomas. Un par de horas por la carreterita de la mina de Yauricocha, siempre junto al río, que baja de las alturas por la estrechísima quebrada. Llegamos al anochecer. Nos esperaba la gente; tenían ya montado un monumental pesebre en medio del presbiterio, tapando el altar. Tuvimos que ayudarles a colocarlo a un lado, para dejar libre el altar. Acostumbrados a no tener misa por Navidad, lo habían colocado según costumbre, para cantar y danzar canciones navideñas ante una imagen del Niño-Dios.
Mientras lo acomodaban, confesamos un poco y, seguidamente, comenzó la Santa Misa. Por ser un pueblo de pastores, la juventud danzó tres danzas pastoriles bellísimas, durante la Misa. La primera en el ofertorio, presentando al Niño-Dios corderitos adornados con cintas rojas y blancas, como la bandera peruana. La segunda danza la tuvieron -interrumpiendo la Misa-, después de laConsagración, adorando al Niño. Era muy fina y devota. La tercera, fue al final de la Misa, cantando al Niño, unido ya todo el pueblo. Era una expresión de la religiosidad popular de una sencillez encantadora y piadosa. Don Ignacio les felicitó emocionado.
Por fin, a cenar y a dormir como troncos.
El 26, Don Ignacio celebró la Santa Misa a las 8, otra vez con todo el pueblo. Yo me reservé para celebrarla en Piños a media tarde, tal como habíamos avisado al venir de Yauyos. En Piños, después de la Misa, me pidieron “conjurar” a una mujer y a su hijita, porque por la noche había entrado un puma al pueblo y le ladró un perrito y el puma fue a por el perrito, que al verse perseguido por la fiera, fue a ocultarse en la cocinita del patio, bajo las faldas de la mujer y de allí se lo llevó el tremendo puma, con gran espanto de la mujer y la niña.
Había que “conjurarlas” para que se curaran del susto. Les di la bendición que solía dar el Fundador del Opus Dei y se quedaron tranquilas y felices.
Fuimos a dormir a Carania en casa del alcalde, que era el herrero del pueblo, hombre fuerte, conversador y simpático. Su mujer nos sirvió un caldo de cordero con un pedazo de carne y una papa grande sancochada con el caldo, ¡riquísimo!; y él, mientras, sobre unas tablas puso, para cada uno, tres cueros de buena lana de oveja merino, de su rebaño, y ¡qué bien dormimos!
El 27, a las 7 fuimos a la iglesia. En la gran puerta de entrada alguien había escrito con tiza: “Triste es mi pueblo
la Iglesia siempre cerrada
sin velas sin flores siempre cerrada.
Triste es mi pueblo!!!”
Lo leímos y lo comentamos pensativos; lo interpretamos como un clamor de nuestros Andes pidiendo sacerdotes.
A la Santa Misa acudió todo el pueblo y cantamos villancicos y más villancicos. Luego, los abrazos navideños llenos de gozo y respeto. Desayunamos y a montar los caballos. Nos faltaba la etapa final de doce horas pasando otra vez la cumbre de la Huacha, con sus 5,300 metros de altura. Por cierto que cuando estábamos a poca distancia de aquella cumbre, de repente se cubrió el cielo de espesos nubarrones y en la misma cumbre, que era una cresta de peñascos, comenzaron a caer rayos, uno tras otro, durante un buen rato.
Estábamos tan cerca, que oíamos los chasquidos del impacto de los rayos en los peñascos en medio de un tronar pavoroso. Yo iba delante con el “Canelo”; el espectáculo era tremendo y daba miedo. Don Ignacio seguía detrás en silencio con el “Moro”. Yo tontamente pensé: si Ignacio quiere que paremos, ya avisará. Él seguía en silencio; yo, delante, avanzaba muy despacio debido a la altura, frente a los rayos que iban cayendo cada vez más cerca delante de nosotros; el “Canelo” caminaba nervioso moviendo constantemente las orejas.
De repente, la tempestad, empujada por un fuerte ventarrón, pasó por encima de nosotros a otra cumbre que estaba detrás de nosotros, y quedó sobre nosotros el cielo despejado y el sol bañando la cresta tan herida por los rayos. Llegamos enseguida a ella y desmontamos. Don Ignacio se sentó sobre una piedra y me dijo:
-¡Qué valientes hemos sido! ¡He pasado un miedo!… Y explotó en carcajada.
Yo también confesé que, mientras subía, me moría de miedo.
Me quedó patente una vez más una gran cualidad de Don Ignacio: era muy sincero y sus fallos los declaraba y los comentaba con gracioso buen humor.
Arreglamos las monturas y emprendimos la bajada hacia Yauyos: ocho horas bajando siempre, hasta llegar a casa felices y molidos, a celebrar la Navidad con el Padre Frutos, que la había pasado solito en Yauyos. Nos pusimos los tres en la cocina y preparamos una cena como si fuera la Nochebuena. ¡Qué bien se estaba en casa! Aviso al lector que andanzas e historias como la descrita están ya narradas en el libro YAUYOS, escrito por el Padre Samuel Valero y editado por Ediciones Rialp, S.A., Madrid. Para no repetir, sólo añadiré que tuve la inmensa suerte de trabajar sacerdotalmente en la prelatura de Yauyos con Monseñor Ignacio Maria de Orbegozo hasta 1968 -¡once años felices!-. Luego el Santo Padre me nombró obispo de Abancay, que está a novecientos kilómetros más al Sur del Perú, y paso a contar algo de mis andanzas en mi diócesis.
ABANCAY
La diócesis de Abancay está en los Andes del Perú. Es sufragánea de la arquidiócesis del Cuzco, que está a 200 kilómetros de distancia. Comprendía tres provincias civiles: Abancay, Andahuaylas y Aymaraes (ahora una más, Chincheros); con un total de 12,950 km2. Según el sabio Raymondi “es como un papel arrugado en donde el tiempo se detuvo hace siglos”.
No hay nada plano. No había ni un kilómetro de carretera asfaltado. La cumbre más alta está a 5,330 metros sobre el nivel del mar y la quebrada más baja a 1,700 metros. El número de habitantes era de 300,000 desperdigados por las cumbres y quebradas en pueblos y pueblecitos que sobrevivían con una difícil agricultura y de una ganadería empobrecida por falta de atención técnica. El 90% de la gente eran de etnia quechua y chanka.
El 52.2% de los hombres y el 80% de las mujeres eran analfabetos. Había en total diez médicos, siete en el Hospital de Abancay y tres en el Hospital de Beneficencia de Andahuaylas.
En cuanto a sacerdotes, seis peruanos de edad madura y dos jóvenes, ocho extranjeros de habla inglesa, dos jesuitas y un franciscano. Había también cuatro pequeñas comunidades de religiosas y un monasterio en construcción con ocho monjas carmelitas descalzas.
Así encontré la diócesis que con tanta alegría y esperanza me recibía después de cuatro años sin obispo. Afortunadamente, los once años en la prelatura de Yauyos me habían familiarizado con los Andes y, además, con la suerte de tener a Monseñor Orbegozo de Prelado, que fue para mí un excelente modelo. De él aprendí muchísimo,que me sirvió al tener que tomar el timón de una diócesis.
Aquel trato amigable y exquisito a los sacerdotes, la confianza y la seguridad que nos daba en el quehacer apostólico, aquel planificar certero la labor sacerdotal y apostólica necesaria, que llevaba a la eficacia. Su entrega, sacrificio y buen humor, para hacernos la vida grata en un territorio difícil y lleno de incomodidades.
Los mil detalles y delicadezas de vida de familia, a pesar de los altos cerros andinos que tienden a separar. Hombre de espíritu deportivo, que ensillaba su caballo y salía de madrugada, cabalgando doce y quince horas, tramontando alturas de más de 5,000 metros para visitar a un par de sacerdotes y llevarles alegría y verdadero cariño fraterno. No eran obstáculo ni el frío de las alturas, ni la fatiga, ni las tempestades andinas, ni las insolaciones de horas y horas del sol radiante. Aquel compartir mis andanzas andinas, por parte de don Ignacio, para que no pasara sólo la Navidad, aquel ambiente de familia tan grato que vivíamos en Yauyos el Prelado y los sacerdotes, fue para mí el gran modelo para formar mi “familia diocesana” -como dice el Vaticano II-, cuando me nombraron Padre y Pastor de la diócesis de Abancay.
APURÍMAC
Al crear el Departamento de Apurímac en 1874, se desmembraron cinco provincias al departamento del Cusco y una al Departamento de Ayacucho. Se pensó denominarlo Entrerríos, porque limita con el río Apurímac por el sur, este y norte y con el río Pampas por el oeste, dejando en medio un territorio en forma de corazón. Al darse cuenta que ya existía en Argentina un territorio con el nombre de Entrerríos, cambiaron el nombre por Apurímac, palabra quechua que significa “gran hablador”, originariamente “Dios Gran Hablador”
El río Apurímac nace en el Departamento de Arequipa, al sur del Perú, da tres cuartos de vuelta al Departamento de Apurímac, se junta con el río Pampas, que transcurre por el otro lado, luego con el río Ucayali y el Amazonas, que desemboca en el Océano Atlántico por el norte de Sudamérica.
Cuando yo estudiaba geografía en la escuela, los libros decían que el río más largo sobre la tierra era el Missisipi y el más caudaloso el Amazonas. Pero resulta que el río Amazonas, además de ser el más caudaloso, es también el más largo, contando que el Apurímac es su último afluente que nace en el Departamento de Arequipa.
Otra curiosidad geográfica: el río Apurímac, al pasar por el norte de nuestro departamento, transcurre entre la cordillera nevada del Vilcabamba con el Salccantay y los cerros del Ampay y forma la hendidura o cañón más profundo y largo de la tierra, cuyas laderas en forma de “V” pronunciada alcanzan las alturas de 5,330 metros por el lado de Apurímac y 6,271 por lado del Cusco, dejando en su recorrido unos paisajes agrestes y sublimes que ciertamente traspasan los límites de la belleza.
Al crearse en 1959 la diócesis de Abancay, abarcó todo el Departamento de Apurímac y se encargó al obispo auxiliar del Cusco, Monseñor Alcides Mendoza Castro, que fue nombrado Obispo de Abancay, el cual se trasladó a Lima en 1964 por motivo de enfermedad, y dos años después, fue nombrado Vicario General Castrense y Administrador Apostólico de Abancay por otros dos años más.
En abril de 1968 la Santa Sede desmembró de esa diócesis las tres provincias altas -Grau, Antabamba y Cotabambas- creando la Prelatura de Chuquibambilla, encargándola a los Padres Agustinos de Italia siendo primer prelado Monseñor Lorenzo Miccheli. El 25 de junio de 1968 fui preconizado obispo de Abancay.
MI CONSAGRACIÓN EPISCOPAL Y LLEGADA A ABANCAY
El Nuncio Apostólico, Monseñor Rómulo Carboni, me pidió que cuanto antes recibiera la Ordenación Episcopal y tomara posesión canónica de la diócesis, porque hacía cuatro años que no residía el obispo en Abancay.
El 14 de julio de 1968, en San Vicente de Cañete, catedral de la Prelatura de Yauyos, fui consagrado Obispo de la diócesis de Abancay, con toda solemnidad, emoción y alegría. El domingo siguiente, 21 de Julio, llegué a la ciudad de Abancay. Con inmensa alegría acudió la gente a recibirme en la parte alta de la ciudad, alrededor de la capilla del Señor de la Caída. Toda la población estaba feliz de tener por fin obispo. Con rezos, cantos, música y júbilo general la multitud me acompañó hasta la Catedral, donde tomé posesión canónica de la diócesis. Deo gratias!
Los familiares y amigos que vinieron de Gerona (España) para la toma de posesión, vieron con pasmo el triste espectáculo que ofrecían por las calles de Abancay docenas de pobres, ancianos, hombres y mujeres, recogiendo sobras de comida de casa en casa en latitas desechadas. Ahí tienes -me dijeron-, un primer problema que solucionar, porque esto no puede continuar. Tú verás lo que haces. Cuenta, por supuesto, con nuestra ayuda. Aquí nació sin más, la idea de los “Amics d’Abancay”, familiares y amigos de Gerona dispuestos a arrimar el hombro, para ayudar a su compatriota, flamante obispo de una diócesis pobre en los Andes del Perú.
Al regresar ellos a Gerona, abrieron una cuenta de ahorros en la “Caixa” con la firma de mi hermano Luis y de mosén Joan Guitart, hermano de mosén Miguel, que era mi canciller secretario. En Gerona fue aumentando la cuenta y enviándome fondos, y en Abancay, a los tres meses, abríamos, con mesas y bancas sencillas, un comedor para cuarenta ancianos en el externado del monasterio de San José, de Carmelitas Descalzas. La Madre Celina fue la primera directora.
Con esta obra de caridad cristiana, “Els Amics d’ Abancay” iniciaron un sin fin de ayudas para toda clase de obras que sin interrupción fue necesario ir construyendo en toda la diócesis. La lista de obras realizadas es muy larga. Irán apareciendo algunas en las siguientes páginas al comentar las necesidades de la gente.
Cuando en la Prelatura de Yauyos, y concretamente en Cañete, me consagraron Obispo, Dios Nuestro Señor, por su infinita bondad y misericordia, me constituyó “padre y pastor” de la Diócesis de Abancay. Una misión humana y divina de inmensa importancia que me hubiera aturdido mirando sólo mis fuerzas y mi pobreza, pero Dios me hizo entender en seguida que me había elegido para ser instrumento en su mano poderosa. Por lo tanto mi misión consistiría en tratar de ser, con su ayuda, fiel instrumento de su voluntad. Comencé a visitar mi diócesis, la parcela de la Iglesia Universal que el Santo Padre me encargaba trabajar en nombre de Dios. Esta era mi parcela; trabajar esta viña para dar frutos de santidad al Señor de la Viña, acompañar a muchas almas -¡mejor, a todas!- hacia Él. Pero yo nunca encontré almas solas. Siempre encontré personas -más de 300,000- hombres y mujeres con muchas necesidades en el alma y en el cuerpo. Desde un comienzo, mi trabajo tendría esta doble dimensión: divina y humana, como padre y pastor de todos.
Cuando ya funcionaba el comedor de ancianos indigentes, regresaba una noche de Andahuaylas. Llovía torrencialmente. Tuve que ir con el carro a la parte alta de la ciudad y los faros iluminaron un anciano que dormía en la vereda bajo el alero de una casa, cubierto con unos cartones. En la misma calle, la Avenida Prado, vi otro anciano durmiendo igual que el otro. Al llegar al obispado lo comenté al padre Miguel Guitart, y él me dijo que así dormían unos cuantos viejos del comedor, porque no tenían casa donde alojarse.
Salí de nuevo con el carro y “peiné” la ciudad, recorriendo las calles verticales y horizontales. En total conté dieciocho ancianos acostados bajo aleros tratando de dormir en aquella noche lluviosa en las mismas condiciones que aquellos dos primeros. Evidentemente, el obispo tendría que encontrar solución a este gravísimo problema ya que el ni el Estado ni las autoridades locales se tomaban la molestia de solucionarlo. En la avenida Arenas estaba el antiguo Hospital Apurímac de Beneficencia, cuyo usufructo había pasado al nuevo Hospital del Ministerio de Salud por 30 años, en compensación por haber aceptado las cargas sociales de los empleados del antiguo hospital. Para depósito del Ministerio de Salud ocuparon las salas y patios de dos tercios del terreno en la parte alta. Quedó abandono y semidestruido el tercio restante.
Pedí permiso a Beneficencia y al Hospital para acomodar allí una docena de ancianos enfermos de los que dormían en la calle.
Con catres viejos y rotos, tablas y alambres, logramos armar unas cuantas camas, pero no teníamos colchones ni dinero para comprarlos. Con la camioneta y unos jóvenes fui a buscar salvajina a los valles húmedos para hacer colchones.
La salvajina es un vegetal parásito de los árboles que crece en forma de enredadera colgante; es suave y muelle. Hay que hervir este vegetal antes de hacer los colchones porque, si no, sigue creciendo y revienta la tela. Trajimos montones de salvajina. La Madre Celina, con chicas, cuidó de hervirla dentro de un bidón, y una vez seca, hicieron los colchones bastante suaves para los pobrecitos ancianos.
Fue una primera solución de emergencia. Pero estaba claro que lo que se necesitaba era construir un verdadero asilo en Abancay.
Contando con los “Amigos de Abancay” de Gerona para construirlo, comencé a llamar puertas para que me cedieran el tercio de terreno que quedaba del antiguo Hospital Apurímac, con algunas salas derruidas. Beneficencia me dijo: -“Sí, es nuestra la propiedad, pero no podemos darlo porque el usufructo lo tiene por 30 años el Ministerio de Salud”. Fui al nuevo Hospital. -“Sí, tenemos el usufructo, pero no podemos cederlo porque la propietaria es Beneficencia”. Y las dos instituciones no se ponían de acuerdo. Me peloteaban de una a otra sin resultado.
Cuando pude, recurrí a Lima, al Ministerio de Salud y Beneficencia, que así se llamaba entonces. Fueron pasando semanas y meses y, a pesar de las buenas palabras y elogios por tan buena idea, nada y nada. “¡Vuelva otra vez!”.
En la diócesis me urgían otros asuntos que también eran urgentes, por ejemplo, la atención de los sacerdotes, que seguían desperdigados por las parroquias, separados por grandes cerros y enormes distancias, cada uno haciendo la guerra por su cuenta, sin un plan de conjunto ni ayuda entre ellos, con alguna excepción por parte de los sacerdotes de la Sociedad de Santiago Apóstol. De todo ello hablaré en páginas siguientes.
OTRO PROBLEMA
De momento, otro problema: Un día a las nueve de la noche, cuando en Abancay apenas había luz eléctrica y a esa hora no andaba nadie por las calles, me llamó por teléfono el Prefecto de Apurímac -algo así como el Gobernador general del Departamento-.
-¡Aló! Contesta el Obispado.
– Buenas noches, Señor Obispo, le habla el Prefecto.
– Buenas noches, Señor prefecto. ¡Gusto en saludarle! ¿Qué se le ofrece?
– Desearía, señor Obispo, hablar con usted.
– Muy bien. Mañana. ¿A qué hora?
– No, señor Obispo; hoy, esta noche, por favor.
-¿Esta noche? ¡Es muy tarde, señor Prefecto! ¿Es tan urgente?
– Sí, señor Obispo. Venga un momento, ahorita. Se lo suplico.
-¡Voy, voy! Ahora mismo.
Me puse una chompa gruesa para el frío y me fui a la Prefectura que estaba a dos cuadras del obispado.
El Prefecto me esperaba en la calle, al pie de la escalera de su despacho.
– Venga, Señor Obispo, ¡mire esto!
Al lado de la Prefectura está el edificio del mercado de Abancay que da a la calle, pero, por el declive de toda la ciudad –un 10%- tiene debajo un gran depósito, en el cual, para tener luz y ventilación, hay unas ventanas alargadas de 2.00 x 0.50 m. a ras de la vereda de la calle de arriba. En cada una de esas ventanas dormían cuatro o cinco chicos acurrucados entre ellos. -¡Mire esto!
-¡Qué horror! ¡Pobrecitos¡ ¡Aquí, qué frío tendrán!
– Son escolares de los pueblos que no tienen en Abancay familia ni casa donde cobijarse. Así es cada noche, y esto no puede ser.
¡Desde luego que no!
Pues el único que puede solucionarlo es el Obispo, nadie más, ni el Estado ni las familias. Sólo usted,señor obispo.
Me quedé perplejo, desconcertado, horrorizado y sin saber qué decir ni qué hacer. Nos quedamos un momento los dos en silencio mirando los chicos.
Déjeme pensar, señor Prefecto, lo encomendaré al Señor, y otro día hablamos.
Nos dimos las buenas noches y regresé triste al obispado.
De rodillas ante el Sagrario, hablé a Jesús de aquellos chicos. Aquella noche fue una de las pocas, siendo obispo, que casi no dormí.
Digo que fue una de las pocas noches que casi no dormí, porque al pasar de mi despacho al dormitorio, cierro la puerta y acostumbro a encomendar los trabajos y problemas que llevo entre manos y lo dejo todo para mejor oportunidad. Pero aquella noche no; seguí pensando en aquellos chicos, muertos de frío y amontonados entre sí, en las ventanas, a ras de la vereda del mercado de la ciudad.
En la primera reunión que tuve con sacerdotes y religiosas les conté el problema. Había que encontrar alojamiento para aquellos pobres niños. Enseguida, las Madres Dominicas de Santa María Magdalena de Speyer, dijeron:
Nosotros estamos vendiendo el antiguo colegio; teniendo el nuevo, no lo necesitamos para nada. Se han vendido ya dos lotes y quedan tres. Si quiere pediremos a la Madre General que ceda para esto los tres lotes que quedan.
A vuelta de correo contestó desde Speyer (Alemania) la Madre General, Clara Kalmes, dando autorización para que donaran al obispado los tres lotes a fin de hacer un hogar de estudiantes pobres. Así nació el Hogar de Estudiantes “San Martín de Porres” para sesenta estudiantes pobres. Fue el primero de los doce hogares que tenemos actualmente en la diócesis.
Tuvimos que remodelar gran parte de las construcciones existentes, comprar camas, colchones y ropa de cama, equipo de cocina y de comedor y víveres, en fin, lo indispensable para las sesenta plazas de estudiantes pobres. Para ello escribí cartas a los “Amigos de Abancay” de Gerona para que apoyaran la jugada.
Y otras peticiones a instituciones extranjeras de ayuda a la niñez; porque el gasto inicial fue gordo para nuestra raquítica economía. Pero nuestra nada y nuestra pobreza contaba con un sumando decisivo: Dios; como sugiere san Josemaría en uno de los números de “Camino”:
“En las empresas de apostolado está bien -es un deber- que consideres tus medios terrenos (2+2=4), pero no olvides ¡nunca! que has de contar, por fortuna, con otro sumando: Dios +2+2…” (Camino 471).
Pronto vimos vacías aquellas ventanas alargadas a nivel de vereda, y una muchachada alegre y feliz en el Hogar de Estudiantes “San Martín de Porres”.
Volvamos ahora a las gestiones con el Ministerio de Salud y Beneficencia. Por enésima vez subí un día las escaleras del Ministerio, al cabo de un año y siete meses de haber iniciado las gestiones, siempre con sólo buenas palabras y sin ninguna solución.
Llegué al despacho del doctor Zapata, que era el Director General al que tenía que visitar, y, muy serio y decidido, le dije:
Vengo, Señor Director, para que de una vez me solucione el problema del terreno para construir el asilo de ancianos de Abancay. Si no, le pasaré factura.
¡Factura!… ¿De qué? – me contestó muy tieso, frunciendo el ceño.
¡De zapatos!, Señor Director, que los vengo gastando subiendo y bajando las escaleras de este Ministerio.
(Palabra, que al decirlo no me acordé de que él se apellidaba “Zapata”).
¡De acuerdo! -me dijo sonriente. Tocó un timbre y vino de inmediato una secretaria que me saludo amablemente como persona bien conocida de tantas veces andar por allí.
Dígale al doctor Tito que venga de inmediato a mi despacho.
Sí, señor.
Y se fue.
Ahora lo arreglamos. ¿Ha venido usted con su carro?
Con mi camioneta, señor Director.
Llegó el doctor Tito y saludó, y el director le dijo con voz de mando:
Doctor Tito: se irá mañana a Abancay con el Monseñor y no regrese hasta haber entregado al señor Obispo aquella parte del terreno del antiguo hospital, para que pueda hacer el asilo de ancianos ¿De acuerdo?
De acuerdo. ¿A qué hora salimos? -me preguntó a mí.
Si le parece bien, -le dije- después de almorzar, para ir a dormir a Nazca y pasado mañana trepar hasta Abancay.
La semana siguiente me entregaron el terreno. Acompañé al doctor Tito al Cusco, para regresar a Lima en avión; y el mismo día recogí al arquitecto Velaochaga para llevarlo a Abancay a diseñar los planos del asilo.
El arquitecto Cucho Velaochaga era bien amigo mío. En la Pampa de Anta rezamos un rosario y luego conversamos de la grandiosidad de los Andes que íbamos contemplando -con el Salccantay nevado por encima de los 6,000 metros de altura- y de la dureza de la vida en medio de estos cerros colosales.
Vinimos a hablar de la alimentación de la gente y salió el tema del cuy, la cobaya o conejito de indias. El creía que la gente lo comía porque no tenía otra cosa.
– No, Cucho; la gente lo come porque es muy sabroso.
– Los cuyes parecen ratas y los comen por pobreza.
– No, Cucho. Es una comida deliciosa. Su carne sabe mejor que la del conejo, que aquí llaman conejo de Castilla.
– Ni hablar. Esto que parece rata, no es de comer.
– Te equivocas, Cucho. Su carne es más sabrosa y más nutritiva que la de ternera y que la del buey. Lástima que sea un poco más pequeño…
Nos reímos, y aquí quedó el tema, cada uno con su idea.
Al llegar al puente Cunyac, sobre el Apurímac, eran las doce y rezamos devotamente el Angelus a la Virgen Santísima. Seguimos un buen rato contemplando el Cañón del Apurímac, mientras íbamos subiendo hasta Curahuasi, donde nos esperaban para almorzar, en la casa parroquial. Los dos sacerdotes habían salido a atender uno de los pueblos de su zona parroquial y llegarían más tarde. Nos sentamos a la mesa y la excelente cocinera nos sirvió una sopita rica y luego un guiso de trozos de cuyes sin las patitas ni la cabeza. Disimulé mi asombro. El arquitecto miró la fuente y preguntó:
-¿Son perdices?
-¡Prueba!…¡Verás qué plato tan sabroso!
Nos servimos, y al probarlo comentó:
-¡Qué rica perdiz! – Como para celebrar tu primera visita a estas serranías… – Sí, ya tenía ganas de visitar tu diócesis.
-¿Es la primera vez que vienes a Abancay?
– Sí, la primera. Y si me tratas tan bien, regreso. ¡Qué rica la perdiz!
Y se sirvió de nuevo unos trozos de “perdiz”… repitiendo el plato.
Continué disimulando y cambié la conversación hacía el futuro asilo de ancianos que iba a proyectar.
-¿Falta mucho para Abancay?
-72 Kilómetros; dos horas y cuarto. Primero tenemos que ir subiendo hasta los 4,000 metros y luego una horita de bajada hasta Abancay. Cuando lleguemos arriba podremos hacer la media hora de oración de la tarde, mientras bajamos, y así, llegando a la ciudad, a tomar medidas del terreno, para que puedas trabajar algo por la noche.
-Mejor, así podré avanzar algo, para regresarme pronto a Lima.
Cerca de Abancay, al pasar por San Antonio, habíamos terminado la oración de la tarde. Comentamos la vista a la ciudad tantas veces repetida entre curva y curva y se acordó una vez más del almuerzo en Curahuasi. -¡Qué rica perdiz! Y ¡qué rica la salsa que la acompañaba!
– Mira, Cucho, ahora que ya hemos hecho la digestión y no hay peligro de que vomites: aquello que hemos comido no era perdiz, sino cuartos de cuyes guisados.
-¡No puede ser! ¿No era perdiz?
– No, Cucho; era cuy. ¡De verdad! Eran cuyes de los que tienen los Padrecitos en una chocita junto al gallinero de la huerta.
– Pues, ¡ciertamente estaba muy rico el cuy! Lo comí creyendo que era perdiz.
¡Esos limeños que no saben lo rico que comemos, a veces, en la sierra…!
En un par de semanas tuvimos los planos del Asilo de Ancianos.Dos pabellones para hombres y uno para mujeres. Así lo pidió la Madre Celina, que sería la directora, porque, según dijo, los ancianos hombres quedaban más fácilmente abandonados ante la pobreza de sus familiares, que las ancianas; las madres siempre habían atendido mejor a los hijos que el padre, y por esto, las mujeres solían quedar al cuidado de algún familiar, si era posible.
En los planos estaban también la cocina, el comedor, los servicios, la capilla, una gran sala de estar, un “solarium” para tomar el sol sin viento, y debajo un pequeño dispensario para atención de los ancianos. Al comenzar a levantar muros, se me ocurrió convertir el solarium en un gran escenario para hacer representaciones teatrales, y así autofinanciar el asilo. En el jardín de enfrente del escenario hice construir asiento de bloquetas para más de doscientas personas al aire libre. Parecía una idea genial y comenzamos obras de teatro con jóvenes.
Tenían éxito y daban dinero, pero fue una equivocación. Los ensayos y las representaciones tenían que ser por la noche. Y los ancianos –unos eran sordos, otros ciegos– todos se acostaban en cuanto anochecía. Los reflectores, los parlantes y la bulla del público no hacían más que incordiar a todos; así que desistimos del invento genial y confiamos en la Providencia Divina.
Lo que nos dio mejor resultado fue la pequeña huerta que adquirimos para el asilo, junto a la tapia del monasterio. En ella pusimos además una pequeña granja para tres o cuatro vacas, veinte ovejas, una docena de chanchos, gallinas y pavos. Todo esto para que los ancianos se entretuvieran y se sintieran útiles en su vejez.
LA FAMILIA DIOCESANA
El Concilio Vaticano II dejó clara la idea de la necesidad de formar una verdadera familia diocesana, que tiene como padre al Obispo, y los sacerdotes son sus principales colaboradores.
Al mes de ser obispo, escuché al Papa Pablo VI, en la Catedral de Bogotá, en el discurso inaugural de la Conferencia de Medellín, que “si un obispo no hacía más que atender bien a sus sacerdotes, había cumplido bien su misión”.
El 9 de septiembre me escribía san Josemaría Escrivá: “Ama a tus sacerdotes. Cuídalos y trátalos con cariño. Pase lo que pase, quiérelos y ayúdales. Ellos también te querrán y trabajaréis unidos. Los obispos que por comodidad no hacen esto, luego se quedan solos y tristes”.
Preciosa idea que había que realizar. Si en todas partes es conveniente que obispos y sacerdotes se apoyen formando una familia con calor humano y divino, en un territorio andino y extenso donde los mismos cerros tienden a separar, sin duda es más conveniente. Este era el caso de la diócesis de Abancay, porque la mayoría de las sedes parroquiales distaban de la más próxima tres y cuatro horas de viaje por caminos de tierra, subiendo y bajando.
Para poder atender bien esta familia, ante todo había que prever donde alojar a los sacerdotes, de manera que, cuando vinieran a Abancay, encontraran un ambiente de hogar lo más grato posible y con oratorio para poder rezar ante el Sagrario y celebrar con paz la Santa Misa.
No era dable seguir alojándose en el hotel o en una pensión de mala muerte, como se había hecho costumbre. Los miembros de la familia debían llegar y quedarse en casa, su casa.
Ya para la primera reunión se tendieron en el obispado doce camas más, para poder alojar a los sacerdotes que llegaban de los pueblos.
-¡Hoy sí me meto en el obispado! –decía destemplado un sacerdote, entre alegre y resentido, porque nunca había pasado de la oficina de la Curia, separada de la casa del obispo por una puerta. Aquel día y en adelante, la puerta estaría abierta para todo sacerdote.
Al crecer la familia sacerdotal, se amplió el obispado y el número de camas aumentó a veintitrés, añadiendo tres literas de doble cama en la habitación más grande, aunque conllevaba algún inconveniente. Como aquella noche en la que al Padre Luciano -que es poeta– le vino la inspiración al ir a dormir y se puso a versificar con la luz prendida. A las dos de la madrugada recordó que otro sacerdote -el Padre Jesús- dormía en una de las literas y le llamó:
¡Chus!…¡Chus!… ¡Chus!… (Cada vez con voz más fuerte).
Por fin, medio despierto y con voz de ultratumba:
-¿ Qué quieres? -le dijo.
– ¿Te molesta la luz?
En cuanto fue posible se construyó el Convictorio sacerdotal con habitaciones individuales. Después se amplió, y caben en total 37 sacerdotes, para cuando vienen de los pueblos a Abancay.
La contrapartida es que también las casas parroquiales son la casa del obispo y de cualquier sacerdote que pasa por allí.
Con este plan aceptado por todos de mil amores, la familia del presbiterio diocesano se consolidaba más y más. Al mismo tiempo se iba suprimiendo lo del sacerdote solo. En las sedes parroquiales viven los sacerdotes de dos o de tres, para facilitar la vida de familia y ayudarse mutuamente. También esto ha dado un excelente resultado.
A fines de octubre viajé a España con un triple objetivo: saludar como obispo a mis familiares y amigos de Gerona, saludar a san Josemaría Escrivá en Roma y conquistar algunos sacerdotes españoles, para que me ayudaran en Abancay. Todo se cumplió de maravilla.
En Gerona Monseñor Jubany –que era el obispo– me invitó a celebrar la Misa pontifical de San Narciso, patrón de la ciudad. Allí vi a toda mi gente y quedó consolidada la cuenta de ahorros de los “Amigos de Abancay”, porque querían ayudarme.
Llegué a Roma y san Josemaría Escrivá y Don Álvaro del Portillo me recibieron enseguida en un despacho de la sede central de la Obra.
– Estoy muy contento -me dijo el Padre- de que seas obispo, que tú también lo estés. Es un servicio a la Iglesia que harás muy bien.
– Tienes que querer mucho a tus sacerdotes y cuidarlos, con sus defectos; tú también los tienes y yo más que nadie. Ámalos mucho con sus defectos, tienes que tener una capacidad infinita de comprensión. Todos te seguirán. Tenles un gran cariño. ¡Ámalos!
Estas palabras de san Josemaría, no más llegar, después de su saludo cariñoso, eran su gran mensaje al nuevo obispo. Luego hablamos de la diócesis. Le comenté que ya la había recorrido toda, visitando a los sacerdotes en su lugar de trabajo y que ya tenía 23 camas en el obispado en donde se alojaron los sacerdotes desde la primera reunión que tuvimos.
– Me parece muy bien -me dijo-; los obispos que no visitan a sus sacerdotes, que no les ofrecen su casa ni se preocupan de ellos, se quedan solos. Todos necesitamos dar y recibir cariño; los obispos también. Tú ama a tus sacerdotes, cuídalos bien y verás que ellos estarán contigo y tendrás su cariño y además les harás un gran bien, y ellos, a las almas.
Estuvo contento de que ya se hubieran comenzado los retiros mensuales para sacerdotes y enseguida me dio dos bolsas porta-viáticos para ellos.
Al comentarle que pensaba ir a España a buscar sacerdotes para mi diócesis, le pareció muy bien, y añadió: – Sé que en Abancay no hay seminario.
– No lo ha habido nunca, Padre.
– Pero ahora, hijo mío, eres el obispo de Abancay y un obispo tiene que tener seminario para formar sacerdotes, para su diócesis y para la Iglesia Universal.
– Sí, Padre, lo he pensado; va a ser difícil…
– Sin prisas, cuando puedas –me animó- y a pesar de que ahora se van cerrando seminarios y se van perdiendo las vocaciones. Tú, hijo mío, ¡seminario!
Y repitió:
– Sin prisas, cuando puedas.
Me habló de la Iglesia, que había una gran desorientación en la doctrina.
– Hay que amar a la Iglesia con toda el alma. No te escandalices de nada. Ama a la Iglesia, que es Santa, es la Esposa de Cristo sin arruga.
Insistió en que, como obispo, tenía que dar un buen servicio a la Iglesia.
Después de almorzar, estuve otra vez con el Padre en una tertulia familiar. Bromeó sobre mis andanzas por Abancay y sobre mis grandes proyectos… Me miró sonriente y dijo:
-¿Ya has pensado cómo será tu seminario?
El Padre, san Josemaría, nos habló bastante de la Iglesia y de la necesidad de estudiar doctrina sólida. Nada de tonterías. Hoy salen muchos teólogos improvisados y dicen tonterías.
– Yo no tengo mucho tiempo para estudiar y tú tampoco lo tendrás -me dijo-, pero hay que sacar ratitos para repasar la doctrina sólida…Hay que aprovechar el tiempo siempre. Yo todos los años repaso toda la teología. Al Santo Cura de Ars, para ordenarle, su obispo sólo le exigió que supiera el Padrenuestro y el Credo. Ahora, si a algunos les preguntan el Credo y el Padrenuestro, se tropiezan.
Habló con mucha energía de santidad personal. La santidad comunitaria es una mentira. No existe. Compromiso personal con Dios. Querer la voluntad de Dios.
Hacia el final de la tertulia el Padre nos comentó que la eficacia del Opus Dei se funda en su espíritu, y éste, en la oración constante y en la mortificación vivida con delicadeza.
LA PROFECÍA DE SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ
Los primeros años de la discretamente llamada “Academia Seminario Menor”, vivíamos una gran ilusión por sacar adelante vocaciones sacerdotales. Se rezaba mucho. Pero, fueron años angustiosos, porque entraron dos chicos y se fue uno; entraron tres y se fueron dos…; a los cuatro años teníamos cinco alumnos solamente. Aquella casa vieja adaptada a seminario, era una miseria. Por más que íbamos tratando de hacerla grata, no había ambiente de cosa seria, tampoco contábamos con profesorado.
En julio de 1974 llegó san Josemaría Escrivá al Perú, durante aquel viaje apostólico con catequesis multitudinarias por América del Sur.
Los sacerdotes de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz fuimos a Lima para estar con el Padre. Acordamos que yo consultaría al Padre si no sería mejor desistir de tener seminario en Abancay y enviar los pocos alumnos que teníamos al seminario de Cañete, que tenía edificio, ambiente y profesores. En cambio nosotros ni lo uno ni lo otro ni lo otro.
Tuve oportunidad de saludar y hablar a solas con san Josemaría Escrivá, el mismo día de su llegada y le hice la consulta, contándole las circunstancias en detalle. El Padre me escuchó y, como respuesta, una pregunta con voz recia:
-¿Rezáis?
– Sí, Padre, mucho.
Entonces le conté cuanto se rezaba en la diócesis: que los primeros domingos de cada mes se dedicaban a pedir vocaciones, que los jueves pedíamos vocaciones en la Exposición del Santísimo, y que se ofrecían horas de trabajo y se pedía a los enfermos ofrecer sus sufrimientos, etc.
El Padre me escuchó en silencio y luego me dijo con seguridad y firmeza:
– Muy bien, hijo mío, continuad rezando y dentro de muy poco tendréis muchas vocaciones. No hablamos más de este asunto. La solución estaba clara. Cuando comenté a los sacerdotes la entrevista y las palabras de san Josemaría, la respuesta unánime fue:
– Ah, muy bien. Siendo así, continuamos con el seminario en Abancay y rezando duro y parejo. ¡Cuántas veces al pasar los años y recordar aquello, vuelve a sorprenderme que ninguno de los sacerdotes ni yo tampoco quedáramos dubitativos! Todos creímos a piejuntillas y nos fiamos completamente de las palabras del Padre.
San Josemaría Escrivá, unos días antes de cumplirse el año de aquella profecía, se fue al Cielo. Lógicamente hubo llorera general y sufragios. ¡Le queríamos tanto!…
¡Sorpresa!
En la reunión mensual de pastoral del mes de octubre siguiente, el Padre Guillermo Hoffman, párroco de Andahuaylas, preguntó:
-¿Qué tengo que hacer con dos chicos que quieren venir al seminario?
En cuanto dijo esto, otros párrocos dijeron:
– Yo también tengo uno que quiere ser sacerdote.
– En mi parroquia hay tres.
– En la mía, dos…
Total eran doce chicos con deseos de ser sacerdotes. ¡Nunca habíamos pasado de cinco! Acordamos ir preparándoles en las mismas parroquias, cuidándolos personalmente en cuanto a virtudes humanas y piedad.
En la reunión tenía al Padre Miguel Gitart frente a mí; nos miramos sin pestañear y pensamos lo mismo: Ya está nuestro Padre actuando desde el cielo.
Evidentemente era así, porque el mes siguiente, noviembre, en la reunión de pastoral pregunté qué era de aquellos chicos, y enseguida dieron el dato de otros y otros que, en total sumaban treinta y dos nuevas vocaciones; y en diciembre subió el número a cuarenta y tantos, no recuerdo exactamente. En vista de lo cual tomamos –yo diría deportivamente- tres acuerdos, que se escribieron en el libro de actas:
1ª. Hacer un cursillo de selección en la primera quincena de enero, dado que en la casita de la Academia-seminario no cabían más de doce.
2ª. Se confiaba al Sr. Obispo buscar y comprar un terreno adecuado, para construir un seminario de verdad, con capacidad suficiente.
3ª. Encargar a arquitectos de Lima los planos del nuevo seminario.
Comentario a estos acuerdos: lo primero fue rezar y rezar a nuestro “Abogado” en el cielo. Al cursillo de selección de enero los párrocos enviaron cincuenta y cuatro chicos de enseñanza media, para ingresar al Seminario menor. Se seleccionaron dieciocho -no cabrían más- y aún contando que pondríamos el comedor en el patio bajo un cobertizo.
En cuanto al segundo acuerdo, ahí sí jalamos cuanto pudimos la sotana de nuestro “Abogado”. Encontré un terreno suficiente, pero no hice trato porque el dueño pedía 150 soles el metro cuadrado y no quiso rebajarme nada ni por ser para el seminario. Incluso me enfadé.
Menos mal que no me lo tuvo en cuenta mi santo Abogado, y a los dos días después de Navidad vino el señor Jiménez -llamado el “Zorro Jiménez” por su pelo rubio- y me ofreció su huerta a 50 soles metro cuadrado. -¿Para qué quiero yo una huerta? –le dije, haciéndome el desganado.
-¡Es linda! –me dijo- y está “aquisito no más”; a dos cuadras. Vamos a verla. Quiero venderla porque viajaré a Lima a principios de año y necesito plata.
-¿Es muy grande? –pregunté. – Tiene más de dos hectáreas y está llena de frutales. ¡Vamos a verla!
Me dejé convencer y fuimos. Realmente estaba cerca: a doscientos metros del Obispado y de la Catedral. Había pasado muchas veces por al lado, pero nunca pensé que detrás de aquella tapia de piedras con barro y espinos, hubiera aquella preciosidad de huerta.
Entramos y, paseando, me iba mostrando los frutales: naranjos, paltos, higueras, chirimoyas, nísperos, caña de azúcar, mangos, papayas, pacaes, enredaderas de granadilla, unos arbustos de café, gradados, etc. Cuando llegamos al final de la huerta, me dijo:
-¿Verdad que es bonita? ¿Me la compra?
– Bueno, quizá sí. A 50 soles metro, me dijo usted…
– No, Monseñor; aquello fue una broma. A 100 soles metro cuadrado.
Regateé un poco, pero el “Zorro” había visto mis ojos que se habían puesto grandes como las naranjas de huerta, y ya no quiso rebajarme nada.
Ni qué hacer. El lugar era adecuado, en el centro de la ciudad, era grande, con luz eléctrica, agua potable y de riego, cantidad de frutales -aunque muchos desaparecerían con las obras y los campos deportivos-. Fui viendo un seminario precioso. De repente me entró urgencia de adquirirlo y, de momento, asegurar la compra con una paga y señal, y hacer la minuta.
Sólo había una “pequeña” dificultad: aquello costaba muchos miles y solamente tenía cuatro mil soles en el banco y el señor Jiménez se ausentaba a Lima el verano, de enero a marzo.
Pueden suponer que rápidamente acudí a mi santo Abogado del cielo, que había solucionado en la tierra problemas parecidos.
Me dio la solución enseguida. Llamar por teléfono a Gerona, a mi hermano Luis, que con mosén Juan Guitart, hermano de mi secretario y canciller, llevaba la libreta de ahorros de los “Amigos de Abancay” para que me enviara en dólares el equivalente a 80,000 soles, que era lo que tenía que entregar, para asegurar la compra de la huerta, al firmarla minuta.
Mi hermano me dijo que no había tanto en la libreta, pero que siendo para construir el seminario, me hacía la transferencia enseguida, a mi cuenta de Lima.
Conversé con el Zorro Jiménez, se fió de mí y aceptó ir juntos a la notaría con un cheque por 80,000 soles, aunque estaría sin fondos hasta el 2 de enero, en que llegaría el dinero de Gerona y podría cobrarlo. Por cierto que, por balances de fin de año, el poder cobrar el cheque se retrasó hasta el 10 de enero. Durante el verano encargué los planos del nuevo seminario a la compañía Haaker Velaochaga Arquitectos, dándoles un diseño esquemático de lo que queríamos. Serían edificios separados en medio de jardines y frutales.
Después de Pascua de Resurrección, llegaron los sacerdotes y religiosas, para el retiro mensual y la reunión de pastoral. Fue un día de júbilo y de acción de gracias: les mostré el título de propiedad del terreno. ¡Era nuestro! Los “Amigos de Abancay” de Gerona y otros, habían ido enviando cheques y transferencias, y estaba todo pagado. Les mostré la colección de planos terminados y les invité a ir a ver la huerta. ¡Qué alegría la de todos!
Y mientras recorríamos el terreno, probando la fruta de aquí y de allá y de más allá, llegamos al final y,con el plano general abierto, les iba mostrando donde iría cada edificio: el Seminario Menor aquí, el Mayor allá, separados; los comedores en la parte alta del terreno y detrás, cerca de la calle, la cocina; y así por la dirección del aire, no tendríamos ni humo ni olores de comida antes de hora; las capillas en medio de dos patios-jardín. Y el deporte en la parte baja, para que no perturben el silencio de las aulas y capillas. Al terminar la descripción, como si ya estuviera hecho, hubo aplauso general. Era una familia unida e ilusionada en el proyecto de seminario.
– Ahora ¡a comenzar las obras!–dijo uno, y fue el anhelo y la decisión de todos.
-¡No! –dije yo- Primero tenemos que conseguir dinero. No puedo pedir más a Gerona. Han dado ya mucho. Han pagado todo el terreno. – Conviene comenzar enseguida.
-¡Calma!! Primero pediremos a Adveniat y otras instituciones extranjeras que ayudan a las diócesis pobres como ésta. – Mejor -dijo otro- comenzamos enseguida; quedaron muchas vocaciones del cursillo de enero sin admitir. – Sí, pero no tengo dinero. ¡Nadita!
– No importa; entre todos podremos darle para comenzar.
– No saben lo que dicen. Para comenzar se necesita mucho: hay que poner una brigada de obreros, hay que comprar fierro, cemento, materiales… La obra es grande y todo cuesta mucho, y cada semana hay que pagar a los obreros. Monseñor, usted comience. Le daremos lo que tenemos y pediremos a nuestras diócesis, familiares y amigos (la mayoría eran extranjeros).
– Sí, Monseñor -decían unas religiosas alemanas-. Comience el seminario, lo necesitamos; rezaremos y pediremos ayuda a la madre general y siendo para construir el seminario, seguro que nos ayudará. Sacerdotes y religiosas pedían al unísono. Por fin cedí.
El lunes siguiente comenzamos las obras con veintitrés obreros. La familia diocesana aportó el dinero necesario de sus ahorros y de lo que recibían de sus lugares de origen, para ir construyendo el seminario durante siete meses, hasta que llegó una ayuda de Adveniat, y enviaron el primer cheque y otros más.
EL SEMINARIO MENOR
Aquella Profecía de san Josemaría Escrivá no fue el arranque esporádico de un comienzo; siguió y siguió enviando vocaciones. Aún no estaban terminadas las obras del seminario menor, y nos dimos cuenta de que nos habíamos equivocado. Eran tantas las vocaciones, que tuvimos que dejar lo construido sólo para la sección de Filosofía y lo planeado para todo el seminario mayor sólo para Teología; y mandar a otro lugar a los chicos del seminario menor.
Ante el apuro de poder aceptar o no nuevas vocaciones, recurrí a san Josemaría Escrivá, y fui a ver al padre Amílcar Ramos, Provincial de los Franciscanos Peruanos. Ellos tenían en Abancay un terreno de algo más de 8,000 m2. con la primera planta de un convento construida y no habían seguido la obra por dificultades de personal. Ya no quedaba ningún franciscano en la ciudad.
Le pedí al Provincial, padre Amílcar, quien residía en el célebre convento de San Francisco de Lima, que me dejara construir tres salas dormitorio sobre la primera planta construida, para así poder aceptar las nuevas vocaciones sacerdotales; y a la vez les cuidaríamos la propiedad. Muy comprensivo, el padre Amílcar me dijo que sí, pero que lo que construyera, a los cinco años quedaba de la Orden.
Acepté, construí y puse camas para treinta. Se llenó. Con lo cual, para el año siguiente, tuve que pedir permiso para construir más, y también aceptó.Para el tercer año, más vocaciones en perspectiva. Otra vez faltaría espacio. Me fui a ver al padre Amílcar con tres propuestas:
1ª. Que me alquilara aquella propiedad -el terreno y lo construido- a un precio que alcanzara a pagar, y por largo tiempo, ya que era para el seminario.
2ª. Que me lo vendieran, a pagar poco a poco, cuando pudiera. (Me callé sin añadir más…) -¿Y la tercera? –preguntó sonriendo el Padre Provincial.
– Pues, que si ustedes no necesitan aquel terreno ni les urge la plata, que me lo regalen y me harán un gran favor.
– Póngame las tres propuestas por escrito, ¿quiere?
-¡Cómo no! Se las traigo hoy mismo.
Pasaron pocas semanas y el mismo Padre Provincial me comunicó que, habiendo hecho la consulta a todos los conventos de la Provincia Franciscana, la respuesta había sido unánime: “Nosotros no lo necesitamos y el Obispo de Abancay lo necesita para atender vocaciones sacerdotales; pues que se le dé”.
El siguiente Provincial, el padre Lobatón, unos meses después, me hizo entrega de dicha propiedad, con escritura pública.
En agradecimiento y recuerdo de los Padres Franciscanos, se llama “Seminario Menor San Francisco Solano” y su fiesta es el 4 de octubre. Es el primer seminario para la buena formación de las incipientes vocaciones al sacerdocio y está siempre lleno, con un centenar de jovencitos encantadores de enseñanza media, caminando hacia el gran ideal.
Todo este relato, con tanto detalle de la bella historia del Seminario de Abancay, es una confirmación de la profecía de san Josemaría Escrivá: “Continuad rezando y dentro de muy poco tendréis muchas vocaciones”, y podría añadir que desde el comienzo tuvimos problemas por las constantes ampliaciones, que iban siendo necesarias tanto en el Seminario Menor como en la Mayor.
Al comenzar en 1970 la prehistórica “Academia-Seminario”, con dos alumnos y un Rector, nunca imaginé que llegarían tan lejos nuestras “pedradas a la luna”.
A la vuelta de los años, tenemos dos hermosos seminarios: el Menor con un centenar de alumnos y el Mayor con setenta. Han egresado ya algo más de cien sacerdotes bien formados, alegres y piadosos. Algunos han hecho estudios superiores de licenciatura o doctorado en la Universidad de Navarra o en la Universidad de la Santa Cruz en Roma y ahora son ya profesores en el seminario de Abancay.
Siempre poco a poco y con esfuerzo constante; sabemos que tenemos en el Cielo un buen “Abogado”, que intercede por nosotros. Nos hemos dejado llevar por la fe, no se han escatimado sacrificios, se ha puesto alegría y optimismo en el empeño. ¡Ha valido la pena!
Impresionante narrativa…!!! Magnifico biblio archivo…!!!