Por Antonio Elduayen Jiménez CM
El relato de Marcos sobre la Transfiguración del Señor (9, 2-10) es en sí mismo un acontecimiento muy importante, con resonancias pascuales (ya que es como un anticipo de su Resurrección) y escatológicas (pues así es como ha de volver Jesús al final de los tiempos, lleno de la gloria del Padre). Para Marcos encierra además, el sentido o el por qué del llamado “secreto de Jesús” o “secreto mesiánico”: no le digan a nadie lo que han visto…
Para realizar su misión Jesús se trazó un Plan que tenía que ver ante todo con Él mismo, con su ser y quehacer de Mesías, pero también, indirectamente, con sus seguidores y el entorno. El hombre le había fallado a Dios por la desobediencia y, ensoberbecido, había querido ser como Dios y dueño del mundo. En contraste, Jesús sería y se presentaría como un hombre humilde y pobre, el Siervo del Señor, sufriente y compasivo. Pero la cosa no iba a ser tan fácil, pues esa imagen habría de chocar con la que el pueblo se había hecho del Mesías: triunfalista y libertador de su nación (sometida a Roma). Por eso su Plan incluyó una “reserva” (el no se lo digan a nadie), que ha sido llamada el “secreto mesiánico”.
Jesús reveló este secreto cuando empezó a hablar abiertamente a los discípulos de su pasión y muerte: “el Hijo del Hombre ha de sufrir mucho y ha de ser rechazado por los notables, los jefes de los sacerdotes y los maestros de la Ley. Será condenado a muerte, pero resucitará al tercer día” (Mc 9, 31). Hasta entonces, Jesús fue siempre balanceando las cosas. Hacía con libertad de espíritu lo que tenía que hacer, incluidos los milagros (signos, los llama Juan), pero al mismo tiempo pedía a los beneficiados que no lo contasen a nadie. Hasta a los apóstoles que le acompañaron en la Transfiguración, les dijo que no cuenten a nadie lo que han visto” (Mc 9,9)
Lo que Pedro, Santiago y Juan vieron es la Transfiguración del Señor, su epifanía más grande, pues la naturaleza, la historia y Dios mismo, cada uno a su manera, proclamaron que Jesús es el Hijo de Dios. A esta epifanía la llamamos Transfiguración, porque la figura de Jesús, todo Él, cuerpo y vestido, se volvieron deslumbrantes como el sol y pareció lo que realmente era: Hijo de Dios. Quiso hacerlo para confirmar la fe en Él de sus discípulos, para que cuando lo viesen colgado de una cruz, el recuerdo de la Transfiguración les sirviese de aliciente. Para los apóstoles y para nosotros, la Transfiguración está ahí como un milagro permanente. Como diría san Pablo sabemos en quién hemos puesto nuestra confianza (2 Tim 1,12) y lo que en definitiva somos (luz de gracia) y esperamos (la resurrección).
Segundo domingo de Cuaresma
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