Por Sandro Magister
Un samurai que lleva la cruz no es una imagen habitual. Pero también hubo samurais entre los 188 mártires japoneses del siglo XVII que fueron proclamados beatos en Nagasaki. Había nobles, había cuatro sacerdotes y un religioso. Pero la mayor parte fueron cristianos comunes: campesinos, mujeres, jóvenes menores de veinte años, niños pequeños y familias enteras. Todos asesinados por no haber renunciado a su fe cristiana.
La beatificación “del padre Pedro Kibe y de sus 187 compañeros” –como dice en el título de la ceremonia– es la primera que se celebró en Japón. Los nuevos beatos fueron agregaron a los 42 santos y a los 395 beatos japoneses, todos mártires, ya elevados a los altares desde Pío IX en adelante.
Los nuevos beatos fueron martirizados entre el 1603 y el 1639. En esa época se contaban en Japón cerca de 300 mil católicos, evangelizados primero por los jesuitas, con san Francisco Javier, y luego también por los franciscanos.
Luego del inicial florecimiento del cristianismo hubo persecuciones terribles. Muchos fueron asesinados con inaudita crueldad que no se detuvo ante mujeres y niños. Más que por los asesinatos, la comunidad católica fue esquilmada por temor. Sin embargo, no fue aniquilada. Una parte se refugió en la clandestinidad y mantuvo viva la fe, transmitiéndola de los padres a los hijos durante dos siglos, pese a no contar con obispos y sacerdotes ni sacramentos. Se cuenta que el viernes santo de 1865 diez mil de estos “kakure kirisitan”, cristianos ocultos, salieron de los poblados y se presentaron en Nagasaki a los sorprendidos misioneros que poco antes habían logrado ingresar nuevamente a Japón.
Al igual que tres siglos antes, en los primeros años del siglo XX Nagasaki volvió a ser la ciudad con más fuerte presencia católica en Japón. En vísperas de la segunda guerra mundial, dos de cada tres católicos japoneses vivían en Nagasaki. Pero en 1945 sufrieron un nuevo y terrible exterminio. Esta vez no por una persecución, sino por la bomba atómica que fue lanzada justamente sobre su ciudad.
Hoy, los católicos japoneses son poco más de medio millón de feligreses. Una pequeña porción, si se la compara con una población de 126 millones de habitantes. Pero respetados e influyentes, gracias también a una densa red de escuelas y universidades. Y si a los japoneses de nacimiento se suman los inmigrantes de otros países de Asia, el número de los católicos se duplica y supera el millón.
“Pero no creo que el criterio de las estadísticas sea el mejor para juzgar el valor de una Iglesia”, ha dicho el cardenal Pedro Seichi Shirayanagi, arzobispo emérito de Tokio, en una entrevista publicada en “Asia News”, en vísperas de la beatificación de los 188 mártires.
La cuestión de la difícil penetración del catolicismo, no sólo en Japón sino en toda Asia, es un problema que preocupa desde hace mucho tiempo a la Iglesia.
Entre los jesuitas, por ejemplo, al día siguiente de la segunda guerra mundial, existía la convicción que Japón era terreno fértil para una gran expansión misionera. Por eso enviaron a ese país personas de primer nivel. El actual superior general de la Compañía de Jesús, Adolfo Nicolás, de 71 años de edad, ha vivido en Extremo Oriente desde 1964, preferentemente en Tokio, como profesor de teología en la Universidad Sofía, como provincial de los jesuitas de Japón y por último, entre 2004 y 2007, como moderador de la Conferencia de los Jesuitas de Asia Oriental y Oceanía. Además de español, italiano, inglés y francés, él habla habitualmente el japonés. También el padre Pedro Arrupe, general de los jesuitas entre 1965 y 1983, pasó muchos años en Japón. También el padre Giuseppe Pittau, quien fue regente de la Compañía.
De todos modos, la beatificación de 188 mártires ha llamado la atención de todo Japón sobre la presencia en ese país de esa “pequeña grey” que es la Iglesia Católica. La experiencia de su martirio por la fe en Cristo ha sido conocida por un público muy amplio. Se trata de una experiencia que en muchos aspectos recuerda las Actas de los Mártires de los primeros siglos cristianos, en la Roma imperial.
“Semen est sanguis christianorum”, la sangre de los mártires es una semilla eficaz, escribió Tertuliano en los comienzos del siglo III. Aquí, inmediatamente a continuación, veremos cómo un misionero del Pontificio Instituto de las Misiones Extranjeras, el padre Mark Tardiff, ha vinculado el martirio de los 188 nuevos beatos japoneses con el de los mártires del cristianismo primitivo, en una nota escrita para “Asia News”:
Como los mártires de los primeros siglos
Por Mark Tardiff
Las historias de los mártires japoneses que han sido beatificados el 24 de noviembre remiten a un período de 400 años atrás. Pero al leer sus historias parece que nos remitiéramos todavía más atrás, a las Actas de los Mártires de la Iglesia primitiva.
El samurai Zaisho Shichiemon fue bautizado el 22 de julio de 1608. Tomó el nombre de León, el del gran Papa que detuvo las invasiones de los bárbaros. Pero su historia está mucho más cercana al recorrido de san Justino, el filósofo del siglo II que luego de haber encontrado en Cristo la Verdad, no quiso negarla más y murió mártir. Hangou Mitsuhisa, el señor feudal bajo el cual servía Zaisho, había prohibido a los suyos convertirse al cristianismo. El sacerdote al que Zaisho pidió el bautismo se lo hizo presente, recordándole que él podría ser castigado o inclusive asesinado. “Lo sé –respondió él- pero he comprendido que la salvación está en la enseñanza de Jesús, y nadie podrá separarme de Él”.
Como en el caso de muchos mártires, no se trataba sólo de una convicción intelectual, sino de un vínculo místico. Un día, Zaisho confesó a su amigo: “No comprendo cómo, pero ahora me descubro siempre pensando en Dios”. Arrestado, se le ordenó que renunciara a la fe. Su respuesta fue: “En cualquier otra cosa yo obedeceré, pero no puedo aceptar ninguna orden que se oponga a mi salvación eterna”. En la mañana del 17 de noviembre de 1608, cuatro meses después de haber sido bautizado, fue ajusticiado en la calle, frente a su casa.
San Francisco Javier llegó a Japón en 1549, iniciando la predicación de Cristo en el país del sol naciente. Luego de 60 años, el Shogun, el jefe militar de Japón, desencadenó una persecución contra la joven Iglesia, persecución que puede rivalizar en furia con la del emperador Dioclesano, en los comienzos del siglo IV. Mujeres y niños fueron detenidos en el torbellino. Sus historias recuerdan las de Perpetua y Felicidad, o la de santa Inés.
El 9 de diciembre de 1603, Inés Takeda, asistió a la decapitación de su esposo. Llena de reverencia y amor, recogió su cabeza y la apretó contra su pecho. Las crónicas dicen que ante esa visión, se conmovió no sólo la multitud sino inclusive los verdugos. La separación de la pareja fue breve, porque Inés fue martirizada poco después, el mismo día.
En 1619, Tecla Hashimoto, quien esperaba su cuarto hijo, fue atada a una cruz junto a las otras hijas, de las cuales una tenía solamente 3 años, y todas fueron quemadas vivas. Mientras las llamas se alzaban en torno a ellas, su hija de 13 años gritó: “¡Mamá, ya no logro ver nada!”. La madre respondió: “No temas. Dentro de poco verás todo con claridad”.
El Padre Pedro Kibe, que da el título litúrgico a este grupo de mártires, tiene una historia venturosa, que recuerda a la de san Cipriano. Como seminarista, en 1614 fue exiliado a Macao, como todos los misioneros extranjeros presentes en Japón. Su ardiente deseo fue el de ordenarse sacerdote y volver a su pueblo. Así, en 1618 abordó una nave y dejó Macao, para llegar a Goa, en India. Desde allí viajó solo, atravesando lo que hoy es Pakistán, Irán, Irak, Jordania, e inclusive llegó a Tierra Santa. Luego de una visita a los lugares santos, en 1620 llegó a Roma. Ordenado sacerdote, se preparó para volver a Japón. Pero entre tanto, el Shogun había cerrado el ingreso en el país a todos, con la excepción de algunos pocos holandeses estrictamente seleccionados.
No obstante ello, el Padre Pedro logró ingresar en forma secreta en Japón, viviendo clandestinamente y celebrando los sacramentos con los cristianos ocultos. En 1633 salió de las montañas. Luego de esto el padre Pedro se desplazó hacia el nordeste de Honshu, la mayor isla de Japón. La policía logró capturarlo en 1639 y lo trasladó a Edo, la actual Tokyo, donde para que renunciara a su fe fue torturado con crueldad, y por último fue ultimado.
En los mártires japoneses del siglo XVII y en los de los primeros siglos brilla el poder mismo de Cristo: hay en ellos la misma conciencia clara, la misma convicción indoblegable para negarse a renunciar a su fe, el mismo espíritu de alegría en medio de los sufrimientos crueles, la misma fuerza sobrehumana, signo que Otro sufría en ellos. Los tormentos y la muerte no los han arrollado. Ellos han sido asesinados, pero han vencido.
El samurai con la cruz
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