Día de la madre

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Con amor y gratitud
Por Antonio Elduayen Jiménez CM

Se ha dicho que una madre tiene algo de Dios y mucho de ángel. Tiene de Dios el enorme poder de dar vida humana y tiene de ángel el maravilloso don de cuidarla y de hacerla crecer. Ambas cosas con un amor incondicional, que va más allá de todo interés y resultado. Hay quien dice que en el hijo la madre se ama a sí misma y se torna egoísta y posesiva… Hay casos así, sin duda, como los hay de madres desnaturalizadas. Pero son la excepción que confirma la regla. La regla y lo cierto es que el amor de la madre es ejemplo y símbolo de cómo debiera ser el amor del ser humano: abnegado y paciente, generoso y gratuito, incondicional y constante… Es quien mejor cumple las características del amor, según San Pablo (1 Cor. 13, 4-6).
Significativamente, el Día de la Madre es, como el Día de Navidad, uno de esos días en los que nos sentimos buenos, con ganas agradar y de hacer el bien. Ciertamente todos los días del año son Día de la Madre, pero está muy bien que exista un día especial, en el que, haciendo un alto en el camino, si está viva la entronicemos y la convirtamos, con cariño, en Reina por un Día. Y si ya partió la recordemos con amor y hagamos del recuerdo una oración al Señor.
¡Es tan fácil hacer feliz a la madre cualquier día, aunque más su día! Un beso, una oración, un detalle, una llamada, una promesa… Ciertamente, no se necesita mucho para hacer que se sienta feliz, pues la madre nunca pide mucho; es siempre mucho más lo que da. Ver o sentir a los hijos juntos y en paz, a su alrededor, es sin duda el colmo de su dicha. Otra cosa que la madre aprecia muchísimo  -y que nuestra piedad filial lo intuye y nos lleva a dárselo-, es acompañarla a la Santa misa… (¿Sabía usted que el Día de la Madre es, con la Navidad, el día del año en que los católicos más van a Misa?).
Alguien ha propuesto que al Día de la Madre se le añada como subtítulo “Día del Buen Hijo y del Buen Esposo”. Qué hermoso sería si, al menos en este día, junto con festejarla, reconocemos sus méritos, exaltamos sus virtudes, excusamos sus fallas, pedimos perdón, reparamos nuestras faltas, prometemos cambios y… ser siempre unos buenos hijos y un buen esposo.
Amor, gratitud y ayuda, son nuestros deberes para con las madres. Expresan desde luego las actitudes fundamentales que todo hijo bien nacido debiera sentir y tener para con su madre. Coincidentemente, son las actitudes que las madres más sienten y tienen para con sus hijos. Sobre todo el amor. Lo dan todo con generosidad total, gratuitamente, sin esperar nada a cambio. Es por ello que la madre es lo más parecido a Dios, que, según San Juan, es amor y nos amó primero… (1 Jn 4,8 y 10). Decididamente, la madre es amor y fue ella quien nos amó primero. Con un amor entrañable, generoso y benevolente. Con un amor que nos ayudó, primero a existir y, luego, a crecer y realizarnos, sin reparar en cansancios y el desgaste de su vida.
Desde esta perspectiva del amor oblativo, parece justo que, en este Día de la Madre, felicitemos también a esos cientos de miles de mujeres que llamamos “madres espirituales”, tías, abuelas, y sobre todo religiosas a las que todo el mundo llama Madres. Y que las pongamos bajo la protección y la inspiración de la Virgen y Madre María, en cuyo Mes celebramos significativamente, el Día de la Madre.
AscensionLa Ascensión del Señor, que hoy celebramos, junto con el Día de la Madre, es el nombre que damos a la glorificación de Jesús. La cuentan Marcos y Lucas, que le dedica dos relatos: uno breve cerrando su evangelio (Lc 24, 46-53) y otro más largo abriendo el Libro de los Hechos o Historia de la Iglesia (He 1, 3-11). “Subió a los cielos y está sentado a la derecha de Dios Padre…”, es cómo el Credo de los Apóstoles describe la glorificación de Jesús. Una manera popular de decir que fue llevado a la gloria del Padre, quien le dio todo poder en el cielo y en la tierra. Esta glorificación de Jesús, es sin duda la consecuencia más importante de su Ascensión  -para Él y para nosotros, pues su ascensión al cielo garantiza la nuestra. Es también la condición previa para poner en macha la Iglesia “hasta los confines de la tierra” (He 1,8). Veamos otras consecuencias.
1. de repente y sin quererlo, los apóstoles -la iglesia que Jesús fundara- (Mt 16, 18-19), obtienen mayoría de edad. Hasta entonces habían sido e ido siempre como niños, de la mano del Señor, dependiendo por entero del Maestro. ¿No es lo que aún nos pasa a nosotros, haciendo que la Iglesia parezca más niñera que madre? Sin iniciativa, sin madurez personal y grupal, como esperando que Jesús siga haciéndolo todo… Es el primer impacto que sufrieron los apóstoles, que se quedaron absortos viendo desaparecer al Señor, hasta que reaccionaron o, mejor, un par de ángeles les hicieron reaccionar y asumir sus responsabilidades (He 1, 10-14). Inesperadamente se habían quedado solos: ahora les tocaba a ellos…
2. de repente y sin quererlo, se dan cuenta de que la misión de Jesús está en sus manos y que debe continuar. ¡Tremenda misión! Recordando el mandato del Señor, tendrán que asumir la tarea de ser sus testigos (He 1,8), de ir por todo el mundo y de anunciar la Buena Nueva a toda la creación… (Mc 16,15). Es lo que hicieron y brillantemente. Pero es lo que aún no hacemos nosotros. Nos cuesta aceptar que somos los continuadores de la obra de Jesucristo y de Jesucristo mismo, y que cada uno y todos juntos, tenemos un deber que cumplir. Actuamos como si la evangelización del mundo correspondiera a otros, a los misioneros, a los obispos…
3. de repente y queriéndolo, el Espíritu prometido por Jesús iba a llegar a ellos. No sabían muy bien de qué se trataba, pero sí confiaban plenamente en Él, pues Jesús les había asegurado que con Su Espíritu todo les iría mejor (Jn 16,7). Sería el gran regalo de Dios Padre, que les recordaría las cosas que Él les había enseñado, les llevaría por el camino de la verdad, sería su Consolador y Defensor, iría delante de ellos dando testimonio a favor de Jesús y los haría testigos creíbles y eficientes del Reino… Los apóstoles se dieron ánimo y regresaron a Jerusalem, donde, junto con María, se pusieron a pedir y esperar la llegada del Espíritu Santo (He 1, 14).

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