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Corpus Christi

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San Pedro

Por Antonio Elduayen Jiménez CM
En esta Gran Fiesta del Corpus Christi, ¿qué les parece que es lo más importante que celebramos? ¿la última Cena de Jesús, en la que el pan y el vino, convertidos en su cuerpo y sangre, se nos dan en comida?, como lo insinúa el evangelio en Mc 14, 12-16. 22-26. 

San Antonio Abad¿Ser la Nueva Alianza? ¿Jesús Hostia que quiere entrar en intimidad y comunión con nosotros? ¿el Pan de Vida, que nos da fuerza para vivir como cristianos?¿el ser Memorial de la Muerte y Resurrección del Señor? 
San BlasSin duda, todo eso y mucho más, es lo que hoy celebramos en la Gran Fiesta del Corpus Christi. Pero lo más importante es el ser Memorial de la Muerte y Resurrección de Jesucristo. 
San CristobalHagan esto en Memoria Mía, dijo Jesús (Lc. 22,19; 1 Cor. 11,24). “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección…”, decimos después de la consagración de la santa misa, en respuesta al sacerdote.San JeronimoCiertamente cuando el Pueblo de Dios estableció la celebración del Corpus Christi, lo hizo llevado por su gran fe, amor, admiración y gratitud a Jesús Eucaristía.  
Santa BarbaraEra justo y necesario fijar un nuevo Día en el calendario de la Iglesia para festejar con el máximo esplendor el Corpus Christi, el Cuerpo y la Sangre de Cristo, como la liturgia lo llama hoy.
Santa AnaEl Dios y Hombre verdadero, que quiso quedarse para siempre con nosotros, como amigo bueno y fiel, para acompañarnos y ser alimento en nuestro caminar. Lo que había pasado en la última Cena, había sido demasiado bello y grande como para dejarlo ahí no más, y hasta ensombrecido por la traición de Judas y la muerte de Jesús.
SantiagoEsta visión y celebración de Jesús Eucaristía en esplendor, adoración reverente y fervor por el Señor, es la que, sin duda, ha venido influyendo en la formación y valoración eucarística de los fieles…  
Virgen de los RemediosEs sin duda una actitud positiva y encomiable, sobre todo cuando se la compara con la de quienes van a la misa “por costumbre” o “por cumplir”. Hoy hablamos de participar en la misa.
Virgen de BelénPero será bueno que esta participación no se nos quede en lo exterior: posturas que tenemos (de pie, de rodillas, sentados), respuestas que damos (al empezar la Plegaria Eucarística, al “Oren Hermanos” cuya respuesta aún no sabemos bien); gestos que hacemos (al signarnos con la señal de la cruz, darnos la paz, recibir la comunión), etc.
Virgen de NatividadLa participación que se nos pide debe ser ante todo interna, llenando “de espíritu y verdad” cuanto hacemos y decimos en la misa.
Virgen PurificadaDebe ser, sobre todo, pascual, de modo que la Misa del Señor sea mi misa -(uniendo mis luchas y muertes de cada día a las del Señor y ofreciéndolas con Él al Padre Dios por la salvación del mundo y mía).
San JoséSólo así la eucaristía (misa, comunión y “adoración”), será para Jesús memorial o renovación de su muerte y resurrección; y para nosotros memorial o recordatorio de que en cada misa nos toca morir y resucitar con Él.
San SebastiánFuente: Parroquia Nuestra Señora de la Medalla Milagrosa y RPP.

Feliz día mamá

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Louise de Marillac
Santa Luisa de Marillac
Su familia la convenció de que el matrimonio era la mejor alternativa y un tío suyo arregló su matrimonio con Antonio Le Gras, hombre joven y ambicioso que parecía destinado a grandes logros. Luisa dio el gran paso hacia el matrimonio en 1613, la pareja tuvo su único niño en el primer año de matrimonio. Aunque consagrada a su familia, Luisa seguía todavía anhelando una vida de servicio a Dios y cumplir su voto privado de dedicación total a Él. Poco después del nacimiento de su hijo, su marido, Antonio, contrajo una enfermedad crónica y cayó postrado en cama.
En 1623 escribió: «En la fiesta del Pentecostés, durante la Santa Misa cuando yo estaba haciendo oración en la iglesia, mi mente fue completamente liberada de toda duda. Me aconsejaron que debía permanecer con mi marido y que llegaría un tiempo en que estaría en posición de hacer votos de pobreza, castidad, y obediencia y estaría en una pequeña comunidad dónde otras harían lo mismo». Tuvo también una visión en que ella sería guiada por un nuevo director espiritual (Vicente de Paúl) y que esta gracia le sería concedida por su difunto confesor, san Francisco de Sales.
Dos años después de esta experiencia, falleció su marido y dejó a Luisa libre para cumplir su gran misión en la vida. Ella asumió la tarea de su propio perfeccionamiento espiritual. Escribió sus propias «Reglas de Vida en el Mundo» que detallaban una estructura para su vida.
Vicente de Paúl se convirtió en su director espiritual en 1625. Durante los ocho años siguientes se comunicaron a menudo a través de cartas y reuniones personales. En 1632, Luisa hizo un retiro para buscar una guía interna con respecto al próximo paso a dar. Su intuición profunda la llevó a comprender que había llegado el tiempo de ir al mundo a ayudar a los pobres y necesitados manteniendo una vida espiritual interior. Luisa se sintió preparada para esta misión y comunicó estas aspiraciones a Vicente.
Fundación de las Hijas de la Caridad
En el siglo XVII en Francia el cuidado caritativo de los pobres estaba completamente desorganizado. Muchas personas poco privilegiadas eran víctimas de la inexistencia de cuidados o de las malas condiciones en el hospital. Las «Señoras de la Caridad», fundadas por Vicente de Paúl muchos años antes, proporcionaban algún cuidado y recursos monetarios, pero esto no era bastante. Al comienzo de 1633, Luisa asumió la tarea de poner orden en ese caos. Aunque las adineradas Señoras de la Caridad tenían fondos para ayudar a los pobres, no tenían el tiempo o el temperamento para vivir una vida de servicio e inserción entre los pobres. Luisa de acuerdo con Vicente reunió en su casa para formar a las mujeres del pueblo jóvenes humildes que tenían la energía y la actitud apropiada. Con un grupo de cuatro jóvenes que vivían en su casa, Luisa comenzó a prepararlas y a preocuparse de los necesitados y les enseñó también a desarrollar una vida profunda de espiritual «Amar a los pobres y honrarlos como honrarían al propio Cristo». Esto fue la fundación de las Hijas de la Caridad de San Vicente de Paul.
El trabajo de Luisa con estas mujeres jóvenes desarrolló un sistema de atención en el Hôtel-Dieu, el hospital más antiguo y más grande de París. Su trabajo fue bien conocido y las Hermanas fueron invitadas a Angers a tomar a su cargo la organización del hospital. Éste fue el primer proyecto fuera de París para la nueva comunidad. Luisa misma hizo el arduo viaje a Angers en compañía de tres hermanas. Después de completar las negociaciones con la ciudad y el hospital, Luisa promovió la colaboración entre los doctores, enfermeras y otros para formar un equipo completo. Bajo la guía de Luisa de Marillac las Hermanas extendieron su servicio para incluir los hospitales, orfelinatos, instituciones para ancianos y enfermos mentales, prisiones, escuelas y el campo de batalla con ayuda a las víctimas de la Guerra de los Treinta Años.
En poco tiempo, Luisa de Marilac fundó nuevas comunidades en treinta ciudades de Francia y Polonia: París, Richelieu, Angers, Sedan, Nanteuil-le-Haudouin, Liancourt, Saint-Denis, Serqueux, Nantes, Fontainebleau, Montreuil-sur-Mer, Charo, Chantilly, Montmirail, Hennebont, Brienne, Étampes, Bernay, Sainte-Marie du Mont, Cahors, Saint-Fargeau, Ussel, Calais, Metz y Narbona. Luisa continuó su trabajo con las Hijas de la Caridad hasta casi los setenta años.
Después de un tiempo de debilidad creciente y poca salud, Luisa de Marillac murió el 15 de marzo de 1660, seis meses antes de la muerte de su gran amigo y guía Vicente de Paúl. Fue canonizada en 1934 por Pío XI y es la santa patrona de los trabajadores sociales y cuidadores, proclamada por el papa Juan XXIII en 1960.
Las reliquias de su cuerpo se encuentran en el Altar Mayor en la Capilla Santuario de las Apariciones de la Virgen de la Medalla Milagrosa, en Rue de Bac – París, lugar de permanente peregrinación.

Fuente: Wikipedia. Sigue leyendo

Hijas de la Sabiduría

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La primera formulación del carisma de Fundación de las Hijas de la Sabiduría revela una intención mística y una intención misionera.
Mística porque el amor de la Sabiduría Eterna y encarnada prima y es esencial para la Hija de la Sabiduría. Misionera porque Montfort coloca a María Luisa y sus compañeras, no en un claustro, sino dentro de una masa humana.
En realidad la vida de una Hija de la Sabiduría tiene sólo un fin: la Encarnación de la Sabiduría y la participación en su obra de liberación creadora hoy, donde ha sido enviada.
El Carisma del Espíritu dado a San Luis María de Montfort con el que María Luisa desde los orígenes, no ha cesado de dar vida durante esos tres siglos.
Y después de la Fundación en 1703, más de 17,000 Hijas de la Sabiduría han dado una respuesta a los diferentes desafíos de la sociedad y de la Iglesia a través del mundo.
“El brazo de Dios no se ha acortado y como los Institutos del Señor de Montfort son obras de Dios, El está interesado en conservarlas y no nos abandonará jamás, mientras le seamos fieles” (Carta de María Luisa de Jesús, 22).
1703-1759. La fundación
María Luisa inició a las primeras Hijas de la Sabiduría en una forma de vida religiosa apostólica inédita en esta época trató de responder con audacia inhabitual en una mujer de su tiempo, a las inmensas necesidades de la sociedad francesa del siglo XVIII.
Ella viajó en situaciones de incomodidad y de grandes dificultades, fundó pequeñas casas de caridad sin ninguna seguridad, fuera de la Providencia. Ella arriesgó, entre otras, la difícil gestión del Hospital Marítimo de la Isla de Oléron y envió a sus Hijas a cuidar a los incurables de su tiempo, rechazados por todos.
A su muerte, Maria Luisa Trichet dejó una Congregación bien establecida y apreciada por las poblaciones del Oeste de Francia. 175 hermanas profesas y 35 comunidades fundadas.
1759-1789. Siguiendo a la Fundadora
Durante esos treinta años, la Congregación se unifica y se consolida sobre sus cimientos, continúa dando una respuesta a las necesidades del momento: hospitales, pequeñas casas de caridad muy pobres, destinadas al cuidado de los enfermos y a la educación de la niñez. Las Superioras Generales supieron asegurar la continuidad, gracias a la fidelidad a las Constituciones manuscritas redactadas por la Fundadora. Se mantuvo una gran cohesión gracias a los retiros vividos regularmente en la Casa Madre, en San Lorenzo del Sèvre (Vendée) y a la gran unión vivida entre las Hermanas.
Durante esos años la Congregación tuvo gran desarrollo. En 1789 ya había 335 hermanas.
1789-1800. Los tiempos de la Revolución
Ese tiempo de prueba dio a las Hijas de la Sabiduría ocasiones excepcionales para testimoniar su fe yendo hasta el martirio y el heroísmo de la caridad, bases sólidas dejadas por las pioneras.
Las Hermanas fueron denunciadas ante los representantes del Gobierno de la Revolución que las obligaba a jurar adherirse a la Constitución civil. Ellas se opusieron a ese juramento manifestando que querían ser católicas y religiosas. Muchas fueron detenidas y encarceladas. 33 murieron mártires por la fe, guillotinadas o masacradas y acabadas por los malos tratos recibidos. Otras testimoniaron su caridad cuidando a los heridos de las guerras del Oeste de Francia, sin tener en cuenta a qué partido pertenecían. Otras fueron intervenidas arriesgando su vida, para impedir las masacres en esas guerras civiles.
1800-1876. El resurgimiento
Es el tiempo de la reconstrucción y de un nuevo impulso apostólico.
Pasada la Revolución se restablecieron las casas y creció el número de las vocaciones. La Hija de la Sabiduría respondió a las nuevas necesidades de la sociedad abriendo internados para las niñas, institutos para sordos y ciegos. Destaca Sor Margarita (Marie Germain), pionera del método para la reeducación de sordomudos y ciegos.
1876-1914. El tormentoso viraje entre dos siglos
Francia se encuentra entre las discordias en torno a los decretos de un gobierno que quiere la secularización de todas las instituciones y la supresión de la confesionalidad católica de la República.
Las hermanas resisten a las trampas de la secularización y se encuentran envueltas en toda clase de amenazas e insultos. Muchas por permanecer fieles a su vocación encuentran la solución saliendo de Francia para fundar en otros países. La Congregación se implanta, con numerosas dificultades en Inglaterra, Bélgica, Holanda, Italia, Suiza. Otras fueron a reunirse con las de Haití y con las del Canadá. Algunas fundaron comunidades en Colombia y en Shiré (hoy Malawi). Todos estas salidas fueron fuente de vida pero también de desgarramiento. Poco a poco las Hermanas emigrantes hicieron frente a nuevos desafíos: lengua, clima, alimentación, viajes. Su fe las guiaba y la Sabiduría se iba implantando poco a poco en buen número de países.
1914-1945. Entre las dos guerras mundiales
Las leyes civiles de Francia no permitían que las hermanas enseñaran en las escuelas. La Congregación, llena de iniciativas y de creatividad, fueron hacia las niñas y las jóvenes mediante obras sociales, colonias de vacaciones, casas para las jóvenes, jardines para las niñas, escuelas de formación para las mujeres.
La Congregación desarrolló en esta época una nueva faceta de su vocación en el campo de la salud, por la creación de escuelas de enfermería donde se formaron numerosas jóvenes y religiosas de diversas congregaciones, no sólo en Francia sino en Europa y América del Norte.
Las dos guerras mundiales provocaron otros movimientos, con sufrimientos inherentes: destrucción, muerte; pero al mismo tiempo fueron ocasión de que la Congregación diera lo mejor de sí misma atendiendo a los heridos y a las víctimas de la violencia. Las instituciones escolares y sociales que las hermanas habían abierto fueron transformadas, con sacrificio, en hospitales de campaña y más tarde en centros de acogida para los evacuados y los deportados. Un gran número de Hermanas dieron su vida, víctimas de los bombardeos, sobre todo en los hospitales de Nantes, Angers y Valenciennes.
1946-1964. Hacia nuevos horizontes
Al final del Cataclismo mundial, la Congregación continuó su crecimiento en número. Sin embargo. Sin embargo, regiones enteras de Europa fueron devastadas: las casas quedaron en ruinas y habrá que restaurarlas; las hermanas están enfermas, es preciso cuidarlas; múltiples misiones necesitan ser sostenidas y llegan nuevas peticiones de fundación.
En esta época, los Papas Pío XII y Juan XXIII favorecen la vocación misionera y piden a las Congregaciones que vayan a países lejanos. La Congregación continúa fundando, desarrollando a la vez proyectos misioneros y abriendo casas de novicias para la formación de las jóvenes en su propio país.
En estos años se pone el acento en la formación de las hermanas tanto a nivel profesional como religioso.
1965-2000. El impulso renovador del Vaticano II
Después de la petición hecha por el Concilio en cuanto a la Vida Religiosa, la Congregación se pone en camino para renovarse volviendo a sus orígenes. En esta perspectiva, el conjunto de las Comunidades reflexionan sobre el espíritu de los Fundadores y profundizan en las fuentes del Carisma.
En 1976 la Congregación se compromete a trabajar “al servicio de la justicia y de la liberación integral del ser humano en el nombre de Jesucristo”. En el Capítulo General de 1982 la Sabiduría vuelve a tomar una opción prioritaria: “por los que el mundo abandona”. La nueva Regla de Vida promulgada en 1985 declara:
“La vida y las enseñanzas de Jesucristo, la predilección de Montfort y de María Luisa por los pobres, nos invitan a traducir, mediante nuestro compromiso, sus gestos de misericordia y de liberación a favor de los que el mundo abandona, de aquellos a los que la Iglesia llega difícilmente, a fin de que lleguen a ser artífices de su propio destino. Así, prolongaremos con toda nuestra vida la Encarnación redentora y participamos de manera específica en la Misión de la Iglesia” (Regla de Vida de las FdlS, nº 7)
Esta fidelidad al Carisma de Fundación implica tener en cuenta las realidades del mundo y de la Iglesia, pero también recordar de qué Espíritu nació la Congregación. Es así que en el Capítulo General de 1988, ante la petición urgente de la provincia Religiosa de Holanda, entre otras, se creó una comisión para estudiar “El Amor de la Sabiduría eterna” de San Luis María de Montfort. De este estudio surgió una riqueza increíble que puso a la Congregación en proceso de transformación en el Amor de la Sabiduría eterna y encarnada. Dinamizada profundamente esa transformación por la Beatificación de María Luisa de Jesús, su cofundadora, en 1993, las Hijas de la Sabiduría prosiguen la reapropiación de su espíritu.
En 2004 la Congregación recibe en sus filas las primeras discípulas provenientes de la Región de Papúa (Nueva Guinea) y, en el 2003 abre en Indonesia una nueva inserción misionera.
La Sabiduría ha construído su casa en Africa, en América del Norte, en las Antillas Mayores, en América del Sur, en Asia-Oceanía, en Europa.
“La Sabiduría grita por las calles, en las plazas levanta su voz y convoca en las esquinas” (Proverbios 1,20-21)
María Luisa Trichet, humilde tierra sedienta, de abandono absoluto, mística al servicio de los pobres lanza un ardiente llamado a sus Hijas de todos los pueblos, razas y naciones.
Arrancarse al éxtasis de las grandezas, descender de nuevo a la planicie y querer permanecer en una tienda inestable sacudida por la fuerza del viento…
Ir más lejos…frágil y audaz en el universo para anunciar la permanente búsqueda de amor de la Sabiduría Eterna” (María Luisa Trichet. Un camino de Sabiduría. Benedetta Papasogli).

Madre EmmaComunidades terapéuticas en Perú
Escuela de Vida, centro para rehabilitación de toxicómanos, se encuentra en pleno corazón de Lima.
Gracias a su programa de rehabilitación, Escuela de Vida permite que jóvenes mayores de 18 años se desintoxiquen, rencuentren su autoestima y su dignidad, y descubran un nuevo sistema de valores en los planos humano, social y espiritual.
Este centro humanitario sin fines de lucro inició sus actividades en 1988 gracias al trabajo incansable de una religiosa, Hermana Anna Maria Cuoghi Losi FdlS (Madre Emma), quien desde hace más de 40 años se ha dedicado a ayudar a los más necesitados en Perú.
El programa de rehabilitación, con una duración de 12 meses, es supervisado por un equipo de profesionales: médicos, abogados, psicólogos, enfermeras y trabajadoras sociales.
Toda persona con un problema de consumo de estupefacientes puede solicitar su admisión al programa Escuela de Vida, sin importar su condición social, situación económica, nivel de estudios o profesión.

Venerable Félix Varela

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Felix Varela

SANCTI CHRISTOPHORI DE HABANA
Beatificationis et Canonizationis Servi Dei
Felicis Francisci Iosephi Mariuae Conceptione Varela Morales
Sacerdotis Diocesani (1788-1853)
Quiero ser un soldado de Cristo. Mi propósito no es matar hombres, sino salvar almas”.
Estas palabras, pronunciadas frente a su familia, del Siervo de Dios, Félix Francisco José María de la Concepción Varela y Morales a la edad de 14 años, describen eficientemente su proyecto de vida, al que él, a través de vicisitudes y dificultades, permaneció siempre fiel.
El Siervo de Dios se alza en el horizonte de la historia de Cuba como una personalidad notable por sus dotes humanas y por sus virtudes cristianas y sacerdotales. La trayectoria de su vida se desarrolla en un período cronológico y en una zona geográfica cubierta por profundas transformaciones culturales, sociales y políticas, especialmente tras el empuje de las grandes revoluciones americana y francesa.
Nacido en La Habana el 20 de noviembre de 1788, siete días después recibió el bautismo. Pasó su infancia en la isla, perteneciente a España en aquella época. En 1794, debido a la muerte de su madre y la lejanía del padre, capitán del ejército español, el pequeño Félix viaja con su tío a San Agustín en la Florida, ésta, también provincia española. Años después, fallecido también el padre, a pesar de tener por delante una brillante carrera militar, el Siervo de Dios antepone la vocación al sacerdocio, que había sentido desde la infancia. Por lo que regresa a La Habana para estudiar en el colegio-seminario de San Carlos y San Ambrosio y, después de terminar el proceso de formación, es ordenado sacerdote el 21 de diciembre del año 1811.
Encargado de la enseñanza de Filosofía y de Derecho en el seminario, se distingue por su vivacidad intelectual y su profunda cultura. Escribió un texto de Filosofía que pronto fue adoptado por otros colegios. Y fundó una sociedad literaria que, en la estela del reformismo europeo, tendrá una notable importancia en la promoción social y económica de la población. Sus méritos en el campo educativo y en el desarrollo de la cultura fueron reconocidos a tal punto que, en 1821, el Siervo de Dios es electo representante del pueblo cubano ante el Parlamento de Madrid. Tuvo entonces que viajar a España donde vivió por tres años, siendo un intérprete inteligente y sensible de las necesidades de sus compatriotas: entre otras cosas presentó propuestas en favor de la abolición de la esclavitud y de la autonomía de las provincias americanas. Todas estas iniciativas, que esperaba tuvieran un resultado feliz, contrariamente, lo hicieron muy infeliz. En 1823 el ejército francés va en ayuda del rey Fernando VII, que intentaba recuperar el poder absoluto y derogar la legislación constitucional, imponiendo la pena de muerte a los protagonistas políticos y militares. Entre estos se encontraba el Siervo de Dios que logró escapar de la captura y la condena a la pena capital llegando a los Estados Unidos de América.
New York fue su nueva patria: aquí vivirá por treinta años, primero como exiliado político, después como párroco y Vicario General de la joven diócesis. Es en esta ciudad estadounidense, en esos momentos en desarrollo vertiginoso, que su compromiso pastoral se propaga con generosidad total. Se dedicó a la construcción de nuevas iglesias, obras sociales, asilos y escuelas para niños, iniciativas a favor de la integración de los numerosísimos inmigrantes provenientes de Europa y especialmente de Irlanda. Al mismo tiempo desarrolló una extraordinaria atención a los pobres y a los enfermos, que se evidenció de manera particular durante la epidemia de cólera de 1830. Entre sus múltiples actividades no faltó el aspecto cultural, que siempre había caracterizado su personalidad, haciendo traducciones y escribiendo muchos trabajos, tanto en español como en inglés, de carácter filosófico, científico, político y religioso, defendiendo la doctrina católica y reafirmando además la abolición de la esclavitud y la independencia de Cuba.
Fue un sacerdote ejemplar, celoso de la salvación de las almas, profundamente motivado por una vida de oración y de un ferviente amor a Dios y al prójimo. El ejercicio diario de la virtud fue una constante en su vida. Continuamente mostró la presencia del Señor Jesús entre la gente, de quienes incansablemente favoreció su progreso material y espiritual; trabajó con celo construyendo la comunidad de los fieles de Cristo, valorizando las cualidades y dones particulares de todos y de cada uno.
La estimación hacia él iba creciendo progresivamente hasta llegar a ser nombrado Vicario General de New York y enviado a representar a la diócesis en el Tercer Concilio Católico de la Provincia de Baltimore. Enfermo de asma, vive en extrema pobreza sus últimos años, moviéndose entre New York y la Florida, siempre abandonándose a la voluntad divina. El 18 de febrero de 1853 se durmió en el Señor en la ciudad de San Agustín, donde había transcurrido su infancia.
Como resultado de su reputación de santidad se dio inicio a la causa de beatificación y canonización con la investigación diocesana en la Curia de la Arquidiócesis de La Habana, que tuvo lugar del 21 de enero al 15 de agosto de 1996 y fue aprobada por la Congregación para las Causas de los Santos el 15 de enero de 1999.
Preparada la Positio, el 30 de enero de 2001 se celebra la sesión de los Consultores Históricos. El 13 de diciembre del año 2011 se celebra la reunión especial de los Consultores Teólogos que de acuerdo a la costumbre, disertó sobre la práctica heroica de la virtud por el siervo de Dios con éxito positivo. Los Padres Cardenales y Obispos, en la sesión ordinaria del 6 de marzo de 2012, escuchada la relación del Ponente de la Causa, el Excelentísimo y Reverendísimo Segismundo Zimowski, Arzobispo-Obispo emérito de Radom, han reconocido que el Siervo de Dios ha ejercitado en modo heroico las virtudes teologales, cardinales y las virtudes asociadas con ellas.
Hecho, finalmente, un informe exacto de todo esto al Sumo Pontífice Benedicto XVI por el abajo firmante cardenal Preffetto, Su Santidad, acogiendo y aprobando los votos de la Congregación para las Causas de los Santos, en este día declaró: “Conociendo las virtudes teologales de Fe, Esperanza y Caridad hacia Dios y el prójimo, así como las virtudes cardinales de Prudencia, Justicia, Templanza y Fortaleza y las virtudes asociadas con las mismas, practicadas en grado heroico por el Siervo de Dios Félix Francisco José María de la Concepción Varela y Morales, Sacerdote diocesano, para el caso y el efecto que se desea”.
El Sumo Pontífice ha ordenado que este decreto sea hecho público y registrado en las actas de la Congregación para las Causas de los Santos.
Dado en Roma, el 14 de marzo A.D. 2012
Angelo Cardenal Amato SDB
Preffetto
Marcello Bartolucci, Arzobispo Titular de Bevagna
Secretario

El inicio del mundo nuevo

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Jesucristo
Por Benedicto XVI
Queridos hermanos y hermanas:
Después de las solemnes celebraciones de la Pascua, nuestro encuentro de hoy está impregnado de alegría espiritual. Aunque el cielo esté gris, en el corazón llevamos la alegría de la Pascua, la certeza de la Resurrección de Cristo, que triunfó definitivamente sobre la muerte. Ante todo, renuevo a cada uno de vosotros un cordial deseo pascual: que en todas las casas y en todos los corazones resuene el anuncio gozoso de la Resurrección de Cristo, para que haga renacer la esperanza.
En esta catequesis quiero mostrar la transformación que la Pascua de Jesús provocó en sus discípulos. Partimos de la tarde del día de la Resurrección. Los discípulos están encerrados en casa por miedo a los judíos (cf. Jn 20, 19). El miedo oprime el corazón e impide salir al encuentro de los demás, al encuentro de la vida. El Maestro ya no está. El recuerdo de su Pasión alimenta la incertidumbre. Pero Jesús ama a los suyos y está a punto de cumplir la promesa que había hecho durante la última Cena: “No os dejaré huérfanos, volveré a vosotros” (Jn 14, 18) y esto lo dice también a nosotros, incluso en tiempos grises: “No os dejaré huérfanos”. Esta situación de angustia de los discípulos cambia radicalmente con la llegada de Jesús. Entra a pesar de estar las puertas cerradas, está en medio de ellos y les da la paz que tranquiliza: “Paz a vosotros” (Jn 20, 19). Es un saludo común que, sin embargo, ahora adquiere un significado nuevo, porque produce un cambio interior; es el saludo pascual, que hace que los discípulos superen todo miedo. La paz que Jesús trae es el don de la salvación que él había prometido durante sus discursos de despedida: “La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy como la da el mundo. Que no se turbe vuestro corazón ni se acobarde” (Jn 14, 27). En este día de Resurrección, él la da en plenitud y esa paz se convierte para la comunidad en fuente de alegría, en certeza de victoria, en seguridad por apoyarse en Dios. También a nosotros nos dice: “No se turbe vuestro corazón ni se acobarde” (Jn 14, 1).
Después de este saludo, Jesús muestra a los discípulos las llagas de las manos y del costado (cf. Jn 20, 20), signos de lo que sucedió y que nunca se borrará: su humanidad gloriosa permanece “herida”. Este gesto tiene como finalidad confirmar la nueva realidad de la Resurrección: el Cristo que ahora está entre los suyos es una persona real, el mismo Jesús que tres días antes fue clavado en la cruz. Y así, en la luz deslumbrante de la Pascua, en el encuentro con el Resucitado, los discípulos captan el sentido salvífico de su pasión y muerte. Entonces, de la tristeza y el miedo pasan a la alegría plena. La tristeza y las llagas mismas se convierten en fuente de alegría. La alegría que nace en su corazón deriva de “ver al Señor” (Jn 20, 20). Él les dice de nuevo: “Paz a vosotros” (v. 21). Ya es evidente que no se trata sólo de un saludo. Es un don, el don que el Resucitado quiere hacer a sus amigos, y al mismo tiempo es una consigna: esta paz, adquirida por Cristo con su sangre, es para ellos pero también para todos nosotros, y los discípulos deberán llevarla a todo el mundo. De hecho, añade: “Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo” (ib.). Jesús resucitado ha vuelto entre los discípulos para enviarlos. Él ya ha completado su obra en el mundo; ahora les toca a ellos sembrar en los corazones la fe para que el Padre, conocido y amado, reúna a todos sus hijos de la dispersión. Pero Jesús sabe que en los suyos hay aún mucho miedo, siempre. Por eso realiza el gesto de soplar sobre ellos y los regenera en su Espíritu (cf. Jn 20, 22); este gesto es el signo de la nueva creación. Con el don del Espíritu Santo que proviene de Cristo resucitado comienza de hecho un mundo nuevo. Con el envío de los discípulos en misión se inaugura el camino del pueblo de la nueva alianza en el mundo, pueblo que cree en él y en su obra de salvación, pueblo que testimonia la verdad de la resurrección. Esta novedad de una vida que no muere, traída por la Pascua, se debe difundir por doquier, para que las espinas del pecado que hieren el corazón del hombre dejen lugar a los brotes de la Gracia, de la presencia de Dios y de su amor que vencen al pecado y a la muerte.
Queridos amigos, también hoy el Resucitado entra en nuestras casas y en nuestros corazones, aunque a veces las puertas están cerradas. Entra donando alegría y paz, vida y esperanza, dones que necesitamos para nuestro renacimiento humano y espiritual. Sólo él puede correr aquellas piedras sepulcrales que el hombre a menudo pone sobre sus propios sentimientos, sobre sus propias relaciones, sobre sus propios comportamientos; piedras que sellan la muerte: divisiones, enemistades, rencores, envidias, desconfianzas, indiferencias. Sólo él, el Viviente, puede dar sentido a la existencia y hacer que reemprenda su camino el que está cansado y triste, el desconfiado y el que no tiene esperanza. Es lo que experimentaron los dos discípulos que el día de Pascua iban de camino desde Jerusalén hacia Emaús (cf. Lc 24, 13-35). Hablan de Jesús, pero su “rostro triste” (cf. v. 17) expresa sus esperanzas defraudadas, su incertidumbre y su melancolía. Habían dejado su aldea para seguir a Jesús con sus amigos, y habían descubierto una nueva realidad, en la que el perdón y el amor ya no eran sólo palabras, sino que tocaban concretamente la existencia. Jesús de Nazaret lo había hecho todo nuevo, había transformado su vida. Pero ahora estaba muerto y parecía que todo había acabado.
Sin embargo, de improviso, ya no son dos, sino tres las personas que caminan. Jesús se une a los dos discípulos y camina con ellos, pero son incapaces de reconocerlo. Ciertamente, han escuchado las voces sobre la resurrección; de hecho le refieren: “Algunas mujeres de nuestro grupo nos han sobresaltado, pues habiendo ido muy de mañana al sepulcro, y no habiendo encontrado su cuerpo, vinieron diciendo que incluso habían visto una aparición de ángeles, que dicen que está vivo” (vv. 22-23). Y todo eso no había bastado para convencerlos, pues “a él no lo vieron” (v. 24). Entonces Jesús, con paciencia, “comenzando por Moisés y siguiendo por todos los profetas, les explicó lo que se refería a él en todas las Escrituras” (v. 27). El Resucitado explica a los discípulos la Sagrada Escritura, ofreciendo su clave de lectura fundamental, es decir, él mismo y su Misterio pascual: de él dan testimonio las Escrituras (cf. Jn 5, 39-47). El sentido de todo, de la Ley, de los Profetas y de los Salmos, repentinamente se abre y resulta claro a sus ojos. Jesús había abierto su mente a la inteligencia de las Escrituras (cf. Lc 24, 45).
Mientras tanto, habían llegado a la aldea, probablemente a la casa de uno de los dos. El forastero viandante “simula que va a seguir caminando” (v. 28), pero luego se queda porque se lo piden con insistencia: “Quédate con nosotros” (v. 29). También nosotros debemos decir al Señor, siempre de nuevo, con insistencia: “Quédate con nosotros”. “Sentado a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo iba dando” (v. 30). La alusión a los gestos realizados por Jesús en la última Cena es evidente. “A ellos se les abrieron los ojos y lo reconocieron” (v. 31). La presencia de Jesús, primero con las palabras y luego con el gesto de partir el pan, permite a los discípulos reconocerlo, y pueden sentir de modo nuevo lo que habían experimentado al caminar con él: “¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?” (v. 32). Este episodio nos indica dos “lugares” privilegiados en los que podemos encontrar al Resucitado que transforma nuestra vida: la escucha de la Palabra, en comunión con Cristo, y el partir el Pan; dos “lugares” profundamente unidos entre sí porque “Palabra y Eucaristía se pertenecen tan íntimamente que no se puede comprender la una sin la otra: la Palabra de Dios se hace sacramentalmente carne en el acontecimiento eucarístico” (Exhort. ap. postsin. Verbum Domini, 54-55).
Después de este encuentro, los dos discípulos “se volvieron a Jerusalén, donde encontraron reunidos a los Once con sus compañeros, que estaban diciendo: “Era verdad, ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón” (vv. 33-34). En Jerusalén escuchan la noticia de la resurrección de Jesús y, a su vez, cuentan su propia experiencia, inflamada de amor al Resucitado, que les abrió el corazón a una alegría incontenible. Como dice san Pedro, “mediante la resurrección de Jesucristo de entre los muertos, fueron regenerados para una esperanza viva” (cf. 1 P 1, 3). De hecho, renace en ellos el entusiasmo de la fe, el amor a la comunidad, la necesidad de comunicar la buena nueva. El Maestro ha resucitado y con él toda la vida resurge; testimoniar este acontecimiento se convierte para ellos en una necesidad ineludible.
Queridos amigos, que el Tiempo pascual sea para todos nosotros la ocasión propicia para redescubrir con alegría y entusiasmo las fuentes de la fe, la presencia del Resucitado entre nosotros. Se trata de realizar el mismo itinerario que Jesús hizo seguir a los dos discípulos de Emaús, a través del redescubrimiento de la Palabra de Dios y de la Eucaristía, es decir, caminar con el Señor y dejarse abrir los ojos al verdadero sentido de la Escritura y a su presencia al partir el pan. El culmen de este camino, entonces como hoy, es la Comunión eucarística: en la Comunión Jesús nos alimenta con su Cuerpo y su Sangre, para estar presente en nuestra vida, para renovarnos, animados por el poder del Espíritu Santo.
En conclusión, la experiencia de los discípulos nos invita a reflexionar sobre el sentido de la Pascua para nosotros. Dejémonos encontrar por Jesús resucitado. Él, vivo y verdadero, siempre está presente en medio de nosotros; camina con nosotros para guiar nuestra vida, para abrirnos los ojos. Confiemos en el Resucitado, que tiene el poder de dar la vida, de hacernos renacer como hijos de Dios, capaces de creer y de amar. La fe en él transforma nuestra vida: la libra del miedo, le da una firme esperanza, la hace animada por lo que da pleno sentido a la existencia, el amor de Dios. Gracias.

Fuente: L’Osservatore Romano. Sigue leyendo

Domingo de Resurrección 2012

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Jesucristo

Masa
Al fin de la batalla,
y muerto ya el combatiente, vino hacia él un hombre
y le dijo: “No mueras, te amo tanto!”
Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.
Se le acercaron dos y repitiéronle:
“No nos dejes! ¡Valor! ¡Vuelve a la vida!”
Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.
Acudieron a él veinte, cien, mil, quinientos mil,
clamando: “¡Tanto amor y no poder nada contra la muerte!”
Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.
Le rodearon millones de individuos,
con un ruego común: “¡Quédate, hermano!”
Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.
Entonces, todos los hombres de la tierra
le rodearon; les vió el cadáver triste, emocionado;
incorporóse lentamente,
abrazó al primer hombre; echóse a andar…

César Vallejo, 1937.

Ezequiel 37, 1-14
La mano de Yavé se posó sobre mí. Yavé me hizo salir por medio de su espíritu. Me depositó en medio de un valle, que estaba lleno de huesos humanos.
Me hizo recorrer el valle en todos los sentidos; los huesos esparcidos por el suelo eran muy numerosos, y estaban completamente secos.
Entonces me dijo: «¿Hijo de hombre, podrán revivir estos huesos?» Respondí: «Yavé, tú lo sabes.»
Me dijo: «Profetiza con respecto a estos huesos, les dirás: ¡Huesos secos, escuchen la palabra de Yavé!
Esto dice Yavé a estos huesos: Haré que entre en ustedes un espíritu, y vivirán.
Pondré en ustedes nervios, haré que brote en ustedes la carne, extenderé en ustedes la piel, colocaré en ustedes un espíritu y vivirán: y sabrán que yo soy Yavé.»
Hice según lo que se me había ordenado y, mientras profetizaba, se produjo una gran agitación: los huesos se acercaron unos a otros.
Miré: vi cómo se cubrían de nervios, brotaba la carne y se extendía sobre ellos la piel. Pero no había en ellos espíritu.
Entonces me dijo: «¡Profetiza, hijo de hombre, llama al Espíritu! Dirás al Espíritu: Esto dice Yavé: ¡Espíritu, ven desde los cuatro vientos, sopla sobre estos muertos para que vivan!»
Profeticé según la orden que había recibido y el espíritu entró en ellos; recuperaron la vida se levantaron sobre sus pies: era una multitud grande, inmensa.
Yavé me dijo entonces: Hijo de hombre, estos huesos son toda la casa de Israel. Ahora dicen: «Nuestros huesos se han secado, nuestras esperanzas han muerto, hemos sido rechazados.»
Por eso, profetiza. Les dirás esta palabra de Yavé: «Voy a abrir las tumbas de ustedes, oh pueblo mío, haré que se levanten de sus tumbas y los traeré de vuelta a la tierra de Israel.
Entonces, cuando haya abierto sus tumbas y los haya hecho levantarse, sabrán que yo soy Yavé.
Pondré en ustedes mi Espíritu y vivirán; los estableceré en su tierra y sabrán que yo, Yavé, lo dije y lo hice, palabra de Yavé.»

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Domingo de Ramos 2012

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Giotto
Soldados de la Novena Brigada Blindada del Ejército peruano escenificaron el ingreso de Jesús a Jerusalén, este Domingo de Ramos, en la ciudad norteña de Tumbes, lo que motivó el aplauso de cientos de espectadores.
Participaron en la representación el coronel Juan Tarazona Sánchez, jefe de la Novena Brigada Blindada, junto con su personal de tropa.
Las autoridades locales y los militares dieron la vuelta a toda la plaza Mayor de Tumbes rodeados de palmas y ramas de olivo, símbolo principal de esta fecha religiosa, y seguidos de las oraciones de los fieles.
Previo a ello, se ofició la misa dominical y se llevó a cabo la ceremonia de izamiento del Pabellón Nacional y la Bandera de Tumbes.
El inicio de la Semana Santa se recuerda con la procesión de los ramos o las palmas, acción que se repitió en otros distritos tumbesinos.
En la Semana Santa se celebran los misterios de salvación realizados por Cristo en los últimos días desde su entrada triunfal en la ciudad de Jerusalén, para los católicos el Domingo de Ramos es el primer día de la Semana Santa.
La semana santa comienza con el Domingo de Ramos de la Pasión Señor, que une el triunfo de Cristo (aclamado como Mesías por los habitantes de Jerusalén y hoy en el rito de la procesión de las palmas por los católicos) y el anuncio de la pasión, con la proclamación de la narración litúrgica en la Misa. El color liturgico del Domingo de Ramos es el rojo, debido a que se celebra la Pasión del Señor.
El Domingo de Ramos es el día en que recordamos la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén, exactamente una semana antes de su resurrección (Mateo 21:1-11). El profeta Zacarías había profetizado: “Alégrate mucho, hija de Sion; da voces de júbilo, hija de Jerusalén; he aquí tu rey vendrá a ti, justo y salvador, humilde, y cabalgando sobre un asno, sobre un pollino hijo de asna.”(Zacarías 9:9).
Mateo 21:7-9 registra el cumplimiento de esta profecía: “y trajeron el asna y el pollino, y pusieron sobre ellos sus mantos; y él se sentó encima. Y la multitud, que era muy numerosa, tendía sus mantos en el camino; y otros cortaban ramas de los árboles, y las tendían en el camino. Y la gente que iba delante y la que iba detrás aclamaba, diciendo: ¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor! ¡Hosanna en las alturas!” Este evento tuvo lugar el domingo antes de la crucifixión de Jesús.
En recuerdo de este evento, celebramos el Domingo de Ramos. Es conocido como el Domingo de Ramos, debido a las ramas de palma que fueron puestas en el camino cuando Jesús entró en Jerusalén, montado sobre el asno. El Domingo de Ramos fue el cumplimiento de la profecía de los “setenta sietes“ del profeta Daniel: “Sabe, pues, y entiende, que desde la salida de la orden para restaurar y edificar a Jerusalén hasta el Mesías Príncipe, habrá siete semanas, y sesenta y dos semanas; se volverá a edificar la plaza y el muro en tiempos angustiosos”(Daniel 9:25). Juan 1:11 nos dice: “A lo suyo vino [Jesús], y los suyos no le recibieron”. Las mismas multitudes que exclamaban: “¡Hosanna!” gritaban “¡Crucifiquenlo!” cinco días más tarde (Mateo 27:22-23). Fuente: Agencia ANDINA de Noticias.

RP Felipe Zegarra

El significado de la Semana Santa
Por RP Felipe Zegarra Russo-Profesor Principal Departamento de Teología PUCP
Los peruanos, inclusive los no practicantes y aun los no cristianos, celebramos festivamente la Navidad. Es una fiesta “bonita” y familiar. Por ello mismo, quienes no tienen una familia integrada, se aíslan y tienen ocasión de un sufrimiento adicional en esos días. Además, se vive una descomunal incitación a consumir, para muchos difícil de enfrentar.
Con la Semana Santa no ocurre lo mismo. De pronto, porque suele caer cuando todavía hay secuelas del verano, así que muchos de los que pueden acostumbran pasar varios días en las playas, sea en casas de balnearios “asiáticos” o en campamentos bien surtidos…
Pero la Semana Santa es, mucho más que la Navidad, la conmemoración de los acontecimientos fundamentales del cristianismo: la celebración de la entrega personal y completa de Jesús, el Hijo de Dios hecho “carne”; es decir, del Dios que —por amor— asumió la condición humana en toda su extensión, hasta la muerte, “y muerte de cruz”.
En los días centrales de Semana Santa —jueves a domingo— se hace el memorial de la prisión, juicio, tortura y muerte de Jesús. San Pablo dice con claridad “me amó y se entregó por mí” (Gálatas 2,20). Pero también se revive lo que lleva a plenitud esa donación: el triunfo de Jesús sobre la muerte, la Resurrección, acontecimiento que lleva el valor de la vida humana a toda su potencia, porque todos estamos llamados a la Resurrección.
He escrito palabras como “celebramos”, “conmemoración”, “memorial”, “se revive”; detrás de estos términos hay una palabra bíblica, hebrea, que si bien se traduce por “hacemos memoria”, en realidad tiene un sentido mucho más fuerte: “hacemos presente” (que no es igual que “representamos”). Y de eso se trata: los cristianos nos reunimos para ponernos en contacto —sacramental, por cierto— con el Señor resucitado que conserva las huellas de su pasión y muerte.
Solo cuando alguien tiene, al menos en una pequeña medida, experiencia del amor de Dios —sea porque agradece la vida o la salud, sea porque considera que el amor recibido u ofrecido está vinculado, como a su raíz, al amor primero de Dios— la participación efectiva en los días de Semana Santa tiene auténtico sentido. Y por eso se prefiere asistir a una celebración a tener algunos días de vacaciones.
Pero ese amor recibido se manifiesta en las obras, o mejor, en la vida de las personas, vida que es marcada por la práctica del amor a los hermanos. Implica un compromiso cotidiano, sobre todo por las hermanas o los hermanos necesitados: los pobres, los enfermos, los hambrientos, los presos, los ancianos, los trabajadores con horarios exigentes y sueldos insuficientes, los indígenas, los niños… Compromiso vital, demandante y al mismo tiempo gratificante. Como dice San Pablo, “Dios ama al que da con alegría”.

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De dioses y hombres

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Argelia
Argelia
Testamento abierto el domingo de Pentecostés, 25 de mayo de 1996.
En la noche del 27 al 28 de marzo de 1996, siete monjes del monasterio cisterciense Nuestra Señora del Atlas, cerca del pueblo de Tibhirine en Argelia, fueron secuestrados por musulmanes fundamentalistas del Grupo Islámico Armado (GIA). Fueron ejecutados el 21 de mayo. El Superior de la comunidad, P. Christian de Chergé, había entrado en el monasterio del Atlas en 1969 a la edad de 32 años, siendo ya sacerdote. Hizo su profesión solemne en Atlas en 1976 y fue elegido Prior Titular de la comunidad en 1984. El Padre Christian había estudiado en Roma de 1972 a 1974 y estaba muy implicado en el diálogo interreligioso. Presentamos a continuación su Testamento, escrito más de un año antes de su muerte pero no descubierto hasta después, que ha llegado a ser ya un clásico de la literatura espiritual contemporánea:
TESTAMENTO
Cuando un A-Dios se vislumbra…
Si me sucediera un día -y ese día podría ser hoy- ser víctima del terrorismo que parece querer abarcar en este momento a todos los extranjeros que viven en Argelia, yo quisiera que mi comunidad, mi Iglesia, mi familia, recuerden que mi vida estaba ENTREGADA a Dios y a este país.
Que ellos acepten que el Único Maestro de toda vida no podría permanecer ajeno a esta partida brutal.
Que recen por mí.
¿Cómo podría yo ser hallado digno de tal ofrenda?
Que sepan asociar esta muerte a tantas otras tan violentas y abandonadas en la indiferencia del anonimato.
Mi vida no tiene más valor que otra vida. Tampoco tiene menos. En todo caso, no tiene la inocencia de la infancia.
He vivido bastante como para saberme cómplice del mal que parece, desgraciadamente, prevalecer en el mundo, inclusive del que podría golpearme ciegamente.
Desearía, llegado el momento, tener ese instante de lucidez que me permita pedir el perdón de Dios y el de mis hermanos los hombres, y perdonar, al mismo tiempo, de todo corazón, a quien me hubiera herido.
Yo no podría desear una muerte semejante. Me parece importante proclamarlo. En efecto, no veo cómo podría alegrarme que este pueblo al que yo amo sea acusado, sin distinción, de mi asesinato. Sería pagar muy caro lo que se llamará, quizás, la “gracia del martirio” debérsela a un argelino, quienquiera que sea, sobre todo si él dice actuar en fidelidad a lo que él cree ser el Islam. Conozco el desprecio con que se ha podido rodear a los argelinos tomados globalmente. Conozco también las caricaturas del Islam fomentadas por un cierto islamismo.
Es demasiado fácil creerse con la conciencia tranquila identificando este camino religioso con los integrismos de sus extremistas. Argelia y el Islam, para mí son otra cosa, es un cuerpo y un alma. Lo he proclamado bastante, creo, conociendo bien todo lo que de ellos he recibido, encontrando muy a menudo en ellos el hilo conductor del Evangelio que aprendí sobre las rodillas de mi madre, mi primerísima Iglesia, precisamente en Argelia y, ya desde entonces, en el respeto de los creyentes musulmanes.
Mi muerte, evidentemente, parecerá dar la razón a los que me han tratado, a la ligera, de ingenuo o de idealista:”¡qué diga ahora lo que piensa de esto!” Pero estos tienen que saber que por fin será liberada mi más punzante curiosidad.
Entonces podré, si Dios así lo quiere, hundir mi mirada en la del Padre para contemplar con El a Sus hijos del Islam tal como El los ve, enteramente iluminados por la gloria de Cristo, frutos de Su Pasión, inundados por el Don del Espíritu, cuyo gozo secreto será siempre, el de establecer la comunióny restablecer la semejanza, jugando con las diferencias.
Por esta vida perdida, totalmente mía y totalmente de ellos,doy gracias a Dios que parece haberla querido enteramente para este GOZO, contra y a pesar de todo.En este GRACIAS en el que está todo dicho, de ahora en más, sobre mi vida, yo os incluyo, por supuesto, amigos de ayer y de hoy, y a vosotros, amigos de aquí, junto a mi madre y mi padre, mis hermanas y hermanos y los suyos, ¡el céntuplo concedido, como fue prometido!
Y a ti también, amigo del último instante, que no habrás sabido lo que hacías.
Sí, para ti también quiero este GRACIAS, y este “A-DIOS” en cuyo rostro te contemplo. Y que nos sea concedido rencontrarnos como ladrones felices en el paraíso, si así lo quiere Dios, Padre nuestro, tuyo y mío.
¡AMEN! ¡IM JALLAH!
Argel, 1 de diciembre de 1993
Tibhirine, 1 de enero de 1994
Christian+
Cine y Espiritualidad
Por Enrique Sánchez Costa (Barcelona, 1985). Doctorando en la Universitat Pompeu Fabra con la tesis sobre “El resurgimiento del catolicismo en la literatura europea moderna (1890-1940)”.
Guerra civil argelina (1991-2002). Un puñado de monjes trapenses viven en Tibhirine, al norte del país, en las montañas del Atlas. Se suceden los asesinatos –la guerra mataría a 200,000 personas–, la tensión aumenta hasta hacerse insoportable. Los monjes dudan: ¿quedarse exponiéndose a la muerte o regresar a la seguridad de Francia? De eso habla el film recién estrenado de Xavier Beauvois, galardonado con el Gran Premio del Jurado del Festival de Cannes y que ha superado en Francia los cuatro millones de espectadores.
La película se abre con un epígrafe vigoroso: “Vosotros sois dioses, hijos del Altísimo, pero como hombres moriréis, como cualquier príncipe todos caeréis” (Salmo 82). Grandeza y miseria de un “rey destronado” (Pascal), un ser “que piensa, que ama, que va a morir y que lo sabe” (G. Thibon). De dioses y hombres es la crónica de una muerte libremente asumida, por amor. De la pugna entre el instinto animal de conservación y la lógica del amor, que les insta a quedarse. Isaías, hablando del Israel sitiado y su fe en Yahvé, dice: “Si no creéis no subsistiréis” (7, 9). Así, los monjes de Tibhirine, porque creen en la Providencia permanecen; y de modo inverso, su negativa a escapar aviva más y más su fe. Una fe transida de noche, de temor y esperanza. Pues, como la beata Teresa de Calcuta, algunos de estos monjes se muestran faltos de fe, como rechazados por un Dios que enmudece. Pero permanecen. Y porque permanecen creen.
Beauvois entrega un film clásico, sin alardes técnicos, donde prima la economía narrativa. La puesta en escena es despojada, asumiendo el protagonismo los actores. Todos, por cierto, inspiradísimos (confiriendo personalidad propia a cada personaje), aunque sobresalen Lambert Wilson (abad Christian) y Michael Lonsdale (hermano Luc). El rodaje es detenido, moroso. Y es que estamos ante un ejemplo de cine lírico, como La pasión de Juana de Arco de Dreyer, Sacrificio de Tarkovsky o El cielo sobre Berlín de Wenders. Aquí, por encima de la trama, lo significativo son los detalles. Entre ellos, el maravilloso himno “Voici la nuit des origines”, cantado en gregoriano por los monjes y clave hermenéutica del film. De hecho, la vida de estos trapenses es el heroísmo de lo cotidiano, encarnando el ora et labora de San Benito. Así, junto a la labor humanitaria que realizan con la población argelina, la película –como la vida monástica– aparece ritmada por la liturgia. Otros méritos del film son su bella fotografía, la sabia alternancia de secuencias de interior y exterior, así como la iluminación natural: tenue en los interiores –formando claroscuros– y radiante en los exteriores (filmados en Marruecos).
El guión del film está lleno de diálogos memorables. Así, por ejemplo, cuando el hermano Luc exclama: “¡no me asusta la muerte; soy un hombre libre!”, bromeando a continuación: “¡dejad pasar al hombre libre!”. O cuando uno de los monjes comenta: “somos como pájaros sobre una rama: no sabemos si nos iremos”, corrigiéndole una lugareña: “los pájaros somos nosotros y ustedes la rama”. O cuando un monje confiesa al abad su miedo a perder la vida y éste le responde: “esta vida estaba ya dada a Dios y a este país”. Entre todos, destacan dos momentos epifánicos. Uno es cuando un helicóptero militar sobrevuela amenazante el monasterio, fundiéndose el estrépito del aparato y el canto coral de los monjes, como midiendo sus fuerzas. El otro sucede hacia el final, cuando todos los monjes deciden personalmente quedarse (comunión de voluntades) y reciben a Dios en la comunión. Después, en la cena, se sirve vino tinto, mientras escuchan “El lago de los cisnes” de Tchaikovsky. La cámara barre y luego se detiene en primerísimos planos de los personajes, que pasan de la alegría a la emoción, comprendiendo la muerte cercana.
Para el director, “más allá de la religión, el film habla del hombre. […] Eran aventureros, artistas del amor, personas que van al final de las cosas, de su pensamiento, con una fe y rigor… es poco común hoy, hacer don de sí, interesarse por los demás”. De dioses y hombres narra la paradoja de unos hombres que, conducidos a la muerte, dieron el mayor testimonio en favor de la vida.

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Beato Pedro Calungsod

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Pedro Calungsod (1654–1672) fue un mártir católico de Filipinas, asesinado en Guam por el jefe chamorro Mata’pang, quien se oponía a los bautismos que hacían los misioneros bajo el liderazgo del sacerdote jesuita español Diego Luis de San Vitores, que también fue asesinado en el mismo evento. Pedro tenía 18 años y fue beatificado el 5 de marzo de 2000 por el Papa Juan Pablo II. Era oriundo de Molo, un barrio chino de la ciudad de Iloilo. Luego, partió para Cebú, también en el centro del archipiélago, para anunciar allí el evangelio. Estudió con los jesuitas de Loboc, en la isla de Bohol.
La campaña católica de San Vitores hizo que muchos nativos recibieran el bautismo en las Islas Marianas. Pronto se creó un grupo de resistencia a la acción misionera liderado por algunos jefes chamorros y apoyados por un influyente comerciante chino de nombre Choco, quien avivó rumores de que los misioneros esparcían veneno en el agua bendita que daban al pueblo durante las ceremonias como el bautismo y la Eucaristía. La muerte de algunos niños recién nacidos y que habían sido bautizados, seguramente por contacto de virus con los europeos, reafirmó la creencia popular de que el bautismo era la causa de las muertes. Choco tenía el respaldo de los macanjas (chamanes), de los urritaos (prostitutos) y de los apóstatas. Se creó entonces todo un partido para perseguir a los misioneros.
El asalto tomó lugar el 2 de abril de 1672, un domingo, después de las ceremonias del Domingo de Ramos de aquel año. Cerca de las siete de la mañana, Pedro, que tenía entre 17 y 18 años de edad, y su superior en las misiones, padre Diego, fueron a la aldea de Tumon en la isla de Guam. Allí les dijeron que una bebé había nacido recientemente. Los misioneros pidieron que fuera traída para ser bautizada. Su padre, un tal Mata’pang, se negó furiosamente a que fuera bautizada. Este Mata’pang era originalmente católico y amigo de los misioneros, pero había apostatado.
Para darle a Mata’pang tiempo para que se calmara, los dos misioneros reunieron a los niños de la aldea y algunos adultos para impartir catequesis. Invitaron también a Mata’pang quien se negó.
Determinado a asesinar a los dos misioneros, Mata’pang se retiró y buscó a otro aldeano de nombre Hirao. Este rehusó la invitación en principio porque reconoció la amabilidad de los misioneros hacia la gente, pero después cambió de idea cuando Mata’pang lo llamó cobarde. Durante la ausencia de Mata’pang y con el consentimiento de la madre, el padre Diego y Pedro bautizaron a la bebé.
Al saber el evento, Mata’pang se puso furioso. Primero le tiraron lanzas a Pedro que pudo evitarlas. Los testigos dicen que Pedro tenía toda la agilidad y posibilidad de escapar, pero que no quería dejar solo al sacerdote. También dicen los testigos que si Pedro hubiese tenido un arma de la época consigo, hubiese podido derrotar fácilmente a los agresores, porque era un muchacho fuerte y valiente, pero el padre Diego nunca permitió que sus compañeros llevasen armas. Finalmente, Pedro recibió una lanza en su pecho y sucumbió. Hirao se avalanzó sobre el muchacho y lo remató en el lugar. El sacerdote Diego le dio inmediatamente la absolución y también fue asesinado por los agresores.
Mata’pang tomó el crucifijo del padre Diego y lo golpeó con una piedra. Los dos asesinos desnudaron a sus víctimas y los arrastraron hasta la playa, les ataron piedras grandes a sus pies, los pusieron en una barca y después los arrojaron al mar.
Cuando los otros misioneros se enteraron de su muerte, exclamaron ¡Un muchacho afortunado! Cuán bien premiados estos cuatro años de perseverancia al servicio de Dios en las dificultades de la misión: se hizo el precursor de nuestro superior, padre Diego, en el cielo.
Los misioneros recordaban a Pedro como un muchacho de buena disposición, catequista virtuoso, buen creyente y perseverante hasta el punto de dar su vida.
El papa Juan Pablo II beatificó a ambos misioneros. Primero al padre Diego Luis de San Vitores el 6 de octubre de 1985 y después al muchacho el 5 de marzo de 2000 en Roma.
Pedro fue beatificado junto a otros 43 siervos de Dios. Acerca de Pedro, el Papa dijo en la homilía: Desde su niñez, Pedro Calungsod se puso sin vacilaciones del lado de Cristo y respondió generosamente a su llamado. Los jóvenes de hoy pueden tomar motivación y fuerza del ejemplo de Pedro, cuyo amor a Jesús lo inspiró a dedicarse a Él desde sus años de adolescencia a enseñar la fe como catequista laico. Dejando su familia y amigos atrás, Pedro aceptó con gusto el desafío que le puso el padre Diego de San Vitores para unirse a él en la misión entre los Chamorros. En un espíritu de fe, marcado por una fuerte devoción a la Eucaristía y a la devoción mariana, Pedro se comprometió en el trabajo difícil que se le ponía y con valentía se enfrentó a muchos obstáculos y dificultades. Frente al peligro inminente, Pedro no abandonó al padre Diego, sino que como un “buen soldado de Cristo”, prefirió morir al lado del misionero.

Martires TailandesesBeato Felipe Siphong Onphitak
Felipe era un hombre felizmente casado. Padre de 5 hijos y maestro de escuela. Nació en la provincia de Nakhon Phanom, Tailandia, el 30 septiembre 1907 y allí fue bautizado. Este país asiático es casi totalmente budista y aunque a lo largo de los últimos siglos algunos misioneros intentaron llevar el Evangelio a estos lugares, fue recién en 1881 cuando se inició un apostolado más estable.
La Providencia quiso que Felipe sea uno de los primeros católicos tailandeses. Estudió en el colegio parroquial de Non Seng y terminados sus estudios secundarios había dado muestras de una adhesión tan fuerte a la fe que los misioneros lo enviaron a evangelizar Songkhon. En este pueblo se casó con María Thong y allí también le nacieron sus cinco hijos.
Para 1940 los católicos tailandeses eran ya unos 700 pero lamentablemente estalló la guerra entre Tailandia y la Indochina Francesa y los católicos fueron considerados como amenaza para la identidad nacional, pues eran dirigidos por misioneros franceses. Felipe se desempeñaba como maestro y catequista de la escuela parroquial y al ser obligados los misioneros a abandonar el país, él se quedó a cargo de esta pequeña comunidad de creyentes.
Los soldados llegaron a este pueblo en agosto de 1940 y comenzaron a presionar a los creyentes para que abandonaran esta fe “extranjera”. Animados por Felipe y las religiosas Agnese Phila y Lucía Khambang, todos permanecieron firmes en la fe. Los soldados llegaron a la conclusión de que eliminando a Felipe esta comunidad cedería finalmente a las presiones. Con una carta falsificada citaron a Felipe a la subprefectura y la tarde del 15 de diciembre él se trasladó en bicicleta al supuesto llamado que le hacían, pero fue interceptado por un par de soldados que le esperaban y que al día siguiente, 16 de diciembre, le dispararon sin que él les guardara ningún rencor. De esta forma su sangre fecundó la semilla del Evangelio que empezaba a germinar en este país del Asia.
A los pocos días los soldados mataron a dos religiosas y a cuatro laicas más. En 1959 los restos de Felipe fueron reunidos con los de estas mártires y en torno a ellas se ha construido un Santuario. Juan Pablo II los beatificó el 23 de abril de 1989. Hoy la Iglesia en Tailandia tiene una gran vitalidad, cuenta con 243,000 católicos y 10 diócesis.
Mártires de Songkhon (Tailandia):
Agnese Phila, religiosa de la Congregación Hermanas Amantes de la Cruz, 31 años;
Lucía Khambang, religiosa de la Congregación Hermanas Amantes de la Cruz, 23 años;
Agatha Phutta, laica, 59 años;
Cecilia Butsi, laica, 16 años;
Bibiana Khamphai, laica, 15 años;
María Phon, laica, 14 años.
Nicolas Bunkerd KitbamrungBeato Nicolás Bunkerd Kitbamrung
Nicolás es el primer sacerdote tailandés que asciende a la gloria de los altares. Nació el 31 de enero de 1895 en la región de Nakhon Chaisiri, provincia de Nakkon Pathon, en el reino de Tailandia. Tuvo la dicha de nacer en una familia católica. Sus padres, José Poxang e Inés Thiang, lo llevaron a bautizar recién nacido y en el bautismo se le impuso el nombre de Benito, pero por alguna causa desde pequeño le dijeron Nicolás y éste fue el nombre que usó toda la vida. Además de ser educado religiosamente en su casa, Nicolás frecuentó desde niño la misión católica, donde aprendió el catecismo e hizo la primera comunión. Tenía trece años cuando dijo con firmeza que quería ser sacerdote y fue admitido en el seminario menor de Bang Xang. Aquí permaneció como alumno, haciendo los correspondientes estudios hasta que en el año 1920 es admitido en el seminario mayor de Pinang, en Malasia. Seis años fue alumno de este seminario mayor y cursó en él la filosofía y la teología, fue ordenado sacerdote el 24 de enero del año 1926 en la catedral de Bangkok. Seguidamente fue enviado a ejercer su ministerio pastoral en el pueblo de Bang Nokkuek en calidad de coadjutor. Cuando poco después los salesianos se hicieron cargo de esta misión, Nicolás continuó con ellos un tiempo, dedicado a la catequesis y a enseñarles a los nuevos misioneros la lengua.
En 1930 le dieron un nuevo encargo que denotaba gran confianza en sus cualidades y en sus virtudes: fue enviado a la zona norte del país donde numerosos católicos, quizás por falta de asistencia pastoral, habían abandonado la fe formal o prácticamente. La tarea era difícil porque los cristianos estaban dispersos por muchos poblados y en una zona montañosa, muchos de cuyos pueblos eran de difícil acceso. Nicolás no se arredró ante las dificultades, y a lo largo de siete años visitó casa por casa a todos los cristianos de cuyo abandono religioso constaba y pacientemente los invitó a regresar a la práctica religiosa y al seno de la Iglesia. En este tiempo y en este cargo se demostró el extraordinario temple apostólico de este sacerdote, su espíritu de sacrificio y su entrega generosa al ministerio del buen pastor que busca las ovejas descarriadas.
En 1937 se le nombra párroco de Khorat, donde igualmente había cristianos que habían abandonado la fe o la práctica religiosa y su celo logró recuperar a no pocos, instituyendo, además, una catequesis sistematizada para los no cristianos. Se le encomendó también la parroquia de Non Kaeo. La vida del padre Nicolás era ejemplar a los ojos de la comunidad cristiana y aun de los no cristianos que veían su mansedumbre y buena voluntad en todas las cosas. La misa diaria, el breviario, el rosario, la oración asidua y su fervorosa devoción a la Eucaristía y a la Santísima Virgen María alimentaban su sincera piedad y su continua dedicación al bien de las almas. Cuidaba con mucho interés el catecismo de los niños y fomentaba en ellos la piedad así como las señales de vocación sacerdotal o religiosa.
Llegada la guerra entre Francia e Indochina, la situación de los católicos en Tailandia, país que se vio afectado por la guerra, se volvió difícil. Porque se empezó no solamente a sospechar de los misioneros franceses sino también a mirar con malos ojos a los tailandeses conversos al cristianismo, a quienes se veía como traidores a su cultura y a su patria. Y así se dieron medidas persecutorias que buscaban que los fieles abandonaran la religión y volvieran al budismo. En mitad de esta persecución el padre Nicolás fue detenido, el 12 de enero de 1941 bajo la acusación de ser sacerdote católico, y fue recluido en la cárcel de Khorat. Aquí empezó a pasar numerosas penalidades. Llevado ante un tribunal militar y probada su condición de sacerdote, fue condenado a quince años de confinamiento vigilado. Encerrado en una celda inmunda, muy pronto pudo verse que se le había declarado la tuberculosis. Fue trasladado luego a la cárcel de Bang Khwang y destinado a la zona de tuberculosos. El mal trato, incluso físico, las burlas, el desprecio que sufrió muchas veces lo llevó con ánimo paciente. No perdió la serenidad ni la confianza en Dios y no dejó de manifestar que perdonaba a sus agresores y que estaba disponible para lo que Dios quisiera de él. Aprovechó que tenía compañeros de prisión para anunciarles a Jesucristo y logró algunas conversiones. Para su tuberculosis no recibió cuidado ni medicina alguna, de modo que poco a poco la enfermedad se fue apoderando de su organismo. Justamente a los tres años de su detención, el día 12 de enero de 1944 moría en la cárcel a causa de su enfermedad, expirando con la muerte de los justos y bendiciendo al Señor. La Iglesia de Tailandia, curtida en la persecución, conservó la memoria de este pastor insigne y de su muerte martirial. Fue beatificado por el papa Juan Pablo II el día 5 de marzo del año 2000.
Fuente: Wikipedia.
Beato Clemente Vismara PIME
Por Piero Gheddo
El domingo 26 de junio de 2011, en la Plaza de la Catedral en Milán fue beatificado el padre Clemente Vismara (1897-1988), que en 1983, cuando cumplió sus sesenta años de misión en Myanmar, la conferencia episcopal lo proclamó “Patriarca de Birmania”.
Nacido en Agrate Brianza en 1897, participa como infante de trinchera en la primera guerra mundial, al final de la cual es sargento mayor con tres medallas al valor militar. Entiende que “la vida tiene valor sólo si las donas a los otros” (como escribía), se hace sacerdote y misionero del Pontificio Instituto para las Misiones Extranjeras, PIME, en 1923 y parte para Birmania. En Toungoo, la última ciudad con un gobernador británico, se queda seis meses en casa del obispo para aprender inglés, luego es destinado a Kengtung, territorio forestal, montañoso, casi inexplorado y habitado por tribus, todavía bajo el dominio de un rey local (saboá) patrocinado por los ingleses. En catorce días a caballo llega a Kengtung, tres meses de para con el fin de aprender algo de las lenguas locales y luego el superior de la misión en seis días a caballo lo lleva a Monglin, su último destino en el límite entre Laos, China y Tailandia.
Era el mes de octubre de 1942 y en 32 años (con la segunda guerra mundial de por medio, prisionero de los japoneses), Clemente Vismara funda de la nada tres parroquias: Monglin, Mong Phyak y Kenglap. Escribía en Agrate: “Aquí estoy a 120 km. de Kengtung, si quiero ver otro cristiano debo mirarme al espejo”. Vive con tres huérfanos en un galpón de barro y paja. Su apostolado consiste en dar vueltas a caballo por las aldeas tribales, pintar sus tiendas y darse a conocer: lleva medicinas, saca dientes que duelen, se adapta a vivir con ellos, al clima, a los peligros, al alimento, al arroz y salsa picante, la carne se la procura cazando. Desde el inicio llega a Monglin huérfanos y niños abandonados para educarlos. En seguida fundó un orfanatorio que se convierte en la casa de 200-250 huérfanos, hombres y mujeres. Hoy es invocado como “protector de los niños” y hace muchas gracias que a los pequeños y a las familias.
Una vida pobrísima y Clemente escribía: “Aquí es peor que cuando estaba en la trinchera en el Adamello y el Monte Maio, pero esta guerra la he querido yo y debo combatirla hasta el fin con la ayuda de Dios. Estoy siempre en las manos de Dios”. Poco a poco nace una comunidad cristiana, llegan las religiosas de María Niña a ayudarlo, funda escuelas y capillas, arrozales y granjas, canales de irrigación, enseña carpintería y mecánica, construye casas con muros y lleva nuevos cultivos, el trigo, el maíz, el gusano de seda, verduras (zanahoria, cebolla, ensalada: “el padre come hierbas”, decía la gente).
En breve, el beato Clemente fundó la Iglesia en un rincón del mundo donde no hay turistas sino sólo contrabandistas de opio, brujos y guerrilleros de varias facciones; ha traído la paz y estabilizado en el territorio las tribus nómades que a través de la escuela y la atención de la salud, se incrementaron y hoy tienen médicos y enfermeras, artesanos y maestros, sacerdotes y religiosas, autoridades civiles y obispos. No pocos se llaman Clemente y Clementina.
En 1956, después que había fundado la ciudadela cristiana de Monglin y había convertido a unas cincuenta aldeas a la fe en Jesucristo, el obispo lo traslada a Mongping, a 250 kilómetros de Monglin en la exterminada diócesis de Kengtung, donde debe volver a comenzar de cero. Clemente escribía a un hermano de comunidad: “obedezco al obispo, porque entiendo que si hago lo que pienso entonces me equivoco”. Con sesenta años da inicio a una nueva misión y funda la ciudadela cristiana y la parroquia de Mongping, una segunda parroquia en Tongta y deja en herencia otras cincuenta aldeas católicas.
Muere el 15 de junio de 1988 en Mongping y es sepultado cerca a la iglesia y a la gruta de Lourdes construida por él. Sobre su tumba, visitada también por muchos no cristianos, no faltan nunca flores frescas y velas encendidas. Ahora, 23 años después, el padre Clemente Vismara será proclamado beato de la Iglesia universal y el primer beato de Birmania. Una causa de beatificación muy rápida, considerando los tiempos largos de estos “procesos” romanos.
¿Por qué el padre Clemente Vismara es hecho beato? En vida no hizo milagros, no ha tenido visiones o revelaciones, no era un místico y tampoco un teólogo, no ha realizado grandes obras ni ha destacado por cualidades o carismas destacados. Era un misionero como todos los otros, tanto es así que cuando en el PIME se discutía iniciar su causa de beatificación, alguno de sus hermanos de comunidad en Birmania dijo “si lo hacen beato a él tendrían que hacernos beatos a todos nosotros que hemos vivido su misma vida”. En 1993 fui a Kengtung con dos misioneros que habían estado con Clemente en Birmania y pedimos al obispo Abraham Than: “¿por qué quiere hacer beato al padre Clemente?”. Respondió: “hemos tenido tantos santos misioneros del PIME que han fundado esta diócesis, incluido el primer obispo Erminio Bonetta, todavía recordado como un modelo de caridad evangélica, y otros cuyo recuerdo está vivo. Pero por ninguno de ellos se ha verificado esta devoción y este movimiento de pueblo para declararlos santos, como por el padre Vismara. Yo veo en esto un signo de Dios para iniciar el proceso de investigación diocesano”.
Beato Clemente VismaraDecía un hermano suyo: “Vismara era extraordinario en lo ordinario”. A los ochenta años tenía el mismo entusiasmo por su vocación de sacerdote y misionero, sereno y alegre, generoso con todos, confiado en la Providencia, un hombre de Dios aún en las trágicas situaciones en que vivió. Tenía una visión de aventura y de poesía de la vocación misionera, que lo ha hecho un personaje fascinante a través de sus escritos, quizá el misionero italiano más conocido del siglo XX.
Su confianza en la Providencia era proverbial. No hacía balances, ni previsiones, no contaba nunca el dinero que tenía. En un país en el que la mayoría de la gente en algunos meses del año sufre de hambre, Clemente daba de comer a todos, no despedía nunca a ninguno con las manos vacías. Los hermanos del PIME y las hermanas de María Niña lo resondraban por acoger a demasiados niños, viejos, leprosos, minusválidos, viudas, desequilibrados. Clemente decía siempre: “Hoy hemos comido todos, mañana el Señor proveerá”. Se confiaba de la Providencia, pero escribía a los benefactores de medio mundo para tener ayuda y colaboraba con artículos para varias revistas. Sus noches las pasaba escribiendo cartas y artículos a la luz de una candela (he recogido más de 2000 cartas y 600 artículos). Es necesario agregar que los escritos del padre Vismara, poéticos, llenos de aventura, inflamados de amor par los más pobres, suscitaron numerosas vocaciones sacerdotales, misioneras y religiosas no sólo en Italia.
Clemente representa bien las virtudes de los misioneros y los valores que trasmitir a las generaciones futuras. En el último medio siglo la misión a las gentes ha cambiado radicalmente, pero siempre siguen siendo lo que Jesús quiere: “Id a todo el mundo, anunciado el Evangelio a todas las creaturas”. Pero los métodos nuevos (responsabilidad de la Iglesia local, inculturación, diálogo interreligioso, etc.) deben ser vividos en el espíritu y en la continuidad de la Tradición eclesial que se remonta a los apóstoles.
Clemente es uno de los últimos eslabones de esta gloriosa Tradición apostólica. Estaba enamorado de Jesús (¡rezaba mucho!) y de su pueblo, especialmente de los pequeños y de los últimos escribía: “estos huérfanos no son míos sino de Dios, y Dios no permite nunca que falte lo necesario”. Vivía al pie de la letra lo que decía Jesús en el Evangelio: “No os preocupéis demasiado diciendo: ¿qué comeremos? ¿qué beberemos? ¿cómo nos vestiremos? Son los que no conocen a Dios los que se preocupan de todas estas cosas. Ustedes en cambio busquen el Reino de Dios y hagan su voluntad: todo el resto Dios se los dará por añadidura” (Mt 6, 31-34) ¿Utopía? No, en Clemente era una realidad vivida, que lo traía alegría al corazón a pesar de todos los problemas que tenía.
Lo visité en Birmania en 1983, a sus 86 años todavía era párroco en Mongping. Quería entrevistarlo sobre sus aventuras y me decía: “Olvídate de mi pasado, que lo he contado muchas veces. Hablemos de mi futuro”. Y me hablaba de las aldeas por visitar, de las escuelas y capillas por construir, de las solicitudes de conversión que le venían de varias partes. Como decía un hermano: “Murió a los 91 años sin haber envejecido nunca”. Había conservado el entusiasmo de los primeros tiempos por su misión.
El Padre Clemente Vismara es uno de los cerca de 200 misioneros PIME que desde 1867 a hoy han fundado en Birmania nor-oriental seis de las 14 diócesis de Myanmar: Toungoo, Kengtung, Taunggyi, Lashio, Loikaw y Pekong, con cerca de 300 mil bautizados, obispos, sacerdotes y religiosas indígenas, más de la mitad de los católicos de Birmania.
Clemente es uno de tantos que, todos juntos, representan bien la tradición misionera y el espíritu del PIME, que sigue asistiendo de varias formas a la Iglesia de Myanmar, entre otras cosas asumiendo sus vocaciones misioneras, formándolas y enviándolas en las comunidades del Instituto en todos los continentes para anunciar a Cristo y fundar la Iglesia también en otros pueblos.

Eclesiología del Vaticano II

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Benedicto XVI Doctor Honoris Causa PUCP
Nosotros somos Iglesia y la Iglesia está en nosotros
Por Cardenal Joseph Ratzinger – Papa Benedicto XVI
Inmediatamente después de la Primera Guerra Mundial Romano Guardini acuñó una fórmula, que se convirtió rápidamente en un slogan del catolicismo alemán: “Un acontecimiento de incalculable valor ha comenzado: la Iglesia se despierta en las almas”. El fruto de este despertar ha sido el Concilio Vaticano II, el cual expresó en sus documentos y convirtió así en patrimonio de toda la Iglesia lo que en aquellos cuatro decenios llenos de fermento y de esperanzas -de 1920 a 1960- había madurado en cuanto a conocimiento a través de la fe. Para poder comprender el Vati­cano II es necesario, por lo tanto, dar una mirada a este período y tratar de descubrir al menos en grandes trazos, las líneas y las tendencias que han confluido en el Concilio. Por consiguiente, procederé a presentar primero las ideas que se elaboraron en aquel período. para luego desarro­llar los elementos fundamentales de la doctrina conciliar sobre la Iglesia.
1.La Iglesia como “Cuerpo de Cristo”
a. La imagen del Cuerpo Místico
“La Iglesia se despierta en las almas”. Esta frase de Guardini había sido formulada muy conscientemente, porque precisamente en ella aparece que la Iglesia era finalmente reconocida y experimentada como algo interior, que no se encuentra frente a nosotros como una institución cual­quiera, sino que vive en nosotros mismos.
Si hasta ese momento la Iglesia había sido mirada sobre todo como una estructura y una organización, ahora surgía por fin la conciencia propia de que nosotros mismos somos la Iglesia; de que ella es mucho más que una organización: es el organismo del Espíritu Santo, algo vital; que nos aferra a todos a partir de lo más íntimo de nuestro ser. Esta nueva conciencia de la Iglesia encontró su expresión lingüística en el concepto de “Cuerpo Místico de Cristo”. En esta fórmula se expresa una experiencia nueva y liberadora de la Iglesia que Guardini al final de su vida, precisamente en el año de la publicación de la Constitución conciliar sobre la Iglesia, describió otra vez así: la Iglesia “no es una institución imaginada y construida por los hombres…, sino una realidad viva… Ella vive toda­vía a través del tiempo; se desarrolla como todas las realidades vivas; cambia… y sin embargo en su realidad más profunda, es siempre la mis­ma y su núcleo más íntimo es Cristo… Mientras sigamos considerando la Iglesia sólo como una organización…; como un aparato burocrático…; como una asociación… no tomamos frente a ella una justa postura. La Iglesia, en cambio, es una realidad viva y nuestra relación con ella debe ser también vida”. (R. GUARDINI, die Kirche des Herrn, 1965, p. 41).
Es difícil comunicar el entusiasmo, la alegría que hubo entonces con esta toma de conciencia. Durante la época del pensamiento liberal, e incluso hasta la primera guerra mundial, la Iglesia católica era considerada como un aparato burocrático fosilizado, que se oponía tenazmente a las con­quistas de la época moderna. La teología presentaba la cuestión del Pri­mado tan en primer plano, que hacía aparecer a la Iglesia esencialmente como una institución centralísticamente articulada; cuestión ésta que se defendía tenazmente, pero frente a la cual, sin embargo, se colocaba uno tan sólo desde el exterior. Ahora volvía a ser claro que la Iglesia es mu­cho más, que todos nosotros la hacemos progresar de manera vital en la fe, así como ella nos hace progresar. Había llegado a ser claro que la Iglesia vive un crecimiento orgánico a lo largo de los siglos y que conti­núa hoy. Igualmente que a través de ella permanece actual el misterio de la encarnación: Cristo camina aún a través de los tiempos.
Si nos preguntamos cuáles fueron los elementos que se adquirieron duran­te este primer punto de partida y que luego reaparecieron en el Vaticano II, podemos responder así: el primer aspecto fue la definición cristológica del concepto de la Iglesia. J. A. Mohler, el gran renovador de la teología católica después de la desolación del Iluminismo, dijo una vez: una cierta teología católica errónea podría ser sintetizada caricaturísticamente con esta frase: “Al principio Cristo ha fundado la jerarquía y con esto ha provisto suficientemente a la Iglesia hasta el fin de los tiempos”, pero a esto se contrapone el hecho de que la Iglesia es Cuerpo Místico, es decir, que Cristo mismo es siempre su nuevo fundamento y que El jamás es sólo un pasado en ella, sino siempre y sobre todo su presente y su futuro. La Iglesia es la presencia de Cristo, es decir, nuestra contempora­neidad con El y su contemporaneidad con nosotros. Ella vive de esto: del hecho de que Cristo está presente en nuestros corazones. De allí él forma su Iglesia. Por consiguiente la primera palabra de la Iglesia es Cristo y no ella misma; ella permanece sana en la medida en que toda su atención se dirija a él. El Vaticano II ha colocado esta concepción en un modo tan grandioso al vértice de sus consideraciones, que el texto fundamental sobre la Iglesia comienza precisamente con las palabras: “Lumen Gentium cum sit Christus”. Porque Cristo es la luz del mundo, por eso existe un reflejo de su gloria: la Iglesia que transmite su esplen­dor. Si uno quiere comprender rectamente el Vaticano II, debe siempre comenzar de nuevo por esta frase inicial.
En segundo lugar, desde este punto de partida se debe establecer el aspecto de la interioridad y el carácter de comunión de la Iglesia. Ella crece desde lo interno hacia lo externo y no viceversa. La Iglesia signi­fica ante todo la más íntima comunión con Cristo; ella se forma en la vida sacramental, en las actitudes fundamentales de la fe, de la esperan­za y del amor. De esta manera, si alguno pregunta: “¿qué debo hacer para ser Iglesia y crecer como Iglesia?”, la respuesta no puede ser sino la siguiente: debes primero que todo tratar de ser uno que vive la fe, la esperanza, la caridad. La oración y la recepción de los sacramentos, en los que la oración misma de la Iglesia sale a nuestro paso, es lo que cons­truye la Iglesia.
En alguna ocasión un párroco me contó que desde hacía muchos años no salía ninguna vocación sacerdotal de su comunidad. ¿Qué debía hacer entonces? Las vocaciones no las puede fabricar uno, sólo el Señor puede concederlas. Sin embargo, ¿debemos permanecer con las manos cruza­das? El decidió entonces hacer cada año una peregrinación larga y fati­gosa al santuario mariano de Altotting con esta intención de oración, invi­tando a todos aquellos que condividían esa intención para que participa­ran juntos en la peregrinación y en la oración. Año tras año los partici­pantes crecieron de número y el año pasado, finalmente, ellos han podido festejar, con inmenso gozo de todo el pueblo, la primera misa de un sacer­dote de su población.
La Iglesia crece desde dentro: esto es lo que quiere decir la expresión “Cuerpo de Cristo”. Sin embargo, esto implica también otro elemento: Cristo se ha construido un cuerpo y en él estoy llamado a insertarme de manera completa como un humilde miembro (sólo así se puede encontrar a Cristo), puesto que llego a ser un miembro suyo, un órgano suyo en este mundo y por consiguiente para la eternidad. La idea liberal según la cual Jesús sería interesante, mientras que la Iglesia sería un asunto infe­liz, se diferencia completamente por sí misma de esta toma de concien­cia. Cristo se da solamente en su Cuerpo, jamás en un mero ideal. Esto quiere decir: junto con los otros, en la ininterrumpida comunión que atra­viesa los tiempos. La Iglesia no es una idea, sino un Cuerpo. Que Cristo se hiciera carne fue el escándalo con el que tropezaron tantos contem­poráneos de Jesús y que continúa en el escándalo que se ofrece hoya la Iglesia; a este respecto, sin embargo, vale también el dicho: Bienaven­turados los que no se escandalicen de mí.
Este carácter comunitario de la Iglesia significa también necesariamente su carácter de “nosotros”: ella no es una parte marginal, sino que somos nosotros mismos los que la constituimos. Ciertamente ninguno puede decir “yo soy la Iglesia”, pero cada uno puede y debe decir: “nosotros somos la Iglesia”. Y este “nosotros” no es, por su parte, un grupo que se aísla, sino que más bien se mantiene al interior de la comunidad entera de todos los miembros de Cristo, vivos y muertos. De esta manera, enton­ces, un grupo puede decir de verdad: nosotros somos Iglesia. La Iglesia está aquí, en este “nosotros” espacioso que abre fronteras (sociales y políticas como también las fronteras entre cielo y tierra). Nosotros somos la Iglesia: de aquí nace la corresponsabilidad y también la posibilidad de colaborar en primera persona; pero de ahí resulta también, por consiguien­te, un derecho a la crítica, la cual sin embargo debe ser siempre ante todo autocrítica. La Iglesia pues, debemos repetirlo, no está al margen de nosotros, no son los demás sino que nosotros mismos la construimos. También estas ideas fueron madurando hasta llegar directamente al Con­cilio. De ellas derivaron todo lo que se dijo acerca de la común respon­sabilidad de los laicos y todo lo que se instituyó, en cuanto a formas jurí­dicas, para una sensata realización de ello.
En este tema, finalmente, entra además la idea del desarrollo y, por lo tanto, de la dinámica histórica de la Iglesia. Un cuerpo permanece idén­tico a sí mismo precisamente por el hecho de que en el proceso de la vida se hace continuamente nuevo. Para el Cardenal Newman esta idea del desarrollo llegó propiamente a ser el verdadero puente para su con­versión al catolicismo. Creo que efectivamente ella hace parte de aquel número de conceptos fundamentales para el catolicismo, que aún están muy lejos de haber sido considerados suficientemente; sin embargo, el Vaticano II tuvo el mérito de haberla formulado solemnemente por pri­mera vez en un documento magisterial. En efecto, aquel que se quiere aferrar únicamente al valor literal de la Escritura o a las formas de la Iglesia de los Padres, posterga la Iglesia en el “ayer”, la consecuencia de esto es entonces una fe totalmente estéril, que no tiene cosa alguna que decir al hoy, o un poder tal que hace saltar de un golpe dos mil años de historia, botándolos en los tachos de basura de las cosas equivocadas, y que trata por lo tanto de imaginar cómo el Cristianismo debería apare­cer únicamente según la Escritura o según Jesús. Pero lo que saldría de ahí tan sólo puede ser un producto artificial de nuestra propia creación, que no tendría en sí consistencia alguna. Una identidad real con el origen sólo existe donde al mismo tiempo hay una continuidad viva que desarro­lla el origen y, de esta manera, lo custodia.
b. Eclesiología eucarística
Debemos ahora retornar de nuevo a los desarrollos del tiempo preconciliar, La primera fase del descubrimiento interno de la Iglesia se había centrado, como ya lo hemos dicho en torno al concepto del Cuerpo Mís­tico de Cristo, que se elaboró a partir de Pablo y que puso en primer plano las ideas de la presencia de Cristo y de la dinámica propia del ser vivo. Algunos estudios posteriores condujeron a un mayor conocimiento. Principalmente Henri de Lubac, en una obra grandiosa llena de gran erudi­ción, aclaró que el término ‘corpus mysticum’ originariamente designaba la Sagrada Eucaristía y que, para Pablo como para los Padres de la Iglesia, la idea de Iglesia como Cuerpo de Cristo estaba inseparablemente ligada con la idea de la Eucaristía, en la cual el Señor está presente corporal­mente y nos da su cuerpo como alimento. Surgió así una eclesiología eucarística, llamada frecuentemente también eclesiología de la ‘comunión’. Esta eclesiología de la ‘comunión’ llegó a ser el verdadero y propio corazón de la doctrina del Vaticano II sobre la Iglesia, el elemento nuevo y al mismo tiempo totalmente ligado a los orígenes, que el Concilio quiso darnos.
Ahora bien, ¿qué se entiende por eclesiología eucarística? Trataré de referirme brevemente a algunos puntos fundamentales. El primero es que la última cena de Jesús viene a ser reconocible propiamente como el verda­dero acto de fundación de la Iglesia: allí Jesús entrega a los suyos esta Liturgia de su muerte y de su resurrección y les obsequia así la fiesta de la vida. El repite en la última cena el pacto del Sinaí, o mejor aún, lo que allá había sido un presagio a través del signo, ahora llega a ser comple­tamente realidad: la comunión de sangre y de vida entre Dios y el hombre. Diciendo esto, queda claro que la última cena anticipa la cruz y la resu­rrección y, al mismo tiempo, las presupone necesariamente, porque de lo contrario todo permanecería como un gesto vacío. Por esto los Padres de la Iglesia pudieron decir, con una imagen muy bella, que la Iglesia ha brotado del costado desgarrado del Señor, del cual salieron sangre y agua. Cuando afirmo, pues, que la última cena es el comienzo de la Iglesia, en realidad estoy diciendo la misma cosa, aunque desde otro punto de vista. Efectivamente, también esta fórmula significa que la Eucaristía liga a los hombres entre sí, pero no sólo entre ellos mismos, sino también con Cris­to, quien de esta manera los hace Iglesia. Al mismo tiempo con esto se da también la fundamentación constitucional de la Iglesia: la Iglesia vive en comunidad eucarística. La Misa es su constitución, puesto que la Igle­sia en sí misma, en su esencia, es Misa, servicio de Dios y por lo tanto servicio a los hombres, servicio para la transformación del mundo.
La Misa es la forma de la Iglesia: esto significa que en ella se realiza una relación totalmente original, de multiplicidad y unidad, que no existe en otra parte. En cada celebración de la Eucaristía el Señor está real­mente presente. El efectivamente ha resucitado y no muere más, así no se le puede dividir en partes. El siempre se da entero e indiviso. Por esto el Concilio dice: “La Iglesia de Cristo está verdaderamente presente en todas las legítimas comunidades locales de fieles que, en unión con sus pastores, reciben también el nombre de Iglesias en el Nuevo Testamento. Ellas son pues en su propio lugar el Pueblo Nuevo, llamado por Dios en el Espíritu Santo y en plenitud (cf. I Tes 1,5)… En estas comuni­dades, por más que sean con frecuencia pequeñas y pobres o vivan en la dispersión, Cristo está presente, el cual con su poder da unidad a la Igle­sia, una, santa, católica y apostólica” (LG 26). Esto significa que del planteamiento de la eclesiología eucarística se sigue aquella eclesiología de las Iglesias locales, típica del Vaticano II, que representa el fundamento interior, sacramental, de la doctrina de la colegialidad, acerca de la cual debemos hablar ahora.
Sin embargo, debemos ver antes la formulación del Concilio de manera más precisa, para comprender su enseñanza en un modo correcto. En este punto, efectivamente, el Vaticano II se encuentra al mismo tiempo con sugerencias provenientes de la teología ortodoxa y de la protestante, que no obstante integra en una más amplia concepción católica. La idea de la eclesiología eucarística había sido expresada por primera vez en la teología ortodoxa de los teólogos rusos que se encontraban en el exilio y había sido puesta en confrontación con el presunto centralismo romano: toda comunidad eucarística, decían, es ya totalmente Iglesia, puesto que tiene enteramente a Cristo. Por consecuencia, la unidad exterior con otras comunidades no es constitutiva para la Iglesia, por lo que, se conclu­ye, la unidad con Roma puede no ser constitutiva para la Iglesia. Tal unidad es algo hermoso, ya que representa la plenitud de Cristo hacia lo externo, pero no pertenece propiamente a la esencia de la Iglesia, puesto que no se puede añadir algo a la totalidad de Cristo.
Desde el punto de partida protestante, por su parte, su representación de la Ig1esia tendía en la misma dirección. Lutero no podía reconocer al Espíritu de Cristo en la Iglesia universal, a la que por el contrario la veía incluso como instrumento del Anticristo. Tampoco podía considerar a las Iglesias estatales protestantes, que surgieron de la Reforma, como Iglesia en sentido verdadero y propio, en cuanto que eran únicamente instrumen­tos sociopolíticos necesario en vista de un determinado fin, puesto bajo la guía de los poderes políticos, pero nada más. Para Lutero, la Igle­sia se concentró en la comunidad: sólo la asamblea que escucha la Pala­bra de Dios en un determinado lugar es Iglesia. Por consiguiente él sus­tituyó completamente el término “Iglesia” con el término “comunidad”. De esta manera la Iglesia se convierte, en el pensamiento de Lutero, en un concepto negativo.
Si volvemos ahora al texto del Concilio, nos resultan evidentes algunos matices. En efecto, no dice simplemente: “La Iglesia está completamente presente en toda comunidad que celebra la Eucaristía”, sino que formula en cambio: “La Iglesia está realmente presente en todas las legítimas comunidades locales de fieles que, en unión con sus pastores, reciben también el nombre de Iglesias… “. Dos elementos son importantes aquí: la comunidad debe ser “legítima” para ser Iglesia y ella es legítima “en unión con sus pastores”. ¿Qué significa esto? Significa en primer lugar que ninguno puede hacerse Iglesia por sí mismo. Un grupo no puede sim­plemente reunirse, leer el Nuevo Testamento y decir: Ahora nosotros so­mos Iglesia, pues el Señor está allí donde dos o tres se reúnen en su nombre. Así como la fe deriva del escuchar y no es un producto de las decisiones o reflexiones propias, así a la Iglesia pertenece esencialmente el elemento de “recibir”. La fe efectivamente es un encuentro con aque­llo que no puedo discurrir o producir con mi propio esfuerzo, sino que en cambio me debe precisamente salir al encuentro. Esta estructura del recibir, del encontrar, la llamamos “sacramento”. Por esto el hecho de que viene recibido y que ninguno se lo puede conferir a sí mismo entra tam­bién en la forma fundamental del sacramento. Ninguno se puede bautizar a sí mismo, ni puede atribuirse a sí mismo la ordenación sacerdotal, como tampoco puede absolverse sus propios pecados. De esta estructura de encuentro depende también el hecho de que un arrepentimiento perfecto, por su misma esencia, no puede permanecer en el interior, sino que impele hacia la forma de encuentro del sacramento. Por consiguiente, si alguien se entrega la Eucaristía a sí mismo y la toma por sí mismo, no es simplemente una infracción contra las prescripciones exteriores del derecho canónico, sino una herida a la más íntima estructura del sacra­mento. El hecho de que en este sacramento el sacerdote pueda suminis­trarse a sí mismo el Sagrado Don, reenvía al “mysterium tremendum” al que se encuentra expuesto en la Eucaristía: obrar “in persona Christi” es al mismo tiempo representarlo a El y ser un hombre pecador, que vive completamente de ese acoger su Don.
La Iglesia no se la puede hacer, se la debe recibir; es decir, recibirla de donde ella ya existe, de donde ella está realmente presente: de la comu­nidad sacramental de su Cuerpo que atraviesa la historia. Pero se debe añadir algo que ayuda a comprender esa difícil expresión “comunidad legítima”: Cristo dondequiera está entero. Esta es la primera cosa im­portantísima que el Concilio ha formulado, en unión con sus. hermanos ortodoxos. Pero también El dondequiera es uno solo y por lo tanto yo puedo tener la unidad con el Señor solamente en la unidad que El mismo es, en la unidad con los demás que constituyen también su Cuerpo y que, en la Eucaristía, deben llegar a serio nuevamente. Por consiguiente, la unidad entre quienes pertenecen a las comunidades que celebran la Eucaristía no es un añadido exterior a la eclesiología eucarística, sino su condición interna: sólo en la unidad existe el uno. Por esto el Concilio apela a la responsabilidad propia de las comunidades, pero excluye toda auto­suficiencia de ellas. Esto desarrolló una eclesiología para la cual el ser católico, es decir, la comunión de los creyentes de todos los lugares y de todos los tiempos, no es un elemento externo de tipo organizativo, sino una gracia proveniente de lo interno, y al mismo tiempo, signo visible de la gracia del Señor, que solamente puede dar la unidad superando fronteras tan numerosas.
2. La Colegialidad de los Obispos
A la eclesiología eucarística va ligada, muy estrechamente, la idea de la colegialidad episcopal, la cual en la misma medida, también hace parte de las columnas fundamentales de la eclesiología del Vaticano II. Esta idea se desarrolló a partir de los estudios sobre la estructura del culto divino de la Iglesia. Creo no equivocarme al afirmar que el primero que la for­muló de manera clara, abriendo así las puertas al Concilio sobre este punto, fue el liturgista belga Bernard Botte. Esto es importante en cuanto que se hace visible el nexo con el movimiento litúrgico de la época entre las dos guerras, que fue el verdadero y propio terreno de alimentación para la mayor parte de las concepciones que hemos expuesto hasta ahora. Fuera del motivo histórico, esto es importante también porque muestra el nexo interno de las ideas, sin el cual no se las puede comprender correctamente.
La disputa sobre la colegialidad no es una discusión entre el Papa y los Obispos acerca del poder que: tienen en la Iglesia. Sin embargo, fácilmen­te se podría degenerar en ello, de tal modo que quienes están implicados deben siempre preguntarse si no han caído en esa vía equivocada. Tam­poco es propiamente una disputa acerca de las formas jurídicas y de las estructuras institucionales. La colegialidad en su esencia, está en cam­bio ordenada a aquel servicio verdadero y propio de la Iglesia: el servicio divino (la Misa). Bernard Botte tomó este concepto de las más antiguas prescripciones litúrgicas que nos han sido transmitidas y lo concibió a partir de allí. Sin embargo esto fue objetado, aún durante el Concilio, por parte de los adversarios de la Colegialidad, quienes por su parte remitían al hecho de que la Colegialidad en el derecho romano y en el derecho de las asociaciones de comienzos de la época moderna tiene un significado que no se puede armonizar con la constitución eclesial. En efecto se pue­de encontrar allí una concepción de colegialidad que comprometería el sentido del servicio divino. Por esto es importante retornar siempre al núcleo originario de esta concepción, para protegerla de estas altera­ciones.
¿Qué se pretende entonces? Botte en sus investigaciones aludió a dos niveles de la idea de colegialidad. El primer nivel consiste en el hecho de que el Obispo está rodeado por el colegio de presbíteros. En este dato se expresa lo que ya antes habíamos encontrado, es decir, que la Iglesia antigua no conocía autosuficiencia por parte de las comunidades particulares. Efectivamente, los presbíteros que sirven al Obispo están juntos: el uno junto al otro forman el “consejo” del Obispo. Las comuni­dades se mantienen unidas entre ellas por medio de los Presbíteros y a través del Obispo se mantienen al interior de la más amplia unidad de la Iglesia entera. Ser sacerdote implica siempre un estar juntos el uno al otro y la subordinación a un Obispo, la cual constituye al mismo tiempo un insertarse en la Iglesia universal. Esto significa también que los Obis­pos, por su parte, no pueden actuar aisladamente, por sí solos, sino que ellos forman en conjunto el “ordo” de los Obispos, tal como se formuló con el lenguaje del derecho romano, el cual compaginaba la sociedad en diversos “ordines”. Más tarde el término “ordo” llegó a constituirse formalmente como contraseña del sacramento de la Ordenación sacerdo­tal, de cuyos contenidos esenciales forma parte la entrada en un servicio comunitario, en el “nosotros” de aquellos que sirven. El término “ordo” se alterna, por lo demás, con el de “Collegium”. Ambos, en el contexto del servicio divino, significan la misma cosa: el Obispo no es Obispo a solas, sino que lo es únicamente en la comunión católica con aquellos que lo fueron antes que él, que lo son con él y que lo serán después de él. De esta manera la dimensión del tiempo está también comprendida en este término: la Iglesia no es algo que hacemos hoy, sino que la reci­bimos de la historia de los creyentes y que la transmitiremos a otros como algo incompleto que solamente se realizará plenamente con el regreso del Señor.
El Concilio, en una síntesis orgánica fundió esta idea con la de la suce­sión apostólica, que es un concepto también fundamental de la ordena­ción episcopal. Este recuerda que también los Apóstoles eran comunidad. Antes de obtener el nombre de Apóstoles figuran con el título de “Los Doce”. La llamada de doce hombres por parte del Señor tiene un carácter de signo que podía ser comprendido por cualquier israelita ya que recuer­da los doce hijos de Jacob, de los cuales derivó el pueblo de Israel, que constaba de doce tribus. Doce, por lo tanto, es el número simbólico del pueblo de Dios; si Jesús llama doce hombres, este gesto simbólico signi­fica que él mismo es el nuevo Jacob-Israel y que ahora con estos hom­bres inicia un nuevo pueblo de Dios. Marcos lo representó muy clara­mente en su evangelio, describiendo el acontecimiento de la llamada con estas palabras: “El los constituyó doce” (Mc 4,14). Además se sabía que doce era también un número cósmico, el número de los signos zodiacales que forman el año, el tiempo del hombre. De ese modo se subrayó la unidad entre la historia y el cosmos, es decir, el carácter cósmico de la historia de la salvación: los Doce debían ser los nuevos signos del zodía­co de la historia definitiva del cosmos. Pero volvamos a lo que nos inte­resa directamente: los Apóstoles constituyen lo que son, sólo por “el estar juntos” de la comunidad de los Doce, la cual por eso después de la traición de Judas fue nuevamente completada. Por consiguiente, se llega a ser sucesor de los Apóstoles entrando en la comunidad de aque­llos en los que su ministerio prosigue. La “Colegialidad” pertenece a la esencia del ministerio episcopal; se vive y se realiza solamente en “el estar juntos” de aquellos que representan, al mismo tiempo, la unidad del nuevo pueblo de Dios.
Si nos preguntamos qué significa esto prácticamente, debemos responder ante todo que la dimensión católica del ministerio episcopal (como tam­bién de la consagración sacerdotal y de toda vida comunitaria) viene subrayada bastante expresamente. Las particularizaciones contradicen ra­dicalmente la idea de colegialidad. Tal como el Concilio la formuló, la colegialidad constituye en sí misma no una figura jurídica, sino más bien una anticipación teológica de primer rango tanto para el derecho de la Iglesia cuanto para la acción pastoral. El Concilio Ecuménico es la for­ma jurídica que representa la expresión más inmediata de la realidad teológica de la “Colegialidad”. Por esto en el nuevo Código de Derecho Canónico el Concilio viene colocado de manera singular en el contexto del artículo sobre el colegio episcopal (ca. 336-341). Todas las demás for­mas de realización colegial no pueden aducir que se derivan directamente de este principio fundamental, sino que solamente pueden representar unas tentativas de mediación secundaria de éste en la realidad cotidiana. Se debe, por lo tanto, verificar siempre si esas demás formas correspon­der. verdaderamente al significado fundamental de este principio, que es precisamente el de sobrepasar el umbral del horizonte local para llegar al corazón del elemento común de la unidad católica, del cual hace parte también la dimensión de la historia de la fe, que parte de los comienzos y tiende al Señor que volverá.
3. La Iglesia como “Pueblo de Dios”
En la exposición acerca de la idea de colegialidad viene finalmente la expresión que seguramente están esperando desde hace tiempo: la Iglesia como Pueblo de Dios. ¿Qué comporta esto? Para una mejor comprensión debemos referirnos una vez más a los desarrollos de este término que habían precedido al Concilio.
Después del primer entusiasmo por el descubrimiento de la idea de Cuer­po de Cristo, se llegó poco a poco a profundizaciones y correcciones en una doble dirección. La primera corrección ya la hemos visto al hablar de Henri de Lubac el cual concretiza la idea de Cuerpo de Cristo en rela­ción con la eclesiología eucarística, abriéndola a las cuestiones concre­tas del ordenamiento jurídico de la Iglesia y de la recíproca ordenación de la Iglesia local e Iglesia universal. La otra forma de corrección se inició al final de los años treinta en Alemania, después de que varios teólogos criticaron el hecho de que con la idea de Cuerpo Místico per­manecía sin clarificar la relación entre el elemento visible y el invisible, entre derecho y gracia, entre orden y vida. Ellos propusieron por lo tanto el concepto de “Pueblo de Dios”, sacado sobre todo del Antiguo Testamento, como la descripción más amplia de la Iglesia, que por lo demás se deja manejar más fácilmente con categorías socio­lógicas y jurídicas, mientras que Cuerpo de Cristo permanecía como una “imagen”, ciertamente importante, pero que no podía ser suficiente por sí sola, dada la pretensión de la teología de expresarse mediante “conceptos”.
Esta crítica a la idea de Cuerpo de Cristo, que al comienzo fue bastante superficial, se fue profundizando a partir de diversos aspectos que permi­tieron luego el desarrollo de un contenido positivo, a través del cual el concepto de Pueblo de Dios entró en la eclesiología conciliar, Un primer punto importante fue la disputa sobre la pertenencia a la Iglesia que tuvo lugar a partir de la Encíclica sobre el Cuerpo Místico de Cristo, publicada el 29 de junio de 1943 por el Papa Pío XII. Allí él había establecido que la pertenencia a la Iglesia estaba ligada a tres presupuestos: Bautismo, fe recta y pertenencia a la unidad jurídica de la Iglesia, Con esto, sin em­bargo, los no-católicos eran excluidos de la pertenencia a la Iglesia. Esta afirmación condujo a intensas polémicas sobre todo en Alemania, en donde la cuestión del ecumenismo urgía de manera muy fuerte. ya que el Código de Derecho Canónico había abierto otra perspectiva, Con base en la tradición jurídica de la Iglesia fijada en el Código, el Bautismo fun­da una forma da pertenencia constitutiva a la Iglesia que es imperdible, de esta manera es claro que el pensamiento jurídico, en determinadas circunstancias, puede dar más movilidad y apertura que una concepción “mística”.
Se pregunta, entonces, si la imagen de Cuerpo Místico no sería demasia­do restringida como punto de partida para definir las múltiples formas de pertenencia a la Iglesia que se encuentran en la maraña de la historia humana. La imagen de cuerpo ofrece, para el problema de la pertenencia, solamente una forma de representación: la de “miembro”. En esta repre­sentación no hay términos medios: son miembros o no lo son. Pero, se pregunta, ¿no es acaso un poco estrecho el punto de partida de la imagen, ya que en la realidad existen manifiestamente grados intermedios? Así nos encontramos entonces con el concepto “Pueblo de Dios” que, bajo este punto de vista, es bastante más amplio y más noble. La constitu­ción eclesial lo asumió propiamente de esta manera, cuando describe la relación de los cristianos no católicos con la Iglesia católica utilizando el concepto de “vínculo”, y la relación de los no cristianos con el término “ordenación”, apoyándose en ambas ocasiones en la idea de pueblo de Dios (cf. LG 15 y 16).
Se puede decir entonces que el concepto de “Pueblo de Dios” fue intro­ducido por el Concilio sobre todo como puente ecuménico. Lo mismo vale para el resto aunque bajo otra perspectiva, el redescubrimiento de la Iglesia, después de la primera guerra mundial, había sido un fenómeno común para los católicos y los protestantes e incluso el movimiento litúr­gico no se limitaba exclusivamente a la Iglesia católica. Pero precisa­mente este compartir los mismos intereses llevó consigo también una crítica recíproca.
La idea de Cuerpo de Cristo se desarrolló en la Iglesia católica en el sentido de que la Iglesia es presentada como “el Cristo que sigue viviendo sobre la tierra”, describiéndola como la Encarnación del Hijo que continúa hasta el fin de los tiempos. Esto provocó la oposición de los protestantes, que vieron en ello una insoportable identificación de la Iglesia con Cristo, en la que la Iglesia, por así decir, se adoraba a sí misma y se colocaba como infalible. Algunos pensadores católicos sin llegar hasta ese punto, también fueron encontrando poco a poco que con esta fórmula se atribuía una definitividad a todo decir y obrar ministerial de la Iglesia, que hacía aparecer cualquier crítica a ella como un ataque a Cristo mismo, olvidando de esta manera el elemento humano de ella. Por esto, se decía, es necesario que aparezca claramente evidenciada la diferencia cristológica, es decir, que la Iglesia no es idéntica con Cristo, sino que le esto de frente. Ella es Iglesia de pecadores, que necesita siempre de nuevo purificarse y renovarse. Así, entonces, la idea de “reforma” se convirtió en un elemento decisivo del concepto de Pueblo de Dios, que no se podía desarrollar fácilmente a través de la idea de Cuerpo de Cristo.
Un tercer aspecto que jugó un papel en el favorecimiento de la idea de Pueblo de Dios fue el título que en 1939 el exégeta evangélico Ernst Kiisemann dio a su monografía sobre la carta a los Hebreos: “El pueblo de Dios peregrinante”. Este título llegó a ser un slogan en los ambientes de los debates conciliares, puesto que hacía resonar algo que, en el curso de la discusión acerca de la Constitución sobre la Iglesia, había llegado a ser más consciente: la Iglesia no ha llegado aún a su meta. Ella tiene su verdadera y propia esperanza todavía ante sí. De esta manera el mo­mento “escatológico” del concepto de Iglesia vino a ser claro y se pudo, sobre todo, expresar la unidad de la historia de la salvación, que como prende juntamente a Israel y a la Iglesia a lo largo de su peregrinación. Asimismo se pudo expresar la historicidad de la Iglesia, que se encuen­tra en camino y que llegará a ser completamente ella misma sólo cuando se hayan recorrido todas las etapas del tiempo y hayan desembocado en las manos de Dios. También se logró expresar la unidad interna del Pueblo de Dios, en el cual, como en todo pueblo, hay diversidad de ministerios y servicios, pero en el que a través y por encima de todas estas dis­tinciones, todos son peregrinos en la única comunión del Pueblo de Dios peregrinante.
Si se quieren resumir entonces, a grandes trazos, los elementos sobre­salientes del concepto de Pueblo de Dios que fueron importantes para el Concilio, se podría decir que allí llegó a ser claro el carácter histórico de la Iglesia, la unidad de la historia de Dios con los hombres, la unidad interna del Pueblo de Dios más allá de las fronteras de los estados de vida sacramental, la dinámica escatológica, la interunidad y fragmentariedad de la Iglesia siempre necesitada de renovación y, finalmente, también la dimensión ecuménica, es decir, las diversas maneras en las que la vin­culación y la ordenación a la Iglesia son posibles y reales, aún más allá de las fronteras de la Iglesia católica.
Con esto, entonces, se ha hecho ya también alusión a todo lo que no se puede buscar dentro del concepto de Pueblo de Dios. Quizá se me per­mita aquí referirme al tema de manera un poco más personal. en cuanto que yo mismo pude tomar parte, modestamente, en la pre-historia que condujo al Concilio, En los comienzos de los años cuarenta, cuando la idea de Pueblo de Dios había sido recientemente lanzada al debate, mi maestro de teología, basándose en algunos textos de la patrística y en otros testimonios de la tradición, había llegado a la convicción de que “Pueblo de Dios” podría ser en efecto el concepto básico de la Iglesia, mucho mejor que “Cuerpo de Cristo”, Como él era un hombre muy meti­culoso, no se contentó con esta certeza aproximativa, sino que queriendo ver aún con mayor claridad, se propuso hacer escribir una serie de tesis doctorales acerca de dicha cuestión, a fin de conducir unas investigacio­nes sobre el argumento que cubrieran todas las capas de la tradición. Así me correspondió el encargo de tratar el Pueblo de Dios según Agustín en el que mi maestro creía haber evidenciado la idea de pueblo de Dios. Cuando inicié el trabajo, vi prontamente que debía incluir también a los teólogos africanos precedentes que habían preparado el terreno a Agus­tín, especialmente Tertuliano, Cipriano, Octato de Mileto y el donatista Ticonio. Naturalmente se debían tener presentes también las teorías más importantes del Oriente, por lo menos figuras como Orígenes, Atanasio y Crisóstomo. Finalmente no se podía dejar de lado el estudio de los fundamentos bíblicos, De esta manera llegué a un resultado inesperado: el término “Pueblo de Dios” aparece muy frecuentemente en el Nuevo Testamento, pero sólo en poquísimas ocasiones (en el fondo solamente en dos) indica la Iglesia, mientras que su normal significado remite al pueblo de Israel. Más aún, allí donde el término puede referirse a la Igle­sia viene mantenido el sentido fundamental de Israel de tal modo que el contexto deja entender claramente que ahora los cristianos han llegado a ser el nuevo Israel. Podemos entonces decir que en el Nuevo Testamento la expresión Pueblo de Dios no es una denominación de la Iglesia; pero sin embargo, puede indicar el nuevo Israel, sólo en la interpretación cris­tológica del Antiguo Testamento y pasando por consiguiente a través de la transformación cristológica.
La denominación normal de la Iglesia en el Nuevo Testamento está cons­tituida por el término ‘Ecclesia’, que para el Antiguo Testamento indicaba la asamblea del pueblo convocado por la palabra de Dios. El término ‘Ecclesia’, Iglesia, es la modificación y la transformación del concepto veterotestamentario de pueblo de Dios. Se le emplea porque en él va incluido el hecho de que sólo el nuevo nacimiento en Cristo hace que el no-pueblo se vuelva pueblo. Pablo después resumió consecuencialmente este necesario proceso de transformación cristológica en el concepto de Cuerpo de Cristo.
Debo anotar, además, antes de presentar las consecuencias de todo esto, que durante ese tiempo el estudioso del Antiguo Testamento Norbert Lohfink mostró que también en el Antiguo Testamento el término “pueblo de Dios” no se refiere simplemente a Israel en su facticidad empírica. En efecto, ningún pueblo a nivel puramente empírico es “pueblo de Dios”. Colocar a Dios como un marco de una descendencia o como contraseña sociológica sólo podría ser siempre una insoportable presunción, incluso hasta una blasfemia. Israel viene indicado con el concepto de pueblo de Dios en cuanto que se ha dirigido al Señor, no simplemente en sí mismo, sino en el acto de la relación y del superarse a sí mismo, que lo hace aquello que de por sí no es. Por esto la continuación neotestamentaria es consecuente: ella concretiza este acto de dirigirse a otro, en el miste­rio de Jesucristo que se dirige a nosotros y que en la fe y en el sacra­mento nos asume en su relación al Padre.
¿Qué significa concretamente esto? Significa que los cristianos no son simplemente pueblo de Dios. Desde un punto de vista empírico, ellos son un no-pueblo, como cualquier análisis sociológico puede rápidamente demostrar. Dios no es propiedad de alguien y ninguno puede apropiárselo. El no-pueblo de los cristianos solamente puede ser pueblo de Dios por medio de inserción en Cristo, Hijo de Dios e Hijo de Abraham. Aunque se hable de pueblo de Dios, la cristología debe continuar siendo el centro de la doctrina de la Iglesia y ella, por consiguiente, debe ser considerada esencialmente a partir de los sacramentos del Bautismo, de la Eucaristía y del Orden. Nosotros somos pueblo de Dios únicamente a partir del Cuerpo de Cristo crucificado y resucitado. Llegamos a serio en una viva orientación hacia El y sólo en este contexto tiene sentido el término.
El Concilio clarificó muy bien esta conexión, poniendo en primer plano también, junto con el término “Pueblo de Dios”, un segundo término fundamental para la Iglesia: la Iglesia como Sacramento. Se es fiel al Con­cilio sólo si sacramento y pueblo de Dios, dos palabras centrales de su eclesiología, se leen y se piensan juntas. Aquí podemos ver cómo el Concilio está aún ante nosotros: la Iglesia como Sacramento todavía no ha entrado en nuestra conciencia. Por lo tanto es contrario a su verdadero significado el que, a partir del hecho de que el capítulo sobre Pueblo de Dios anteceda al capítulo sobre la Jerarquía, se quiera deducir un cam­bio de concepción de la jerarquía y del laico, como si todo bautizado llevara ya en sí toda la potestad sagrada y la jerarquía fuera tan sólo un factor en vista de una buena organización. El segundo capítulo de la Lumen Gentium tiene que ver con la cuestión de los laicos sólo en cuanto viene significada la esencial unidad interna de todos los bautizados en el orden de la Gracia, subrayando así el carácter de servicio que tiene la Iglesia. Pero dicho capítulo no puede fundar una teología propia del lai­cado por el simple hecho de que al Pueblo de Dios pertenecen todos: allí se trata de la totalidad de la Iglesia y de su esencia. Cada uno de los esta­dos que se encuentran en ella vienen presentados más tarde en el siguien­te orden: Jerarquía (capítulo 3), laicos (capítulo 4), religiosos (capítulo 6). Para completar, al menos en cierta medida, esta presentación de la ecle­siología del Vaticano II, debería ahora desarrollar los contenidos de los capítulos que quedan y también lo que se dijo acerca de la vocación uni­versal a la santidad y de la relación de la Iglesia terrena con la celeste. Pero esto supera muchísimo los límites de una conferencia. Me urgía tan sólo aludir brevemente a los cimientos sobre los que luego se puede asentar el resto.
Pero para concluir quisiera llamar la atención sobre una última cosa. La Constitución sobre la Iglesia termina con el capítulo sobre la Madre de Dios. Como es conocido por todos, la cuestión acerca de si se habría debido dedicar un texto propio fue ampliamente debatida. Yo pienso que de todas maneras fue una buena disposición el que el elemento mariano hubiera entrado directamente en la doctrina de la Iglesia. Así, en efecto, una vez más resulta visible el punto de partida del que hemos comenzado: la Iglesia no es un aparato burocrático, no es simplemente una institu­ción, tampoco una de las tantas entidades sociológicas, sino que ella es persona. Ella es femenina, es madre, es viviente. La comprensión mariana de la Iglesia es la más decidida contraposición a un concepto de Igle­sia meramente organizativo y burocrático. La Iglesia no la podemos hacer nosotros, debemos ser Iglesia. Nosotros somos Iglesia y la Iglesia está en nosotros, solamente en la medida en que nuestra fe, más allá de nues­tro obrar, informe nuestro ser. Llegamos a ser Iglesia sólo siendo maria­nos. No podemos olvidar que también la Iglesia en su origen no fue hecha, sino engendrada. En efecto, ella fue engendrada cuando en el alma de María se suscitó el Fiat. Esta es la más profunda voluntad del Concilio: que la Iglesia se suscite en nuestras almas. Y María nos muestra el camino.

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