Resucitar a una vida nueva en Jesucristo

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Evangelio según San Mateo 10,37-42.
El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; y el que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí.
El que no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí.
El que encuentre su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la encontrará.
El que los recibe a ustedes, me recibe a mí; y el que me recibe, recibe a aquel que me envió.
El que recibe a un profeta por ser profeta, tendrá la recompensa de un profeta; y el que recibe a un justo por ser justo, tendrá la recompensa de un justo.
Les aseguro que cualquiera que dé de beber, aunque sólo sea un vaso de agua fresca, a uno de estos pequeños por ser mi discípulo, no quedará sin recompensa“.

Homilía del Padre Paul Voisin de la Congregación de la Resurrección:

He visitado Polonia en muchas ocasiones, y he visitado el campo de concentración de Auschwitz en tres ocasiones. Es un lugar muy solemne y reflexivo, cuando uno piensa en todo el sufrimiento que allí se produjo. Víctor Frankl, un famoso psiquiatra judío, escribió sobre sus experiencias en un campo de concentración. Decía que, en aquel encierro forzado, o reaccionabas y vivías como un animal, o como un santo. Su experiencia allí le mostró la diferencia que la fe viva de los prisioneros marcaba en sus vidas en el campo, fueran cortas o largas. En su fe se daban cuenta del sentido último de sus vidas, y mantenían su humanidad ante tanta inhumanidad.
Pensé en esto al leer el evangelio (Mateo 10, 37-42) de este fin de semana. Jesús nos da el sentido último de nuestras vidas, “tomar nuestra cruz y seguirle“. Siguiendo a Jesús no sólo conformaremos nuestras vidas a la vida de Jesucristo, sino que descubriremos la voluntad del Padre. Así como Jesús llevó su cruz, una cruz que le llevó a la victoria sobre el pecado y la muerte, nosotros estamos llamados a llevar nuestra cruz, compartiendo esa victoria sobre el pecado y la muerte. Por el Bautismo, participamos de la vida de Cristo, y su victoria es nuestra victoria.
En nuestra Segunda Lectura de la Carta de San Pablo a los Romanos (6,3-4.8-11), San Pablo nos dice que compartimos esta vida de Cristo por medio de nuestro Bautismo. Morimos a una vida vieja para resucitar a una vida nueva en Cristo, una vida de gracia y salvación. Este “morir” es doloroso para nosotros, en nuestra condición humana, porque implica que dejamos algo atrás, que renunciamos a algo. Dejar atrás algo que nos impide avanzar. Renunciar a algo que nos retiene. Jesús tiene un camino mejor, y a medida que le seguimos lo abrazamos más y más, y descubrimos que este “morir” al yo nos abre a una vida más grande y más rica con Dios, y con los demás.
Jesús nos desafía hoy a amarle a Él por encima de todo, incluso más que a nuestro padre y a nuestra madre, a nuestro hijo o a nuestra hija. Él ha de ser el número uno en nuestras vidas, y luego, por su gracia, estableceremos esas correctas relaciones con los demás. Jesús nos mostrará entonces lo que significa ser padre o madre, hijo o hija, hermano o hermana, y sacerdote. Si tenemos los ojos puestos en Jesús y le seguimos, nuestros compromisos y relaciones en la vida reflejarán su estilo. Llevar la cruz nos cuesta, porque significa poner a Jesús en primer lugar y alejarnos de las cosas, actividades, actitudes e incluso personas que nos impiden ser discípulos de Jesús. Ser discípulo no es un trabajo “a tiempo parcial“, sino que debe ocupar un lugar central en nuestras vidas. No podemos asociar el discipulado con lo que ocurre en la Iglesia el fin de semana, ni siquiera con nuestras oraciones diarias o la lectura de las Escrituras, sino con todo lo que hacemos. El discipulado ocurre en el aula, en el trabajo y en la mesa de la cocina. El discipulado ocurre en los momentos mejor planeados y en los más espontáneos. El discipulado tiene lugar cuando estamos preparados para ello y cuando la situación lo requiere sin previo aviso. El discipulado ocurre cuando decimos la verdad, cuando nos acercamos a alguien con compasión y cuando perdonamos a alguien.
Volviendo a mi referencia a Víctor Frankl, seguir fielmente a Jesús no promete que seamos inmunes al sufrimiento, al nuestro o al de aquellos a quienes amamos. No nos protegerá de la decepción y el fracaso. No evitará que nuestros seres queridos enfermen y mueran. No evitará la tentación ni el impulso de pecar. Estas mismas realidades se enfrentarán a nosotros, cómo se enfrentan a todo el mundo, pero la forma en que respondamos a ellas será diferente si somos discípulos de Jesús con una fe viva. La fe, según Víctor Frankl, marcaba la diferencia entre los que “vivían” en los campos y los que simplemente “existían”. Jesús nos llama a la vida, y para tener esa plenitud de vida necesitamos renovar y refrescar esa vida de fe, y seguir fielmente a Jesús el Señor.
El verano ya está aquí. En una situación “normal” de verano, la vida cambia para muchas personas, especialmente para las que tienen hijos. El horario diario de la vida experimenta grandes cambios. Aunque nos tomemos ‘vacaciones‘ de muchas actividades y muchas cosas, no olvidemos nuestro seguimiento de Jesús, y no descuidemos ni abandonemos nuestras prácticas religiosas, especialmente la oración y la Eucaristía. Necesitamos estas fuentes de fortaleza para llevar nuestra cruz y seguir a Jesús. Necesitamos la gracia de Dios para crecer y desarrollarnos, y vencer y ganar. En lugar de ver el tiempo libre como un tiempo sólo para recrearnos, convirtámoslo en un tiempo de “re-creación“, de profundizar en nuestro caminar con Jesús y en llevar nuestra cruz. Recreémonos cada vez más en la imagen de Jesús, sirviéndonos unos a otros y ayudándonos a llevar nuestra cruz.
Así como en nuestra Primera Lectura del Segundo Libro de los Reyes (4,8-11.14-16a) vemos que los fieles son recompensados, contemos con que nosotros mismos seremos recompensados por Dios por ponerlo a Él en primer lugar, siguiendo a Jesús el Señor, llevando nuestra cruz cada día y haciendo la voluntad del Padre. Hemos encontrado el sentido último de nuestras vidas, y recibiremos nuestra recompensa.

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