Domingo de Ramos 2022

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Evangelio según San Lucas 22,14-71.23,1-56.
Llegada la hora, Jesús se sentó a la mesa con los Apóstoles y les dijo: “He deseado ardientemente comer esta Pascua con ustedes antes de mi Pasión, porque les aseguro que ya no la comeré más hasta que llegue a su pleno cumplimiento en el Reino de Dios”.
Y tomando una copa, dio gracias y dijo: “Tomen y compártanla entre ustedes. Porque les aseguro que desde ahora no beberé más del fruto de la vid hasta que llegue el Reino de Dios”.
Luego tomó el pan, dio gracias, lo partió y lo dio a sus discípulos, diciendo: “Esto es mi Cuerpo, que se entrega por ustedes. Hagan esto en memoria mía”.
Después de la cena hizo lo mismo con la copa, diciendo: “Esta copa es la Nueva Alianza sellada con mi Sangre, que se derrama por ustedes.
La mano del traidor está sobre la mesa, junto a mí. Porque el Hijo del hombre va por el camino que le ha sido señalado, pero ¡ay de aquel que lo va a entregar!”.
Entonces comenzaron a preguntarse unos a otros quién de ellos sería el que iba a hacer eso. Y surgió una discusión sobre quién debía ser considerado como el más grande.
Jesús les dijo: “Los reyes de las naciones dominan sobre ellas, y los que ejercen el poder sobre el pueblo se hacen llamar bienhechores.
Pero entre ustedes no debe ser así. Al contrario, el que es más grande, que se comporte como el menor, y el que gobierna, como un servidor.
Porque, ¿quién es más grande, el que está a la mesa o el que sirve? ¿No es acaso el que está a la mesa? Y sin embargo, yo estoy entre ustedes como el que sirve.
Ustedes son los que han permanecido siempre conmigo en medio de mis pruebas.
Por eso yo les confiero la realeza, como mi Padre me la confirió a mí.
Y en mi Reino, ustedes comerán y beberán en mi mesa, y se sentarán sobre tronos para juzgar a las doce tribus de Israel.
Simón, Simón, mira que Satanás ha pedido poder para zarandearlos como el trigo, pero yo he rogado por ti, para que no te falte la fe. Y tú, después que hayas vuelto, confirma a tus hermanos”.
“Señor, le dijo Pedro, estoy dispuesto a ir contigo a la cárcel y a la muerte”.
Pero Jesús replicó: “Yo te aseguro, Pedro, que hoy, antes que cante el gallo, habrás negado tres veces que me conoces”.
Después les dijo: “Cuando los envié sin bolsa, ni alforja, ni sandalia, ¿les faltó alguna cosa?”.
“Nada”, respondieron. El agregó: “Pero ahora el que tenga una bolsa, que la lleve; el que tenga una alforja, que la lleve también; y el que no tenga espada, que venda su manto para comprar una.
Porque les aseguro que debe cumplirse en mí esta palabra de la Escritura: Fue contado entre los malhechores. Ya llega a su fin todo lo que se refiere a mí”.
“Señor, le dijeron, aquí hay dos espadas”. El les respondió: “Basta”.
En seguida Jesús salió y fue como de costumbre al monte de los Olivos, seguido de sus discípulos.
Cuando llegaron, les dijo: “Oren, para no caer en la tentación”.
Después se alejó de ellos, más o menos a la distancia de un tiro de piedra, y puesto de rodillas, oraba: “Padre, si quieres, aleja de mí este cáliz. Pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya”.
Entonces se le apareció un ángel del cielo que lo reconfortaba.
En medio de la angustia, él oraba más intensamente, y su sudor era como gotas de sangre que corrían hasta el suelo.
Después de orar se levantó, fue hacia donde estaban sus discípulos y los encontró adormecidos por la tristeza.
Jesús les dijo: “¿Por qué están durmiendo? Levántense y oren para no caer en la tentación”.
Todavía estaba hablando, cuando llegó una multitud encabezada por el que se llamaba Judas, uno de los Doce. Este se acercó a Jesús para besarlo.
Jesús le dijo: “Judas, ¿con un beso entregas al Hijo del hombre?”.
Los que estaban con Jesús, viendo lo que iba a suceder, le preguntaron: “Señor, ¿usamos la espada?”.
Y uno de ellos hirió con su espada al servidor del Sumo Sacerdote, cortándole la oreja derecha. Pero Jesús dijo: “Dejen, ya está”. Y tocándole la oreja, lo curó.
Después dijo a los sumos sacerdotes, a los jefes de la guardia del Templo y a los ancianos que habían venido a arrestarlo: “¿Soy acaso un ladrón para que vengan con espadas y palos? Todos los días estaba con ustedes en el Templo y no me arrestaron. Pero esta es la hora de ustedes y el poder de las tinieblas”.
Después de arrestarlo, lo condujeron a la casa del Sumo Sacerdote. Pedro lo seguía de lejos. Encendieron fuego en medio del patio, se sentaron alrededor de él y Pedro se sentó entre ellos.
Una sirvienta que lo vio junto al fuego, lo miró fijamente y dijo: “Este también estaba con él”. Pedro lo negó, diciendo: “Mujer, no lo conozco”.
Poco después, otro lo vio y dijo: “Tú también eres uno de aquellos”. Pero Pedro respondió: “No, hombre, no lo soy”.
Alrededor de una hora más tarde, otro insistió, diciendo: “No hay duda de que este hombre estaba con él; además, él también es galileo”.
“Hombre, dijo Pedro, no sé lo que dices”. En ese momento, cuando todavía estaba hablando, cantó el gallo.
El Señor, dándose vuelta, miró a Pedro. Este recordó las palabras que el Señor le había dicho: “Hoy, antes que cante el gallo, me habrás negado tres veces”.
Y saliendo afuera, lloró amargamente.
Los hombres que custodiaban a Jesús lo ultrajaban y lo golpeaban;
y tapándole el rostro, le decían: “Profetiza, ¿quién te golpeó?”.
Y proferían contra él toda clase de insultos.
Cuando amaneció, se reunió el Consejo de los ancianos del pueblo, junto con los sumos sacerdotes y los escribas. Llevaron a Jesús ante el tribunal y le dijeron: “Dinos si eres el Mesías”. El les dijo: “Si yo les respondo, ustedes no me creerán, y si los interrogo, no me responderán.
Pero en adelante, el Hijo del hombre se sentará a la derecha de Dios todopoderoso”.
Todos preguntaron: “¿Entonces eres el Hijo de Dios?”. Jesús respondió: “Tienen razón, yo lo soy”.
Ellos dijeron: “¿Acaso necesitamos otro testimonio? Nosotros mismos lo hemos oído de su propia boca”.
Después se levantó toda la asamblea y lo llevaron ante Pilato.
Y comenzaron a acusarlo, diciendo: “Hemos encontrado a este hombre incitando a nuestro pueblo a la rebelión, impidiéndole pagar los impuestos al Emperador y pretendiendo ser el rey Mesías”.
Pilato lo interrogó, diciendo: “¿Eres tú el rey de los judíos?”. “Tú lo dices”, le respondió Jesús.
Pilato dijo a los sumos sacerdotes y a la multitud: “No encuentro en este hombre ningún motivo de condena”.
Pero ellos insistían: “Subleva al pueblo con su enseñanza en toda la Judea. Comenzó en Galilea y ha llegado hasta aquí”.
Al oír esto, Pilato preguntó si ese hombre era galileo.
Y habiéndose asegurado de que pertenecía a la jurisdicción de Herodes, se lo envió. En esos días, también Herodes se encontraba en Jerusalén.
Herodes se alegró mucho al ver a Jesús. Hacía tiempo que deseaba verlo, por lo que había oído decir de él, y esperaba que hiciera algún prodigio en su presencia.
Le hizo muchas preguntas, pero Jesús no le respondió nada.
Entre tanto, los sumos sacerdotes y los escribas estaban allí y lo acusaban con vehemencia.
Herodes y sus guardias, después de tratarlo con desprecio y ponerlo en ridículo, lo cubrieron con un magnífico manto y lo enviaron de nuevo a Pilato.
Y ese mismo día, Herodes y Pilato, que estaban enemistados, se hicieron amigos.
Pilato convocó a los sumos sacerdotes, a los jefes y al pueblo,
y les dijo: “Ustedes me han traído a este hombre, acusándolo de incitar al pueblo a la rebelión. Pero yo lo interrogué delante de ustedes y no encontré ningún motivo de condena en los cargos de que lo acusan; ni tampoco Herodes, ya que él lo ha devuelto a este tribunal. Como ven, este hombre no ha hecho nada que merezca la muerte. Después de darle un escarmiento, lo dejaré en libertad”.
Pero la multitud comenzó a gritar: “¡Qué muera este hombre! ¡Suéltanos a Barrabás!”.
A Barrabás lo habían encarcelado por una sedición que tuvo lugar en la ciudad y por homicidio.
Pilato volvió a dirigirles la palabra con la intención de poner en libertad a Jesús.
Pero ellos seguían gritando: “¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo!”.
Por tercera vez les dijo: “¿Qué mal ha hecho este hombre? No encuentro en él nada que merezca la muerte. Después de darle un escarmiento, lo dejaré en libertad”.
Pero ellos insistían a gritos, reclamando que fuera crucificado, y el griterío se hacía cada vez más violento.
Al fin, Pilato resolvió acceder al pedido del pueblo.
Dejó en libertad al que ellos pedían, al que había sido encarcelado por sedición y homicidio, y a Jesús lo entregó al arbitrio de ellos.
Cuando lo llevaban, detuvieron a un tal Simón de Cirene, que volvía del campo, y lo cargaron con la cruz, para que la llevara detrás de Jesús.
Lo seguían muchos del pueblo y un buen número de mujeres, que se golpeaban el pecho y se lamentaban por él.
Pero Jesús, volviéndose hacia ellas, les dijo: “¡Hijas de Jerusalén!, no lloren por mí; lloren más bien por ustedes y por sus hijos. Porque se acerca el tiempo en que se dirá: ¡Felices las estériles, felices los senos que no concibieron y los pechos que no amamantaron!
Entonces se dirá a las montañas: ¡Caigan sobre nosotros!, y a los cerros: ¡Sepúltennos!
Porque si así tratan a la leña verde, ¿qué será de la leña seca?”.
Con él llevaban también a otros dos malhechores, para ser ejecutados.
Cuando llegaron al lugar llamado “del Cráneo”, lo crucificaron junto con los malhechores, uno a su derecha y el otro a su izquierda.
Jesús decía: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. Después se repartieron sus vestiduras, sorteándolas entre ellos.
El pueblo permanecía allí y miraba. Sus jefes, burlándose, decían: “Ha salvado a otros: ¡que se salve a sí mismo, si es el Mesías de Dios, el Elegido!”.
También los soldados se burlaban de él y, acercándose para ofrecerle vinagre,
le decían: “Si eres el rey de los judíos, ¡sálvate a ti mismo!”.
Sobre su cabeza había una inscripción: “Este es el rey de los judíos”.
Uno de los malhechores crucificados lo insultaba, diciendo: “¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros”.
Pero el otro lo increpaba, diciéndole: “¿No tienes temor de Dios, tú que sufres la misma pena que él? Nosotros la sufrimos justamente, porque pagamos nuestras culpas, pero él no ha hecho nada malo”.
Y decía: “Jesús, acuérdate de mí cuando vengas a establecer tu Reino”.
El le respondió: “Yo te aseguro que hoy estarás conmigo en el Paraíso”.
Era alrededor del mediodía. El sol se eclipsó y la oscuridad cubrió toda la tierra hasta las tres de la tarde.
El velo del Templo se rasgó por el medio.
Jesús, con un grito, exclamó: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”. Y diciendo esto, expiró.
Cuando el centurión vio lo que había pasado, alabó a Dios, exclamando: “Realmente este hombre era un justo”.
Y la multitud que se había reunido para contemplar el espectáculo, al ver lo sucedido, regresaba golpeándose el pecho.
Todos sus amigos y las mujeres que lo habían acompañado desde Galilea permanecían a distancia, contemplando lo sucedido.
Llegó entonces un miembro del Consejo, llamado José, hombre recto y justo,
que había disentido con las decisiones y actitudes de los demás. Era de Arimatea, ciudad de Judea, y esperaba el Reino de Dios.
Fue a ver a Pilato para pedirle el cuerpo de Jesús.
Después de bajarlo de la cruz, lo envolvió en una sábana y lo colocó en un sepulcro cavado en la roca, donde nadie había sido sepultado.
Era el día de la Preparación, y ya comenzaba el sábado.
Las mujeres que habían venido de Galilea con Jesús siguieron a José, observaron el sepulcro y vieron cómo había sido sepultado.
Después regresaron y prepararon los bálsamos y perfumes, pero el sábado observaron el descanso que prescribía la Ley.

Homilía del Padre Paul Voisin CR, Superior General de la Congregación de la Resurrección:

En Roma, Italia, me encuentro varias veces visitando un lugar ‘sagrado’ en particular. Es la heladería Della Palma cerca del Panteón. Deben tener más de ciento cincuenta tipos de helado, sin embargo, mi enfoque siempre está en las veinte (más o menos) variedades de chocolate. Cada vez que vaya, elegiré bolas de diferentes tipos de chocolate: con frutas, con nueces o cualquier otra característica que le dé un sabor único. Después de todo, somos libres de cambiar de opinión, de lo contrario no tendrían tantas opciones disponibles.
Siempre pienso en este aspecto de cambiar de opinión cuando escucho los dos evangelios de hoy, Domingo de Ramos. Este es el único día durante el año litúrgico que escuchamos dos evangelios. Son diametralmente opuestos. Primero escuchamos el evangelio de la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén (Lucas 19,28-40), y luego la lectura de la Pasión (Lucas 22,14-23,56). En la primera la multitud está dando la bienvenida a Jesús a la ciudad santa, y cantando “¡Hosanna! ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor!”, poniendo sus mantos en el camino delante de él, como una alfombra, mientras dan la bienvenida al gran maestro y hacedor de milagros de Galilea. Sin embargo, solo unos días después, la misma multitud grita: “¡Crucifícale! ¡Crucifícale!”. Obviamente, en solo unos pocos días, la gente había cambiado de opinión acerca de Jesús.
Durante estas últimas semanas de Cuaresma cada día las lecturas reflejan que hay más y más oposición a Jesús. Él ha sanado a la gente en el día de reposo. Ha llamado a Dios su Padre, incluso con el término cariñoso, “Abba” o Papá. Los funcionarios del templo, los fariseos, se preocupan cada vez más por la fama que está adquiriendo. Además, los está desafiando por no ‘practicar lo que predican’ y desviar a sus congregaciones. A las autoridades judías también les preocupaba políticamente que este Jesús y sus seguidores incitaran a un levantamiento que amenazara el delicado equilibrio que intentaban mantener con las autoridades romanas. Ya tenían líderes autorizados, y no había lugar para un Mesías autoproclamado. Esto podría traer la mano dura de Roma sobre ellos.
La mayoría de la gente en Jerusalén no lo conocía, como lo conocía la gente en Cafarnaúm y Nazaret. La mayoría de ellos solo habían oído hablar de él, de sus sabias palabras y de sus actos milagrosos. Cuando oyeron que entraba en su ciudad para la Pascua, se juntaron para darle la bienvenida, en caso de que los rumores fueran ciertos y él realmente fuera el Mesías. El Viernes Santo, con esta falta de conocimiento y experiencia personal de la mayoría sobre Jesús, sólo hacía falta que unos cuantos infiltrados estuvieran entre la multitud y los ‘incitaran’ con rumores, medias verdades, exageraciones y mentiras. La multitud era más de curiosos que de creyentes, y rápidamente podrían volverse en contra de Jesús.
En nuestra condición humana, tal vez podamos identificarnos con ambas multitudes, la del Domingo de Ramos y la del Viernes Santo. A veces nuestras palabras y acciones, y nuestras vidas, están dando alabanza y gloria a Jesús. Estamos llenos de gracia y le respondemos como fieles discípulos y mayordomos. Sin embargo, en otras ocasiones nuestras palabras y acciones, y nuestras vidas, niegan o traicionan nuestra relación con Jesús. En lugar de que la gracia actúe en nosotros, existe el pecado. Más que testimonio hay mal ejemplo. Y en lugar de discipulado y mayordomía, hay apatía o animosidad.
La elección que hacemos esta semana, al acompañar a Jesús el Jueves Santo: en la Misa de la Institución de la Eucaristía y del Sacerdocio -el Viernes Santo- en el Vía Crucis, y en la Liturgia de la Pasión y Muerte – y en la Vigilia Pascual y las Misas del Día de Pascua -celebrando la Resurrección- es mucho más importante que el sabor del helado de chocolate que nos ha llamado la atención. Estamos hablando y mostrando quiénes somos en relación con Jesucristo. Hagamos de esta semana una verdadera ‘Semana Santa’ al hacer tiempo para acompañar a Jesús y a nuestros hermanos y hermanas en Cristo en estas celebraciones de nuestra fe, solidificando y expresando que Jesús es en verdad nuestro Salvador, y que le pertenecemos.

Cardenal Mindszenty

Por Ricardo Ruiz de la Serna- www.revistacentinela.es
Los comunistas húngaros lo odiaban. El cardenal Mindszenty (1892-1975) encarnaba todo lo que el régimen impuesto por Stalin en Budapest necesitaba destruir. La Iglesia católica había sido uno de los valladares más firmes frente a los movimientos revolucionarios antes de la II Guerra Mundial. Mindszenty provenía de una familia tradicional y conservadora -uno de sus antepasados había combatido contra los turcos- y era un patriota húngaro a la vieja usanza.
Se ordenó sacerdote en 1915. Desde 1919 hasta 1944, estuvo destinado como párroco y vicario en Zalaegerszeg, cerca de la frontera con Austria. Allí desarrolló una formidable labor de dinamización de la vida de la Iglesia. Participó en la vida pública. Impulsó la fundación de parroquias, casas parroquiales y escuelas. Animó la creación de una imprenta y un periódico diario. Apoyó las obras de caridad entre los pobres. En marzo de 1944 fue nombrado obispo de Vészprem. En octubre de aquel año, los fascistas húngaros del Partido de la Cruz Flechada lo detuvieron por proponer una paz por separado y la ruptura de la alianza con Alemania. En 1945, llamó a los católicos a votar contra los comunistas. Ese mismo año, el Papa lo nombró arzobispo de Esztergom y príncipe primado de Hungría. Predicaba a menudo contra el marxismo. En 1946, Mindszenty lamentó la proclamación oficial de la república. Pocos días más tarde, fue creado cardenal por el Papa Pío XII.
Levantamiento de Hungría, sede de la arquidiócesis: discurso del cardenal Mindszenty.
EN EL PUNTO DE MIRA
Los comunistas húngaros eran enemigos peligrosísimos. Fracasado el intento de República Soviética Húngara (1919) liderado por Béla Kun -que terminó sus días, por cierto, acusado de trotskista, torturado, juzgado y ejecutado en 1938 durante las purgas- los comunistas tuvieron que replegarse a la URSS y esperar tiempos más propicios para hacerse con el poder. En Hungría no lo tuvieron fácil. El régimen de Horthy, que gobernó el país entre 1920 y 1944, impidió con mano de hierro la actividad de los agentes de la Comintern y la infiltración comunista en las instituciones y la sociedad civil. Los comunistas húngaros, sin embargo, desempeñaron una labor muy efectiva exportando la revolución a otros países. Sin ir más lejos, Erno Gerö fue responsable del NKVD en Cataluña durante la Guerra Civil y Arthur Koestler desempeñó tareas de inteligencia para la Comintern en Sevilla bajo cobertura periodística. Koestler se apartó del comunismo. Gerö llegó a ser uno de los hombres más poderosos de Hungría como lugarteniente de Mátyás Rákosi, secretario general del Partido Comunista Húngaro. La gente como Gerö se la tenía jurada a Mindszenty.
El cardenal no se amilanó cuando los comunistas se hicieron con el poder en 1947 gracias a la intervención del Ejército Rojo. Una de las grandes batallas que libró contra el todopoderoso Rákosi fue la del sistema educativo. Como en todo sistema comunista -y, en general, en los regímenes totalitarios- el Estado trata de hacerse con el control del sistema educativo. En Hungría, la Iglesia católica sostenía una enorme red de escuelas parroquiales que el gobierno deseaba controlar. Mindszenty denunció la ilegalización de las órdenes religiosas y la política de confiscación de tierras. El Estado arrojó contra él todas las infamias y calumnias del repertorio habitual de la propaganda comunista. Lo acusaron, entre otras cosas, de reaccionario, fascista y filonazi. Finalmente, en 1948, lo detuvieron y lo encarcelaron. En prisión, lo torturaron golpeándolo con porras de goma. Gábor Péter, el jefe de la policía política -la terrible AVH- estaba presente en una sala contigua. No se trataba sólo de encerrarlo, sino de acabar con él destruyendo su reputación y haciéndolo odioso a los ojos de sus propios compatriotas.JUZGADO, CONDENADO Y LIBERADO
El juicio farsa al que lo sometieron condujo a una condena por traficar en el mercado negro, espionaje y traición. La sentencia fue cadena perpetua. Para tratar de destruir su imagen, el gobierno comunista publicó y difundió un dossier titulado “Documentos sobre el caso Mindszenty”. El Papa Pío XII excomulgó a todos los que habían participado en el proceso y denunció la condena en la carta “Acerrimo moerore”. Bastan unas pocas líneas para sintetizar cómo se persiguió a la Iglesia católica en la Hungría comunista: “la libertad de la Iglesia era cada vez más limitada y coartada de muchas formas […] se impedía el magisterio y el ministerio eclesiástico, el cual debe ejercerse no sólo en las iglesias, sino también en las manifestaciones públicas de fe, en la enseñanza básica y superior, en la prensa, con las peregrinaciones a los santuarios y con las asociaciones católicas […]”. El respaldo del Papa, lo absurdo de las acusaciones y la devoción de los fieles húngaros neutralizaron la operación para destruir al cardenal.
El gobierno surgido de la breve Revolución Húngara de 1956 -doce días en que Moscú vio resquebrajarse su dominio en Europa Central- lo liberó, pero la reacción soviética y el aplastamiento de los revolucionarios lo obligaron a refugiarse en la embajada de los Estados Unidos. Allí estuvo como asilado político quince años. Sólo pudo abandonarla en 1971 con el compromiso de exiliarse en Austria. En 1973, el Papa Pablo VI declaró oficialmente la sede de Esztergom vacante -Mindszenty ya había cumplido los 81 años- pero no nombró titular en vida del cardenal, que falleció en Viena a los 83 años. La editorial Palabra publicó sus “Memorias” en 2009.
El cardenal simboliza la persecución a la Iglesia católica en la Hungría comunista, pero también el uso de la propaganda y sus inevitables límites. Quizás por eso, los húngaros ven con cierto recelo las campañas de comunicación persuasiva, los informes, los relatores, las investigaciones y tantas otras acciones que ya empleaban los comunistas para acabar con sus oponentes.

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