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Vladimir Putin celebra la Navidad en la Catedral de la Anunciación en el Kremlin Moscú. Mikhail Klimentyev/Russian Presidential Press and Information Office/TASS/SIPA.
Rusia: la moral de Vladimir Putin
Para Vladimir Putin, respaldado por el Patriarca Kirill, los “valores tradicionales” son una prioridad estatal. En este artículo detallado, Marina Simakova explora su genealogía para entender por qué se han convertido en algo tan central para el Estado ruso contemporáneo, hasta el punto de determinar tanto su política interior como exterior. Una lectura clave justo dos semanas antes de las celebraciones navideñas ortodoxas.
Por Marina Simakova- LeGrandContinent.eu
En la Rusia actual, la noción de «valores tradicionales» es una de las construcciones retóricas más firmemente establecidas del régimen. Su aparición en discursos del presidente Vladimir Putin, el patriarca Kirill y miembros de la Duma, mucho antes de que comenzara la invasión de Ucrania, marcó sin duda un giro conservador en la política rusa. Ahora prospera en todas las producciones gubernamentales, decretos oficiales y materiales de propaganda. Los significados que realmente transmite se han ido refinando con el tiempo, a medida que ha ido adquiriendo nuevos alcances y connotaciones. Sean cuales sean las variaciones, la creciente popularidad de esta figura retórica en el mundo de los portavoces del régimen apunta al acuerdo colectivo de que el rumbo a seguir es el de la tradición y la identidad.
Sin embargo, el tema de los «valores tradicionales» ya no se limita al discurso político interno; ahora forma parte integrante de la comunicación internacional del régimen. Vladimir Putin no pierde ocasión de evocar las tradiciones antaño cultivadas en el continente europeo, para deplorar mejor su derrumbe bajo los golpes del hegemón estadounidense, ávido de dominación mundial. Según esta lectura, el «Occidente colectivo» ha resuelto ahora imponer su visión del mundo a los Estados que antaño estaban cerca de Rusia, o incluso se consideraban sus aliados. Rusia, por su parte, no tiene otra ambición que resistirse a esas injerencias extranjeras y preservar, cueste lo que cueste, los cimientos de sus valores y tradiciones.
Para el régimen ruso, el rumbo a seguir es el de la tradición y la identidad.
MARINA SIMAKOVA
En los escritos que tratan de descifrar estos «valores tradicionales», aparecen a veces como una construcción estratégica para manipular a las masas, de naturaleza estrictamente técnica, y a veces como un concepto genuinamente sustancial, síntoma de una orientación política conservadora hacia la familia, la sexualidad y cuestiones sociales similares. Ambas perspectivas son válidas: cada una simplemente acentúa uno u otro aspecto de la misma dinámica. De hecho, burócratas y propagandistas se han abalanzado sobre la expresión «valores tradicionales», explotándola como una mercancía barata; se han apoderado de ella y la han respaldado sin ponerse de acuerdo previamente sobre su contenido. Sin embargo, esta incoherencia no debe llevarnos a negar la influencia real y creciente, sobre todo desde 2011, que el gobierno pretende ejercer en materia de educación cultural y moral -más incluso que de protección social- en la vida de los ciudadanos rusos.
Por parte de Vladimir Putin, la última novedad fue la firma del Ukase sobre los Valores Tradicionales en noviembre de 2022, con el telón de fondo de los combates más encarnizados en Ucrania. Según el texto, que definió por fin los contornos de los valores tradicionales, éstos son de naturaleza ética y moral. Corresponden a un impresionante conjunto de preceptos inconexos: la vida y la dignidad, los derechos individuales y la libertad, el patriotismo, el civismo y el servicio a la patria, el trabajo como práctica constructiva, la responsabilidad del propio destino y la adopción de elevados ideales morales, la solidez de la familia y la prioridad de lo espiritual sobre lo material, pero también el humanismo y la caridad, el sentido de la justicia y el espíritu de lo colectivo, la ayuda mutua y el respeto recíproco, la memoria histórica, la continuidad generacional y, por último, la unidad de los pueblos de Rusia.
Tal y como se presentan, estos valores pueden remontarse a las fuentes mismas del cristianismo, el islam, el budismo, el judaísmo y otras religiones que antaño se profesaban en territorio ruso, refiriéndose a este origen común como el principio de su unidad. A los ojos de las autoridades rusas, el sustrato mismo de los valores propios de estas religiones habría permanecido fundamentalmente idéntico, sin cambios, cualesquiera que fuesen las disensiones sobre ellos a lo largo de la historia, en particular en materia doctrinal. Estos valores habrían conservado así su significado y su fuerza a través de los siglos y las olas de secularización, permaneciendo como un legado compartido por creyentes y no creyentes. Serían, por tanto, el más preciado de los patrimonios, en la base de la sociedad y de la soberanía del Estado, que hoy deben preservarse a toda costa de cualquier influencia dañina.
Esta desconcertante construcción confirma que los «valores tradicionales» son algo más que un cliché revestido de significado político: son un auténtico ideologema. No son la clave de la organización política del Estado ruso, ni de ningún «estilo» de gobierno, ni mucho menos una herramienta de análisis. No obstante, se trata de un verdadero magma de representaciones, dotado de su propia lógica, a pesar de los aspectos aberrantes o contradictorios que puedan detectarse. Además, los «valores tradicionales» forman parte integrante de la identidad del régimen, cristalizada en la afirmación de la «soberanía cultural» rusa. Si bien hace poco era posible leerlos como la enésima moda de los conservadores en el poder, desde la invasión de Ucrania ha quedado demasiado claro que su significado político está ahora en pleno juego. Su objetivo no es otro que sustituir las lógicas existentes de discusión política por una cosmovisión totalizadora e incondicional. Al promover una moral casi religiosa, esta construcción anticipó la agresiva propaganda de guerra actual, que apela a los sentimientos morales de los rusos para liberar a Ucrania de la depravación occidental y de la perversión nazi. Por tanto, es aún más urgente remontarse a los orígenes de esta representación, rastrear su prehistoria política, averiguar cómo llegó a convertirse en uno de los pilares ideológicos del régimen y, por último, qué revela sobre las relaciones con la religión en un Estado laico.
Ética religiosa frente a derechos humanos
Los primeros ejemplos de esta expresión se remontan a los escritos del arzobispo metropolitano Kirill, patriarca de Moscú y de toda Rusia desde 2009. Diez años antes, publicó un amplio artículo en el que discutía el liberalismo, el tradicionalismo y las normas morales en Europa. En él, se asignaba a Occidente y Oriente una tarea política común: fusionar los «valores neoliberales» -la expansión global de los derechos humanos y las libertades asociadas- con la cosmovisión tradicionalista, comprometida con la preservación de las identidades culturales y religiosas que definen a una comunidad. Consciente de todas las dificultades que entraña armonizar estos «imperativos tan divergentes», Kirill concluyó que éste era el principal «desafío de la era poscomunista». Si este desafío quedaba sin respuesta, el mundo descendería inevitablemente a una espiral de conflictos insolubles.
Los primeros ejemplos de esta expresión se remontan a los escritos del arzobispo metropolitano Kirill.
MARINA SIMAKOVA
Aprovechó la oportunidad para lanzar una mirada crítica, aunque no sin moderación, sobre la idea misma de los derechos humanos como «norma liberal» promovida por las organizaciones internacionales. Admitió que el respeto de los derechos de cada individuo es un principio perfectamente apropiado en el contexto de las relaciones entre Estados. Por otra parte, el metropolitano Kirill veía surgir una dificultad cuando la «norma liberal» pretendía convertirse en un principio indiscutible para regular la existencia colectiva, incluso dentro de países cuyas tradiciones culturales, espirituales y religiosas divergían de esta norma que, por otra parte, no habían contribuido en absoluto a formalizar. En el lenguaje contemporáneo del poder ruso, hablaríamos ahora de un «ataque a la soberanía” cultural, espiritual y religiosa. Según Kirill, este problema se agudiza cada vez más a medida que las fronteras de la Unión Europea se expanden y se desplazan hacia el oeste.
Así, «en términos de valores», el ideal liberal, basado en la generalización de los derechos humanos, parece incompatible con las «orientaciones culturales y religiosas nacionales» de toda una serie de países. Había que ofrecer al mundo una alternativa, y aquí, a ojos de Kirill, residía la gran tarea de Rusia, e incluso su «deber moral». Teocéntrica hasta la médula, hasta lo más profundo de su tradición espiritual, no podía aceptar incondicionalmente el humanismo antropocéntrico en el corazón de la norma liberal. Por el contrario, a Rusia le correspondía defender la variedad cultural del mundo, manteniendo al mismo tiempo un diálogo con el continente europeo y sus tradiciones seculares de diversidad.
El artículo no ocultaba la identidad de sus adversarios: por un lado, Estados Unidos y todos los Estados dispuestos a plegarse a sus fantasías de poder; por otro, los revolucionarios y comunistas que, en su tiempo, se habían esforzado por reinterpretar y reafirmar a su manera el antropocentrismo occidental, siguiendo el ejemplo, en particular, de Máximo Gorki. No es casualidad que el metropolitano Kirill justificara más tarde el deber de Rusia de salvar a Europa de su previsible degeneración moral recordando el socialismo soviético, «un experimento único de creación de una sociedad sin Dios». Impía, inmoral, Europa se habría convertido en ello sólo bajo la influencia de Estados Unidos: de ahí, según el arzobispo metropolitano, la obligación de Rusia de ofrecer al mundo su iluminación y sus advertencias.
Kirill desarrolló sus tesis en una serie de discursos y escritos posteriores, adornándolos con un interminable estribillo sobre la importancia de la moral tradicional. El punto álgido de su actividad creativa se produjo poco antes de su acceso al patriarcado. En 2006, el Consejo Mundial del Pueblo Ruso, hablando en nombre de la Iglesia Ortodoxa Rusa y de «toda la auténtica civilización rusa», adoptó la Declaración de los Derechos Humanos y la Dignidad, inspirada en gran medida por Kirill. Tras pasar revista a un cierto número de valores -desde la fe al patriotismo, pasando por el sentido moral- que ningún «derecho humano» puede justificar que se descuiden, esta declaración subrayaba el peligro de autorizar, en nombre de la ley, comportamientos que «la moral tradicional y todas las religiones históricas» condenan con una sola voz.
Impía, inmoral, Europa se habría convertido en ello sólo bajo la influencia de Estados Unidos.
MARINA SIMAKOVA
Kirill también participó activamente en la culminación de los Principios de la Enseñanza de la Iglesia Ortodoxa Rusa sobre la Dignidad, la Libertad y los Derechos Humanos. En este documento de la Iglesia Ortodoxa Rusa, que presentó y comentó públicamente en 2008, los valores, los intereses del Estado, la moral tradicional y la soberanía cultural aparecían ya como realidades inextricablemente unidas, todas ellas igualmente victimizadas por el progreso desmesurado, inmoral y profano de los derechos humanos. La declaración afirmaba así: «Los derechos humanos individuales no pueden oponerse a los valores e intereses de la Patria, de la comunidad y de la familia. El ejercicio de los derechos humanos no puede legitimar ningún atentado contra las cosas sagradas, los valores culturales o la identidad nacional».
Vladimir Putin celebra la Navidad en la Catedral de la Anunciación en el Klemlin Moscú. Mikhail Klimentyev/Russian Presidential Press and Information Office/TASS/SIPA.
A partir de ese mismo año, 2008, los «valores tradicionales» empezaron a figurar cada vez con más frecuencia entre los temas de las reuniones oficiales, cumbres, discursos y comunicados de la Iglesia Ortodoxa Rusa. Fue entonces, y a través de los escritos de Kirill, cuando se les dio un alcance verdaderamente propagandístico. Kirill estaba convencido de que esos valores, unidos por su génesis común, desempeñaban un papel fundamental en el proceso de reafirmación de la religión en el mundo moderno, es decir, en el proceso político de desecularización. El primer programa sociopolítico elaborado por la Iglesia Ortodoxa Rusa, los Principios de Concepción Social, redactados entre 1994 y 2000, definían los axiomas y objetivos de la Iglesia, así como su estrategia política y sus relaciones con el Estado. Uno de los rasgos notables de su actividad política en aquella época fue su hiperecumenismo, es decir, su apertura a otras confesiones y religiones, que se plasmó menos en un diálogo interconfesional e interreligioso que en una búsqueda constante de apoyo de otras instituciones religiosas, consideradas como otros tantos aliados políticos. Aquí pueden identificarse tres tendencias principales: llamados directos a la cooperación; un esfuerzo retórico por sustituir las palabras «religioso» y «creyente» por «ortodoxo» (e incluso «cristiano»); y un alejamiento de la teología propiamente dicha en favor de la ética tradicional, que Kirill considera en la encrucijada de todas las religiones. En el mundo moderno, afirmó, no es raro que un creyente ortodoxo se sienta más cercano a un musulmán que a un súbdito occidental perfectamente secularizado, incapaz de distinguir el bien del mal. Esto explica la lógica interna del Ukase sobre los Valores Tradicionales: se dice que estos valores son comunes a todos los rusos, porque están arraigados en todas las religiones más extendidas del país, a pesar de sus diferencias internas.
En el mundo moderno, afirmaba Kirill, no es raro que un creyente ortodoxo se sienta más cercano a un musulmán que a un súbdito occidental perfectamente secularizado, incapaz de distinguir el bien del mal.
MARINA SIMAKOVA
Esta fachada hiperecuménica presuponía, sin embargo, la existencia de un hegemón. Naturalmente, fue a la Iglesia Ortodoxa Rusa a la que se asignó el papel de liderar y unificar la cooperación sociopolítica de las religiones. Esta estrategia puede compararse con la que, en la Rusia actual, consiste en erigir el «mundo ruso» en clave de la cuestión nacional, asignando a la cultura y la lengua rusas el papel de unificadoras de las culturas de los pueblos del país. De este modo, la idea de una ética interreligiosa aparece, en última instancia, defendida sobre todo por los representantes institucionales de una confesión concreta: la ortodoxia. Uno de los instrumentos de este pluralismo religioso bajo la bandera de la Iglesia Ortodoxa Rusa fue el Consejo Interreligioso fundado en 1998 por iniciativa de Kirill, que sigue presidiendo en la actualidad. Un episodio notable tuvo lugar en la primavera de 2008, cuando el Consejo Interreligioso envió una carta al Comisario de Derechos Humanos del Consejo de Europa, Thomas Hammarberg, instándolo a no apoyar el acto del orgullo gay que unos activistas planeaban organizar en Moscú. El argumento del Consejo se basaba en la idea de que la inmensa mayoría de la sociedad rusa no reconocía la homosexualidad como una norma. En la raíz de esta inusual unanimidad, el Consejo situaba precisamente «las concepciones morales de las religiones tradicionales de Rusia, cuyos orígenes se remontan a los albores de los tiempos», las mismas representaciones que pronto se llamarían «valores tradicionales».
Los valores familiares frente a la inmoralidad
Los «valores tradicionales» entraron en la retórica oficial de las autoridades laicas en el contexto de los debates sobre los valores familiares. El tema de la familia se convirtió muy pronto en una de las principales preocupaciones del gobierno, en la época en que Kirill trataba de terminar los textos programáticos de la Iglesia. Desde mediados de los años noventa, Vladimir Putin se basó en los escritos de Solzhenitsyn para apoyar la necesidad de «preservar al pueblo» (es decir, proteger a la familia como institución tradicionalmente vinculada a las funciones de reproducción social), al tiempo que llamaba la atención sobre las cuestiones relacionadas con la infancia y la maternidad. La política demográfica adoptó así un giro claramente pronatalista, alimentado por una serie de directivas que promovían el respeto de la institución familiar. En 2007-2008, se elaboró un nuevo Libro Blanco sobre Política Pública en Materia de Educación Espiritual y Moral de los Niños, con aportaciones de varios expertos, entre ellos representantes de la Iglesia Ortodoxa Rusa. En él se afirmaba que la moralidad de los niños, más allá de cualquier forma de control gubernamental, estaba siendo influenciada negativamente por fuentes de información que podían «disolver los valores morales tradicionales de los pueblos de Rusia». El texto veía en ello una amenaza real para la seguridad del Estado y desarrollaba una compleja combinación retórica, bastante típica de la prosa oficial, articulando de diversas maneras las palabras «moral», «tradicional», «valores» y «familia».
Cualquiera que fuera esta combinación, los «valores tradicionales» se convirtieron en el fundamento de toda la educación de los niños y la protección de sus intereses. El origen religioso de estos valores no estaba en el centro del debate, aparte de una referencia a la necesidad de cooperar con organizaciones de religiones «tradicionales» (o «históricamente representadas» en Rusia) en el ámbito de la protección de la infancia. Al mismo tiempo, sin embargo, un discurso de Dimitri Medvédev apuntaba claramente en esta dirección: «Hemos cerrado 80 años de la historia más oscura, durante los cuales todos los sucedáneos de la moral han sido incapaces de generar algo que sustituyera a la fe y la moral, que están en gran medida vinculadas a la religión. […] En este campo, todo invento es algo artificial». Es más, este discurso de 2007 ya apuntaba a los restos de una religión (no especificada) como fuente de una moral eterna y orgánicamente formada: en esencia, trataba de naturalizar la cultura para dar a la moral una base natural, en línea con la estrategia ideológica general del Kremlin, que Putin mismo utilizaría más tarde.
No es de extrañar, pues, que 2008 haya sido declarado «Año de la Familia» y que el 28 de junio, festivo en 2022, haya sido declarado «Día de la Familia, el Amor y la Fidelidad». Bajo el patrocinio de la primera dama, Svetlana Medvédeva, las celebraciones tuvieron lugar en varias ciudades del país. El «Día de la Familia» recibió su símbolo: los príncipes Pedro y Febronia de Múrom, canonizados en el siglo XVI. El decreto presidencial por el que se aprobaba la instauración del «Año de la Familia» y los actos asociados subrayaba la necesidad de reforzar los «valores familiares fundamentales». Aunque no se explicitaban en ninguna parte, la familia empezó a promoverse como una unión sólidamente establecida entre adultos de distinto sexo, con uno o más hijos. Este modelo de familia se convirtió así en un emblema de la tradición, con exclusión de cualquier otro tipo de relación sexual o de pareja. Obviamente, cualquier forma de familia o unión podría, en teoría, ser «tradicional». Sin embargo, fue efectivamente la pareja heterosexual con hijos la que se estableció gradualmente como la base sustancial de la moral rusa, la portadora de sus valores y el medio para su transmisión. Esta visión conservadora de las relaciones familiares iba a reforzarse con el tiempo, extendiéndose más allá de la organización de la vida familiar.
En el Libro Blanco sobre la Política Pública de la Familia, adoptado en 2014 y en vigor hasta 2025, se afirman plenamente los valores tradicionales. Constituyen una auténtica prioridad para el Estado. A través de la familia, que el gobierno considera una opción personal, una institución que exige lealtad y un objeto de regulación, la moral tradicional fusiona lo privado, lo público y lo estatal. Aquí reside la pragmática política de los «valores tradicionales» como pilar ideológico. Este enfoque pragmático puede apreciarse en la política familiar del Kremlin, que se compromete a evitar la metafísica de las «religiones históricas» sin, por ello, romper del todo con ellas.
La espiritualidad y sus «eslabones perdidos”
Desde el principio de su reinado, Vladimir Putin ha hecho numerosas declaraciones moralizantes sobre la importancia vital de lo espiritual. Sin embargo, su retórica ha evolucionado con el tiempo, y aquí debemos reconstruir el cambio que ha visto cristalizar sus intuiciones dispersas sobre la vida espiritual en una verdadera ideología de los valores tradicionales.
Los valores tradicionales son una auténtica prioridad para el Estado.
MARINA SIMAKOVA
La primera fase tuvo lugar entre 2000 y 2007. Las palabras «espiritualidad», «moral» y «valores» aparecieron de forma fragmentaria, sin ningún vínculo real que estabilizara su significado. Por ejemplo, en su primer discurso ante el Consejo de la Federación, Vladimir Putin señaló que la nueva Rusia, a pesar de su apertura al mundo, tenía que emprender la búsqueda de «sus propias respuestas a las cuestiones espirituales y morales». El 31 de diciembre de 2004, en su discurso de Año Nuevo, añadió: «Todas nuestras prioridades están vinculadas al desarrollo intelectual y espiritual de la humanidad». En un discurso pronunciado al año siguiente, destacó por fin estos «valores», que «permanecerían inquebrantables e inalterados en suelo ruso a lo largo de los siglos». Sin embargo, estos valores de solidaridad, confianza y fiabilidad, medidos en términos de moralidad y no de reputación individual, aún no estaban explícitamente vinculados a la espiritualidad y la tradición.
Este vínculo no se estableció hasta 2007. A punto de convertirse en primer ministro, el presidente dejó una especie de testamento, la culminación del anterior ciclo de discursos, que el partido gobernante denominó «Plan Putin». Anunció que la sociedad rusa había perdido sus «tradiciones espirituales» como consecuencia de las dificultades económicas del periodo de transición que siguió al colapso de la URSS. Si bien es cierto que el país se ha recuperado, el restablecimiento de la estabilidad política y económica no debe eclipsar la unidad espiritual y los valores morales. Vladimir Putin añadió a este respecto que el estado de ánimo de la población no se derivaba en modo alguno de los fundamentos socioeconómicos, sino que, por el contrario, la verdadera «infraestructura de las relaciones económicas y políticas» residía en los «auténticos valores culturales» y en el «sistema general de puntos de referencia morales». No es de extrañar, pues, que la palabra «espiritualidad» apareciera repetidamente en este discurso, que sustituía el materialismo económico por el idealismo más vulgar.
Pero, ¿a qué se refiere exactamente el presidente ruso cuando habla de «espiritualidad», tanto en sus discursos oficiales como en su discurso personal? Esta palabra pertenece naturalmente al léxico religioso. Como concepto, tomó forma entre los eslavófilos (representantes de un movimiento intelectual y político del siglo XIX basado en Rusia en la idea de un «genio» nacional particular) bajo la triple influencia del romanticismo alemán, la patrística ortodoxa y las cuestiones en torno a la «cultura nacional» de la época. Es aquí donde se originaron las reflexiones sobre la especificidad de la espiritualidad rusa, que continuaron en todo el pensamiento religioso del cambio de siglo. A riesgo de simplificar demasiado, puede considerarse que estas doctrinas tienen en común una concepción de la espiritualidad como vida interior en la que, citando al filósofo religioso Vladimir Soloviev, «lo verdadero, lo bueno y lo bello» están perpetuamente en relación armoniosa. Si esta concordancia es el resultado de la acción divina, requiere un esfuerzo por parte del Hombre, y se manifiesta entonces en cada una de sus acciones. En otras palabras, se trata de un movimiento interior hacia un ideal superior, que se realiza en la vida cotidiana y le da sentido.
Aunque esto pueda parecer más sorprendente, cabe señalar que el término «espiritualidad» también aparece en textos y contextos soviéticos. Aplicado al pueblo soviético y al hombre soviético, significaba sobre todo la capacidad y la convicción interior de anteponer los valores inmateriales a los materiales. Esta espiritualidad soviética era, por tanto, menos una cualidad que una decisión moral: el rechazo a dejarse llevar por los intereses mercantiles. Sin embargo, el ukase de 2022 no contiene otra cosa que esta espiritualidad como elección universal y socialmente aprobada. Hasta cierto punto, se podría leer ahí una interpretación psicologizante de la proposición Nº9 del Código Moral del Constructor del Comunismo, aprobado en 1961 en el XX Congreso, que llamaba a la «intransigencia frente a la injusticia, el parasitismo, la deshonestidad, el arribismo y la codicia». Vladimir Putin se refiere con frecuencia a este Código Moral soviético en sus discursos, deplorando la desaparición de los valores en él enunciados. Considerando que dicho código, desprovisto de toda originalidad, enunciaba simples máximas bíblicas, el presidente ruso sugiere recurrir a las confesiones religiosas rusas que, según él, se adhieren a preceptos similares desde la época prerrevolucionaria.
¿Cómo dio Vladimir Putin ese salto del materialismo al idealismo y de la espiritualidad soviética a la espiritualidad casi religiosa? Este cambio es, sin duda, independiente de las propuestas del patriarca Kirill, aunque hace eco de ellas; igualmente es dudoso que se inspirara en una lectura profunda de los escritos del filósofo conservador Ivan Ilin o del pensador religioso Nikolai Berdiaev, aunque a menudo hace referencia a ellos. Sin embargo, hay un autor que podría haber reforzado personalmente la preocupación de Vladimir Putin por la espiritualidad: Alexander Solzhenitsyn. El presidente ruso nunca ha perdido la oportunidad de subrayar la importancia de sus escritos; le concedió el Premio Estatal de la Federación Rusa, encargó una versión de Archipiélago Gulag para las escuelas y ha expresado su profundo respeto por el escritor en más de un sentido. Es más, entre 2000 y 2007, Vladimir Putin visitó en varias ocasiones la residencia de Solzhenitsyn, cerca de Moscú y, según ha informado la prensa, mantuvo con él largas y familiares conversaciones. El año pasado, en el Foro Valdai, Putin citó el famoso discurso de Harvard en el que Solzhenitsyn advertía a Occidente de su «ceguera por la supremacía» y su «falta de espiritualidad».
Esta espiritualidad soviética era, por tanto, menos una cualidad que una decisión moral: el rechazo a dejarse llevar por los intereses mercantiles.
MARINA SIMAKOVA
La segunda etapa data de 2008-2011, cuando Putin era primer ministro. En aquel momento, su política consistía en dos tendencias principales, que más tarde se reforzarían mutuamente. Por un lado, aumentar el número de programas gubernamentales destinados a la educación espiritual de la población. A la ya mencionada política familiar se sumó en 2010 el programa «Educación patriótica de los ciudadanos», que pretendía «regenerar la espiritualidad», en un espíritu similar al de la última época soviética. Por otra parte, el Kremlin prosiguió su acercamiento político a la Iglesia Ortodoxa Rusa. El objetivo ya no era simplemente apoyar a la institución y sus intereses, sino implicar a la Iglesia en labores sociopolíticas seculares como aliada del Estado y aumentar su presencia en los medios de comunicación. Hubo una verdadera explosión de gestos simbólicos en este sentido: los miembros del partido gobernante empezaron a participar de forma cada vez más viva en rituales ortodoxos, al tiempo que multiplicaban sus declaraciones a favor de la Iglesia. El propio Vladimir Putin repetía constantemente que llevaba una vida religiosa y veneraba a los santos rusos. Uno de los actos más sonados fue su homenaje en 2011 al «Cinturón de la Virgen», al que asistieron miles de creyentes rusos.
Preocupado sobre todo por preparar su imagen para las elecciones presidenciales de 2012, las campañas mediáticas de Vladimir Putin hicieron hincapié en su fuerza, su intrepidez y su respeto por el mundo antiguo; demostró su gusto por las antigüedades escenificando su descubrimiento de dos ánforas de 15 siglos de antigüedad en el fondo del mar de Azov. Mientras tanto, los decretos e instrucciones del presidente Medvédev continuaron en la línea marcada por su predecesor: preservar la «identidad espiritual», reforzar la «unidad espiritual» y no descuidar los «valores morales» como factores de desarrollo del país. El año 2009 vio la reinstauración del clero militar por primera vez desde la época prerrevolucionaria, mientras que una nueva disciplina destinada a aunar los fundamentos de la ética religiosa y laica, la «Educación Espiritual y Moral», hacía su aparición en las escuelas rusas. El punto de inflexión se produjo en 2012, cuando el regreso de Vladimir Putin a la presidencia supuso un claro giro conservador. Desde este punto de vista, la ocupación de Crimea en 2014 y las acciones militares de Rusia en el este de Ucrania solo sirvieron para reforzar un movimiento ideológico preexistente, acentuando su dimensión agresiva.
Ya en 2012, Vladimir Putin hizo una estruendosa declaración y diagnosticó un «déficit de vínculos espirituales» (deficit dukhovnikh skrep) en la sociedad rusa. Esta expresión (que pasó instantáneamente al uso común) sonaba arcaica, a pesar de que se utilizó hasta la década de 1990, habiendo aparecido por primera vez a principios de siglo en los escritos del historiador Vasili Kliutchevsky y el filósofo Nikolai Berdiaev, y luego del propio Solzhenitsyn, quien en su discurso del Premio Nobel se refirió a la lengua nacional como el «vínculo de la nación» (skrepa nacii). El significado de Vladimir Putin estaba perfectamente claro, ya que él mismo enumeró los «vínculos espirituales» implicados -misericordia, compasión, simpatía, ayuda mutua y apoyo- como puntos de referencia morales compartidos por todos los habitantes del «mundo ruso» desde tiempos inmemoriales. La moralidad común, tanto un ideal regulador como un verdadero sentido moral, pretendía así unir a toda la población en un todo social y transformar una sociedad fragmentada en una sociedad consolidada. Estos puntos de referencia morales se consideraban evidentes, inherentes, naturales y siempre presentes en todos. Pero, añadía Vladimir Putin, estos vínculos que siempre habían conformado orgánicamente la espiritualidad rusa habían dejado de desempeñar su papel cimentador.
La moralidad común, tanto un ideal regulador como un verdadero sentido moral, pretendía así unir a toda la población en un todo social y transformar una sociedad fragmentada en una sociedad consolidada.
MARINA SIMAKOVA
En su opinión, había dos razones para ello: en primer lugar, la Revolución y la Guerra Civil, que habían sacudido los cimientos seculares del pueblo ruso al tiempo que dividían a la sociedad; en segundo lugar, y más recientemente, las convulsiones económicas de los años noventa. Se dice que las limitaciones de la supervivencia material durante esta difícil década llevaron a la gente a olvidar sus prioridades espirituales y a sacrificar su sentido de la moralidad. Este tipo de trauma fue consecuencia de la «terapia de choque» y de la dinámica que acompañó al paso a la economía de mercado y a toda la transición postsoviética. Por eso, nada más volver a la presidencia en 2012, Putin se apresuró a proclamar que ya se había alcanzado la estabilidad económica, que las dificultades eran cosa del pasado y que ya era hora de inaugurar la parte sustantiva de la vida política: la restauración del rumbo espiritual de los ciudadanos rusos.
Por el camino de los «sentimientos superiores”
Antes y después de la invasión de Ucrania, los representantes del gobierno ruso han insistido en que en Rusia no existe la «ideología», en el sentido de una gran narrativa del tipo de las que se enfrentaron durante la Guerra Fría. Del mismo modo, a lo largo de las décadas 2000 y 2010, analistas y comentaristas repitieron que no existía tal cosa como una «idea nacional» en Rusia, a pesar de los mejores esfuerzos de quienes estaban en el poder. El propio Putin subrayó que no era necesario tener una idea nacional, ya que bastaba con un simple «principio unificador». A los ojos de todos estos actores y exégetas de la política, reivindicar una ideología equivaldría a abrir la vía a una intrusión del poder en la esfera de las convicciones humanas, a ejercer una presión ideológica de forma totalitaria: la nueva Rusia no podía permitirse eso. Al tiempo que negaba estar produciendo o actuando de acuerdo con una ideología, el Kremlin pretendía simplemente basarse en lo que ya existía, en los elementos que supuestamente siempre habían estado presentes en suelo ruso y que, según esta lógica, no requerían ninguna forma de imposición o intrusión en el ámbito de la libre conciencia.
Este elemento no es otro que los valores morales y éticos derivados de las «religiones tradicionales de Rusia», independientemente de prácticas o textos religiosos, ya que están presentes en las mentes de todos y cada uno de nosotros, independientemente del eclipse temporal causado por las realidades económicas y los encantos de Occidente. Por lo tanto, ha llegado el momento de exhumar esta moral del mundo interior de cada ciudadano ruso, de demostrar que existe en todos y cada uno de ellos. De este modo, las autoridades rusas no pretenden decretar la moralidad: se limitan a revivir con valentía una moralidad preexistente. En su discurso de 2012 sobre los «lazos» espirituales, Putin afirmaba así que la ley no estaba en condiciones de establecer la moral: nada más natural, una vez que consideramos la moral no como un conjunto de ideas, ni siquiera como una visión del mundo (mirovozzrenie), sino como una percepción, un sentido o un sentimiento del mundo (mirooščuščenie). El sentimiento no puede decretarse, como tampoco puede establecerse por ley.
Las autoridades rusas no pretenden decretar la moralidad: se limitan a revivir con valentía una moralidad preexistente.
MARINA SIMAKOVA
Esta es, pues, la maniobra esencial del putinismo tardío: instar al cultivo de un sentimiento oscuramente presente en la conciencia o en la memoria, pero íntimamente sentido por todos. En realidad, ni siquiera es un «sentimiento», sino un modo de sensación, alineado con un ideal. Esta moral del sentimiento se opone a todo deseo de actuar conforme a normas, argumentos e intereses propios, que son el dominio de la política, el derecho y la organización material. Para los actuales dirigentes rusos, una preocupación excesiva por los procesos políticos y jurídicos (el aspecto formal de la vida política), por no hablar de la economía (su aspecto material), impediría a los ciudadanos compartir una aspiración común a «lo verdadero, lo bueno y lo bello». En esta percepción del mundo, que obviamente imaginamos viene dada a todo ruso, esta aspiración sería tan natural como la necesidad de respirar.
Este constructo es, de hecho, el principal giro ideológico y político del régimen de Putin. La política del Kremlin en materia de espiritualidad, a la vez cuasi religiosa y laica, pretende apoyar el orden natural de las cosas: se trata, pues, de un programa ideologizado que niega constantemente su naturaleza política y arbitraria. La lógica política y geopolítica del putinismo emana de un orden cuasi natural, de regularidades morales estabilizadas a lo largo de los siglos. Es en sí misma donde encuentra su justificación. Este tipo de lógica permite a los que están en el poder evitar cualquier argumento claro, convincente y práctico a la hora de aplicar sus decisiones políticas.
En la raíz de este retorcimiento hay un autoengaño, orquestado por toda una serie de actores bajo el liderazgo del principal autoengañador. La única verdad que consideran válida en el ámbito de la lucha económica y política, y que designan como punto de referencia para todos los ciudadanos, es una verdad apolítica, deliberadamente apolítica, del orden de una moral universal, y al mismo tiempo individualmente sentida. Esto explica, al menos en parte, el proceso de profunda despolitización de la sociedad rusa, una despolitización deliberada desde arriba, pero también la dinámica de descomposición política de la propia élite.
La paradoja aquí reside en el hecho de que, según el Libro Blanco sobre la Seguridad Nacional del Estado Ruso, estos valores, que se supone que se han establecido históricamente -aunque no entendemos cuándo ni cómo-, necesitan ser protegidos constantemente de las amenazas externas; por otro lado, se dice que la espiritualidad en la que se basan estos mismos valores es capaz de sobrevivir a cualquier cosa. Como dijo Solzhenitsyn en el discurso de Harvard al que Putin es tan aficionado: «después de sufrir décadas de violencia y opresión, el alma humana aspira a cosas más elevadas, más ardientes, más puras que las que ofrecen hoy los hábitos de una sociedad masificada». Las aspiraciones profundas y los sentimientos morales del hombre ruso son, pues, inexpugnables. Sin embargo, en el camino de estos sentimientos «más elevados», siempre hay una presencia hostil: la República de las Dos Naciones (unión de Polonia y Lituania en las fronteras de Rusia de 1569 a 1795), Austria-Hungría, los bolcheviques… En fin, tantos proyectos «antirrusos», los mismos que, según Vladimir Putin, Occidente vuelve a desplegar a través de Ucrania.
El putinismo es un sistema de representaciones plagado de contradicciones. En primer lugar, hace imposible la discusión política, ya que consiste precisamente en hacer pasar las representaciones de alguien por los sentimientos de otro. Se presenta como desprovisto de «ideología», aunque podemos detectar en él vestigios del Código Moral del Constructor del Comunismo, que se articulan, no sin estrépito, con los preceptos de los rusófilos soviéticos -del calibre de un Solzhenitsyn- y el revanchismo de los clérigos -del calibre de un Kirill-. Los clérigos, a su vez, afirman simultáneamente que la experiencia soviética (sea lo que sea lo que quieran decir con eso) pertenece al pasado, mientras que al mismo tiempo llevan a cabo una lucha implacable contra ese pasado, utilizando métodos que toman prestados de su propia experiencia soviética. Siguiendo con el tema de las contradicciones, la aspiración autoritaria al control total de los procesos políticos y legales está en permanente tensión con el desprecio por el formalismo y la ley, justificado por el hecho de que los sentimientos morales están por encima de todo. Del mismo modo, la necesidad de resolver cuestiones de seguridad material y desarrollo económico choca con la negación de todos los valores materiales. Por último, la intención de llevar a cabo una política real, guiada únicamente por intereses nacionales prácticos, choca con el principio de una preocupación exclusiva por la moral y los ideales.
El putinismo hace imposible la discusión política, ya que consiste precisamente en hacer pasar las representaciones de alguien por los sentimientos de otro.
MARINA SIMAKOVA
El marco en el que ha tomado forma el régimen de Vladimir Putin es, en efecto, este conflicto entre representaciones mutuamente excluyentes, y no parece haber encontrado solución en las últimas décadas. Cuanto más aumenta el desacuerdo político entre estas representaciones, más se intensifica su exclusión mutua, reduciendo a la nada cualquier posibilidad de discusión política, ya que cada cuestión concreta es sustituida por la propaganda de los «valores tradicionales», es decir, los valores eternos. En la actualidad, la progresiva despolitización de las contradicciones ideales del régimen ha creado una configuración en la que todos los medios para articularlas, desde los medios de comunicación independientes hasta las iniciativas ciudadanas, han sido deliberadamente desmantelados. Como resultado, el régimen no es deudor de ninguna reconfiguración política, sólo de la destrucción total. Lo único que le queda son sus tanques, misiles y drones, que, como empecinadamente difunde la televisión estatal, traen «lo verdadero, lo bueno y lo bello» a Ucrania.
NOTAS:
1. El texto que traducimos a continuación adquiere un sentido de urgencia redoblado. Se trata de un artículo que apareció en la revista de oposición Posle, escrito por Marina Simakova, historiadora de las ideas políticas especializada en las ideologías y su evolución histórica. En él, la autora disecciona la noción de «valores tradicionales», actualmente uno de los pilares de la política cultural, espiritual, política y geopolítica de Putin. Demuestra, con fuentes en la mano, que esta construcción se nutre de una triple fuente: el «revanchismo de los clérigos», y en particular la obra personal de Kirill, patriarca de Moscú y de Todas las Rusias desde 2009, en sus cruzadas contra el Occidente amoral; ciertos preceptos de la ética soviética incluidos en el Código Moral del Constructor del Comunismo de 1961; por último, el renacimiento de la idea de la espiritualidad eterna del Hombre ruso, glorificada por una miríada de escritores, desde los eslavófilos de principios del siglo XIX hasta el discurso de Alexander Solzhenitsyn en Harvard en 1978.
2. El jueves 30 de noviembre de 2023, el juez del Tribunal Supremo ruso Oleg Nefedov confirmó la petición del Ministerio de Justicia de prohibir el «movimiento social internacional LGBT», tras su reclasificación como «organización extremista». Primer acto: tal decisión reduce (al menos potencialmente) cualquier identidad sexual a una identidad política, cualquier preferencia a una ideología. Segundo acto: la Rusia de Vladimir Putin hace lo que Trump no pudo hacer en Estados Unidos, cuando pidió que Antifa fuera clasificada como organización terrorista, es decir, prohibir no una agrupación, una organización con existencia jurídica y política propia, sino un movimiento de grupos e individuos que luchan por derechos concretos. El Tribunal Supremo ruso emitió su veredicto a puerta cerrada, tras una década de reformas hostiles. En 2006, la ofensiva legal se inició en la región de Riazán, donde se aprobó una ley que prohibía la «propaganda de la homosexualidad», es decir, las acciones públicas destinadas a «promover», entre los menores, las relaciones entre personas del mismo sexo, es decir (otra vez potencialmente) cualquier exhibición pública de dichas relaciones. Entre 2011 y 2013, proliferaron leyes similares en todas las regiones rusas. Prepararon el camino para la ley federal de 2013, en virtud de la cual la Duma impuso sanciones administrativas por cualquier «propaganda de relaciones sexuales no tradicionales entre menores». Desde entonces, las personas LGTB viven cada vez más vigiladas, sometidas a prohibiciones de actos públicos y a presiones asfixiantes, en un ambiente cada vez más conservador, ya que ese mismo año 2013 también se formalizó un nuevo Libro Blanco sobre la Política Familiar Nacional y una ley que castiga la «ofensa a los sentimientos de los creyentes». Por último, hace exactamente un año, en noviembre de 2022, la Duma introdujo multas de hasta 400 mil rublos para particulares y 5 millones para personas jurídicas (4 mil y 50 mil euros respectivamente) por «promover relaciones y orientaciones sexuales no tradicionales», así como el cambio de sexo, esta vez entre personas de todas las edades.
3. Sobre la noción de “soberanía cultural”, véase, de la misma autora: https://posle.media/language/en/war-and-sovereign-culture/
4. Parte de sus escritos está disponible en francés con el título L’Évangile et la liberté : les valeurs de la tradition dans la société laïque, París, Éditions du Cerf, 2006.
5. En ese momento, en 1999, ninguno de los países del antiguo bloque del Este se había adherido a la Unión, aunque la mayoría de ellos ya habían presentado solicitudes de adhesión entre 1994 y 1996, que entonces se estaban examinando.
6. Cabe señalar que la expresión «valores tradicionales» no estuvo del todo ausente de los discursos de otros representantes de la Iglesia, como el patriarca Aleksei II y el diácono (ahora desterrado) Kuraev.
7. Durante sus primeros años en el poder, Vladimir Putin concedió una serie de entrevistas a periodistas, y en particular al autor de su primera biografía, publicada a principios de la década de 2000, en las que revelaba con orgullo que la espiritualidad, especialmente honrada en su familia, había compensado sus modestas condiciones de vida y las escasas oportunidades que le ofrecieron sus padres.
8. Este discurso, pronunciado en Harvard en 1978, se publicó en francés con el título Le déclin du courage.