Por Mario Ghibellini-Diario El Comercio.
El título de esta columna parece el de un cuento. Y sin embargo, resume la explicación que, según Hugo Coya, el ahora exministro de Cultura, Francesco Petrozzi, le dio para pedirle su renuncia a la presidencia del IRTP.
“Dos funcionarias lo han envenenado al presidente”, dice que le dijo. Y dentro del contexto de lo declarado por Coya a distintos medios, se entiende que la ponzoña habría estado relacionada con la cobertura informativa del canal 7 a eventos políticos contrarios a los intereses del gobierno: la reacción de Mark Vito Villanella a la noticia de que Keiko iba a ser liberada, las opiniones de Milagros Salazar sobre alguna materia ignota, etc.
En realidad, cualquiera que hubiese escuchado la entrevista que el otrora responsable de la estación estatal dio a “Cuarto poder” el domingo por la noche, sabía que el ministro había sido rociado con napalm y que el humo había dejado tosiendo a Vizcarra. Pero parece que en Palacio rematan los fines de semana con algún bingo casero o una retreta a puerta cerrada, porque no se enteraron de nada y dejaron que el fuego se extendiera.
Petrozzi dio simplemente una versión diferente de los hechos y durante los dos días siguientes forcejeó para no soltar la cartera. El lunes, a la salida de una reunión con el premier Vicente Zeballos, anunció incluso con una insólita sonrisa que “por el momento” seguía en el cargo: todo un homenaje a esa forma despreocupada de enfrentar la adversidad que se conoce como “vivir el momento”.
Al final, no obstante, el destino le dio alcance y tuvo que sacarse el fajín, con lo que quedó claro que el propio gobierno reconocía que algo en su proceder no había sido correcto. Eso no quiere decir, desde luego, que todo lo relatado por Coya fuera necesariamente cierto, pero era verosímil y, en política, eso es lo que importa.
–Hipotéticas señoras–
Es verosímil, para empezar, que al presidente no le cuadre que el canal sobre el que tiene poder omnímodo les preste pantalla a sus archienemigos. Es verosímil también que, delante de Coya, el ministro de Cultura tratara de zafarse de la ingrata responsabilidad del cese atribuyéndoles la decisión a otros. Y es verosímil, por último, que utilizara para ello la consabida fórmula de no culpar al rey, sino a sus consejeros.
¿Quiénes son las dos funcionarias que supuestamente “envenenaron” al presidente? Vaya uno a saber. Lo mismo pueden ser unas NN que unas MM. Pero evidentemente las que oprimieron el botón de eyección no fueron ellas.
Esas hipotéticas señoras podrán tener todo el talento para brujas que la tradición oral les quiera conceder, pero el que firmó la resolución suprema de destitución junto a Petrozzi fue el jefe de Estado. Toda persona vive rodeada de gente que le sugiere hacer necedades. Y mientras más importante es la posición que ocupa, más individuos de esas características tienden a acercársele. Permitirles la proximidad y, peor todavía, hacerles caso es, sin embargo, responsabilidad de uno mismo.
Con frecuencia escuchamos a los críticos de esta administración sostener que el presidente “está mal asesorado”. Pero, en realidad, esa es solo una figura retórica. Aun cuando algunos pretendan darles cierta corporeidad a esos presuntos “asesores” aportando detalles sobre su nacionalidad o su exacta ubicación en los círculos del poder palaciego, estamos sencillamente ante encarnaciones fabulosas de las voces que habitan dentro de la mente del gobernante.
El manejo de este enojoso asunto, por lo demás, lleva la firma del mandatario y de su intrépido copiloto –el premier Zeballos– por todos lados. ¿No ha sido acaso el intento de defender a los ministros ya calcinados por ‘méritos’ diversos una constante de este gobierno desde que el presidente ordenó disolver el Congreso? ¿No fue eso lo que sucedió con Jorge Meléndez y Zulema Tomás antes de Petrozzi, y lo que parece que va a suceder ahora también con Trujillo?
Un ministro, dicho sea de paso, que fue despachado originalmente del gobierno por lo incontrastable de sus despropósitos y cuyo tozudo retorno al Gabinete después del 30 de setiembre invita, en este nuevo contexto, a una reflexión con lupa.
–Telúrico y magnético–
Pero volvamos al jefe de Estado. El problema con él, para esta pequeña columna, no es solamente que no sabe qué hacer con el país. El problema, se diría, es que tampoco quiere saberlo y que no tiene la menor intención de ser movido de su zona de confort. Por eso, se rodea de ministros sin destellos pero atados a él por algún vínculo telúrico y magnético. Por eso daría la impresión de confundir a veces el Gabinete con una peña moqueguana. Y por eso, como tantos jalifas de este mundo, consiente en torno a sí un cerco de funcionarios y funcionarias que le dicen lo que quiere escuchar, y con la inflexión dramática que necesita para tomar las decisiones que, secretamente, ya tiene tomadas.
Lo sucedido específicamente con Petrozzi –nos referimos al intento de retenerlo en el equipo ministerial más allá de lo razonable– inquieta, pero no alarma. Cualquier observador atento de su performance como político y su gestión como ministro intuía que su destino era ser sacrificado en algún momento entre Thanksgiving y Navidad.
Lo que alarma es, más bien, la extendida vocación ciudadana por andar creyendo que, cuando incurre en algún desacierto o atropello, el mandatario lo hace por culpa de sus asesores. O, para retomar la expresión en boga por estos días, que es un presidente envenenado.
Parece el título de un cuento. Y es un cuento.
Presidente envenenado
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