La historia se desarrolla en Lima (Perú) y en sus alrededores. Tres comunidades viven vecinas: los conquistadores españoles son los sucesores de la nobleza local, los indios están en posiciones subordinadas y los mestizos en una situación intermedia, mal vistos tanto por españoles como por indios.
El judio Samuel prometió dar a Andrés Certa como esposa a su hija Sarah. Pero Sarah -muy atraída por la religión católica- está enamorada del joven jefe indio Martín Paz.
A raíz de un altercado con Andrés Certa, Martín Paz tiene que huir. Todo el mundo le cree muerto, pero encuentra refugio con el marqués español De Vegal que lo tiene bajo su protección y lo aconseja: Óyeme –le dice–, puesto que te quiero como a un hijo. Lo digo con dolor, pero a nosotros, los españoles, hijos degenerados de una raza poderosa, nos falta la energía necesaria para levantar un Estado, y, por consiguiente a ustedes les corresponde triunfar en este desdichado “americanismo” que tiende a rechazar a los colonos extranjeros. Es importante que sepas que sólo una inmigración europea puede salvar el antiguo imperio peruano, en vez de esa guerra que preparáis, y que excluirá todas las castas, a excepción de una sola. ¡Ustedes tienen que tender la mano a los hombres trabajadores del Viejo Mundo!
A continuación un fragmento de la novela:
Por Julio Verne
El dorado disco del sol habíase ocultado tras los elevados picos de las cordilleras; pero a través del transparente velo nocturno en que se envolvía el hermoso cielo peruano, brillaba cierta luminosidad que permitía distinguir claramente los objetos.
Era la hora en que el viento bienhechor, que soplaba fuera de las viviendas, permitía vivir a la europea, y los habitantes de Lima, envueltos en sus ligeros abrigos y conversando seriamente de los más fútiles asuntos, recorrían las calles de la población.
Había, pues, gran movimiento en la plaza Mayor, ese foro de la antigua Ciudad de los Reyes. Los artesanos disfrutaban de la frescura de la tarde, descansando de sus trabajos diarios, y los vendedores circulaban entre la muchedumbre, pregonando a grandes voces la excelencia de sus mercancías.
Las mujeres, con el rostro cuidadosamente oculto bajo la toca, circulaban alrededor de los grupos de fumadores. Algunas señoras en traje de baile, y con su abundante cabello recogido con flores naturales, se paseaban gravemente en sus carretelas. Los indios pasaban sin levantar los ojos del suelo, no creyéndose dignos de mirar a las personas, pero conteniendo en silencio la envidia que los consumía. Los mestizos, relegados como los indios a las últimas capas sociales, exteriorizaban su descontento más ruidosamente.
En cuanto a los españoles, orgullosos descendientes de Pizarro, llevaban la cabeza erguida, como en el tiempo en que sus antepasados fundaron la Ciudad de los Reyes, envolviendo en su desprecio a los indios, a quienes habían vencido, y a los mestizos nacidos de sus relaciones con los indígenas del Nuevo Mundo. Los indios, como todas las razas reducidas a la servidumbre, sólo pensaban en romper sus cadenas, confundiendo en su profunda aversión a los vencedores del antiguo Imperio de los incas y a los mestizos, especie de clase media orgullosa e insolente.
Los mestizos, que eran españoles por el desprecio con que miraban a los indios, e indios por el odio que profesaban a los españoles, se consumían entre estos dos sentimientos igualmente vivos.
Cerca de la hermosa fuente levantada en medio de la plaza Mayor, había un grupo de jóvenes, todos mestizos, que, envueltos en sus ponchos, como manta de algodón de cuadros, larga y perforada con una abertura que da paso a la cabeza, vestidos con anchos pantalones rayados de mil colores, y cubiertos con sombreros de anchas alas hechos de paja de Guayaquil, hablaban, gritaban y gesticulaban.
–Tienes razón, Andrés –decía un hombrecillo muy obsequioso, llamado Milflores.
Este Milflores era una especie de parásito que padecía Andrés Certa, joven mestizo, hijo de un rico mercader que había caído muerto en uno de los últimos motines promovidos por el conspirador Lafuente. Andrés Certa había heredado un gran caudal, que derrochaba en obsequio de sus amigos, de quienes, a cambio de sus puñados de oro, sólo exigía complacencias.
–Los cambios de poder, los pronunciamientos eternos, ¿para qué sirven? –preguntó Andrés en alta voz–. Si aquí no reina la igualdad, poco importa que gobierne Gambarra o Santa Cruz.
–¡Bien dicho, bien dicho! –exclamó el pequeño Milflores, quien con gobierno igualitario o sin él jamás habría podido ser igual a un hombre de talento.
–¡Cómo! –añadió Andrés Certa–. Yo, hijo de un negociante, ¿no podré tener carroza sino tirada por mulas? ¿No han traído mis buques la riqueza y la prosperidad a este país? ¿Es que la aristocracia del dinero no vale tanto como la de la sangre que ostenta sus vanos títulos en España?
–¡Es una vergüenza! –respondió un joven mestizo–. Vean ustedes, ahí pasa don Fernando en su carruaje tirado por dos caballos. ¡Don Fernando de Aguillo! Apenas tiene con qué mantener a su cochero y se pavonea orgullosamente por la plaza. Bueno; ¡ahí viene otro, el marqués de Vegal!
Una magnífica carroza desembocaba en aquel momento en la plaza Mayor: era la del marqués de Vegal, caballero de Alcántara, de Malta y de Carlos III, que iba sólo al paseo por aburrimiento y no por ostentación. Abismado en profundos pensamientos, ni siquiera oyó las reflexiones que la envidia sugería a los mestizos, cuando sus cuatro caballos se abrieron paso a través de la multitud.
–¡Odio a ese hombre! –dijo Andrés Certa.
–¡No será por mucho tiempo! –respondió uno de los jóvenes.
–No, porque a todos esos nobles va a concluírseles pronto el lujo, y hasta puedo decir a dónde van a parar su vajilla y las joyas de la familia.
–Efectivamente, tú debes saber algo, porque frecuentas la casa del judío Samuel, en cuyos libros de cuentas se inscriben los créditos aristocráticos, como se amontonan en sus cofres los restos de esas grandes riquezas; cuando todos los españoles sean unos mendigos como su César de Bazán, llegará la nuestra.
–La tuya, sobre todo, Andrés, cuando te encarames sobre tus millones –respondió Milflores–. Y ahora estás a punto de duplicar tu capital… A propósito: ¿cuándo te casas con la hija del viejo Samuel, esa hermosa limeña que no tiene de judía más que su nombre de Sara?
–Dentro de un mes –respondió Andrés Certa–, en cuya fecha será mi caudal el mayor de todo el Perú.
–Pero –preguntó uno de los jóvenes mestizos–, ¿por qué no has elegido por esposa a una española de alto rango?
–Porque desprecio tanto como aborrezco esa clase de gente.
Andrés Certa no quería confesar que había sido desdeñado por varias familias nobles en las que había tratado de introducirse.
En aquel momento recibió un fuerte empujón de un hombre de elevada estatura y algo canoso, cuya corpulencia hacía suponer que tenía gran fuerza muscular.
Aquel hombre, que era un indio de las montañas, vestía chaqueta parda, debajo de la cual se veía una camisa de gruesa tela y cuello alto que no ocultaba por completo su pecho velludo; su calzón corto, rayado de listas verdes, se unía por medio de ligas rojas a unas medias de color de tierra; calzaba sandalias de piel de vaca e iba tocado con sombrero puntiagudo, bajo el cual brillaban grandes pendientes.
Después de haber tropezado con Andrés Certa, lo miró fijamente.
–¡Miserable indio! –exclamó el mestizo, alzando el brazo en actitud amenazadora.
Sus compañeros lo detuvieron.
–¡Andrés, Andrés, ten cuidado!– exclamó Milflores.
–¡Atreverse a empujarme un vil esclavo!
–Es el Zambo, un loco.
El Zambo continuó mirando al mestizo, a quien había empujado intencionadamente; pero éste, que no podía contener su cólera, sacó un puñal que llevaba en el cinturón, e iba a precipitarse sobre su agresor, cuando resonó en medio del tumulto un grito gutural y el Zambo desapareció.
–Brutal y cobarde –murmuró Andrés Certa.
–No te precipites –aconsejó Milflores– y salgamos de la plaza. Las limeñas se muestran aquí muy orgullosas.
Luego, el grupo de jóvenes se dirigió al centro de la plaza.
El sol había desaparecido ya en el horizonte, y las limeñas, con el rostro oculto bajo el manto, continuaban discurriendo por la plaza Mayor, que estaba todavía muy animada.
Los guardias a caballo, apostados delante del pórtico central del palacio del virrey, situado al norte de la plaza, hacían grandes esfuerzos para mantenerse en su puesto en medio de aquella multitud bulliciosa. Parecía que los industriales más diversos se habían dado cita en aquella plaza, convertida en inmenso bazar de objetos de toda especie. El piso bajo del palacio del virrey y el pórtico de la catedral, ocupados por un sinnúmero de tiendas, hacían de aquel conjunto un mercado inmenso, abierto a todos los productos tropicales.
En medio del ruido de la muchedumbre resonó el toque de oraciones del campanario de la catedral, e inmediatamente cesó el bullicio, sucediendo a los grandes clamores el murmullo de la oración. Las mujeres cesaron de pasear y se pusieron a desgranar el rosario.
Y, mientras todos los transeúntes acortaban el paso o se detenían, inclinando la cabeza para orar, una anciana, que acompañaba a una joven, pugnaba por abrirse paso entre la multitud, provocando grandes protestas.
La joven, al oír las increpaciones que se les dirigían por perturbar el rezo de las personas piadosas, quiso detenerse; pero la dueña la obligó a seguir.
–¡Hija del demonio! –murmuraron cerca de ella.
–¿Quién es esa condenada bailarina?
–Es una pelandusca.
La joven se detuvo confusa.
Un arriero acababa de ponerle de pronto la mano en el hombro para obligarla a arrodillarse; pero en aquel momento, un brazo vigoroso lo echó a rodar por tierra. A esta escena, rápida como un relámpago, siguió un momento de confusión.
–Huya usted, señorita –le aconsejó una voz suave y respetuosa a la joven.
Ésta, pálida de terror, volvióse y vio un joven indio, de elevada estatura, que, con los brazos cruzados, esperaba a pie firme a su adversario.
–Por mi alma, estamos perdidas –exclamó la dueña, arrastrando consigo a la joven.
El arriero, maltrecho a consecuencia de la caída, se levantó; pero no creyendo prudente pedir cuentas a un adversario tan vigoroso y resuelto como parecía ser el joven indio, dirigióse a donde estaban sus mulas, murmurando inútiles amenazas.
Martín Paz
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Muy bueno