Parábola del sembrador

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Sembrador

Por Antonio Elduayen Jiménez CM
Lo mejor que tiene la Parábola del Sembrador (Mt 13, 1-23) es que la explica el mismo Jesús. Dando por sobrentendido que el Sembrador es Dios (y Jesús y tú y yo), que la semilla es la Palabra de Dios (el Reino de Dios, un buen ejemplo, una sonrisa, etc.), y que los terrenos somos las personas (las familias, instituciones, etc.), Jesús se pone a hablar de cuatro clases de terrenos en los que cae la semilla. Da también por supuesto que la semilla es buena y que el sembrador es también bueno, además de conocedor de su oficio. (Entre paréntesis y en relación con nosotros, uno se pregunta si Jesús no se pasa de bueno al dar por supuesto tantas cosas, pues de hecho muchas veces sembramos cizaña en vez de buen trigo y a veces no somos tan buenos ni tan conocedores del oficio ni tan trabajadores).
En relación con la siembra de la Palabra de Dios (el Reino de Dios, la fe, etc.), Jesús habla de cuatro clases de terrenos: los que son caminitos transitados por los que todos pasan; los terrenos pedregosos, los llenos de espinos y los de tierra buena. Que corresponden respectivamente a las personas “superficiales” (en las que las semillas se las comen los pájaros (el Maligno) antes de que enraícen; las “áridas” (por su inconsistencia e inconstancia en el obrar); las “preocupadas” (por los afanes y las seducciones de la vida) y “las buenas” (que dan fruto del 30, 60 ó 100 %). No habla de los terrenos pura roca o graníticos (ateos y agnósticos militantes), que no sólo no acogen la Palabra de Dios sino que la rechazan y maldicen.
Clasificar los terrenos y señalar las personas que los representan puede parecer interesante, pero lo que realmente interesa es saber el fruto que pueden dar, en cantidad y calidad. Porque la Palabra de Dios sembrada no puede no dar fruto (Is 55,11). ¿Cuál es el fruto que el Señor espera que demos nosotros? Por sus frutos los conocerán, dice el Señor en Mt 7,16. No bastan las buenas palabras e intenciones. Tenemos que dar frutos buenos, abundantes y duraderos. Como los llamados frutos del Espíritu Santo (Gal 5, 22-23). Pero sobre todo, tenemos que buscar el Reino de Dios y su justicia, construir el Reino de Dios, pese a todo. Y hacer que la fe venza a la incredulidad y que arraigue y profundice, no obstante las dificultades y las vicisitudes por las que tenga que pasar.
Ciertamente la Palabra de Dios, que es la semilla que el sembrador siembra, es ante todo Jesucristo. Conocerlo, amarlo y hacerlo crecer en nosotros; así como darlo a conocer a los demás para que crezca en ellos y cambie sus vidas, es el fruto que se espera de nosotros.

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