Koinonía eclesial

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Gustavo Gutierrez

Por Gustavo Gutiérrez Merino OP
El año pasado se cumplieron veinticinco años de la realización de la Conferencia episcopal de Puebla. Un acontecimiento que marcó la vida de la Iglesia católica en el continente y que, visto en perspectiva, acrecienta su importancia pastoral y teológica. Especialmente en estos días en que comienza a planearse una nueva Conferencia episcopal latinoamericana cuyo tema será y en que el plan global del CELAM para el periodo 2003-2007 incluye el tema de la comunión en el contexto de un mundo globalizado.
COMUNIÓN Y PARTICIPACIÓN
En función de los retos que se presentan a la tarea evangelizadora en América Latina, y después de un largo proceso de consulta, se optó por una “línea conductora” (Puebla, Presentación) para entrar en el tema, sintetizada en dos términos: ‘comunión y participación’.
Con ellos Puebla buscaba precisar la identidad de la Iglesia en relación al anuncio del Reino, como lo sugería ya Paulo VI al decir: “pensamos que es obligatorio hoy para la Iglesia profundizar en la conciencia que debe tener de sí misma, del tesoro de verdad del que es heredera y depositaria y de la misión que debe cumplir en el mundo” (Ecclesiam Suam 18). Por su parte, Juan Pablo II, al subrayar la vigencia del Concilio en su carta Tertio millennio adveniente, señala que se trató de “un Concilio centrado en el misterio de Cristo y de su Iglesia, y al mismo tiempo abierto al mundo”; en él, continúa, “la Iglesia se planteó su propia identidad” (n. 19). Esa doble vertiente, el ser y el hacer de la Iglesia, es capital para comprender la eclesiología conciliar y la de las conferencias episcopales latinoamericanas. Ese es el punto.
Impulsada por el Espíritu y por los documentos conciliares se ha desarrollado en los últimos tiempos lo que se ha dado en llamar una eclesiología de comunión. En ese itinerario, el sínodo extraordinario de obispos, convocado a los veinte años de la clausura del Concilio (1985), constituye un jalón importante. Considera que “la eclesiología de comunión es una idea central y fundamental en los documentos conciliares” y recuerda que la “koinonía/comunión, fundada en la Sagrada Escritura, son tenidas en gran honor en la Iglesia antigua y en las Iglesias orientales hasta nuestros días” (II,C,1) .
La koinonía es una noción de rancio abolengo bíblico y de sólidas raíces en la tradición eclesial; ponerla sobre el tapete hace ver la actualidad y el interés de un tema que, desde hace mucho tiempo, acompaña el modo de entender la Iglesia. Diversos y valiosos trabajos lo recordaron ya desde mediados del siglo XIX , y del siglo XX, pero la eclesiología del Concilio le dio un nuevo vigor. Vaticano II destacó, como se sabe, el enfoque del Pueblo de Dios para hablar de la Iglesia (cf. LG cap. II); pero empleó también, en lugares centrales de sus reflexiones, la idea de la comunión, tomada en sus diferentes dimensiones.
No se trata, por lo tanto, de oponer una eclesiología de comunión a una eclesiología del Pueblo de Dios. Ambas tienen mucho que aportar. Es clásico, además, en teología, decir que la realidad eclesial, escatológica e histórica al mismo tiempo, no puede ser definida a través de una sola noción; estamos, en efecto, ante lo que el Concilio evoca como un misterio (cf. LG cap. I). Las distintas nociones e imágenes para hablar de la Iglesia son, por consiguiente, necesarias y complementarias. Es una perspectiva capital para toda reflexión en esta materia.
Pero, precisémoslo, lo complementario sólo se da bajo una condición: que cada una de ellas tenga en cuenta, a su modo y manera, las dos dimensiones básicas de la comunidad eclesial (trascendencia e historia o invisibilidad y visibilidad); es decir, que no se limite a afirmar sólo uno de esos aspectos, soslayando el otro, porque en ese caso no habría una auténtica complementariedad. Es una cuestión de acentos, no de llenar vacíos. Es verdad que los énfasis, cualesquiera que ellos sean, pueden correr el riesgo de ser interpretados unilateralmente –ha sucedido muchas veces–; pero es allí donde la diversidad de enfoques, en tanto respeta una realidad que se niega a ser encasillada, resulta fecunda y equilibrada.
Algunos años antes del surgimiento con fuerza de la eclesiología de comunión, Puebla presentó el tema de la comunión y la participación. Ambas palabras traducen bien el sentido de koinonía (tal vez la segunda más literalmente que la primera). Con esto no pretendemos que la conferencia sea portadora de una presentación sistemática del tema eclesial de la comunión, pero creemos que proporciona interesantes perspectivas al respecto en el contexto de la tarea evangelizadora de la Iglesia en América Latina. En estas páginas nos limitaremos a resaltar esos elementos. Tendremos en mente, además, la conferencia episcopal de Medellín, en cuya línea Puebla, en repetidas ocasiones, declara situarse; así como la asamblea de Santo Domingo, que lleva la impronta de Puebla. Para ese cometido nos serviremos, igualmente, de los tres sentidos que Y. Congar distingue en la rica noción bíblica de koinonía, central en la eclesiología de comunión: en la raíz se halla la comunión con las personas trinitarias, a ella se llega a través de la comunión con la vida, muerte y resurrección de Cristo, lo que se traduce, tercera nota, en la comunión fraterna .
Partiremos de un texto de Puebla que habla de “una Iglesia misionera”, “una Iglesia servidora” y “una Iglesia-sacramento de comunión” . Eco y profundización de una propuesta que Medellín expresa en una bella frase: “Que se presente cada vez más nítido en Latinoamérica el rostro de una Iglesia auténticamente pobre, misionera y pascual” (Juventud 15) . A fin de comprender el sentido de esta proposición, hay que situarla en el horizonte de una afirmación que hunde sus raíces en el mensaje conciliar: “La Iglesia es ante todo un misterio de comunión católica” (Medellín, Pastoral de conjunto 6; cf. Santo Domingo 37).
Por sucintas que sean estas consideraciones, esperamos que nos den la oportunidad de precisar algunos puntos que se derivan de las consideraciones eclesiológicas presentadas en los documentos mencionados y en la reflexión teológica latinoamericana. Ellas nos permitirán, además, contribuir a despejar ciertos malentendidos e interpretaciones unilaterales.
EL MISTERIO DE LA EVANGELIZACIÓN
La Iglesia “existe para evangelizar”, decía Pablo VI (Evangelii nuntiandi 14) . Anunciar el Reino es la vocación de la Iglesia y por consiguiente “su identidad más profunda” (ibid., cf. Santo Domingo 12), a eso alude Medellín cuando se refiere a una “Iglesia misionera” y reitera Puebla al hablar del “misterio de la evangelización” (n. 348). Expresiones que deben ser entendidas dentro del pleno y amplio sentido de la palabra misión recordada por Vaticano II y en cuya línea se ha situado la reflexión eclesiológica de estos años en América Latina. La misión de la Iglesia no es otra cosa que hablar de Dios, es lo que el mundo quiere oír y lo que, a veces, parecemos olvidar.
Efectivamente, las conferencias episcopales latinoamericanas, en continuidad con los enfoques conciliares, han ido perfilando, precisando y depurando un vasto proyecto evangelizador y liberador para América Latina. En esa elaboración ellas se han alimentado con nuevos textos del Magisterio universal de la Iglesia, así como con los logros, las dificultades y las posibilidades que vienen de la puesta en marcha de esas perspectivas.
La iniciativa de amor del Padre
En efecto, en uno de sus mejores textos teológicos, el primer capítulo del decreto Ad Gentes, el Concilio presenta la tarea de la Iglesia como una prolongación de las misiones del Hijo y del Espíritu: “La Iglesia peregrinante es misionera por su naturaleza, puesto que procede de la misión del Hijo y de la misión del Espíritu Santo según el designio de Dios Padre” (n. 2). La comunión entre las personas trinitarias es la fuente de la koinonía eclesial, de la vida trinitaria, brota la misión de la Iglesia. Por ello esta tarea no puede tener sino una dimensión universal.
Estamos convocados a ser “partícipes (koinonoi) de la naturaleza divina” (2 Pe 1,4). En el punto de origen, por consiguiente, de la comunión se encuentra el amor gratuito de Dios. Comunión con el Padre: “Si decimos que estamos en comunión con Él y caminamos en tinieblas, mentimos y no obramos la verdad” (1 Jn 1,6). Con el Hijo: “pues fiel es Dios, por quien han sido llamados a la comunión con su Hijo” (1Cor. 1,9; cf. 1 Jn.1,3). Y con el Espíritu: “La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo sean con todos ustedes” (2 Cor. 13, 13; cf. Fil. 2,1).
A esa comunión estamos llamados, vocación que es una gracia, un don que ha de ser acogido. Respondemos positivamente a ese llamado cuando lo hacemos nuestro y “estamos en comunión unos con otros” (1 Jn 1,7). Comunicando la Buena Nueva del amor de Dios por toda persona creamos comunidad y anunciamos la comunión con el Dios trino. Juan en su primera carta, capital para este tema, liga los dos aspectos en un texto preciso, repitiendo el término koinonía: “Lo que hemos visto y oído, se lo anunciamos para que también ustedes estén en comunión con nosotros. Y nosotros estamos en comunión con el Padre y con su Hijo, Jesucristo” (1 Jn 1,3). Ese anuncio es la tarea propia de la Iglesia.
La misión de la Iglesia entronca con la vida trinitaria y con las misiones del Hijo y del Espíritu. Todo lo que se pueda decir de su cometido en medio de la historia humana deriva de la comunión trinitaria. Ese vínculo le da a la tarea eclesial su más profundo sentido y alcance; sólo una vez entendido esto se puede hablar de las diversas actividades misioneras de la Iglesia. La comunión con la Trinidad es, a la vez, el fundamento y la meta del anuncio del Evangelio. A través de esa proclamación “se manifiesta toda la Iglesia como un pueblo reunido por la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (LG 4).
Más adelante, el documento misionero precisa el sentido de lo que la Lumen Gentium llama el peregrinar histórico de la Iglesia, “pueblo mesiánico (…) germen (…) de salvación para todo el género humano” (n. 9). “Siendo así –dice Ad Gentes– que esta misión continúa, y desarrolla a lo largo de la historia la misión del mismo Cristo, que fue enviado a evangelizar a los pobres, la Iglesia debe caminar, por moción del Espíritu Santo, por el mismo camino de Cristo, es decir, por el camino de la pobreza, de la obediencia, del servicio, y de la inmolación de sí mismo hasta la muerte, de la que salió victorioso por su resurrección” (n. 5). La perspectiva trinitaria diseñada por el Concilio es asumida por las conferencias episcopales latinoamericanas. Puebla lo dice en forma neta y concisa, en una feliz fórmula: “La evangelización da a conocer a Jesús como el Señor, que nos revela al Padre y nos comunica su Espíritu” (n. 352).
Todo esto significa que la Iglesia no nace de un simple deseo humano de asociación religiosa, en su punto de partida está la autocomunicación del Dios trino. La koinonía con la vida trinitaria da densidad y aliento a la misión evangelizadora de la Iglesia. Esa comunión, que es unidad en la diversidad, proporciona, además, el marco apropiado para la inculturación del evangelio en la enorme variedad cultural existente en la humanidad (cf. Santo Domingo).
La comunión desemboca en misión
La comunicación del evangelio es expresión de la voluntad de comunión, creadora por ende de comunidad. Los contenidos de estos tres términos (comunicación, comunión, comunidad) se entrecruzan y tejen el telón de fondo en el que se inscribe la misión de la Iglesia. De acuerdo con lo recordado líneas arriba sobre el papel fontanal de la vida trinitaria, Puebla afirma que “La evangelización es un llamado a la participación en la comunión trinitaria” (n. 218).
En otro lugar, en un importante texto sobre la libertad humana y la liberación integral (a propósito de Gal 5,1: “para la libertad, Cristo nos ha liberado”), se dice que hay que construir “una comunión y una participación que han de plasmarse en realidades definitivas, sobre tres planos inseparables: la relación del hombre con el mundo, como señor; con las personas, como hermano; y con Dios, como hijo” (n. 322). Tres aspectos que no deben confundirse, pero que están unidos estrechamente en la tarea evangelizadora. Por ello, un poco más lejos, después de indicar que el pecado es “la ruptura con Dios que envilece al hombre (n. 328)”, se precisa: “Tenemos que liberarnos de este pecado; del pecado, destructor de la dignidad humana. Nos liberamos por la participación en la vida nueva que nos trae Jesucristo y por la comunión con Él, en el misterio de su muerte y de su resurrección, a condición de que vivamos ese misterio en los tres planos ya expuestos, sin hacer exclusivo ninguno de ellos (n. 329)”.
Ese modo de enfocar las cosas evitará interpretaciones empobrecedores del mensaje evangélico y que deforman el sentido de la liberación en Jesucristo. El texto concluye con esa advertencia precisa: “Así no lo reduciremos ni al verticalismo de una desencarnada unión espiritual con Dios, ni a un simple personalismo existencial de lazos entre individuos o pequeños grupos, ni mucho menos al horizontalismo socio-económico-político” (n. 329) .
Medellín enfatiza la universalidad de la Iglesia, ella es “ante todo un misterio de comunión católica, pues en el seno de su comunidad visible, por el llamamiento de la Palabra de Dios y por la gracia de sus sacramentos, particularmente de la Eucaristía, todos los hombres pueden participar fraternalmente de la común dignidad de hijos de Dios”. Y así “compartir la responsabilidad y el trabajo para realizar la común misión de dar testimonio del Dios que los salvó y los hizo hermanos de Cristo” (Pastoral de conjunto 6).
Puebla retoma ese punto de vista al afirmar: “La Iglesia misionera tiene esta misión: predicar la conversión, liberar al hombre e impulsarlo hacia el misterio de comunión con la Trinidad y de comunión con todos los hermanos” (n. 563), “misterio escondido –dirá Pablo– desde siglos y generaciones, y revelado ahora” (Col 1,26). La creación de fraternidad es una exigencia del don de la filiación, dos dimensiones inseparables de la liberación total en Cristo, la comunión plena . Ambas nos hablan de la presencia del amor de Dios en nuestras vidas, que aleja y elimina las sombras del pecado, ellas forman el contenido de la evangelización. La fidelidad al testimonio de Jesús exige que no se mutile ninguna de sus notas centrales; pretender reducirlo a uno solo de los dos aspectos mencionados no es, ni siquiera, guardar uno en detrimento del otro, es perder los dos, quedarse con las manos vacías.
“Una Iglesia misionera” proclama el don de la filiación: “anuncia gozosamente al hombre de hoy que es hijo de Dios en Cristo”; y, por eso mismo, “se compromete en la liberación de todo el hombre y de todos los hombres (el servicio de la paz y de la justicia es un ministerio esencial de la Iglesia)” , como precisa Puebla. Por otra parte, la tarea misionera no es un cometido puramente personal, corresponde al conjunto de la comunidad eclesial porque “se inserta solidaria en la actividad apostólica de la Iglesia universal, en íntima comunión con el sucesor de Pedro”. Comunión coextensiva a una misión de la que nadie está exento: “Ser misionero y apóstol es condición del cristiano” (Puebla 1304).
Subrayemos una palabra importante en el texto que acabamos de citar: “gozosamnente”. Efectivamente, evangelizar es compartir la alegría que produce en nosotros sabernos amados gratuitamente por Dios. La misión de la Iglesia crea y manifiesta lo que Pablo llama, con precisión, “la koinonía en el evangelio” (Fil 1,5), comunión en el gozo que se vive participando en la tarea evangelizadora. Comprobarlo en el caso de los Filipenses es para el Apóstol motivo de acción de gracias a Dios (id. 1,1). El término koinonía expresa muy bien una idea clave de la antropología y la eclesiología de Puebla: comunión y participación . Una Iglesia misionera es una Iglesia “evangelizada y evangelizadora”, como decía Paulo VI (Evangelii nuntiandi 13).
UNA IGLESIA SERVIDORA
El servicio de la Iglesia es anunciar el evangelio. Un segundo sentido del término koinonía, en la Escritura y dentro de una unidad profunda, nos permite ahondar el asunto: con él se dice, también, la comunión con la vida, muerte y resurrección de Jesús, por medio de la cual, precisamente, alcanzamos la comunión con la vida trinitaria. En relación con ello se designa, asimismo, como koinonía el acto central de la comunidad eclesial: la celebración eucarística. Por ello “la primera tarea de la Iglesia es celebrar con alegría el don de la acción salvífica de Dios en la humanidad, realizada a través de la muerte y la resurrección de Cristo. Eso es la eucaristía: memorial y acción de gracias” . Memoria que es, ante todo, presentada confiadamente al amor permanente y gratuito del Padre que motiva la acción de gracias.
En ese orden de ideas, Puebla llama a la Iglesia “servidora”, en la medida en que “prolonga a través de los tiempos al Cristo-Siervo de Yahvé, por diversos ministerios y carismas” (n. 1203). La alusión al célebre pasaje de Isaías subraya el extremo al que llegó la entrega de Jesús en su anuncio del amor gratuito del Padre. En relación con el sentido, y las demandas, de ese testimonio, Medellín hablaba de una Iglesia pascual, recordando que la cruz es expresión de un amor que en el Resucitado vence la muerte y da vida.
Celebrar la gratuidad
La fracción del pan es a la vez punto de partida y punto de llegada de la comunidad cristiana. Como lo dice un viejo tema de resonancia patrística: la Iglesia hace la eucaristía y la eucaristía hace a la Iglesia. En ella se expresa la comunión profunda con el dolor humano, se reconoce, en la alegría, al Resucitado que da vida y levanta la esperanza de un pueblo convocado en “ecclesia” por los gestos y las palabras de Jesús. Citando el Concilio, Medellín recuerda que “no se edifica ninguna comunidad cristiana si ella no tiene por raíz y quicio la celebración de la Santísima Eucaristía” (Pastoral Popular 9).
En la celebración eucarística confluyen la memoria amorosa y gratuita de Dios, expresada en la vida, muerte y resurrección de Jesucristo, amor por todos y prioritario por los más insignificantes y olvidados; y la memoria, también, de los caminos que los creyentes deben tomar para anunciar la buena nueva y ser fieles al designio de vida de Dios y a la solidaridad con los demás. La eucaristía es una fiesta de reconciliación, acción de gracias y comunión fraterna. Ella significa la unidad de la Iglesia, “pues congrega al Pueblo de Dios, como familia que participa de una sola mesa donde la vida de Cristo, sacrificialmente entregada, se hace única vida de todos” (Puebla 246).
En tanto acción de gracias a Dios expresa la confianza de que es realizable, en Cristo, la comunión de vida que nos pide el Evangelio, a la que debemos aspirar y que aún no existe plenamente entre nosotros. Eso denota su dimensión escatológica, rasgo fundamental de la celebración eucarística. No es una evasión; da, más bien, un impulso que depura constantemente los compromisos que asumimos como seguidores de Jesús: es el reconocimiento de que no hay momento ni sector de la existencia humana que no esté concernido por el don del amor y de la vida del Cristo resucitado. Por eso, los cristianos deben “hacer de la celebración eucarística la expresión de su compromiso personal y comunitario con el Señor” (Santo Domingo 43).
La fraternidad, la comunión, que anuncia el Evangelio, lo hemos mencionado ya, tiene su raíz y su inspiración en la comunión con las personas trinitarias. Precisamente el nexo entre esas dos realidades es celebrado, vale decir, recordado y anunciado eficazmente en la eucaristía. Seguir el mandato del Señor, “Hagan esto en memoria mía”, es recordar su vida y su muerte y aceptar vivir bajo el signo de la cruz y en la esperanza de la resurrección.
El Reino de vida
El Hijo de Dios “se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn 1,14), vino a este mundo a anunciar el Reino de vida, expresión del amor del Padre, esa fue su misión. La llevó a cabo por medio de “obras y palabras intrínsicamente ligadas” (Dei Verbum 2), mostrando que “el Reino anunciado ya está presente, que Él es el signo eficaz de la nueva presencia de Dios en la historia” (Puebla 191).
Desde un comienzo, la proclamación del Reino, cuya “naturaleza (…) es la comunión de todos los seres humanos entre sí y con Dios” (Juan Pablo II, Rico in misericordia 15), encuentra resistencias y provoca hostilidades en un mundo en el que pesan gravemente el pecado y la muerte. Pero también halla acogida y levanta esperanzas. La Pascua es el paso definitivo hacia la vida. Dios nos llama a la “comunión con su Hijo Jesucristo, Señor nuestro” (1 Cor 1,9). Koinonía que asume un hondo sentido pascual, de tránsito del pecado a la gracia, de la muerte a la vida. Pablo habla de lo que experimenta en su fe y en su vida cuando declara que el conocimiento de Cristo le hace “sentir el poder de la resurrección y la comunión en sus padecimientos hasta hacerme semejante a él en su muerte” (Fil 3,10).
Es la fuerza de la vida que vence la muerte y nos hace reconocer que la última palabra de la existencia humana no es la muerte sino la vida, don del Señor. Acogerlo pasa por amar como Jesús amó, “ámense los unos a los otros como yo los he amado” (Jn 15,12). La comunión en sus padecimientos, ser “compañeros (koinonoi) en los sufrimientos” de Cristo (2 Cor 1,7), es el camino del servicio al Reino y hacia la vida plena, en la medida en que es expresión de amor, de entrega total. De un amor redentor que nos hace reconocernos a nosotros mismos como pecadores, pero que nos recuerda también que estamos llamados a la gracia del perdón y de la vida.
La vivencia de la Iglesia en América Latina es ilustrativa. La inmensa pobreza que se vive en el continente manifiesta condiciones de muerte temprana e injusta para una gran parte de su población. Cuando en Medellín se dice que ese estado de cosas constituye “una situación de pecado” (Paz 1), no se desconoce que la pobreza tenga entre sus causas factores de orden socio-económico, político y cultural; simplemente se señala con el dedo donde está la raíz de ella, la causa más importante: el egoísmo, el pecado, que cierra el corazón y la mano al hermano (cf. Deut 15, 4-11). Sólo el perdón de Dios libera del pecado.
En la Eucaristía hacemos memoria del testimonio pascual de Jesucristo. En ella no recordamos un hecho encerrado en los muros del pasado, hacemos presente la obra salvadora del Señor en el hoy de nuestras vidas. Celebrar la Eucaristía es entrar hoy en comunión con la vida, la muerte y la resurrección de Jesús. “El cáliz de bendición –dice Pablo– que bendecimos, ¿no es acaso comunión con la sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo?” (1 Cor 10,16). Comulgar en el cuerpo y la sangre de Cristo implica hacer nuestro el sentido redentor que dio a la donación de su vida y que el Padre ratificó resucitándolo.
Al mismo tiempo, el contexto eucarístico del versículo citado, así como un pasaje del siguiente capítulo de la misma epístola, hacen ver el lazo estrecho que Pablo establece entre Eucaristía y relación fraterna entre quienes participan en ella . Ese vínculo se halla ya en el hecho de que la Eucaristía fue instituida en el curso de una cena, la cena pascual. El pan y el vino, dones de Dios, al convertirse en el cuerpo y la sangre del Señor, significan su entrega de amor que redime a toda persona del pecado y la muerte. Por ello, la cena crea una comunidad, de hijos y hermanos, miembros de la familia de Dios, entre los que participan en ella, recuerda que la creación, que proporciona la materia de la Eucaristía, es una expresión del amor de Dios e invita a construir un mundo de paz y fraternidad. Como es sabido, el evangelio de Juan no nos trae el relato de la institución de la Eucaristía, allí donde esperábamos encontrarlo está el gesto servicial y fraterno del lavado de pies. El hecho es significativo.
Hace unos años, en Haití, Juan Pablo II se preguntaba por la razón de colocar ese gesto “en el lugar del relato de la institución de la Eucaristía”. Considera que el evangelista mismo nos da la clave al encuadrar la presentación del lavado de pies entre “una referencia al amor supremo de Jesús: ‘Los amó hasta el extremo’ (Jn 13.1) (…) y la exhortación a seguir el ejemplo que les acababa de dar: ‘Si yo, el Señor y Maestro, les he lavado los pies, ustedes también deben lavarse los pies unos a otros” (Jn 13,14)”. El Papa comenta: “Quien participa en la Eucaristía (…) está llamado a imitar su amor y a servir a su prójimo hasta lavarle los pies”, esto vale para la Iglesia entera: ella “debe comprometerse a fondo para el bien de los hermanos y hermanas, de todos, pero sobre todo de los más pobres”, precisamente porque ella “ha celebrado un Congreso eucarístico”, y añade inmediatamente: “La Eucaristía es el sacramento del amor y del servicio”.
Un servicio que puede resultar muy costoso, la mención de Cristo-Siervo de Yahvé que ya hemos hecho notar, revela la conciencia que se tiene acerca del camino de sufrimiento y hostilidad que la Iglesia deberá tomar en fidelidad a su servicio al Evangelio. Conociendo lo que ha ocurrido en América Latina en estas décadas, el texto de Puebla adquiere carne histórica, carne herida. Son muchos los cristianos (obispos, laicos, religiosas, sacerdotes) que han dado su vida por testimoniar el amor de Dios por toda persona y, de modo particular, por los más olvidados.
La Iglesia encuentra la cruz en su ruta. Pero la “sangre de los cristianos es como semilla” de una nueva vida y esperanza (Ad Gentes 5; cf. también n. 25). Juan Pablo II comprueba en su carta sobre el Jubileo el doloroso hecho de que “en nuestro siglo han vuelto los mártires con frecuencia desconocidos, casi militi ignoti, de la gran causa de Dios”. Pide por eso que las iglesias locales no pierdan “el recuerdo de quienes han sufrido el martirio” (Tertio millennio 37). Mucho nos queda por hacer en América Latina acerca de esta memoria. Se trata sin duda de una experiencia, una dolorosa experiencia que enriquece a toda la Iglesia y que da testimonio –para decirlo parafraseando a Pablo– de la sinceridad de la fe de quienes dieron sus vidas en diferentes lugares del mundo.
SACRAMENTO DE COMUNIÓN EN UN MUNDO DIVIDIDO
El Concilio insistió en la necesidad de la presencia de la Iglesia en el mundo. En América Latina ello significa dar un testimonio de comunión en una realidad compleja, en la cual hay valores humanos y religiosos de gran alcance, pero en la que se encuentra también “una historia marcada por los conflictos” (Puebla 1302) , conflictos de distintos tipos que dividen a las personas . La postura de la Iglesia supondrá, previamente, un necesario momento de análisis social y cultural para dibujar mejor el reto que esa realidad representa para una sana convivencia social y para su tarea evangelizadora. Pero su aporte propio será “promover la reconciliación y la unidad solidaria de nuestros pueblos” (ibíd.), en tanto “sacramento de comunión”. O, como dice el Concilio, “signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano” (LG 1).
El testimonio de pobreza
La pobreza espiritual, en tanto infancia espiritual, significa poner nuestras vidas en manos de Dios. Es, como lo dice Jesús, alimentarse de la voluntad del Padre (cf. Jn 4,34). A la vez, ella da al compromiso de una vida pobre y solidaria con los pobres e insignificantes de este mundo su sentido de amor y de fraternidad. La comunión en la fe en el Dios del Reino “opera por la caridad”, como dice San Pablo (Col 5,6). Escribiéndole a Filemón, Pablo le pide un trato fraterno para con Onésimo, de modo “que la comunión (koinonía) en la fe se haga eficiente mediante el conocimiento perfecto de todo el bien que hay en nosotros en orden a Cristo” (v. 6). La comunión en el don de la fe implica una traducción en gestos de amor y hermandad, propios de un discípulo de Jesús.
El seguimiento de Cristo es, en efecto, el fundamento del testimonio de pobreza que han de dar los cristianos en su anuncio del Reino. Vaticano II lo sostuvo en términos inolvidables: “Como Cristo cumplió la redención en la pobreza y en la persecución, así la Iglesia es llamada a seguir ese mismo camino para comunicar a los hombres los frutos de la salvación” (LG 8). De modo semejante, se dice en Ad Gentes: “La Iglesia debe caminar, por moción del Espíritu Santo, por el mismo camino de Cristo, es decir, por el camino de la pobreza, de la obediencia, del servicio y de la inmolación de sí mismo hasta la muerte” (n. 5).
Caminar en “el espíritu del Evangelio” exige, dicen los obispos en Medellín, “vivir una verdadera pobreza bíblica que se exprese en manifestaciones auténticas, signos claros para nuestros pueblos”; la razón última es –como en el Concilio– cristológica: “Sólo una pobreza así transparentará a Cristo, Salvador de los hombres” (Mensaje). La luz de Cristo ilumina, siguiendo la pauta de la Lumen gentium, el sentido del testimonio de pobreza al que la Iglesia y cada cristiano están convocados.
Jesucristo “fundó su Iglesia como signo de esa pobreza entre los hombres” (Medellín, Pobreza 7). En las condiciones actuales de América Latina, “la pobreza de tantos hermanos clama justicia, solidaridad, testimonio, compromiso, esfuerzo y superación para el cumplimiento pleno de la misión salvífica encomendada por Cristo” (ibid). Compromisos que deben estar orientados por la obra redentora de Cristo. Rechazar la pobreza inhumana presente en nuestro tiempo y asumir la solidaridad con los pobres es una manifestación del meollo del cometido de la Iglesia: “predica[r] y viv[ir] la pobreza espiritual, como actitud de infancia espiritual y apertura al Señor” (Pobreza 5). Solidaridad, dirá Juan Pablo II, que es “fruto de la comunión que se funda en el misterio de Dios uno y trino, y en el Hijo de Dios encarnado y muerto por todos” (La Iglesia en América 52).
Ese es el norte y no hay que perderlo de vista. En esta perspectiva, para un cristiano, el compromiso con los pobres no está motivado, en primer lugar, por razones de orden social –por importantes que ellas sean– sino por la fe en un Dios amor ante quien debemos reconocernos como hijas e hijos y por lo tanto como hermanos entre nosotros. Así entendido, el testimonio de pobreza resulta “un acto de amor y de liberación. Tiene un valor redentor”. Apunta a una liberación plena, a la que no escapa ninguna dimensión humana (cf. Medellín, Catequesis 6).
La koinonía implica una relación mutua, un dar y un recibir (cf. Fil 4,15 y Rom 15,27). Reciprocidad en cuanto a los valores evangélicos y que vale, asimismo, para los bienes materiales. Al respecto, es emblemático el texto de Hechos: “Todos los creyentes vivían unidos y tenían todo en común (koinos)” (2,44). En un pasaje en el que resuenan viejos textos proféticos, se dice en Hebreos: “Hacer el bien y la ayuda mutua (koinonía) son los sacrificios que agradan a Dios” (13,16). La comunión entre los fieles no es algo estático, es un dinamismo, implica permanentemente comunicación de bienes espirituales y de bienes materiales. En esa comunicación hay carismas y responsabilidades diferentes dentro de la Iglesia, pero a todos sus miembros incumbe la tarea de levantar el signo de unión de Dios y de la unidad de todo el género humano.
Puebla da decisivos e innovadores pasos para profundizar la cercanía y la solidaridad con los pobres de nuestro continente. Santo Domingo, por su parte, reflexionando sobre la nueva evangelización y la inculturación, ve en el ejemplo de Cristo una interpelación para “dar un testimonio auténtico de pobreza evangélica en nuestro estilo de vida y en nuestras estructuras eclesiales, tal cual como Él lo dio” (n. 178).
Acordarse de los pobres
Pablo, que tiene un rico uso del término, llama también koinonía a la colecta que promueve a favor de la Iglesia de Jerusalén (cf. 2 Cor 8,4 y Rom 15,26). No se trata de “una orden”, precisa Pablo, “pero ella deberá probar –dice a los destinatarios de la carta– la sinceridad de su caridad” (2 Cor 8,8).
La colecta está ligada a un momento y una decisión de la mayor importancia en la vida de la Iglesia naciente. Nos referimos al encuentro de Pablo con quienes eran “considerados como columnas” de la Iglesia (Santiago, Cefas y Juan). Ellos le extendieron a Pablo y a Bernabé “la mano de comunión (koinonía)” (Gal 2,9). Trazados los campos respectivos de su misión, sólo les dijeron que “se acordaran de los pobres” (v. 10). Pablo comenta: “Cosa que he procurado cumplir con todo esmero” (ibíd.). Si bien hay en este episodio una referencia precisa a los cristianos de Jerusalén, la sugerencia tiene al mismo tiempo un alcance mayor. Hacer memoria de las necesidades de los pobres forma parte del testimonio de comunión.
En esa óptica, en uno de los famosos sumarios del libro de los Hechos, que nos habla de la Iglesia primitiva, se dice que “la multitud de los creyentes no tenía sino un solo corazón y una sola alma” y, como consecuencia, “nadie llamaba suyos a sus bienes, sino que todo lo tenían en común”, de modo tal que “no había entre ellos ningún necesitado” (4.32 y 34). Son aspectos inseparables . Compartir es una manifestación de la caridad.
En el anuncio del Evangelio –dice Medellín– habrá que dar una “preferencia efectiva a los sectores más pobres y necesitados y a los segregados por cualquier causa” (Pobreza 9). Preferencia que debe entenderse no en oposición, sino en relación fecunda con la universalidad del amor de Dios. Nadie está marginado fuera de él. Esto hace a la Iglesia “humilde servidora de todos los hombres de nuestros pueblos” (id 8). En consecuencia, tanto excluir personas de ese servicio como simplemente afirmar su universalidad no corresponden a la totalidad del mensaje cristiano. El reto consiste en vivir al mismo tiempo la universalidad y la preferencia por el pobre, ambas expresan el amor de Dios; no es algo fácil, pero es lo que toca hacer si queremos ser fieles al Evangelio de Jesús.
Una Iglesia pobre debe ser una Iglesia solidaria y creadora de comunión en todos los niveles . Diferentes intervenciones de Juan Pablo II son claras al respecto. La Iglesia, dice en su encíclica Sobre el trabajo humano, está “vivamente comprometida” con la causa de aquellos que sufren degradación social “porque la considera como su misión, su servicio, como verificación de su fidelidad a Cristo para poder ser verdaderamente la Iglesia de los pobres” (n. 8). Está en cuestión la dignidad de los hijos de Dios, tema central en esta encíclica. Frente a una globalización que, en muchas circunstancias, divide y separa a las personas y a los pueblos en el mundo de hoy, el Papa ha llamado, varias veces, a una “globalización de la solidaridad” en la que la Iglesia tiene un importante papel que jugar.
Puebla reitera “con renovada esperanza en la fuerza vivificante del Espíritu, la posición de la II Conferencia general que hizo una clara y profética opción preferencial y solidaria por los pobres”, pero, al mismo tiempo, llama la atención sobre “las desviaciones e interpretaciones con que algunos desvirtuaron el espíritu de Medellín, el desconocimiento y aun la hostilidad de otros” (n. 1134). Saliendo, por eso, al paso de interpretaciones eventualmente simplificadoras, precisa el sentido de esa opción: su objetivo es “el anuncio de Cristo Salvador que los iluminará sobre su dignidad, los ayudará en sus esfuerzos de liberación de todas sus carencias y los llevará a la comunión con el Padre y los hermanos, mediante la vivencia de la pobreza evangélica” (n. 1153). Ella apunta a la comunión con Cristo (cf. Medellín, Paz 14; Puebla, Mensaje 3). Puebla sugiere, por esa razón, ver en los rostros de los pobres “los rasgos sufrientes de Cristo” (n. 31), texto que Santo Domingo retoma (cf. n. 179). El encuentro con el Señor es la meta y los medios para alcanzarla tienen que ser adecuados a ella.
La Iglesia está llamada a ser un “sacramento de comunión, que en una historia marcada por los conflictos, aporta energías irremplazables para promover la reconciliación y la unidad solidaria de nuestros pueblos” (Puebla 1302). Santo Domingo se refiere a la Iglesia como “sacramento de comunión evangelizadora” (n. 123). Sacramento de salvación, signo eficaz de comunión, portador de una Buena Nueva de filiación y fraternidad, de paz y justicia en medio, muchas veces, de situaciones contrarias a la voluntad de vida del Dios amor.
Ciertamente otros alcances tiene la eclesiología de comunión que mencionábamos al comienzo; entre ellos, la relación entre Iglesia universal e iglesias locales y la relación y el diálogo con otras confesiones cristianas, presentes, además, en varios de los textos del Magisterio que hemos citado. Pero, como lo indicamos, nuestra intención en estas páginas se limitaba, partiendo del tratamiento temprano dado al tema de la comunión por la Conferencia de Puebla, a considerar el asunto desde la noción bíblica de koinonía. Procuramos hacerlo en relación con la preocupación dominante en los documentos de dicha Conferencia: el anuncio del Evangelio en la realidad latinoamericana. De modo a no “olvidar que la primera forma de evangelización es el testimonio (cf. Redentoris missio, 42-43), es decir, la proclamación del mensaje de salvación mediante las obras y la coherencia de vida, llevando a cabo así su encarnación en la historia cotidiana de los hombres” (Juan Pablo II, Discurso inaugural, en Santo Domingo n. 29). Coherencia exigente que da fuerza y mordiente a la “nueva evangelización” de una Iglesia pobre, misionera, y pascual.
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