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Argelia
Testamento abierto el domingo de Pentecostés, 25 de mayo de 1996.
En la noche del 27 al 28 de marzo de 1996, siete monjes del monasterio cisterciense Nuestra Señora del Atlas, cerca del pueblo de Tibhirine en Argelia, fueron secuestrados por musulmanes fundamentalistas del Grupo Islámico Armado (GIA). Fueron ejecutados el 21 de mayo. El Superior de la comunidad, P. Christian de Chergé, había entrado en el monasterio del Atlas en 1969 a la edad de 32 años, siendo ya sacerdote. Hizo su profesión solemne en Atlas en 1976 y fue elegido Prior Titular de la comunidad en 1984. El Padre Christian había estudiado en Roma de 1972 a 1974 y estaba muy implicado en el diálogo interreligioso. Presentamos a continuación su Testamento, escrito más de un año antes de su muerte pero no descubierto hasta después, que ha llegado a ser ya un clásico de la literatura espiritual contemporánea:
TESTAMENTO
Cuando un A-Dios se vislumbra…
Si me sucediera un día -y ese día podría ser hoy- ser víctima del terrorismo que parece querer abarcar en este momento a todos los extranjeros que viven en Argelia, yo quisiera que mi comunidad, mi Iglesia, mi familia, recuerden que mi vida estaba ENTREGADA a Dios y a este país.
Que ellos acepten que el Único Maestro de toda vida no podría permanecer ajeno a esta partida brutal.
Que recen por mí.
¿Cómo podría yo ser hallado digno de tal ofrenda?
Que sepan asociar esta muerte a tantas otras tan violentas y abandonadas en la indiferencia del anonimato.
Mi vida no tiene más valor que otra vida. Tampoco tiene menos. En todo caso, no tiene la inocencia de la infancia.
He vivido bastante como para saberme cómplice del mal que parece, desgraciadamente, prevalecer en el mundo, inclusive del que podría golpearme ciegamente.
Desearía, llegado el momento, tener ese instante de lucidez que me permita pedir el perdón de Dios y el de mis hermanos los hombres, y perdonar, al mismo tiempo, de todo corazón, a quien me hubiera herido.
Yo no podría desear una muerte semejante. Me parece importante proclamarlo. En efecto, no veo cómo podría alegrarme que este pueblo al que yo amo sea acusado, sin distinción, de mi asesinato. Sería pagar muy caro lo que se llamará, quizás, la “gracia del martirio” debérsela a un argelino, quienquiera que sea, sobre todo si él dice actuar en fidelidad a lo que él cree ser el Islam. Conozco el desprecio con que se ha podido rodear a los argelinos tomados globalmente. Conozco también las caricaturas del Islam fomentadas por un cierto islamismo.
Es demasiado fácil creerse con la conciencia tranquila identificando este camino religioso con los integrismos de sus extremistas. Argelia y el Islam, para mí son otra cosa, es un cuerpo y un alma. Lo he proclamado bastante, creo, conociendo bien todo lo que de ellos he recibido, encontrando muy a menudo en ellos el hilo conductor del Evangelio que aprendí sobre las rodillas de mi madre, mi primerísima Iglesia, precisamente en Argelia y, ya desde entonces, en el respeto de los creyentes musulmanes.
Mi muerte, evidentemente, parecerá dar la razón a los que me han tratado, a la ligera, de ingenuo o de idealista:”¡qué diga ahora lo que piensa de esto!” Pero estos tienen que saber que por fin será liberada mi más punzante curiosidad.
Entonces podré, si Dios así lo quiere, hundir mi mirada en la del Padre para contemplar con El a Sus hijos del Islam tal como El los ve, enteramente iluminados por la gloria de Cristo, frutos de Su Pasión, inundados por el Don del Espíritu, cuyo gozo secreto será siempre, el de establecer la comunióny restablecer la semejanza, jugando con las diferencias.
Por esta vida perdida, totalmente mía y totalmente de ellos,doy gracias a Dios que parece haberla querido enteramente para este GOZO, contra y a pesar de todo.En este GRACIAS en el que está todo dicho, de ahora en más, sobre mi vida, yo os incluyo, por supuesto, amigos de ayer y de hoy, y a vosotros, amigos de aquí, junto a mi madre y mi padre, mis hermanas y hermanos y los suyos, ¡el céntuplo concedido, como fue prometido!
Y a ti también, amigo del último instante, que no habrás sabido lo que hacías.
Sí, para ti también quiero este GRACIAS, y este “A-DIOS” en cuyo rostro te contemplo. Y que nos sea concedido rencontrarnos como ladrones felices en el paraíso, si así lo quiere Dios, Padre nuestro, tuyo y mío.
¡AMEN! ¡IM JALLAH!
Argel, 1 de diciembre de 1993
Tibhirine, 1 de enero de 1994
Christian+
Cine y Espiritualidad
Por Enrique Sánchez Costa (Barcelona, 1985). Doctorando en la Universitat Pompeu Fabra con la tesis sobre “El resurgimiento del catolicismo en la literatura europea moderna (1890-1940)”.
Guerra civil argelina (1991-2002). Un puñado de monjes trapenses viven en Tibhirine, al norte del país, en las montañas del Atlas. Se suceden los asesinatos –la guerra mataría a 200,000 personas–, la tensión aumenta hasta hacerse insoportable. Los monjes dudan: ¿quedarse exponiéndose a la muerte o regresar a la seguridad de Francia? De eso habla el film recién estrenado de Xavier Beauvois, galardonado con el Gran Premio del Jurado del Festival de Cannes y que ha superado en Francia los cuatro millones de espectadores.
La película se abre con un epígrafe vigoroso: “Vosotros sois dioses, hijos del Altísimo, pero como hombres moriréis, como cualquier príncipe todos caeréis” (Salmo 82). Grandeza y miseria de un “rey destronado” (Pascal), un ser “que piensa, que ama, que va a morir y que lo sabe” (G. Thibon). De dioses y hombres es la crónica de una muerte libremente asumida, por amor. De la pugna entre el instinto animal de conservación y la lógica del amor, que les insta a quedarse. Isaías, hablando del Israel sitiado y su fe en Yahvé, dice: “Si no creéis no subsistiréis” (7, 9). Así, los monjes de Tibhirine, porque creen en la Providencia permanecen; y de modo inverso, su negativa a escapar aviva más y más su fe. Una fe transida de noche, de temor y esperanza. Pues, como la beata Teresa de Calcuta, algunos de estos monjes se muestran faltos de fe, como rechazados por un Dios que enmudece. Pero permanecen. Y porque permanecen creen.
Beauvois entrega un film clásico, sin alardes técnicos, donde prima la economía narrativa. La puesta en escena es despojada, asumiendo el protagonismo los actores. Todos, por cierto, inspiradísimos (confiriendo personalidad propia a cada personaje), aunque sobresalen Lambert Wilson (abad Christian) y Michael Lonsdale (hermano Luc). El rodaje es detenido, moroso. Y es que estamos ante un ejemplo de cine lírico, como La pasión de Juana de Arco de Dreyer, Sacrificio de Tarkovsky o El cielo sobre Berlín de Wenders. Aquí, por encima de la trama, lo significativo son los detalles. Entre ellos, el maravilloso himno “Voici la nuit des origines”, cantado en gregoriano por los monjes y clave hermenéutica del film. De hecho, la vida de estos trapenses es el heroísmo de lo cotidiano, encarnando el ora et labora de San Benito. Así, junto a la labor humanitaria que realizan con la población argelina, la película –como la vida monástica– aparece ritmada por la liturgia. Otros méritos del film son su bella fotografía, la sabia alternancia de secuencias de interior y exterior, así como la iluminación natural: tenue en los interiores –formando claroscuros– y radiante en los exteriores (filmados en Marruecos).
El guión del film está lleno de diálogos memorables. Así, por ejemplo, cuando el hermano Luc exclama: “¡no me asusta la muerte; soy un hombre libre!”, bromeando a continuación: “¡dejad pasar al hombre libre!”. O cuando uno de los monjes comenta: “somos como pájaros sobre una rama: no sabemos si nos iremos”, corrigiéndole una lugareña: “los pájaros somos nosotros y ustedes la rama”. O cuando un monje confiesa al abad su miedo a perder la vida y éste le responde: “esta vida estaba ya dada a Dios y a este país”. Entre todos, destacan dos momentos epifánicos. Uno es cuando un helicóptero militar sobrevuela amenazante el monasterio, fundiéndose el estrépito del aparato y el canto coral de los monjes, como midiendo sus fuerzas. El otro sucede hacia el final, cuando todos los monjes deciden personalmente quedarse (comunión de voluntades) y reciben a Dios en la comunión. Después, en la cena, se sirve vino tinto, mientras escuchan “El lago de los cisnes” de Tchaikovsky. La cámara barre y luego se detiene en primerísimos planos de los personajes, que pasan de la alegría a la emoción, comprendiendo la muerte cercana.
Para el director, “más allá de la religión, el film habla del hombre. […] Eran aventureros, artistas del amor, personas que van al final de las cosas, de su pensamiento, con una fe y rigor… es poco común hoy, hacer don de sí, interesarse por los demás”. De dioses y hombres narra la paradoja de unos hombres que, conducidos a la muerte, dieron el mayor testimonio en favor de la vida.
Testamento abierto el domingo de Pentecostés, 25 de mayo de 1996.
En la noche del 27 al 28 de marzo de 1996, siete monjes del monasterio cisterciense Nuestra Señora del Atlas, cerca del pueblo de Tibhirine en Argelia, fueron secuestrados por musulmanes fundamentalistas del Grupo Islámico Armado (GIA). Fueron ejecutados el 21 de mayo. El Superior de la comunidad, P. Christian de Chergé, había entrado en el monasterio del Atlas en 1969 a la edad de 32 años, siendo ya sacerdote. Hizo su profesión solemne en Atlas en 1976 y fue elegido Prior Titular de la comunidad en 1984. El Padre Christian había estudiado en Roma de 1972 a 1974 y estaba muy implicado en el diálogo interreligioso. Presentamos a continuación su Testamento, escrito más de un año antes de su muerte pero no descubierto hasta después, que ha llegado a ser ya un clásico de la literatura espiritual contemporánea:
TESTAMENTO
Cuando un A-Dios se vislumbra…
Si me sucediera un día -y ese día podría ser hoy- ser víctima del terrorismo que parece querer abarcar en este momento a todos los extranjeros que viven en Argelia, yo quisiera que mi comunidad, mi Iglesia, mi familia, recuerden que mi vida estaba ENTREGADA a Dios y a este país.
Que ellos acepten que el Único Maestro de toda vida no podría permanecer ajeno a esta partida brutal.
Que recen por mí.
¿Cómo podría yo ser hallado digno de tal ofrenda?
Que sepan asociar esta muerte a tantas otras tan violentas y abandonadas en la indiferencia del anonimato.
Mi vida no tiene más valor que otra vida. Tampoco tiene menos. En todo caso, no tiene la inocencia de la infancia.
He vivido bastante como para saberme cómplice del mal que parece, desgraciadamente, prevalecer en el mundo, inclusive del que podría golpearme ciegamente.
Desearía, llegado el momento, tener ese instante de lucidez que me permita pedir el perdón de Dios y el de mis hermanos los hombres, y perdonar, al mismo tiempo, de todo corazón, a quien me hubiera herido.
Yo no podría desear una muerte semejante. Me parece importante proclamarlo. En efecto, no veo cómo podría alegrarme que este pueblo al que yo amo sea acusado, sin distinción, de mi asesinato. Sería pagar muy caro lo que se llamará, quizás, la “gracia del martirio” debérsela a un argelino, quienquiera que sea, sobre todo si él dice actuar en fidelidad a lo que él cree ser el Islam. Conozco el desprecio con que se ha podido rodear a los argelinos tomados globalmente. Conozco también las caricaturas del Islam fomentadas por un cierto islamismo.
Es demasiado fácil creerse con la conciencia tranquila identificando este camino religioso con los integrismos de sus extremistas. Argelia y el Islam, para mí son otra cosa, es un cuerpo y un alma. Lo he proclamado bastante, creo, conociendo bien todo lo que de ellos he recibido, encontrando muy a menudo en ellos el hilo conductor del Evangelio que aprendí sobre las rodillas de mi madre, mi primerísima Iglesia, precisamente en Argelia y, ya desde entonces, en el respeto de los creyentes musulmanes.
Mi muerte, evidentemente, parecerá dar la razón a los que me han tratado, a la ligera, de ingenuo o de idealista:”¡qué diga ahora lo que piensa de esto!” Pero estos tienen que saber que por fin será liberada mi más punzante curiosidad.
Entonces podré, si Dios así lo quiere, hundir mi mirada en la del Padre para contemplar con El a Sus hijos del Islam tal como El los ve, enteramente iluminados por la gloria de Cristo, frutos de Su Pasión, inundados por el Don del Espíritu, cuyo gozo secreto será siempre, el de establecer la comunióny restablecer la semejanza, jugando con las diferencias.
Por esta vida perdida, totalmente mía y totalmente de ellos,doy gracias a Dios que parece haberla querido enteramente para este GOZO, contra y a pesar de todo.En este GRACIAS en el que está todo dicho, de ahora en más, sobre mi vida, yo os incluyo, por supuesto, amigos de ayer y de hoy, y a vosotros, amigos de aquí, junto a mi madre y mi padre, mis hermanas y hermanos y los suyos, ¡el céntuplo concedido, como fue prometido!
Y a ti también, amigo del último instante, que no habrás sabido lo que hacías.
Sí, para ti también quiero este GRACIAS, y este “A-DIOS” en cuyo rostro te contemplo. Y que nos sea concedido rencontrarnos como ladrones felices en el paraíso, si así lo quiere Dios, Padre nuestro, tuyo y mío.
¡AMEN! ¡IM JALLAH!
Argel, 1 de diciembre de 1993
Tibhirine, 1 de enero de 1994
Christian+
Cine y Espiritualidad
Por Enrique Sánchez Costa (Barcelona, 1985). Doctorando en la Universitat Pompeu Fabra con la tesis sobre “El resurgimiento del catolicismo en la literatura europea moderna (1890-1940)”.
Guerra civil argelina (1991-2002). Un puñado de monjes trapenses viven en Tibhirine, al norte del país, en las montañas del Atlas. Se suceden los asesinatos –la guerra mataría a 200,000 personas–, la tensión aumenta hasta hacerse insoportable. Los monjes dudan: ¿quedarse exponiéndose a la muerte o regresar a la seguridad de Francia? De eso habla el film recién estrenado de Xavier Beauvois, galardonado con el Gran Premio del Jurado del Festival de Cannes y que ha superado en Francia los cuatro millones de espectadores.
La película se abre con un epígrafe vigoroso: “Vosotros sois dioses, hijos del Altísimo, pero como hombres moriréis, como cualquier príncipe todos caeréis” (Salmo 82). Grandeza y miseria de un “rey destronado” (Pascal), un ser “que piensa, que ama, que va a morir y que lo sabe” (G. Thibon). De dioses y hombres es la crónica de una muerte libremente asumida, por amor. De la pugna entre el instinto animal de conservación y la lógica del amor, que les insta a quedarse. Isaías, hablando del Israel sitiado y su fe en Yahvé, dice: “Si no creéis no subsistiréis” (7, 9). Así, los monjes de Tibhirine, porque creen en la Providencia permanecen; y de modo inverso, su negativa a escapar aviva más y más su fe. Una fe transida de noche, de temor y esperanza. Pues, como la beata Teresa de Calcuta, algunos de estos monjes se muestran faltos de fe, como rechazados por un Dios que enmudece. Pero permanecen. Y porque permanecen creen.
Beauvois entrega un film clásico, sin alardes técnicos, donde prima la economía narrativa. La puesta en escena es despojada, asumiendo el protagonismo los actores. Todos, por cierto, inspiradísimos (confiriendo personalidad propia a cada personaje), aunque sobresalen Lambert Wilson (abad Christian) y Michael Lonsdale (hermano Luc). El rodaje es detenido, moroso. Y es que estamos ante un ejemplo de cine lírico, como La pasión de Juana de Arco de Dreyer, Sacrificio de Tarkovsky o El cielo sobre Berlín de Wenders. Aquí, por encima de la trama, lo significativo son los detalles. Entre ellos, el maravilloso himno “Voici la nuit des origines”, cantado en gregoriano por los monjes y clave hermenéutica del film. De hecho, la vida de estos trapenses es el heroísmo de lo cotidiano, encarnando el ora et labora de San Benito. Así, junto a la labor humanitaria que realizan con la población argelina, la película –como la vida monástica– aparece ritmada por la liturgia. Otros méritos del film son su bella fotografía, la sabia alternancia de secuencias de interior y exterior, así como la iluminación natural: tenue en los interiores –formando claroscuros– y radiante en los exteriores (filmados en Marruecos).
El guión del film está lleno de diálogos memorables. Así, por ejemplo, cuando el hermano Luc exclama: “¡no me asusta la muerte; soy un hombre libre!”, bromeando a continuación: “¡dejad pasar al hombre libre!”. O cuando uno de los monjes comenta: “somos como pájaros sobre una rama: no sabemos si nos iremos”, corrigiéndole una lugareña: “los pájaros somos nosotros y ustedes la rama”. O cuando un monje confiesa al abad su miedo a perder la vida y éste le responde: “esta vida estaba ya dada a Dios y a este país”. Entre todos, destacan dos momentos epifánicos. Uno es cuando un helicóptero militar sobrevuela amenazante el monasterio, fundiéndose el estrépito del aparato y el canto coral de los monjes, como midiendo sus fuerzas. El otro sucede hacia el final, cuando todos los monjes deciden personalmente quedarse (comunión de voluntades) y reciben a Dios en la comunión. Después, en la cena, se sirve vino tinto, mientras escuchan “El lago de los cisnes” de Tchaikovsky. La cámara barre y luego se detiene en primerísimos planos de los personajes, que pasan de la alegría a la emoción, comprendiendo la muerte cercana.
Para el director, “más allá de la religión, el film habla del hombre. […] Eran aventureros, artistas del amor, personas que van al final de las cosas, de su pensamiento, con una fe y rigor… es poco común hoy, hacer don de sí, interesarse por los demás”. De dioses y hombres narra la paradoja de unos hombres que, conducidos a la muerte, dieron el mayor testimonio en favor de la vida.