Artes tradicionales y cosmogonías de los pueblos amazónicos
Naturaleza y artificio no han sido nunca términos opuestos entre los pueblos tradicionales de la Amazonía. Sus bellos artefactos de uso cotidiano o sus objetos suntuarios y rituales nos hablan con elocuencia de una tenaz relación armónica con el hábitat. Sin embargo, este vasto territorio aún es visto por muchos como un espacio por conquistar, postergando así la necesidad de recuperar un capítulo olvidado de nuestra historia cultural. En respuesta a ese vacío, El ojo verde ensaya una primera mirada sobre el mapa étnico de la región amazónica para enfatizar la diversidad de sus manifestaciones estéticas. Pero también muestra sorprendentes semejanzas entre las elaboraciones formales de un conjunto de pueblos cuyos contactos históricos parecieran determinados por las guerras y el trueque comercial. A diferencia de las culturas nativas de la costa y la sierra, violentamente interrumpidas por la conquista española, estos grupos humanos constituyen un ejemplo vivo de permanencia, de endogamia y continuidad en el tiempo. Todo ello ayudará a comprender desde el presente las funciones y los códigos simbólicos que dieron sentido a las artes visuales en el Perú prehispánico.
Lejos del misterioso mutismo que envuelve a las piezas arqueológicas, estamos ante objetos en pleno uso. Testimonios de vida que parecen haberse mantenido virtualmente inalterados durante siglos. El peso de la tradición explicaría, así, la habilidad técnica del artesano y la eficacia de su simbolismo, basada en la reiteración de patrones formales compartidos por la comunidad. Al igual que en los ritos, la repetición del trazo y el diseño vuelve a instaurar en cada pieza el ciclo inexorable de fuerzas vitales y su correlato sagrado.
Imposible desligar aquí la forma de la función y ambas de su sentido trascendente. De este modo se entenderá la importancia invariablemente concedida a los géneros relacionados con el adorno personal. Incluso el escaso mobiliario selvático, casi siempre circunscrito al uso individual, podría percibirse como una prolongación del cuerpo humano. Si bien no se trata de obras destinadas a la pura contemplación, en ningún caso se reducen al simple ornamento. Ellas contienen precisos mensajes de distinción o de rango social dentro del propio grupo o frente a las demás etnias.
Entre todos aquellos géneros, tal vez el arte plumario continúe siendo el más llamativo a ojos del espectador occidental. No es de extrañar que la búsqueda de aves exóticas y plumajes coloridos haya sido una de las razones que, en tiempos de los últimos incas, impulsaron a la conquista -parcial y precaria- de estas tierras. De hecho, la nobleza cusqueña solía ostentar la posesión de guacamayos como emblemas de riqueza y poder. Al llegar los primeros europeos, el deslumbrante despliegue de ajuares plumarios quedaría grabado en su memoria y sería rápidamente incorporado a las representaciones alegóricas del continente americano. Muchos de los actuales tocados de plumas reciben todavía el nombre de “coronas” por comodidad semántica, aunque no siempre sean distintivos de autoridad. Entre los pueblos achuar, awajun, wampis y kandozi, por ejemplo, el uso de tales atuendos corresponde a momentos festivos o a las raras ocasiones en que se visita a los vecinos. De acuerdo con la colocación o el color de las plumas, el usuario busca ejercer el mismo atractivo que el de las aves durante el cortejo nupcial o disfrutar de sus cualidades reales o atribuidas. A veces, entre los asháninka y los nomatsiguenga, ejemplares disecados a manera de pendientes añaden un componente “hiper-realista” llamado a distinguir las virtudes del buen cazador.
Aquellas concepciones “animistas” se manifiestan con mayor claridad en el uso extendido de las máscaras que entremezclan lo ritual con lo festivo. Sea de carácter humano, animal o totémico, la máscara trasmite transitoriamente las cualidades de lo representado. En la fiesta bóóraá del Pijuayo, por ejemplo, el disfraz de fibras vegetales y la máscara se integran para encubrir por completo el cuerpo del figurante. El atuendo culmina en una talla con figura de animal, para recordar así la importancia de ese fruto como soporte del ciclo vital en la zona. Estas piezas de madera policromada conjugan armoniosamente la estilización con algunos detalles naturalistas que dan cuenta de una capacidad de observación decantada con el paso del tiempo.
Otras formas escultóricas están igualmente asociadas con la música y la danza. Aparte de los manguarés o tambores de señales de los awajún, bóóraá y uitoto, los bastones rítmicos aparecen con cierta frecuencia. En contraste con sus similares andinos, dotados con dijes o sonajas metálicos, aquí los elementos sonoros se obtienen de semillas o frutos secos. Por lo general, la empuñadura o remate del bastón lo constituye una cabeza de animal relacionada en cada caso con el espíritu de la celebración. Hallamos un buen ejemplo de ello en la fiesta bóóraá de la garza.
Todavía sabemos poco de las esculturas antropomorfas en madera. Algunas veces representan a los difuntos, y tal vez hayan cumplido funciones de recordatorio fúnebre entre los grupos familiares. Este culto a los antepasados recurre, en algunas culturas, a la adición de cabellos naturales o vestimentas confeccionadas con cortezas o fibras vegetales, cuyo “realismo” se complementa con la aplicación de pinturas faciales.
Pudieron tener un origen similar las conocidas figuras de madera de balsa trabajadas por los shipibo, que optan por el diseño geometrizante como única decoración.
La línea y el color fluyen con gran seguridad sobre diversas superficies, desde recipientes cerámicos hasta prendas de vestir. Es significativo que algunos ropajes tradicionales como la cushma, a modo de segunda piel, reciban los mismos diseños geométricos que se aplican sobre el propio cuerpo, utilizado como superficie pictórica. Esta convención caracteriza las artes de los shipibo y asháninka, pueblos que, debido a su distribución geográfica, han logrado una mayor comunicación con el resto del país.
Quizá las cortezas vegetales con representaciones míticas de los tikuna sean lo más cercano al concepto pictórico bidimensional, inexistente en las tradiciones nativas. Desde la década pasada, Pablo Amaringo, fundador de la escuela Usko Ayar en Pucallpa, partió de sus experiencias derivadas del consumo ritual de la ayahuasca en busca de ese peculiar estado exacerbado de la conciencia que le permitiese estructurar sobre el plano sus concepciones del universo. Es sólo en estos últimos años, al contacto con la demanda de los medios urbanos y con la creación de otras escuelas locales, que el surgimiento de una cultura amazónica parece tomar cuerpo.
No obstante, las “cosmovisiones” aquí incluidas son obra de conocedores de su medio, en algunos casos chamanes o jefes, pero en su mayoría ajenos al oficio pictórico. De algún modo, sus trabajos nos recuerdan los esfuerzos gráficos de Felipe Guamán Poma de Ayala y de Juan Santa Cruz Pachacuti, a inicios de la Colonia, para comunicar a los “otros” la visión indígena del mundo. Al igual que aquellos primeros cronistas, los actuales “especialistas” de la Amazonía recurren a la representación estratificada en diversos niveles para traducir el “arriba” y el “abajo” simbólicos. En su caso, la certera intuición en el uso del color contribuye de manera crucial a evidenciar la envolvente naturaleza boscosa y acuática de la selva. A partir de estas reveladoras imágenes, El ojo verde empieza a situar en contexto la memoria cultural de los pueblos amazónicos y tiende puentes hacia su impostergable comprensión.
Fuente: www.ojoverde.perucultural.org.pe
Luis Eduardo Wuffarden, historiador del arte
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Considero que los pueblos amazónicos tienen la historia cultural más antigua. Su arte es particular pero sobresaliente, si no me equivoco, las obras más comunes son las tallas y esculturas en madera. Uno de los pintores que retrata la amazonía es Christian Bendayán.