Archivo de la categoría: Espiritualidad

Luz de la fe (I)

[Visto: 524 veces]

CARTA ENCÍCLICA LUMEN FIDEI DEL SUMO PONTÍFICE FRANCISCO
A los obispos, a los presbíteros y a los diáconos, a las personas consagradas y a todos los fieles laicos
SOBRE LA FE
1. La luz de la fe: la tradición de la Iglesia ha indicado con esta  expresión el gran don traído por Jesucristo, que en el Evangelio de san Juan se presenta con estas palabras: «Yo he venido al mundo como luz, y así, el que cree en mí no quedará en tinieblas» (Jn 12,46). También san Pablo se expresa en los mismos términos: «Pues el Dios que dijo: “Brille la luz del seno de las tinieblas”, ha brillado en nuestros corazones» (2 Co 4,6). En el mundo pagano, hambriento de luz, se había desarrollado el culto al Sol, al Sol invictus, invocado a su salida. Pero, aunque renacía cada día, resultaba claro que no podía irradiar su luz sobre toda la existencia del hombre. Pues el sol no ilumina toda la realidad; sus rayos no pueden llegar hasta las sombras de la muerte, allí donde los ojos humanos se cierran a su luz. «No se ve que nadie estuviera dispuesto a morir por su fe en el sol»[1], decía san Justino mártir. Conscientes del vasto horizonte que la fe les abría, los cristianos llamaron a Cristo el verdadero sol, «cuyos rayos dan la vida»[2]. A Marta, que llora la muerte de su hermano Lázaro, le dice Jesús: «¿No te he dicho que si crees verás la gloria de Dios?» (Jn 11,40). Quien cree ve; ve con una luz que ilumina todo el trayecto del camino, porque llega a nosotros desde Cristo resucitado, estrella de la mañana que no conoce ocaso.
¿Una luz ilusoria?
2. Sin embargo, al hablar de la fe como luz, podemos oír la objeción de muchos contemporáneos nuestros. En la época moderna se ha pensado que esa luz podía bastar para las sociedades antiguas, pero que ya no sirve para los tiempos nuevos, para el hombre adulto, ufano de su razón, ávido de explorar el futuro de una nueva forma. En este sentido, la fe se veía como una luz ilusoria, que impedía al hombre seguir la audacia del saber. El joven Nietzsche invitaba a su hermana Elisabeth a arriesgarse, a «emprender nuevos caminos… con la inseguridad de quien procede autónomamente». Y añadía: «Aquí se dividen los caminos del hombre; si quieres alcanzar paz en el alma y felicidad, cree; pero si quieres ser discípulo de la verdad, indaga»[3]. Con lo que creer sería lo contrario de buscar. A partir de aquí, Nietzsche critica al cristianismo por haber rebajado la existencia humana, quitando novedad y aventura a la vida. La fe sería entonces como un espejismo que nos impide avanzar como hombres libres hacia el futuro.
3. De esta manera, la fe ha acabado por ser asociada a la oscuridad. Se ha pensado poderla conservar, encontrando para ella un ámbito que le permita convivir con la luz de la razón. El espacio de la fe se crearía allí donde la luz de la razón no pudiera llegar, allí donde el hombre ya no pudiera tener certezas. La fe se ha visto así como un salto que damos en el vacío, por falta de luz, movidos por un sentimiento ciego; o como una luz subjetiva, capaz quizá de enardecer el corazón, de dar consuelo privado, pero que no se puede proponer a los demás como luz objetiva y común para alumbrar el camino. Poco a poco, sin embargo, se ha visto que la luz de la razón autónoma no logra iluminar suficientemente el futuro; al final, éste queda en la oscuridad, y deja al hombre con el miedo a lo desconocido. De este modo, el hombre ha renunciado a la búsqueda de una luz grande, de una verdad grande, y se ha contentado con pequeñas luces que alumbran el instante fugaz, pero que son incapaces de abrir el camino. Cuando falta la luz, todo se vuelve confuso, es imposible distinguir el bien del mal, la senda que lleva a la meta de aquella otra que nos hace dar vueltas y vueltas, sin una dirección fija.
Una luz por descubrir
4. Por tanto, es urgente recuperar el carácter luminoso propio de la fe, pues cuando su llama se apaga, todas las otras luces acaban languideciendo. Y es que la característica propia de la luz de la fe es la capacidad de iluminar toda la existencia del hombre. Porque una luz tan potente no puede provenir de nosotros mismos; ha de venir de una fuente más primordial, tiene que venir, en definitiva, de Dios. La fe nace del encuentro con el Dios vivo, que nos llama y nos revela su amor, un amor que nos precede y en el que nos podemos apoyar para estar seguros y construir la vida. Transformados por este amor, recibimos ojos nuevos, experimentamos que en él hay una gran promesa de plenitud y se nos abre la mirada al futuro. La fe, que recibimos de Dios como don sobrenatural, se presenta como luz en el sendero, que orienta nuestro camino en el tiempo. Por una parte, procede del pasado; es la luz de una memoria fundante, la memoria de la vida de Jesús, donde su amor se ha manifestado totalmente fiable, capaz de vencer a la muerte. Pero, al mismo tiempo, como Jesús ha resucitado y nos atrae más allá de la muerte, la fe es luz que viene del futuro, que nos desvela vastos horizontes, y nos lleva más allá de nuestro « yo » aislado, hacia la más amplia comunión. Nos damos cuenta, por tanto, de que la fe no habita en la oscuridad, sino que es luz en nuestras tinieblas. Dante, en la Divina Comedia, después de haber confesado su fe ante san Pedro, la describe como una «chispa, / que se convierte en una llama cada vez más ardiente / y centellea en mí, cual estrella en el cielo»[4]. Deseo hablar precisamente de esta luz de la fe para que crezca e ilumine el presente, y llegue a convertirse en estrella que muestre el horizonte de nuestro camino en un tiempo en el que el hombre tiene especialmente necesidad de luz.
5. El Señor, antes de su pasión, dijo a Pedro: «He pedido por ti, para que tu fe no se apague» (Lc 22,32). Y luego le pidió que confirmase a sus hermanos en esa misma fe. Consciente de la tarea confiada al Sucesor de Pedro, Benedicto XVI decidió convocar este Año de la fe, un tiempo de gracia que nos está ayudando a sentir la gran alegría de creer, a reavivar la percepción de la amplitud de horizontes que la fe nos desvela, para confesarla en su unidad e integridad, fieles a la memoria del Señor, sostenidos por su presencia y por la acción del Espíritu Santo. La convicción de una fe que hace grande y plena la vida, centrada en Cristo y en la fuerza de su gracia, animaba la misión de los primeros cristianos. En las Actas de los mártires leemos este diálogo entre el prefecto romano Rústico y el cristiano Hierax: «¿Dónde están tus padres?», pregunta el juez al mártir. Y éste responde: «Nuestro verdadero padre es Cristo, y nuestra madre, la fe en él»[5]. Para aquellos cristianos, la fe, en cuanto encuentro con el Dios vivo manifestado en Cristo, era una «madre», porque los daba a luz, engendraba en ellos la vida divina, una nueva experiencia, una visión luminosa de la existencia por la que estaban dispuestos a dar testimonio público hasta el final.
6. El Año de la fe ha comenzado en el 50 aniversario de la apertura del Concilio Vaticano II. Esta coincidencia nos permite ver que el Vaticano II ha sido un Concilio sobre la fe[6], en cuanto que nos ha invitado a poner de nuevo en el centro de nuestra vida eclesial y personal el primado de Dios en Cristo. Porque la Iglesia nunca presupone la fe como algo descontado, sino que sabe que este don de Dios tiene que ser alimentado y robustecido para que siga guiando su camino. El Concilio Vaticano II ha hecho que la fe brille dentro de la experiencia humana, recorriendo así los caminos del hombre contemporáneo. De este modo, se ha visto cómo la fe enriquece la existencia humana en todas sus dimensiones.
7. Estas consideraciones sobre la fe, en línea con todo lo que el Magisterio de la Iglesia ha declarado sobre esta virtud teologal[7], pretenden sumarse a lo que el Papa Benedicto XVI ha escrito en las Cartas encíclicas sobre la caridad y la esperanza. Él ya había completado prácticamente una primera redacción de esta Carta encíclica sobre la fe. Se lo agradezco de corazón y, en la fraternidad de Cristo, asumo su precioso trabajo, añadiendo al texto algunas aportaciones. El Sucesor de Pedro, ayer, hoy y siempre, está llamado a «confirmar a sus hermanos» en el inconmensurable tesoro de la fe, que Dios da como luz sobre el camino de todo hombre.
En la fe, don de Dios, virtud sobrenatural infusa por él, reconocemos que se nos ha dado un gran Amor, que se nos ha dirigido una Palabra buena, y que, si acogemos esta Palabra, que es Jesucristo, Palabra encarnada, el Espíritu Santo nos transforma, ilumina nuestro camino hacia el futuro, y da alas a nuestra esperanza para recorrerlo con alegría. Fe, esperanza y caridad, en admirable urdimbre, constituyen el dinamismo de la existencia cristiana hacia la comunión plena con Dios. ¿Cuál es la ruta que la fe nos descubre? ¿De dónde procede su luz poderosa que permite iluminar el camino de una vida lograda y fecunda, llena de fruto?
CAPÍTULO 1 HEMOS CREÍDO EN EL AMOR (cf. 1 Jn 4,16)
Abrahán, nuestro padre en la fe
8. La fe nos abre el camino y acompaña nuestros pasos a lo largo de la historia. Por eso, si queremos entender lo que es la fe, tenemos que narrar su recorrido, el camino de los hombres creyentes, cuyo testimonio encontramos en primer lugar en el Antiguo Testamento. En él, Abrahán, nuestro padre en la fe, ocupa un lugar destacado. En su vida sucede algo desconcertante: Dios le dirige la Palabra, se revela como un Dios que habla y lo llama por su nombre. La fe está vinculada a la escucha. Abrahán no ve a Dios, pero oye su voz. De este modo la fe adquiere un carácter personal. Aquí Dios no se manifiesta como el Dios de un lugar, ni tampoco aparece vinculado a un tiempo sagrado determinado, sino como el Dios de una persona, el Dios de Abrahán, Isaac y Jacob, capaz de entrar en contacto con el hombre y establecer una alianza con él. La fe es la respuesta a una Palabra que interpela personalmente, a un Tú que nos llama por nuestro nombre.
9. Lo que esta Palabra comunica a Abrahán es una llamada y una promesa. En primer lugar es una llamada a salir de su tierra, una invitación a abrirse a una vida nueva, comienzo de un éxodo que lo lleva hacia un futuro inesperado. La visión que la fe da a Abrahán estará siempre vinculada a este paso adelante que tiene que dar: la fe «ve» en la medida en que camina, en que se adentra en el espacio abierto por la Palabra de Dios. Esta Palabra encierra además una promesa: tu descendencia será numerosa, serás padre de un gran pueblo (cf. Gn 13,16; 15,5; 22,17). Es verdad que, en cuanto respuesta a una Palabra que la precede, la fe de Abrahán será siempre un acto de memoria. Sin embargo, esta memoria no se queda en el pasado, sino que, siendo memoria de una promesa, es capaz de abrir al futuro, de iluminar los pasos a lo largo del camino. De este modo, la fe, en cuanto memoria del futuro, memoria futuri, está estrechamente ligada con la esperanza.
10. Lo que se pide a Abrahán es que se fíe de esta Palabra. La fe entiende que la palabra, aparentemente efímera y pasajera, cuando es pronunciada por el Dios fiel, se convierte en lo más seguro e inquebrantable que pueda haber, en lo que hace posible que nuestro camino tenga continuidad en el tiempo. La fe acoge esta Palabra como roca firme, para construir sobre ella con sólido fundamento. Por eso, la Biblia, para hablar de la fe, usa la palabra hebrea ’emûnah, derivada del verbo ’amán, cuya raíz significa «sostener». El término ’emûnah puede significar tanto la fidelidad de Dios como la fe del hombre. El hombre fiel recibe su fuerza confiándose en las manos de Dios. Jugando con las dos acepciones de la palabra -presentes también en los correspondientes términos griego (pistós) y latino (fidelis)-, san Cirilo de Jerusalén ensalza la dignidad del cristiano, que recibe el mismo calificativo que Dios: ambos son llamados «fieles»[8]. San Agustín lo explica así: «El hombre es fiel creyendo a Dios, que promete; Dios es fiel dando lo que promete al hombre»[9].
11. Un último aspecto de la historia de Abrahán es importante para comprender su fe. La Palabra de Dios, aunque lleva consigo novedad y sorpresa, no es en absoluto ajena a la propia experiencia del patriarca. Abrahán reconoce en esa voz que se le dirige una llamada profunda, inscrita desde siempre en su corazón. Dios asocia su promesa a aquel « lugar » en el que la existencia del hombre se manifiesta desde siempre prometedora: la paternidad, la generación de una nueva vida: «Sara te va a dar un hijo; lo llamarás Isaac» (Gn 17,19). El Dios que pide a Abrahán que se fíe totalmente de él, se revela como la fuente de la que proviene toda vida. De esta forma, la fe se pone en relación con la paternidad de Dios, de la que procede la creación: el Dios que llama a Abrahán es el Dios creador, que «llama a la existencia lo que no existe» (Rm 4,17), que «nos eligió antes de la fundación del mundo… y nos ha destinado a ser sus hijos» (Ef 1,4-5). Para Abrahán, la fe en Dios ilumina las raíces más profundas de su ser, le permite reconocer la fuente de bondad que hay en el origen de todas las cosas, y confirmar que su vida no procede de la nada o la casualidad, sino de una llamada y un amor personal. El Dios misterioso que lo ha llamado no es un Dios extraño, sino aquel que es origen de todo y que todo lo sostiene. La gran prueba de la fe de Abrahán, el sacrificio de su hijo Isaac, nos permite ver hasta qué punto este amor originario es capaz de garantizar la vida incluso después de la muerte. La Palabra que ha sido capaz de suscitar un hijo con su cuerpo «medio muerto» y «en el seno estéril» de Sara (cf. Rm 4,19), será también capaz de garantizar la promesa de un futuro más allá de toda amenaza o peligro (cf. Hb 11,19; Rm 4,21).
La fe de Israel
12. En el libro del Éxodo, la historia del pueblo de Israel sigue la estela de la fe de Abrahán. La fe nace de nuevo de un don originario: Israel se abre a la intervención de Dios, que quiere librarlo de su miseria. La fe es la llamada a un largo camino para adorar al Señor en el Sinaí y heredar la tierra prometida. El amor divino se describe con los rasgos de un padre que lleva de la mano a su hijo por el camino (cf. Dt 1,31). La confesión de fe de Israel se formula como narración de los beneficios de Dios, de su intervención para liberar y guiar al pueblo (cf. Dt 26,5-11), narración que el pueblo transmite de generación en generación. Para Israel, la luz de Dios brilla a través de la memoria de las obras realizadas por el Señor, conmemoradas y confesadas en el culto, transmitidas de padres a hijos. Aprendemos así que la luz de la fe está vinculada al relato concreto de la vida, al recuerdo agradecido de los beneficios de Dios y al cumplimiento progresivo de sus promesas. La arquitectura gótica lo ha expresado muy bien: en las grandes catedrales, la luz llega del cielo a través de las vidrieras en las que está representada la historia sagrada. La luz de Dios nos llega a través de la narración de su revelación y, de este modo, puede iluminar nuestro camino en el tiempo, recordando los beneficios divinos, mostrando cómo se cumplen sus promesas.
13. Por otro lado, la historia de Israel también nos permite ver cómo el pueblo ha caído tantas veces en la tentación de la incredulidad. Aquí, lo contrario de la fe se manifiesta como idolatría. Mientras Moisés habla con Dios en el Sinaí, el pueblo no soporta el misterio del rostro oculto de Dios, no aguanta el tiempo de espera. La fe, por su propia naturaleza, requiere renunciar a la posesión inmediata que parece ofrecer la visión, es una invitación a abrirse a la fuente de la luz, respetando el misterio propio de un Rostro, que quiere revelarse personalmente y en el momento oportuno. Martin Buber citaba esta definición de idolatría del rabino de Kock: se da idolatría cuando « un rostro se dirige reverentemente a un rostro que no es un rostro »[10]. En lugar de tener fe en Dios, se prefiere adorar al ídolo, cuyo rostro se puede mirar, cuyo origen es conocido, porque lo hemos hecho nosotros. Ante el ídolo, no hay riesgo de una llamada que haga salir de las propias seguridades, porque los ídolos « tienen boca y no hablan » (Sal 115,5). Vemos entonces que el ídolo es un pretexto para ponerse a sí mismo en el centro de la realidad, adorando la obra de las propias manos. Perdida la orientación fundamental que da unidad a su existencia, el hombre se disgrega en la multiplicidad de sus deseos; negándose a esperar el tiempo de la promesa, se desintegra en los múltiples instantes de su historia. Por eso, la idolatría es siempre politeísta, ir sin meta alguna de un señor a otro. La idolatría no presenta un camino, sino una multitud de senderos, que no llevan a ninguna parte, y forman más bien un laberinto. Quien no quiere fiarse de Dios se ve obligado a escuchar las voces de tantos ídolos que le gritan: «Fíate de mí». La fe, en cuanto asociada a la conversión, es lo opuesto a la idolatría; es separación de los ídolos para volver al Dios vivo, mediante un encuentro personal. Creer significa confiarse a un amor misericordioso, que siempre acoge y perdona, que sostiene y orienta la existencia, que se manifiesta poderoso en su capacidad de enderezar lo torcido de nuestra historia. La fe consiste en la disponibilidad para dejarse transformar una y otra vez por la llamada de Dios. He aquí la paradoja: en el continuo volverse al Señor, el hombre encuentra un camino seguro, que lo libera de la dispersión a que le someten los ídolos.
14. En la fe de Israel destaca también la figura de Moisés, el mediador. El pueblo no puede ver el rostro de Dios; es Moisés quien habla con YHWH en la montaña y transmite a todos la voluntad del Señor. Con esta presencia del mediador, Israel ha aprendido a caminar unido. El acto de fe individual se inserta en una comunidad, en el « nosotros » común del pueblo que, en la fe, es como un solo hombre, « mi hijo primogénito », como llama Dios a Israel (Ex 4,22). La mediación no representa aquí un obstáculo, sino una apertura: en el encuentro con los demás, la mirada se extiende a una verdad más grande que nosotros mismos. J. J. Rousseau lamentaba no poder ver a Dios personalmente: «¡Cuántos hombres entre Dios y yo!»[11]. «¿Es tan simple y natural que Dios se haya dirigido a Moisés para hablar a Jean Jacques Rousseau?»[12]. Desde una concepción individualista y limitada del conocimiento, no se puede entender el sentido de la mediación, esa capacidad de participar en la visión del otro, ese saber compartido, que es el saber propio del amor. La fe es un don gratuito de Dios que exige la humildad y el valor de fiarse y confiarse, para poder ver el camino luminoso del encuentro entre Dios y los hombres, la historia de la salvación.
La plenitud de la fe cristiana
15. «Abrahán […] saltaba de gozo pensando ver mi día; lo vio, y se llenó de alegría» (Jn 8,56). Según estas palabras de Jesús, la fe de Abrahán estaba orientada ya a él; en cierto sentido, era una visión anticipada de su misterio. Así lo entiende san Agustín, al afirmar que los patriarcas se salvaron por la fe, pero no la fe en el Cristo ya venido, sino la fe en el Cristo que había de venir, una fe en tensión hacia el acontecimiento futuro de Jesús[13]. La fe cristiana está centrada en Cristo, es confesar que Jesús es el Señor, y Dios lo ha resucitado de entre los muertos (cf. Rm 10,9). Todas las líneas del Antiguo Testamento convergen en Cristo; él es el «sí» definitivo a todas las promesas, el fundamento de nuestro «amén» último a Dios (cf. 2 Co 1,20). La historia de Jesús es la manifestación plena de la fiabilidad de Dios. Si Israel recordaba las grandes muestras de amor de Dios, que constituían el centro de su confesión y abrían la mirada de su fe, ahora la vida de Jesús se presenta como la intervención definitiva de Dios, la manifestación suprema de su amor por nosotros. La Palabra que Dios nos dirige en Jesús no es una más entre otras, sino su Palabra eterna (cf. Hb 1,1-2). No hay garantía más grande que Dios nos pueda dar para asegurarnos su amor, como recuerda san Pablo (cf. Rm 8,31-39). La fe cristiana es, por tanto, fe en el Amor pleno, en su poder eficaz, en su capacidad de transformar el mundo e iluminar el tiempo. «Hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él» (1 Jn 4,16). La fe reconoce el amor de Dios manifestado en Jesús como el fundamento sobre el que se asienta la realidad y su destino último.
16. La mayor prueba de la fiabilidad del amor de Cristo se encuentra en su muerte por los hombres. Si dar la vida por los amigos es la demostración más grande de amor (cf. Jn 15,13), Jesús ha ofrecido la suya por todos, también por los que eran sus enemigos, para transformar los corazones. Por eso, los evangelistas han situado en la hora de la cruz el momento culminante de la mirada de fe, porque en esa hora resplandece el amor divino en toda su altura y amplitud. San Juan introduce aquí su solemne testimonio cuando, junto a la Madre de Jesús, contempla al que habían atravesado (cf. Jn 19,37): «El que lo vio da testimonio, su testimonio es verdadero, y él sabe que dice la verdad, para que también vosotros creáis» (Jn 19,35). F. M. Dostoievski, en su obra El idiota, hace decir al protagonista, el príncipe Myskin, a la vista del cuadro de Cristo muerto en el sepulcro, obra de Hans Holbein el Joven: «Un cuadro así podría incluso hacer perder la fe a alguno»[14]. En efecto, el cuadro representa con crudeza los efectos devastadores de la muerte en el cuerpo de Cristo. Y, sin embargo, precisamente en la contemplación de la muerte de Jesús, la fe se refuerza y recibe una luz resplandeciente, cuando se revela como fe en su amor indefectible por nosotros, que es capaz de llegar hasta la muerte para salvarnos. En este amor, que no se ha sustraído a la muerte para manifestar cuánto me ama, es posible creer; su totalidad vence cualquier suspicacia y nos permite confiarnos plenamente en Cristo.
17. Ahora bien, la muerte de Cristo manifiesta la total fiabilidad del amor de Dios a la luz de la resurrección. En cuanto resucitado, Cristo es testigo fiable, digno de fe (cf. Ap 1,5; Hb 2,17), apoyo sólido para nuestra fe. « Si Cristo no ha resucitado, vuestra fe no tiene sentido », dice san Pablo (1 Co 15,17). Si el amor del Padre no hubiese resucitado a Jesús de entre los muertos, si no hubiese podido devolver la vida a su cuerpo, no sería un amor plenamente fiable, capaz de iluminar también las tinieblas de la muerte. Cuando san Pablo habla de su nueva vida en Cristo, se refiere a la « fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí » (Ga 2,20). Esta « fe del Hijo de Dios » es ciertamente la fe del Apóstol de los gentiles en Jesús, pero supone la fiabilidad de Jesús, que se funda, sí, en su amor hasta la muerte, pero también en ser Hijo de Dios. Precisamente porque Jesús es el Hijo, porque está radicado de modo absoluto en el Padre, ha podido vencer a la muerte y hacer resplandecer plenamente la vida. Nuestra cultura ha perdido la percepción de esta presencia concreta de Dios, de su acción en el mundo. Pensamos que Dios sólo se encuentra más allá, en otro nivel de realidad, separado de nuestras relaciones concretas. Pero si así fuese, si Dios fuese incapaz de intervenir en el mundo, su amor no sería verdaderamente poderoso, verdaderamente real, y no sería entonces ni siquiera verdadero amor, capaz de cumplir esa felicidad que promete. En tal caso, creer o no creer en él sería totalmente indiferente. Los cristianos, en cambio, confiesan el amor concreto y eficaz de Dios, que obra verdaderamente en la historia y determina su destino final, amor que se deja encontrar, que se ha revelado en plenitud en la pasión, muerte y resurrección de Cristo.
18. La plenitud a la que Jesús lleva a la fe tiene otro aspecto decisivo. Para la fe, Cristo no es sólo aquel en quien creemos, la manifestación máxima del amor de Dios, sino también aquel con quien nos unimos para poder creer. La fe no sólo mira a Jesús, sino que mira desde el punto de vista de Jesús, con sus ojos: es una participación en su modo de ver. En muchos ámbitos de la vida confiamos en otras personas que conocen las cosas mejor que nosotros. Tenemos confianza en el arquitecto que nos construye la casa, en el farmacéutico que nos da la medicina para curarnos, en el abogado que nos defiende en el tribunal. Tenemos necesidad también de alguien que sea fiable y experto en las cosas de Dios. Jesús, su Hijo, se presenta como aquel que nos explica a Dios (cf. Jn 1,18). La vida de Cristo -su modo de conocer al Padre, de vivir totalmente en relación con él- abre un espacio nuevo a la experiencia humana, en el que podemos entrar. La importancia de la relación personal con Jesús mediante la fe queda reflejada en los diversos usos que hace san Juan del verbo credere. Junto a « creer que » es verdad lo que Jesús nos dice (cf. Jn 14,10; 20,31), san Juan usa también las locuciones «creer a» Jesús y «creer en» Jesús. «Creemos a» Jesús cuando aceptamos su Palabra, su testimonio, porque él es veraz (cf. Jn 6,30). «Creemos en» Jesús cuando lo acogemos personalmente en nuestra vida y nos confiamos a él, uniéndonos a él mediante el amor y siguiéndolo a lo largo del camino (cf. Jn 2,11; 6,47; 12,44).
Para que pudiésemos conocerlo, acogerlo y seguirlo, el Hijo de Dios ha asumido nuestra carne, y así su visión del Padre se ha realizado también al modo humano, mediante un camino y un recorrido temporal. La fe cristiana es fe en la encarnación del Verbo y en su resurrección en la carne; es fe en un Dios que se ha hecho tan cercano, que ha entrado en nuestra historia. La fe en el Hijo de Dios hecho hombre en Jesús de Nazaret no nos separa de la realidad, sino que nos permite captar su significado profundo, descubrir cuánto ama Dios a este mundo y cómo lo orienta incesantemente hacía sí; y esto lleva al cristiano a comprometerse, a vivir con mayor intensidad todavía el camino sobre la tierra.
La salvación mediante la fe
19. A partir de esta participación en el modo de ver de Jesús, el apóstol Pablo nos ha dejado en sus escritos una descripción de la existencia creyente. El que cree, aceptando el don de la fe, es transformado en una creatura nueva, recibe un nuevo ser, un ser filial que se hace hijo en el Hijo. «Abbá, Padre», es la palabra más característica de la experiencia de Jesús, que se convierte en el núcleo de la experiencia cristiana (cf. Rm 8,15). La vida en la fe, en cuanto existencia filial, consiste en reconocer el don originario y radical, que está a la base de la existencia del hombre, y puede resumirse en la frase de san Pablo a los Corintios: «¿Tienes algo que no hayas recibido?» (1 Co 4,7). Precisamente en este punto se sitúa el corazón de la polémica de san Pablo con los fariseos, la discusión sobre la salvación mediante la fe o mediante las obras de la ley. Lo que san Pablo rechaza es la actitud de quien pretende justificarse a sí mismo ante Dios mediante sus propias obras. Éste, aunque obedezca a los mandamientos, aunque haga obras buenas, se pone a sí mismo en el centro, y no reconoce que el origen de la bondad es Dios. Quien obra así, quien quiere ser fuente de su propia justicia, ve cómo pronto se le agota y se da cuenta de que ni siquiera puede mantenerse fiel a la ley. Se cierra, aislándose del Señor y de los otros, y por eso mismo su vida se vuelve vana, sus obras estériles, como árbol lejos del agua. San Agustín lo expresa así con su lenguaje conciso y eficaz: «Ab eo qui fecit te noli deficere nec ad te», de aquel que te ha hecho, no te alejes ni siquiera para ir a ti[15]. Cuando el hombre piensa que, alejándose de Dios, se encontrará a sí mismo, su existencia fracasa (cf. Lc 15,11-24). La salvación comienza con la apertura a algo que nos precede, a un don originario que afirma la vida y protege la existencia. Sólo abriéndonos a este origen y reconociéndolo, es posible ser transformados, dejando que la salvación obre en nosotros y haga fecunda la vida, llena de buenos frutos. La salvación mediante la fe consiste en reconocer el primado del don de Dios, como bien resume san Pablo: «En efecto, por gracia estáis salvados, mediante la fe. Y esto no viene de vosotros: es don de Dios» (Ef 2,8s).
20. La nueva lógica de la fe está centrada en Cristo. La fe en Cristo nos salva porque en él la vida se abre radicalmente a un Amor que nos precede y nos transforma desde dentro, que obra en nosotros y con nosotros. Así aparece con claridad en la exégesis que el Apóstol de los gentiles hace de un texto del Deuteronomio, interpretación que se inserta en la dinámica más profunda del Antiguo Testamento. Moisés dice al pueblo que el mandamiento de Dios no es demasiado alto ni está demasiado alejado del hombre. No se debe decir: «¿Quién de nosotros subirá al cielo y nos lo traerá?» o «¿Quién de nosotros cruzará el mar y nos lo traerá?» (cf. Dt 30,11-14). Pablo interpreta esta cercanía de la palabra de Dios como referida a la presencia de Cristo en el cristiano: «No digas en tu corazón: “¿Quién subirá al cielo?”, es decir, para hacer bajar a Cristo. O “¿quién bajará al abismo?”, es decir, para hacer subir a Cristo de entre los muertos» (Rm 10,6-7). Cristo ha bajado a la tierra y ha resucitado de entre los muertos; con su encarnación y resurrección, el Hijo de Dios ha abrazado todo el camino del hombre y habita en nuestros corazones mediante el Espíritu santo. La fe sabe que Dios se ha hecho muy cercano a nosotros, que Cristo se nos ha dado como un gran don que nos transforma interiormente, que habita en nosotros, y así nos da la luz que ilumina el origen y el final de la vida, el arco completo del camino humano.
21. Así podemos entender la novedad que aporta la fe. El creyente es transformado por el Amor, al que se abre por la fe, y al abrirse a este Amor que se le ofrece, su existencia se dilata más allá de sí mismo. Por eso, san Pablo puede afirmar: «No soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí» (Ga 2,20), y exhortar: «Que Cristo habite por la fe en vuestros corazones» (Ef 3,17). En la fe, el «yo» del creyente se ensancha para ser habitado por Otro, para vivir en Otro, y así su vida se hace más grande en el Amor. En esto consiste la acción propia del Espíritu Santo. El cristiano puede tener los ojos de Jesús, sus sentimientos, su condición filial, porque se le hace partícipe de su Amor, que es el Espíritu. Y en este Amor se recibe en cierto modo la visión propia de Jesús. Sin esta conformación en el Amor, sin la presencia del Espíritu que lo infunde en nuestros corazones (cf. Rm 5,5), es imposible confesar a Jesús como Señor (cf. 1 Co 12,3).
La forma eclesial de la fe
22. De este modo, la existencia creyente se convierte en existencia eclesial. Cuando san Pablo habla a los cristianos de Roma de que todos los creyentes forman un solo cuerpo en Cristo, les pide que no sean orgullosos, sino que se estimen «según la medida de la fe que Dios otorgó a cada cual» (Rm 12,3). El creyente aprende a verse a sí mismo a partir de la fe que profesa: la figura de Cristo es el espejo en el que descubre su propia imagen realizada. Y como Cristo abraza en sí a todos los creyentes, que forman su cuerpo, el cristiano se comprende a sí mismo dentro de este cuerpo, en relación originaria con Cristo y con los hermanos en la fe. La imagen del cuerpo no pretende reducir al creyente a una simple parte de un todo anónimo, a mera pieza de un gran engranaje, sino que subraya más bien la unión vital de Cristo con los creyentes y de todos los creyentes entre sí (cf. Rm 12,4-5). Los cristianos son «uno» (cf. Ga 3,28), sin perder su individualidad, y en el servicio a los demás cada uno alcanza hasta el fondo su propio ser. Se entiende entonces por qué fuera de este cuerpo, de esta unidad de la Iglesia en Cristo, de esta Iglesia que -según la expresión de Romano Guardini- «es la portadora histórica de la visión integral de Cristo sobre el mundo»[16], la fe pierde su «medida», ya no encuentra su equilibrio, el espacio necesario para sostenerse. La fe tiene una configuración necesariamente eclesial, se confiesa dentro del cuerpo de Cristo, como comunión real de los creyentes. Desde este ámbito eclesial, abre al cristiano individual a todos los hombres. La palabra de Cristo, una vez escuchada y por su propio dinamismo, en el cristiano se transforma en respuesta, y se convierte en palabra pronunciada, en confesión de fe. Como dice san Pablo: «Con el corazón se cree […], y con los labios se profesa» (Rm 10,10). La fe no es algo privado, una concepción individualista, una opinión subjetiva, sino que nace de la escucha y está destinada a pronunciarse y a convertirse en anuncio. En efecto, «¿cómo creerán en aquel de quien no han oído hablar? ¿Cómo oirán hablar de él sin nadie que anuncie?» (Rm 10,14). La fe se hace entonces operante en el cristiano a partir del don recibido, del Amor que atrae hacia Cristo (cf. Ga 5,6), y le hace partícipe del camino de la Iglesia, peregrina en la historia hasta su cumplimiento. Quien ha sido transformado de este modo adquiere una nueva forma de ver, la fe se convierte en luz para sus ojos.
CAPÍTULO 2 SI NO CREÉIS, NO COMPRENDERÉIS (cf. Is 7,9)
Fe y verdad
23. Si no creéis, no comprenderéis (cf. Is 7,9). La versión griega de la Biblia hebrea, la traducción de los Setenta realizada en Alejandría de Egipto, traduce así las palabras del profeta Isaías al rey Acaz. De este modo, la cuestión del conocimiento de la verdad se colocaba en el centro de la fe. Pero en el texto hebreo leemos de modo diferente. Aquí, el profeta dice al rey: « Si no creéis, no subsistiréis ». Se trata de un juego de palabras con dos formas del verbo ’amán: «creéis» (ta’aminu), y «subsistiréis» (te’amenu). Amedrentado por la fuerza de sus enemigos, el rey busca la seguridad de una alianza con el gran imperio de Asiria. El profeta le invita entonces a fiarse únicamente de la verdadera roca que no vacila, del Dios de Israel. Puesto que Dios es fiable, es razonable tener fe en él, cimentar la propia seguridad sobre su Palabra. Es este el Dios al que Isaías llamará más adelante dos veces «el Dios del Amén» (Is 65,16), fundamento indestructible de fidelidad a la alianza. Se podría pensar que la versión griega de la Biblia, al traducir «subsistir» por «comprender», ha hecho un cambio profundo del sentido del texto, pasando de la noción bíblica de confianza en Dios a la griega de comprensión. Sin embargo, esta traducción, que aceptaba ciertamente el diálogo con la cultura helenista, no es ajena a la dinámica profunda del texto hebreo. En efecto, la subsistencia que Isaías promete al rey pasa por la comprensión de la acción de Dios y de la unidad que él confiere a la vida del hombre y a la historia del pueblo. El profeta invita a comprender las vías del Señor, descubriendo en la fidelidad de Dios el plan de sabiduría que gobierna los siglos. San Agustín ha hecho una síntesis de «comprender» y «subsistir» en sus Confesiones, cuando habla de fiarse de la verdad para mantenerse en pie: «Me estabilizaré y consolidaré en ti […], en tu verdad»[17]. Por el contexto sabemos que san Agustín quiere mostrar cómo esta verdad fidedigna de Dios, según aparece en la Biblia, es su presencia fiel a lo largo de la historia, su capacidad de mantener unidos los tiempos, recogiendo la dispersión de los días del hombre[18].
24. Leído a esta luz, el texto de Isaías lleva a una conclusión: el hombre tiene necesidad de conocimiento, tiene necesidad de verdad, porque sin ella no puede subsistir, no va adelante. La fe, sin verdad, no salva, no da seguridad a nuestros pasos. Se queda en una bella fábula, proyección de nuestros deseos de felicidad, algo que nos satisface únicamente en la medida en que queramos hacernos una ilusión. O bien se reduce a un sentimiento hermoso, que consuela y entusiasma, pero dependiendo de los cambios en nuestro estado de ánimo o de la situación de los tiempos, e incapaz de dar continuidad al camino de la vida. Si la fe fuese eso, el rey Acaz tendría razón en no jugarse su vida y la integridad de su reino por una emoción. En cambio, gracias a su unión intrínseca con la verdad, la fe es capaz de ofrecer una luz nueva, superior a los cálculos del rey, porque ve más allá, porque comprende la actuación de Dios, que es fiel a su alianza y a sus promesas.
25. Recuperar la conexión de la fe con la verdad es hoy aun más necesario, precisamente por la crisis de verdad en que nos encontramos. En la cultura contemporánea se tiende a menudo a aceptar como verdad sólo la verdad tecnológica: es verdad aquello que el hombre consigue construir y medir con su ciencia; es verdad porque funciona y así hace más cómoda y fácil la vida. Hoy parece que ésta es la única verdad cierta, la única que se puede compartir con otros, la única sobre la que es posible debatir y comprometerse juntos. Por otra parte, estarían después las verdades del individuo, que consisten en la autenticidad con lo que cada uno siente dentro de sí, válidas sólo para uno mismo, y que no se pueden proponer a los demás con la pretensión de contribuir al bien común. La verdad grande, la verdad que explica la vida personal y social en su conjunto, es vista con sospecha. ¿No ha sido esa verdad -se preguntan- la que han pretendido los grandes totalitarismos del siglo pasado, una verdad que imponía su propia concepción global para aplastar la historia concreta del individuo? Así, queda sólo un relativismo en el que la cuestión de la verdad completa, que es en el fondo la cuestión de Dios, ya no interesa. En esta perspectiva, es lógico que se pretenda deshacer la conexión de la religión con la verdad, porque este nexo estaría en la raíz del fanatismo, que intenta arrollar a quien no comparte las propias creencias. A este respecto, podemos hablar de un gran olvido en nuestro mundo contemporáneo. En efecto, la pregunta por la verdad es una cuestión de memoria, de memoria profunda, pues se dirige a algo que nos precede y, de este modo, puede conseguir unirnos más allá de nuestro « yo » pequeño y limitado. Es la pregunta sobre el origen de todo, a cuya luz se puede ver la meta y, con eso, también el sentido del camino común.
Amor y conocimiento de la verdad
26. En esta situación, ¿puede la fe cristiana ofrecer un servicio al bien común indicando el modo justo de entender la verdad? Para responder, es necesario reflexionar sobre el tipo de conocimiento propio de la fe. Puede ayudarnos una expresión de san Pablo, cuando afirma: «Con el corazón se cree» (Rm 10,10). En la Biblia el corazón es el centro del hombre, donde se entrelazan todas sus dimensiones: el cuerpo y el espíritu, la interioridad de la persona y su apertura al mundo y a los otros, el entendimiento, la voluntad, la afectividad. Pues bien, si el corazón es capaz de mantener unidas estas dimensiones es porque en él es donde nos abrimos a la verdad y al amor, y dejamos que nos toquen y nos transformen en lo más hondo. La fe transforma toda la persona, precisamente porque la fe se abre al amor. Esta interacción de la fe con el amor nos permite comprender el tipo de conocimiento propio de la fe, su fuerza de convicción, su capacidad de iluminar nuestros pasos. La fe conoce por estar vinculada al amor, en cuanto el mismo amor trae una luz. La comprensión de la fe es la que nace cuando recibimos el gran amor de Dios que nos transforma interiormente y nos da ojos nuevos para ver la realidad.
27. Es conocida la manera en que el filósofo Ludwig Wittgenstein explica la conexión entre fe y certeza. Según él, creer sería algo parecido a una experiencia de enamoramiento, entendida como algo subjetivo, que no se puede proponer como verdad válida para todos[19]. En efecto, el hombre moderno cree que la cuestión del amor tiene poco que ver con la verdad. El amor se concibe hoy como una experiencia que pertenece al mundo de los sentimientos volubles y no a la verdad.
Pero esta descripción del amor ¿es verdaderamente adecuada? En realidad, el amor no se puede reducir a un sentimiento que va y viene. Tiene que ver ciertamente con nuestra afectividad, pero para abrirla a la persona amada e iniciar un camino, que consiste en salir del aislamiento del propio yo para encaminarse hacia la otra persona, para construir una relación duradera; el amor tiende a la unión con la persona amada. Y así se puede ver en qué sentido el amor tiene necesidad de verdad. Sólo en cuanto está fundado en la verdad, el amor puede perdurar en el tiempo, superar la fugacidad del instante y permanecer firme para dar consistencia a un camino en común. Si el amor no tiene que ver con la verdad, está sujeto al vaivén de los sentimientos y no supera la prueba del tiempo. El amor verdadero, en cambio, unifica todos los elementos de la persona y se convierte en una luz nueva hacia una vida grande y plena. Sin verdad, el amor no puede ofrecer un vínculo sólido, no consigue llevar al «yo» más allá de su aislamiento, ni librarlo de la fugacidad del instante para edificar la vida y dar fruto.
Si el amor necesita la verdad, también la verdad tiene necesidad del amor. Amor y verdad no se pueden separar. Sin amor, la verdad se vuelve fría, impersonal, opresiva para la vida concreta de la persona. La verdad que buscamos, la que da sentido a nuestros pasos, nos ilumina cuando el amor nos toca. Quien ama comprende que el amor es experiencia de verdad, que él mismo abre nuestros ojos para ver toda la realidad de modo nuevo, en unión con la persona amada. En este sentido, san Gregorio Magno ha escrito que «amor ipse notitia est», el amor mismo es un conocimiento, lleva consigo una lógica nueva[20]. Se trata de un modo relacional de ver el mundo, que se convierte en conocimiento compartido, visión en la visión de otro o visión común de todas las cosas. Guillermo de Saint Thierry, en la Edad Media, sigue esta tradición cuando comenta el versículo del Cantar de los Cantares en el que el amado dice a la amada: «Palomas son tus ojos» (Ct 1,15)[21]. Estos dos ojos, explica Guillermo, son la razón creyente y el amor, que se hacen uno solo para llegar a contemplar a Dios, cuando el entendimiento se hace «entendimiento de un amor iluminado»[20].
28. Una expresión eminente de este descubrimiento del amor como fuente de conocimiento, que forma parte de la experiencia originaria de todo hombre, se encuentra en la concepción bíblica de la fe. Saboreando el amor con el que Dios lo ha elegido y lo ha engendrado como pueblo, Israel llega a comprender la unidad del designio divino, desde su origen hasta su cumplimiento. El conocimiento de la fe, por nacer del amor de Dios que establece la alianza, ilumina un camino en la historia. Por eso, en la Biblia, verdad y fidelidad van unidas, y el Dios verdadero es el Dios fiel, aquel que mantiene sus promesas y permite comprender su designio a lo largo del tiempo. Mediante la experiencia de los profetas, en el sufrimiento del exilio y en la esperanza de un regreso definitivo a la ciudad santa, Israel ha intuido que esta verdad de Dios se extendía más allá de la propia historia, para abarcar toda la historia del mundo, ya desde la creación. El conocimiento de la fe ilumina no sólo el camino particular de un pueblo, sino el decurso completo del mundo creado, desde su origen hasta su consumación.
La fe como escucha y visión
29. Precisamente porque el conocimiento de la fe está ligado a la alianza de un Dios fiel, que establece una relación de amor con el hombre y le dirige la Palabra, es presentado por la Biblia como escucha, y es asociado al sentido del oído. San Pablo utiliza una fórmula que se ha hecho clásica: fides ex auditu, «la fe nace del mensaje que se escucha» (Rm 10,17). El conocimiento asociado a la palabra es siempre personal: reconoce la voz, la acoge en libertad y la sigue en obediencia. Por eso san Pablo habla de la « obediencia de la fe » (cf. Rm 1,5; 16,26)[23]. La fe es, además, un conocimiento vinculado al transcurrir del tiempo, necesario para que la palabra se pronuncie: es un conocimiento que se aprende sólo en un camino de seguimiento. La escucha ayuda a representar bien el nexo entre conocimiento y amor.
Por lo que se refiere al conocimiento de la verdad, la escucha se ha contrapuesto a veces a la visión, que sería más propia de la cultura griega. La luz, si por una parte posibilita la contemplación de la totalidad, a la que el hombre siempre ha aspirado, por otra parece quitar espacio a la libertad, porque desciende del cielo y llega directamente a los ojos, sin esperar a que el ojo responda. Además, sería como una invitación a una contemplación extática, separada del tiempo concreto en que el hombre goza y padece. Según esta perspectiva, el acercamiento bíblico al conocimiento estaría opuesto al griego, que buscando una comprensión completa de la realidad, ha vinculado el conocimiento a la visión.
Sin embargo, esta supuesta oposición no se corresponde con el dato bíblico. El Antiguo Testamento ha combinado ambos tipos de conocimiento, puesto que a la escucha de la Palabra de Dios se une el deseo de ver su rostro. De este modo, se pudo entrar en diálogo con la cultura helenística, diálogo que pertenece al corazón de la Escritura. El oído posibilita la llamada personal y la obediencia, y también, que la verdad se revele en el tiempo; la vista aporta la visión completa de todo el recorrido y nos permite situarnos en el gran proyecto de Dios; sin esa visión, tendríamos solamente fragmentos aislados de un todo desconocido.
30. La conexión entre el ver y el escuchar, como órganos de conocimiento de la fe, aparece con toda claridad en el Evangelio de san Juan. Para el cuarto Evangelio, creer es escuchar y, al mismo tiempo, ver. La escucha de la fe tiene las mismas características que el conocimiento propio del amor: es una escucha personal, que distingue la voz y reconoce la del Buen Pastor (cf. Jn 10,3-5); una escucha que requiere seguimiento, como en el caso de los primeros discípulos, que «oyeron sus palabras y siguieron a Jesús» (Jn 1,37). Por otra parte, la fe está unida también a la visión. A veces, la visión de los signos de Jesús precede a la fe, como en el caso de aquellos judíos que, tras la resurrección de Lázaro, «al ver lo que había hecho Jesús, creyeron en él» (Jn 11,45). Otras veces, la fe lleva a una visión más profunda: «Si crees, verás la gloria de Dios» (Jn 11,40). Al final, creer y ver están entrelazados: «El que cree en mí […] cree en el que me ha enviado. Y el que me ve a mí, ve al que me ha enviado» (Jn 12,44-45). Gracias a la unión con la escucha, el ver también forma parte del seguimiento de Jesús, y la fe se presenta como un camino de la mirada, en el que los ojos se acostumbran a ver en profundidad. Así, en la mañana de Pascua, se pasa de Juan que, todavía en la oscuridad, ante el sepulcro vacío, «vio y creyó» (Jn 20,8), a María Magdalena que ve, ahora sí, a Jesús (cf. Jn 20,14) y quiere retenerlo, pero se le pide que lo contemple en su camino hacia el Padre, hasta llegar a la plena confesión de la misma Magdalena ante los discípulos: «He visto al Señor» (Jn 20,18).
¿Cómo se llega a esta síntesis entre el oír y el ver? Lo hace posible la persona concreta de Jesús, que se puede ver y oír. Él es la Palabra hecha carne, cuya gloria hemos contemplado (cf. Jn 1,14). La luz de la fe es la de un Rostro en el que se ve al Padre. En efecto, en el cuarto Evangelio, la verdad que percibe la fe es la manifestación del Padre en el Hijo, en su carne y en sus obras terrenas, verdad que se puede definir como la « vida luminosa » de Jesús[24]. Esto significa que el conocimiento de la fe no invita a mirar una verdad puramente interior. La verdad que la fe nos desvela está centrada en el encuentro con Cristo, en la contemplación de su vida, en la percepción de su presencia. En este sentido, santo Tomás de Aquino habla de la oculata fides de los Apóstoles —la fe que ve— ante la visión corpórea del Resucitado[25]. Vieron a Jesús resucitado con sus propios ojos y creyeron, es decir, pudieron penetrar en la profundidad de aquello que veían para confesar al Hijo de Dios, sentado a la derecha del Padre.
31. Solamente así, mediante la encarnación, compartiendo nuestra humanidad, el conocimiento propio del amor podía llegar a plenitud. En efecto, la luz del amor se enciende cuando somos tocados en el corazón, acogiendo la presencia interior del amado, que nos permite reconocer su misterio. Entendemos entonces por qué, para san Juan, junto al ver y escuchar, la fe es también un tocar, como afirma en su primera Carta: «Lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros propios ojos […] y palparon nuestras manos acerca del Verbo de la vida» (1 Jn 1,1). Con su encarnación, con su venida entre nosotros, Jesús nos ha tocado y, a través de los sacramentos, también hoy nos toca; de este modo, transformando nuestro corazón, nos ha permitido y nos sigue permitiendo reconocerlo y confesarlo como Hijo de Dios. Con la fe, nosotros podemos tocarlo, y recibir la fuerza de su gracia. San Agustín, comentando el pasaje de la hemorroísa que toca a Jesús para curarse (cf. Lc 8,45-46), afirma: «Tocar con el corazón, esto es creer»[26]. También la multitud se agolpa en torno a él, pero no lo roza con el toque personal de la fe, que reconoce su misterio, el misterio del Hijo que manifiesta al Padre. Cuando estamos configurados con Jesús, recibimos ojos adecuados para verlo.
Diálogo entre fe y razón
32. La fe cristiana, en cuanto anuncia la verdad del amor total de Dios y abre a la fuerza de este amor, llega al centro más profundo de la experiencia del hombre, que viene a la luz gracias al amor, y está llamado a amar para permanecer en la luz. Con el deseo de iluminar toda la realidad a partir del amor de Dios manifestado en Jesús, e intentando amar con ese mismo amor, los primeros cristianos encontraron en el mundo griego, en su afán de verdad, un referente adecuado para el diálogo. El encuentro del mensaje evangélico con el pensamiento filosófico de la antigüedad fue un momento decisivo para que el Evangelio llegase a todos los pueblos, y favoreció una fecunda interacción entre la fe y la razón, que se ha ido desarrollando a lo largo de los siglos hasta nuestros días. El beato Juan Pablo II, en su Carta encíclica Fides et ratio, ha mostrado cómo la fe y la razón se refuerzan mutuamente[27]. Cuando encontramos la luz plena del amor de Jesús, nos damos cuenta de que en cualquier amor nuestro hay ya un tenue reflejo de aquella luz y percibimos cuál es su meta última. Y, al mismo tiempo, el hecho de que en nuestros amores haya una luz nos ayuda a ver el camino del amor hasta la donación plena y total del Hijo de Dios por nosotros. En este movimiento circular, la luz de la fe ilumina todas nuestras relaciones humanas, que pueden ser vividas en unión con el amor y la ternura de Cristo.
33. En la vida de san Agustín encontramos un ejemplo significativo de este camino en el que la búsqueda de la razón, con su deseo de verdad y claridad, se ha integrado en el horizonte de la fe, del que ha recibido una nueva inteligencia. Por una parte, san Agustín acepta la filosofía griega de la luz con su insistencia en la visión. Su encuentro con el neoplatonismo le había permitido conocer el paradigma de la luz, que desciende de lo alto para iluminar las cosas, y constituye así un símbolo de Dios. De este modo, san Agustín comprendió la trascendencia divina, y descubrió que todas las cosas tienen en sí una transparencia que pueden reflejar la bondad de Dios, el Bien. Así se desprendió del maniqueísmo en que estaba instalado y que le llevaba a pensar que el mal y el bien luchan continuamente entre sí, confundiéndose y mezclándose sin contornos claros. Comprender que Dios es luz dio a su existencia una nueva orientación, le permitió reconocer el mal que había cometido y volverse al bien.
Por otra parte, en la experiencia concreta de san Agustín, tal como él mismo cuenta en sus Confesiones, el momento decisivo de su camino de fe no fue una visión de Dios más allá de este mundo, sino más bien una escucha, cuando en el jardín oyó una voz que le decía: «Toma y lee»; tomó el volumen de las Cartas de san Pablo y se detuvo en el capítulo decimotercero de la Carta a los Romanos[28]. Hacía acto de presencia así el Dios personal de la Biblia, capaz de comunicarse con el hombre, de bajar a vivir con él y de acompañarlo en el camino de la historia, manifestándose en el tiempo de la escucha y la respuesta.
De todas formas, este encuentro con el Dios de la Palabra no hizo que san Agustín prescindiese de la luz y la visión. Integró ambas perspectivas, guiado siempre por la revelación del amor de Dios en Jesús. Y así, elaboró una filosofía de la luz que integra la reciprocidad propia de la palabra y da espacio a la libertad de la mirada frente a la luz. Igual que la palabra requiere una respuesta libre, así la luz tiene como respuesta una imagen que la refleja. San Agustín, asociando escucha y visión, puede hablar entonces de la « palabra que resplandece dentro del hombre »[29]. De este modo, la luz se convierte, por así decirlo, en la luz de una palabra, porque es la luz de un Rostro personal, una luz que, alumbrándonos, nos llama y quiere reflejarse en nuestro rostro para resplandecer desde dentro de nosotros mismos. Por otra parte, el deseo de la visión global, y no sólo de los fragmentos de la historia, sigue presente y se cumplirá al final, cuando el hombre, como dice el Santo de Hipona, verá y amará[30]. Y esto, no porque sea capaz de tener toda la luz, que será siempre inabarcable, sino porque entrará por completo en la luz.

Luz de la fe (II)

[Visto: 530 veces]

34. La luz del amor, propia de la fe, puede iluminar los interrogantes de nuestro tiempo en cuanto a la verdad. A menudo la verdad queda hoy reducida a la autenticidad subjetiva del individuo, válida sólo para la vida de cada uno. Una verdad común nos da miedo, porque la identificamos con la imposición intransigente de los totalitarismos. Sin embargo, si es la verdad del amor, si es la verdad que se desvela en el encuentro personal con el Otro y con los otros, entonces se libera de su clausura en el ámbito privado para formar parte del bien común. La verdad de un amor no se impone con la violencia, no aplasta a la persona. Naciendo del amor puede llegar al corazón, al centro personal de cada hombre. Se ve claro así que la fe no es intransigente, sino que crece en la convivencia que respeta al otro. El creyente no es arrogante; al contrario, la verdad le hace humilde, sabiendo que, más que poseerla él, es ella la que le abraza y le posee. En lugar de hacernos intolerantes, la seguridad de la fe nos pone en camino y hace posible el testimonio y el diálogo con todos.
Por otra parte, la luz de la fe, unida a la verdad del amor, no es ajena al mundo material, porque el amor se vive siempre en cuerpo y alma; la luz de la fe es una luz encarnada, que procede de la vida luminosa de Jesús. Ilumina incluso la materia, confía en su ordenamiento, sabe que en ella se abre un camino de armonía y de comprensión cada vez más amplio. La mirada de la ciencia se beneficia así de la fe: ésta invita al científico a estar abierto a la realidad, en toda su riqueza inagotable. La fe despierta el sentido crítico, en cuanto que no permite que la investigación se conforme con sus fórmulas y la ayuda a darse cuenta de que la naturaleza no se reduce a ellas. Invitando a maravillarse ante el misterio de la creación, la fe ensancha los horizontes de la razón para iluminar mejor el mundo que se presenta a los estudios de la ciencia.
Fe y búsqueda de Dios
35. La luz de la fe en Jesús ilumina también el camino de todos los que buscan a Dios, y constituye la aportación propia del cristianismo al diálogo con los seguidores de las diversas religiones. La Carta a los Hebreos nos habla del testimonio de los justos que, antes de la alianza con Abrahán, ya buscaban a Dios con fe. De Henoc se dice que « se le acreditó que había complacido a Dios » (Hb 11,5), algo imposible sin la fe, porque « el que se acerca a Dios debe creer que existe y que recompensa a quienes lo buscan » (Hb 11,6). Podemos entender así que el camino del hombre religioso pasa por la confesión de un Dios que se preocupa de él y que no es inaccesible. ¿Qué mejor recompensa podría dar Dios a los que lo buscan, que dejarse encontrar? Y antes incluso de Henoc, tenemos la figura de Abel, cuya fe es también alabada y, gracias a la cual el Señor se complace en sus dones, en la ofrenda de las primicias de sus rebaños (cf. Hb 11,4). El hombre religioso intenta reconocer los signos de Dios en las experiencias cotidianas de su vida, en el ciclo de las estaciones, en la fecundidad de la tierra y en todo el movimiento del cosmos. Dios es luminoso, y se deja encontrar por aquellos que lo buscan con sincero corazón.
Imagen de esta búsqueda son los Magos, guiados por la estrella hasta Belén (cf. Mt 2,1-12). Para ellos, la luz de Dios se ha hecho camino, como estrella que guía por una senda de descubrimientos. La estrella habla así de la paciencia de Dios con nuestros ojos, que deben habituarse a su esplendor. El hombre religioso está en camino y ha de estar dispuesto a dejarse guiar, a salir de sí, para encontrar al Dios que sorprende siempre. Este respeto de Dios por los ojos de los hombres nos muestra que, cuando el hombre se acerca a él, la luz humana no se disuelve en la inmensidad luminosa de Dios, como una estrella que desaparece al alba, sino que se hace más brillante cuanto más próxima está del fuego originario, como espejo que refleja su esplendor. La confesión cristiana de Jesús como único salvador, sostiene que toda la luz de Dios se ha concentrado en él, en su « vida luminosa », en la que se desvela el origen y la consumación de la historia[31]. No hay ninguna experiencia humana, ningún itinerario del hombre hacia Dios, que no pueda ser integrado, iluminado y purificado por esta luz. Cuanto más se sumerge el cristiano en la aureola de la luz de Cristo, tanto más es capaz de entender y acompañar el camino de los hombres hacia Dios.
Al configurarse como vía, la fe concierne también a la vida de los hombres que, aunque no crean, desean creer y no dejan de buscar. En la medida en que se abren al amor con corazón sincero y se ponen en marcha con aquella luz que consiguen alcanzar, viven ya, sin saberlo, en la senda hacia la fe. Intentan vivir como si Dios existiese, a veces porque reconocen su importancia para encontrar orientación segura en la vida común, y otras veces porque experimentan el deseo de luz en la oscuridad, pero también, intuyendo, a la vista de la grandeza y la belleza de la vida, que ésta sería todavía mayor con la presencia de Dios. Dice san Ireneo de Lyon que Abrahán, antes de oír la voz de Dios, ya lo buscaba «ardientemente en su corazón», y que «recorría todo el mundo, preguntándose dónde estaba Dios», hasta que « Dios tuvo piedad de aquel que, por su cuenta, lo buscaba en el silencio »[32]. Quien se pone en camino para practicar el bien se acerca a Dios, y ya es sostenido por él, porque es propio de la dinámica de la luz divina iluminar nuestros ojos cuando caminamos hacia la plenitud del amor.
Fe y teología
36. Al tratarse de una luz, la fe nos invita a adentrarnos en ella, a explorar cada vez más los horizontes que ilumina, para conocer mejor lo que amamos. De este deseo nace la teología cristiana. Por tanto, la teología es imposible sin la fe y forma parte del movimiento mismo de la fe, que busca la inteligencia más profunda de la autorrevelación de Dios, cuyo culmen es el misterio de Cristo. La primera consecuencia de esto es que la teología no consiste sólo en un esfuerzo de la razón por escrutar y conocer, como en las ciencias experimentales. Dios no se puede reducir a un objeto. Él es Sujeto que se deja conocer y se manifiesta en la relación de persona a persona. La fe recta orienta la razón a abrirse a la luz que viene de Dios, para que, guiada por el amor a la verdad, pueda conocer a Dios más profundamente. Los grandes doctores y teólogos medievales han indicado que la teología, como ciencia de la fe, es una participación en el conocimiento que Dios tiene de sí mismo. La teología, por tanto, no es solamente palabra sobre Dios, sino ante todo acogida y búsqueda de una inteligencia más profunda de esa palabra que Dios nos dirige, palabra que Dios pronuncia sobre sí mismo, porque es un diálogo eterno de comunión, y admite al hombre dentro de este diálogo[33]. Así pues, la humildad que se deja « tocar » por Dios forma parte de la teología, reconoce sus límites ante el misterio y se lanza a explorar, con la disciplina propia de la razón, las insondables riquezas de este misterio.
Además, la teología participa en la forma eclesial de la fe; su luz es la luz del sujeto creyente que es la Iglesia. Esto requiere, por una parte, que la teología esté al servicio de la fe de los cristianos, se ocupe humildemente de custodiar y profundizar la fe de todos, especialmente la de los sencillos. Por otra parte, la teología, puesto que vive de la fe, no puede considerar el Magisterio del Papa y de los Obispos en comunión con él como algo extrínseco, un límite a su libertad, sino al contrario, como un momento interno, constitutivo, en cuanto el Magisterio asegura el contacto con la fuente originaria, y ofrece, por tanto, la certeza de beber en la Palabra de Dios en su integridad.
CAPÍTULO 3 TRANSMITO LO QUE HE RECIBIDO (cf. 1 Co 15,3)
La Iglesia, madre de nuestra fe
37. Quien se ha abierto al amor de Dios, ha escuchado su voz y ha recibido su luz, no puede retener este don para sí. La fe, puesto que es escucha y visión, se transmite también como palabra y luz. El apóstol Pablo, hablando a los Corintios, usa precisamente estas dos imágenes. Por una parte dice: « Pero teniendo el mismo espíritu de fe, según lo que está escrito: Creí, por eso hablé, también nosotros creemos y por eso hablamos » (2 Co 4,13). La palabra recibida se convierte en respuesta, confesión y, de este modo, resuena para los otros, invitándolos a creer. Por otra parte, san Pablo se refiere también a la luz: « Reflejamos la gloria del Señor y nos vamos transformando en su imagen » (2 Co 3,18). Es una luz que se refleja de rostro en rostro, como Moisés reflejaba la gloria de Dios después de haber hablado con él: « [Dios] ha brillado en nuestros corazones, para que resplandezca el conocimiento de la gloria de Dios reflejada en el rostro de Cristo » (2 Co 4,6). La luz de Cristo brilla como en un espejo en el rostro de los cristianos, y así se difunde y llega hasta nosotros, de modo que también nosotros podamos participar en esta visión y reflejar a otros su luz, igual que en la liturgia pascual la luz del cirio enciende otras muchas velas. La fe se transmite, por así decirlo, por contacto, de persona a persona, como una llama enciende otra llama. Los cristianos, en su pobreza, plantan una semilla tan fecunda, que se convierte en un gran árbol que es capaz de llenar el mundo de frutos.
38. La transmisión de la fe, que brilla para todos los hombres en todo lugar, pasa también por las coordenadas temporales, de generación en generación. Puesto que la fe nace de un encuentro que se produce en la historia e ilumina el camino a lo largo del tiempo, tiene necesidad de transmitirse a través de los siglos. Y mediante una cadena ininterrumpida de testimonios llega a nosotros el rostro de Jesús. ¿Cómo es posible esto? ¿Cómo podemos estar seguros de llegar al «verdadero Jesús» a través de los siglos? Si el hombre fuese un individuo aislado, si partiésemos solamente del «yo» individual, que busca en sí mismo la seguridad del conocimiento, esta certeza sería imposible. No puedo ver por mí mismo lo que ha sucedido en una época tan distante de la mía. Pero ésta no es la única manera que tiene el hombre de conocer. La persona vive siempre en relación. Proviene de otros, pertenece a otros, su vida se ensancha en el encuentro con otros. Incluso el conocimiento de sí, la misma autoconciencia, es relacional y está vinculada a otros que nos han precedido: en primer lugar nuestros padres, que nos han dado la vida y el nombre. El lenguaje mismo, las palabras con que interpretamos nuestra vida y nuestra realidad, nos llega a través de otros, guardado en la memoria viva de otros. El conocimiento de uno mismo sólo es posible cuando participamos en una memoria más grande. Lo mismo sucede con la fe, que lleva a su plenitud el modo humano de comprender. El pasado de la fe, aquel acto de amor de Jesús, que ha hecho germinar en el mundo una vida nueva, nos llega en la memoria de otros, de testigos, conservado vivo en aquel sujeto único de memoria que es la Iglesia. La Iglesia es una Madre que nos enseña a hablar el lenguaje de la fe. San Juan, en su Evangelio, ha insistido en este aspecto, uniendo fe y memoria, y asociando ambas a la acción del Espíritu Santo que, como dice Jesús, «os irá recordando todo» (Jn 14,26). El Amor, que es el Espíritu y que mora en la Iglesia, mantiene unidos entre sí todos los tiempos y nos hace contemporáneos de Jesús, convirtiéndose en el guía de nuestro camino de fe.
39. Es imposible creer cada uno por su cuenta. La fe no es únicamente una opción individual que se hace en la intimidad del creyente, no es una relación exclusiva entre el «yo» del fiel y el «Tú» divino, entre un sujeto autónomo y Dios. Por su misma naturaleza, se abre al «nosotros», se da siempre dentro de la comunión de la Iglesia. Nos lo recuerda la forma dialogada del Credo, usada en la liturgia bautismal. El creer se expresa como respuesta a una invitación, a una palabra que ha de ser escuchada y que no procede de mí, y por eso forma parte de un diálogo; no puede ser una mera confesión que nace del individuo. Es posible responder en primera persona, «creo», sólo porque se forma parte de una gran comunión, porque también se dice «creemos». Esta apertura al «nosotros» eclesial refleja la apertura propia del amor de Dios, que no es sólo relación entre el Padre y el Hijo, entre el «yo» y el «tú», sino que en el Espíritu, es también un «nosotros», una comunión de personas. Por eso, quien cree nunca está solo, porque la fe tiende a difundirse, a compartir su alegría con otros. Quien recibe la fe descubre que las dimensiones de su «yo» se ensanchan, y entabla nuevas relaciones que enriquecen la vida. Tertuliano lo ha expresado incisivamente, diciendo que el catecúmeno, «tras el nacimiento nuevo por el bautismo», es recibido en la casa de la Madre para alzar las manos y rezar, junto a los hermanos, el Padrenuestro, como signo de su pertenencia a una nueva familia[34].
Los sacramentos y la transmisión de la fe
40. La Iglesia, como toda familia, transmite a sus hijos el contenido de su memoria. ¿Cómo hacerlo de manera que nada se pierda y, más bien, todo se profundice cada vez más en el patrimonio de la fe? Mediante la tradición apostólica, conservada en la Iglesia con la asistencia del Espíritu Santo, tenemos un contacto vivo con la memoria fundante. Como afirma el Concilio ecuménico Vaticano II, «lo que los Apóstoles transmitieron comprende todo lo necesario para una vida santa y para una fe creciente del Pueblo de Dios; así la Iglesia con su enseñanza, su vida, su culto, conserva y transmite a todas las edades lo que es y lo que cree»[35].
En efecto, la fe necesita un ámbito en el que se pueda testimoniar y comunicar, un ámbito adecuado y proporcionado a lo que se comunica. Para transmitir un contenido meramente doctrinal, una idea, quizás sería suficiente un libro, o la reproducción de un mensaje oral. Pero lo que se comunica en la Iglesia, lo que se transmite en su Tradición viva, es la luz nueva que nace del encuentro con el Dios vivo, una luz que toca la persona en su centro, en el corazón, implicando su mente, su voluntad y su afectividad, abriéndola a relaciones vivas en la comunión con Dios y con los otros. Para transmitir esta riqueza hay un medio particular, que pone en juego a toda la persona, cuerpo, espíritu, interioridad y relaciones. Este medio son los sacramentos, celebrados en la liturgia de la Iglesia. En ellos se comunica una memoria encarnada, ligada a los tiempos y lugares de la vida, asociada a todos los sentidos; implican a la persona, como miembro de un sujeto vivo, de un tejido de relaciones comunitarias. Por eso, si bien, por una parte, los sacramentos son sacramentos de la fe[36], también se debe decir que la fe tiene una estructura sacramental. El despertar de la fe pasa por el despertar de un nuevo sentido sacramental de la vida del hombre y de la existencia cristiana, en el que lo visible y material está abierto al misterio de lo eterno.
41. La transmisión de la fe se realiza en primer lugar mediante el bautismo. Pudiera parecer que el bautismo es sólo un modo de simbolizar la confesión de fe, un acto pedagógico para quien tiene necesidad de imágenes y gestos, pero del que, en último término, se podría prescindir. Unas palabras de san Pablo, a propósito del bautismo, nos recuerdan que no es así. Dice él que «por el bautismo fuimos sepultados en él en la muerte, para que, lo mismo que Cristo resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en una vida nueva» (Rm 6,4). Mediante el bautismo nos convertimos en criaturas nuevas y en hijos adoptivos de Dios. El Apóstol afirma después que el cristiano ha sido entregado a un «modelo de doctrina» (typos didachés), al que obedece de corazón (cf. Rm 6,17). En el bautismo el hombre recibe también una doctrina que profesar y una forma concreta de vivir, que implica a toda la persona y la pone en el camino del bien. Es transferido a un ámbito nuevo, colocado en un nuevo ambiente, con una forma nueva de actuar en común, en la Iglesia. El bautismo nos recuerda así que la fe no es obra de un individuo aislado, no es un acto que el hombre pueda realizar contando sólo con sus fuerzas, sino que tiene que ser recibida, entrando en la comunión eclesial que transmite el don de Dios: nadie se bautiza a sí mismo, igual que nadie nace por su cuenta. Hemos sido bautizados.
42. ¿Cuáles son los elementos del bautismo que nos introducen en este nuevo «modelo de doctrina»? Sobre el catecúmeno se invoca, en primer lugar, el nombre de la Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Se le presenta así desde el principio un resumen del camino de la fe. El Dios que ha llamado a Abrahán y ha querido llamarse su Dios, el Dios que ha revelado su nombre a Moisés, el Dios que, al entregarnos a su Hijo, nos ha revelado plenamente el misterio de su Nombre, da al bautizado una nueva condición filial. Así se ve claro el sentido de la acción que se realiza en el bautismo, la inmersión en el agua: el agua es símbolo de muerte, que nos invita a pasar por la conversión del «yo», para que pueda abrirse a un «Yo» más grande; y a la vez es símbolo de vida, del seno del que renacemos para seguir a Cristo en su nueva existencia. De este modo, mediante la inmersión en el agua, el bautismo nos habla de la estructura encarnada de la fe. La acción de Cristo nos toca en nuestra realidad personal, transformándonos radicalmente, haciéndonos hijos adoptivos de Dios, partícipes de su naturaleza divina; modifica así todas nuestras relaciones, nuestra forma de estar en el mundo y en el cosmos, abriéndolas a su misma vida de comunión. Este dinamismo de transformación propio del bautismo nos ayuda a comprender la importancia que tiene hoy el catecumenado para la nueva evangelización, también en las sociedades de antiguas raíces cristianas, en las cuales cada vez más adultos se acercan al sacramento del bautismo. El catecumenado es camino de preparación para el bautismo, para la transformación de toda la existencia en Cristo.
Un texto del profeta Isaías, que ha sido relacionado con el bautismo en la literatura cristiana antigua, nos puede ayudar a comprender la conexión entre el bautismo y la fe: «Tendrá su alcázar en un picacho rocoso… con provisión de agua» (Is 33,16)[37]. El bautizado, rescatado del agua de la muerte, puede ponerse en pie sobre el «picacho rocoso», porque ha encontrado algo consistente donde apoyarse. Así, el agua de muerte se transforma en agua de vida. El texto griego lo llama agua pistós, agua «fiel». El agua del bautismo es fiel porque se puede confiar en ella, porque su corriente introduce en la dinámica del amor de Jesús, fuente de seguridad para el camino de nuestra vida.
43. La estructura del bautismo, su configuración como nuevo nacimiento, en el que recibimos un nuevo nombre y una nueva vida, nos ayuda a comprender el sentido y la importancia del bautismo de niños, que ilustra en cierto modo lo que se verifica en todo bautismo. El niño no es capaz de un acto libre para recibir la fe, no puede confesarla todavía personalmente y, precisamente por eso, la confiesan sus padres y padrinos en su nombre. La fe se vive dentro de la comunidad de la Iglesia, se inscribe en un « nosotros » comunitario. Así, el niño es sostenido por otros, por sus padres y padrinos, y es acogido en la fe de ellos, que es la fe de la Iglesia, simbolizada en la luz que el padre enciende en el cirio durante la liturgia bautismal. Esta estructura del bautismo destaca la importancia de la sinergia entre la Iglesia y la familia en la transmisión de la fe. A los padres corresponde, según una sentencia de san Agustín, no sólo engendrar a los hijos, sino también llevarlos a Dios, para que sean regenerados como hijos de Dios por el bautismo y reciban el don de la fe[38]. Junto a la vida, les dan así la orientación fundamental de la existencia y la seguridad de un futuro de bien, orientación que será ulteriormente corroborada en el sacramento de la confirmación con el sello del Espíritu Santo.
44. La naturaleza sacramental de la fe alcanza su máxima expresión en la eucaristía, que es el precioso alimento para la fe, el encuentro con Cristo presente realmente con el acto supremo de amor, el don de sí mismo, que genera vida. En la eucaristía confluyen los dos ejes por los que discurre el camino de la fe. Por una parte, el eje de la historia: la eucaristía es un acto de memoria, actualización del misterio, en el cual el pasado, como acontecimiento de muerte y resurrección, muestra su capacidad de abrir al futuro, de anticipar la plenitud final. La liturgia nos lo recuerda con su hodie, el «hoy» de los misterios de la salvación. Por otra parte, confluye en ella también el eje que lleva del mundo visible al invisible. En la eucaristía aprendemos a ver la profundidad de la realidad. El pan y el vino se transforman en el Cuerpo y Sangre de Cristo, que se hace presente en su camino pascual hacia el Padre: este movimiento nos introduce, en cuerpo y alma, en el movimiento de toda la creación hacia su plenitud en Dios.
45. En la celebración de los sacramentos, la Iglesia transmite su memoria, en particular mediante la profesión de fe. Ésta no consiste sólo en asentir a un conjunto de verdades abstractas. Antes bien, en la confesión de fe, toda la vida se pone en camino hacia la comunión plena con el Dios vivo. Podemos decir que en el Credo el creyente es invitado a entrar en el misterio que profesa y a dejarse transformar por lo que profesa. Para entender el sentido de esta afirmación, pensemos antes que nada en el contenido del Credo. Tiene una estructura trinitaria: el Padre y el Hijo se unen en el Espíritu de amor. El creyente afirma así que el centro del ser, el secreto más profundo de todas las cosas, es la comunión divina. Además, el Credo contiene también una profesión cristológica: se recorren los misterios de la vida de Jesús hasta su muerte, resurrección y ascensión al cielo, en la espera de su venida gloriosa al final de los tiempos. Se dice, por tanto, que este Dios comunión, intercambio de amor entre el Padre y el Hijo en el Espíritu, es capaz de abrazar la historia del hombre, de introducirla en su dinamismo de comunión, que tiene su origen y su meta última en el Padre. Quien confiesa la fe, se ve implicado en la verdad que confiesa. No puede pronunciar con verdad las palabras del Credo sin ser transformado, sin inserirse en la historia de amor que lo abraza, que dilata su ser haciéndolo parte de una comunión grande, del sujeto último que pronuncia el Credo, que es la Iglesia. Todas las verdades que se creen proclaman el misterio de la vida nueva de la fe como camino de comunión con el Dios vivo.
Fe, oración y decálogo
46. Otros dos elementos son esenciales en la transmisión fiel de la memoria de la Iglesia. En primer lugar, la oración del Señor, el Padrenuestro. En ella, el cristiano aprende a compartir la misma experiencia espiritual de Cristo y comienza a ver con los ojos de Cristo. A partir de aquel que es luz de luz, del Hijo Unigénito del Padre, también nosotros conocemos a Dios y podemos encender en los demás el deseo de acercarse a él.
Además, es también importante la conexión entre la fe y el decálogo. La fe, como hemos dicho, se presenta como un camino, una vía a recorrer, que se abre en el encuentro con el Dios vivo. Por eso, a la luz de la fe, de la confianza total en el Dios Salvador, el decálogo adquiere su verdad más profunda, contenida en las palabras que introducen los diez mandamientos: «Yo soy el Señor, tu Dios, que te saqué de la tierra de Egipto» (Ex 20,2). El decálogo no es un conjunto de preceptos negativos, sino indicaciones concretas para salir del desierto del «yo» autorreferencial, cerrado en sí mismo, y entrar en diálogo con Dios, dejándose abrazar por su misericordia para ser portador de su misericordia. Así, la fe confiesa el amor de Dios, origen y fundamento de todo, se deja llevar por este amor para caminar hacia la plenitud de la comunión con Dios. El decálogo es el camino de la gratitud, de la respuesta de amor, que es posible porque, en la fe, nos hemos abierto a la experiencia del amor transformante de Dios por nosotros. Y este camino recibe una nueva luz en la enseñanza de Jesús, en el Discurso de la Montaña (cf. Mt 5-7).
He tocado así los cuatro elementos que contienen el tesoro de memoria que la Iglesia transmite: la confesión de fe, la celebración de los sacramentos, el camino del decálogo, la oración. La catequesis de la Iglesia se ha organizado en torno a ellos, incluido el Catecismo de la Iglesia Católica, instrumento fundamental para aquel acto unitario con el que la Iglesia comunica el contenido completo de la fe, « todo lo que ella es, todo lo que cree »[39].
Unidad e integridad de la fe
47. La unidad de la Iglesia, en el tiempo y en el espacio, está ligada a la unidad de la fe: « Un solo cuerpo y un solo espíritu […] una sola fe » (Ef 4,4-5). Hoy puede parecer posible una unión entre los hombres en una tarea común, en el compartir los mismos sentimientos o la misma suerte, en una meta común. Pero resulta muy difícil concebir una unidad en la misma verdad. Nos da la impresión de que una unión de este tipo se opone a la libertad de pensamiento y a la autonomía del sujeto. En cambio, la experiencia del amor nos dice que precisamente en el amor es posible tener una visión común, que amando aprendemos a ver la realidad con los ojos del otro, y que eso no nos empobrece, sino que enriquece nuestra mirada. El amor verdadero, a medida del amor divino, exige la verdad y, en la mirada común de la verdad, que es Jesucristo, adquiere firmeza y profundidad. En esto consiste también el gozo de creer, en la unidad de visión en un solo cuerpo y en un solo espíritu. En este sentido san León Magno decía: «Si la fe no es una, no es fe»[40].
¿Cuál es el secreto de esta unidad? La fe es « una », en primer lugar, por la unidad del Dios conocido y confesado. Todos los artículos de la fe se refieren a él, son vías para conocer su ser y su actuar, y por eso forman una unidad superior a cualquier otra que podamos construir con nuestro pensamiento, la unidad que nos enriquece, porque se nos comunica y nos hace «uno».
La fe es una, además, porque se dirige al único Señor, a la vida de Jesús, a su historia concreta que comparte con nosotros. San Ireneo de Lyon ha clarificado este punto contra los herejes gnósticos. Éstos distinguían dos tipos de fe, una fe ruda, la fe de los simples, imperfecta, que no iba más allá de la carne de Cristo y de la contemplación de sus misterios; y otro tipo de fe, más profundo y perfecto, la fe verdadera, reservada a un pequeño círculo de iniciados, que se eleva con el intelecto hasta los misterios de la divinidad desconocida, más allá de la carne de Cristo. Ante este planteamiento, que sigue teniendo su atractivo y sus defensores también en nuestros días, san Ireneo defiende que la fe es una sola, porque pasa siempre por el punto concreto de la encarnación, sin superar nunca la carne y la historia de Cristo, ya que Dios se ha querido revelar plenamente en ella. Y, por eso, no hay diferencia entre la fe de « aquel que destaca por su elocuencia » y de « quien es más débil en la palabra », entre quien es superior y quien tiene menos capacidad: ni el primero puede ampliar la fe, ni el segundo reducirla[41].
Por último, la fe es una porque es compartida por toda la Iglesia, que forma un solo cuerpo y un solo espíritu. En la comunión del único sujeto que es la Iglesia, recibimos una mirada común. Confesando la misma fe, nos apoyamos sobre la misma roca, somos transformados por el mismo Espíritu de amor, irradiamos una única luz y tenemos una única mirada para penetrar la realidad.
48. Dado que la fe es una sola, debe ser confesada en toda su pureza e integridad. Precisamente porque todos los artículos de la fe forman una unidad, negar uno de ellos, aunque sea de los que parecen menos importantes, produce un daño a la totalidad. Cada época puede encontrar algunos puntos de la fe más fáciles o difíciles de aceptar: por eso es importante vigilar para que se transmita todo el depósito de la fe (cf. 1 Tm 6,20), para que se insista oportunamente en todos los aspectos de la confesión de fe. En efecto, puesto que la unidad de la fe es la unidad de la Iglesia, quitar algo a la fe es quitar algo a la verdad de la comunión. Los Padres han descrito la fe como un cuerpo, el cuerpo de la verdad, que tiene diversos miembros, en analogía con el Cuerpo de Cristo y con su prolongación en la Iglesia[42]. La integridad de la fe también se ha relacionado con la imagen de la Iglesia virgen, con su fidelidad al amor esponsal a Cristo: menoscabar la fe significa menoscabar la comunión con el Señor[43]. La unidad de la fe es, por tanto, la de un organismo vivo, como bien ha explicado el beato John Henry Newman, que ponía entre las notas características para asegurar la continuidad de la doctrina en el tiempo, su capacidad de asimilar todo lo que encuentra[44], purificándolo y llevándolo a su mejor expresión. La fe se muestra así universal, católica, porque su luz crece para iluminar todo el cosmos y toda la historia.
49. Como servicio a la unidad de la fe y a su transmisión íntegra, el Señor ha dado a la Iglesia el don de la sucesión apostólica. Por medio de ella, la continuidad de la memoria de la Iglesia está garantizada y es posible beber con seguridad en la fuente pura de la que mana la fe. Como la Iglesia transmite una fe viva, han de ser personas vivas las que garanticen la conexión con el origen. La fe se basa en la fidelidad de los testigos que han sido elegidos por el Señor para esa misión. Por eso, el Magisterio habla siempre en obediencia a la Palabra originaria sobre la que se basa la fe, y es fiable porque se fía de la Palabra que escucha, custodia y expone[45]. En el discurso de despedida a los ancianos de Éfeso en Mileto, recogido por san Lucas en los Hechos de los Apóstoles, san Pablo afirma haber cumplido el encargo que el Señor le confió de anunciar « enteramente el plan de Dios » (Hch 20,27). Gracias al Magisterio de la Iglesia nos puede llegar íntegro este plan y, con él, la alegría de poder cumplirlo plenamente.
CAPÍTULO 4 DIOS PREPARA UNA CIUDAD PARA ELLOS (cf. Hb 11,16)
Fe y bien común
50. Al presentar la historia de los patriarcas y de los justos del Antiguo Testamento, la Carta a los Hebreos pone de relieve un aspecto esencial de su fe. La fe no sólo se presenta como un camino, sino también como una edificación, como la preparación de un lugar en el que el hombre pueda convivir con los demás. El primer constructor es Noé que, en el Arca, logra salvar a su familia (cf. Hb 11,7). Después Abrahán, del que se dice que, movido por la fe, habitaba en tiendas, mientras esperaba la ciudad de sólidos cimientos (cf. Hb 11,9-10). Nace así, en relación con la fe, una nueva fiabilidad, una nueva solidez, que sólo puede venir de Dios. Si el hombre de fe se apoya en el Dios del Amén, en el Dios fiel (cf. Is 65,16), y así adquiere solidez, podemos añadir que la solidez de la fe se atribuye también a la ciudad que Dios está preparando para el hombre. La fe revela hasta qué punto pueden ser sólidos los vínculos humanos cuando Dios se hace presente en medio de ellos. No se trata sólo de una solidez interior, una convicción firme del creyente; la fe ilumina también las relaciones humanas, porque nace del amor y sigue la dinámica del amor de Dios. El Dios digno de fe construye para los hombres una ciudad fiable.
51. Precisamente por su conexión con el amor (cf. Ga 5,6), la luz de la fe se pone al servicio concreto de la justicia, del derecho y de la paz. La fe nace del encuentro con el amor originario de Dios, en el que se manifiesta el sentido y la bondad de nuestra vida, que es iluminada en la medida en que entra en el dinamismo desplegado por este amor, en cuanto que se hace camino y ejercicio hacia la plenitud del amor. La luz de la fe permite valorar la riqueza de las relaciones humanas, su capacidad de mantenerse, de ser fiables, de enriquecer la vida común. La fe no aparta del mundo ni es ajena a los afanes concretos de los hombres de nuestro tiempo. Sin un amor fiable, nada podría mantener verdaderamente unidos a los hombres. La unidad entre ellos se podría concebir sólo como fundada en la utilidad, en la suma de intereses, en el miedo, pero no en la bondad de vivir juntos, ni en la alegría que la sola presencia del otro puede suscitar. La fe permite comprender la arquitectura de las relaciones humanas, porque capta su fundamento último y su destino definitivo en Dios, en su amor, y así ilumina el arte de la edificación, contribuyendo al bien común. Sí, la fe es un bien para todos, es un bien común; su luz no luce sólo dentro de la Iglesia ni sirve únicamente para construir una ciudad eterna en el más allá; nos ayuda a edificar nuestras sociedades, para que avancen hacia el futuro con esperanza. La Carta a los Hebreos pone un ejemplo de esto cuando nombra, junto a otros hombres de fe, a Samuel y David, a los cuales su fe les permitió « administrar justicia » (Hb 11,33). Esta expresión se refiere aquí a su justicia para gobernar, a esa sabiduría que lleva paz al pueblo (cf. 1 S 12,3-5; 2 S 8,15). Las manos de la fe se alzan al cielo, pero a la vez edifican, en la caridad, una ciudad construida sobre relaciones, que tienen como fundamento el amor de Dios.
Fe y familia
52. En el camino de Abrahán hacia la ciudad futura, la Carta a los Hebreos se refiere a una bendición que se transmite de padres a hijos (cf. Hb 11,20-21). El primer ámbito que la fe ilumina en la ciudad de los hombres es la familia. Pienso sobre todo en el matrimonio, como unión estable de un hombre y una mujer: nace de su amor, signo y presencia del amor de Dios, del reconocimiento y la aceptación de la bondad de la diferenciación sexual, que permite a los cónyuges unirse en una sola carne (cf. Gn 2,24) y ser capaces de engendrar una vida nueva, manifestación de la bondad del Creador, de su sabiduría y de su designio de amor. Fundados en este amor, hombre y mujer pueden prometerse amor mutuo con un gesto que compromete toda la vida y que recuerda tantos rasgos de la fe. Prometer un amor para siempre es posible cuando se descubre un plan que sobrepasa los propios proyectos, que nos sostiene y nos permite entregar totalmente nuestro futuro a la persona amada. La fe, además, ayuda a captar en toda su profundidad y riqueza la generación de los hijos, porque hace reconocer en ella el amor creador que nos da y nos confía el misterio de una nueva persona. En este sentido, Sara llegó a ser madre por la fe, contando con la fidelidad de Dios a sus promesas (cf. Hb 11,11).
53. En la familia, la fe está presente en todas las etapas de la vida, comenzando por la infancia: los niños aprenden a fiarse del amor de sus padres. Por eso, es importante que los padres cultiven prácticas comunes de fe en la familia, que acompañen el crecimiento en la fe de los hijos. Sobre todo los jóvenes, que atraviesan una edad tan compleja, rica e importante para la fe, deben sentir la cercanía y la atención de la familia y de la comunidad eclesial en su camino de crecimiento en la fe. Todos hemos visto cómo, en las Jornadas Mundiales de la Juventud, los jóvenes manifiestan la alegría de la fe, el compromiso de vivir una fe cada vez más sólida y generosa. Los jóvenes aspiran a una vida grande. El encuentro con Cristo, el dejarse aferrar y guiar por su amor, amplía el horizonte de la existencia, le da una esperanza sólida que no defrauda. La fe no es un refugio para gente pusilánime, sino que ensancha la vida. Hace descubrir una gran llamada, la vocación al amor, y asegura que este amor es digno de fe, que vale la pena ponerse en sus manos, porque está fundado en la fidelidad de Dios, más fuerte que todas nuestras debilidades.
Luz para la vida en sociedad
54. Asimilada y profundizada en la familia, la fe ilumina todas las relaciones sociales. Como experiencia de la paternidad y de la misericordia de Dios, se expande en un camino fraterno. En la « modernidad » se ha intentado construir la fraternidad universal entre los hombres fundándose sobre la igualdad. Poco a poco, sin embargo, hemos comprendido que esta fraternidad, sin referencia a un Padre común como fundamento último, no logra subsistir. Es necesario volver a la verdadera raíz de la fraternidad. Desde su mismo origen, la historia de la fe es una historia de fraternidad, si bien no exenta de conflictos. Dios llama a Abrahán a salir de su tierra y le promete hacer de él una sola gran nación, un gran pueblo, sobre el que desciende la bendición de Dios (cf. Gn 12,1-3). A lo largo de la historia de la salvación, el hombre descubre que Dios quiere hacer partícipes a todos, como hermanos, de la única bendición, que encuentra su plenitud en Jesús, para que todos sean uno. El amor inagotable del Padre se nos comunica en Jesús, también mediante la presencia del hermano. La fe nos enseña que cada hombre es una bendición para mí, que la luz del rostro de Dios me ilumina a través del rostro del hermano.
¡Cuántos beneficios ha aportado la mirada de la fe a la ciudad de los hombres para contribuir a su vida común! Gracias a la fe, hemos descubierto la dignidad única de cada persona, que no era tan evidente en el mundo antiguo. En el siglo II, el pagano Celso reprochaba a los cristianos lo que le parecía una ilusión y un engaño: pensar que Dios hubiera creado el mundo para el hombre, poniéndolo en la cima de todo el cosmos. Se preguntaba: « ¿Por qué pretender que [la hierba] crezca para los hombres, y no mejor para los animales salvajes e irracionales? »[46]. «Si miramos la tierra desde el cielo, ¿qué diferencia hay entre nuestras ocupaciones y lo que hacen las hormigas y las abejas?»[47]. En el centro de la fe bíblica está el amor de Dios, su solicitud concreta por cada persona, su designio de salvación que abraza a la humanidad entera y a toda la creación, y que alcanza su cúspide en la encarnación, muerte y resurrección de Jesucristo. Cuando se oscurece esta realidad, falta el criterio para distinguir lo que hace preciosa y única la vida del hombre. Éste pierde su puesto en el universo, se pierde en la naturaleza, renunciando a su responsabilidad moral, o bien pretende ser árbitro absoluto, atribuyéndose un poder de manipulación sin límites.
55. La fe, además, revelándonos el amor de Dios, nos hace respetar más la naturaleza, pues nos hace reconocer en ella una gramática escrita por él y una morada que nos ha confiado para cultivarla y salvaguardarla; nos invita a buscar modelos de desarrollo que no se basen sólo en la utilidad y el provecho, sino que consideren la creación como un don del que todos somos deudores; nos enseña a identificar formas de gobierno justas, reconociendo que la autoridad viene de Dios para estar al servicio del bien común. La fe afirma también la posibilidad del perdón, que muchas veces necesita tiempo, esfuerzo, paciencia y compromiso; perdón posible cuando se descubre que el bien es siempre más originario y más fuerte que el mal, que la palabra con la que Dios afirma nuestra vida es más profunda que todas nuestras negaciones. Por lo demás, incluso desde un punto de vista simplemente antropológico, la unidad es superior al conflicto; hemos de contar también con el conflicto, pero experimentarlo debe llevarnos a resolverlo, a superarlo, transformándolo en un eslabón de una cadena, en un paso más hacia la unidad.
Cuando la fe se apaga, se corre el riesgo de que los fundamentos de la vida se debiliten con ella, como advertía el poeta T. S. Eliot: «¿Tenéis acaso necesidad de que se os diga que incluso aquellos modestos logros / que os permiten estar orgullosos de una sociedad educada / difícilmente sobrevivirán a la fe que les da sentido?»[48]. Si hiciésemos desaparecer la fe en Dios de nuestras ciudades, se debilitaría la confianza entre nosotros, pues quedaríamos unidos sólo por el miedo, y la estabilidad estaría comprometida. La Carta a los Hebreos afirma: «Dios no tiene reparo en llamarse su Dios: porque les tenía preparada una ciudad» (Hb 11,16). La expresión « no tiene reparo » hace referencia a un reconocimiento público. Indica que Dios, con su intervención concreta, con su presencia entre nosotros, confiesa públicamente su deseo de dar consistencia a las relaciones humanas. ¿Seremos en cambio nosotros los que tendremos reparo en llamar a Dios nuestro Dios? ¿Seremos capaces de no confesarlo como tal en nuestra vida pública, de no proponer la grandeza de la vida común que él hace posible? La fe ilumina la vida en sociedad; poniendo todos los acontecimientos en relación con el origen y el destino de todo en el Padre que nos ama, los ilumina con una luz creativa en cada nuevo momento de la historia.
Fuerza que conforta en el sufrimiento
56. San Pablo, escribiendo a los cristianos de Corinto sobre sus tribulaciones y sufrimientos, pone su fe en relación con la predicación del Evangelio. Dice que así se cumple en él el pasaje de la Escritura: «Creí, por eso hablé» (2 Co 4,13). Es una cita del Salmo 116. El Apóstol se refiere a una expresión del Salmo 116 en la que el salmista exclama: «Tenía fe, aun cuando dije: ‘‘¡Qué desgraciado soy!”» (v. 10). Hablar de fe comporta a menudo hablar también de pruebas dolorosas, pero precisamente en ellas san Pablo ve el anuncio más convincente del Evangelio, porque en la debilidad y en el sufrimiento se hace manifiesta y palpable el poder de Dios que supera nuestra debilidad y nuestro sufrimiento. El Apóstol mismo se encuentra en peligro de muerte, una muerte que se convertirá en vida para los cristianos (cf. 2 Co 4,7-12). En la hora de la prueba, la fe nos ilumina y, precisamente en medio del sufrimiento y la debilidad, aparece claro que «no nos predicamos a nosotros mismos, sino a Jesucristo como Señor» (2 Co 4,5). El capítulo 11 de la Carta a los Hebreos termina con una referencia a aquellos que han sufrido por la fe (cf. Hb 11,35-38), entre los cuales ocupa un puesto destacado Moisés, que ha asumido la afrenta de Cristo (cf. v. 26). El cristiano sabe que siempre habrá sufrimiento, pero que le puede dar sentido, puede convertirlo en acto de amor, de entrega confiada en las manos de Dios, que no nos abandona y, de este modo, puede constituir una etapa de crecimiento en la fe y en el amor. Viendo la unión de Cristo con el Padre, incluso en el momento de mayor sufrimiento en la cruz (cf. Mc 15,34), el cristiano aprende a participar en la misma mirada de Cristo. Incluso la muerte queda iluminada y puede ser vivida como la última llamada de la fe, el último « Sal de tu tierra », el último « Ven », pronunciado por el Padre, en cuyas manos nos ponemos con la confianza de que nos sostendrá incluso en el paso definitivo.
57. La luz de la fe no nos lleva a olvidarnos de los sufrimientos del mundo. ¡Cuántos hombres y mujeres de fe han recibido luz de las personas que sufren! San Francisco de Asís, del leproso; la Beata Madre Teresa de Calcuta, de sus pobres. Han captado el misterio que se esconde en ellos. Acercándose a ellos, no les han quitado todos sus sufrimientos, ni han podido dar razón cumplida de todos los males que los aquejan. La luz de la fe no disipa todas nuestras tinieblas, sino que, como una lámpara, guía nuestros pasos en la noche, y esto basta para caminar. Al hombre que sufre, Dios no le da un razonamiento que explique todo, sino que le responde con una presencia que le acompaña, con una historia de bien que se une a toda historia de sufrimiento para abrir en ella un resquicio de luz. En Cristo, Dios mismo ha querido compartir con nosotros este camino y ofrecernos su mirada para darnos luz. Cristo es aquel que, habiendo soportado el dolor, «inició y completa nuestra fe» (Hb 12,2).
El sufrimiento nos recuerda que el servicio de la fe al bien común es siempre un servicio de esperanza, que mira adelante, sabiendo que sólo en Dios, en el futuro que viene de Jesús resucitado, puede encontrar nuestra sociedad cimientos sólidos y duraderos. En este sentido, la fe va de la mano de la esperanza porque, aunque nuestra morada terrenal se destruye, tenemos una mansión eterna, que Dios ha inaugurado ya en Cristo, en su cuerpo (cf. 2 Co 4,16-5,5). El dinamismo de fe, esperanza y caridad (cf. 1 Ts 1,3; 1 Co 13,13) nos permite así integrar las preocupaciones de todos los hombres en nuestro camino hacia aquella ciudad «cuyo arquitecto y constructor iba a ser Dios» (Hb 11,10), porque «la esperanza no defrauda» (Rm 5,5).
En unidad con la fe y la caridad, la esperanza nos proyecta hacia un futuro cierto, que se sitúa en una perspectiva diversa de las propuestas ilusorias de los ídolos del mundo, pero que da un impulso y una fuerza nueva para vivir cada día. No nos dejemos robar la esperanza, no permitamos que la banalicen con soluciones y propuestas inmediatas que obstruyen el camino, que «fragmentan» el tiempo, transformándolo en espacio. El tiempo es siempre superior al espacio. El espacio cristaliza los procesos; el tiempo, en cambio, proyecta hacia el futuro e impulsa a caminar con esperanza.
Bienaventurada la que ha creído (Lc 1,45)
58. En la parábola del sembrador, san Lucas nos ha dejado estas palabras con las que Jesús explica el significado de la «tierra buena»: «Son los que escuchan la palabra con un corazón noble y generoso, la guardan y dan fruto con perseverancia» (Lc 8,15). En el contexto del Evangelio de Lucas, la mención del corazón noble y generoso, que escucha y guarda la Palabra, es un retrato implícito de la fe de la Virgen María. El mismo evangelista habla de la memoria de María, que conservaba en su corazón todo lo que escuchaba y veía, de modo que la Palabra diese fruto en su vida. La Madre del Señor es icono perfecto de la fe, como dice santa Isabel: «Bienaventurada la que ha creído» (Lc 1,45)
En María, Hija de Sión, se cumple la larga historia de fe del Antiguo Testamento, que incluye la historia de tantas mujeres fieles, comenzando por Sara, mujeres que, junto a los patriarcas, fueron testigos del cumplimiento de las promesas de Dios y del surgimiento de la vida nueva. En la plenitud de los tiempos, la Palabra de Dios fue dirigida a María, y ella la acogió con todo su ser, en su corazón, para que tomase carne en ella y naciese como luz para los hombres. San Justino mártir, en su Diálogo con Trifón, tiene una hermosa expresión, en la que dice que María, al aceptar el mensaje del Ángel, concibió «fe y alegría»[49]. En la Madre de Jesús, la fe ha dado su mejor fruto, y cuando nuestra vida espiritual da fruto, nos llenamos de alegría, que es el signo más evidente de la grandeza de la fe. En su vida, María ha realizado la peregrinación de la fe, siguiendo a su Hijo[50]. Así, en María, el camino de fe del Antiguo Testamento es asumido en el seguimiento de Jesús y se deja transformar por él, entrando a formar parte de la mirada única del Hijo de Dios encarnado.
59. Podemos decir que en la Bienaventurada Virgen María se realiza eso en lo que antes he insistido, que el creyente está totalmente implicado en su confesión de fe. María está íntimamente asociada, por su unión con Cristo, a lo que creemos. En la concepción virginal de María tenemos un signo claro de la filiación divina de Cristo. El origen eterno de Cristo está en el Padre; él es el Hijo, en sentido total y único; y por eso, es engendrado en el tiempo sin concurso de varón. Siendo Hijo, Jesús puede traer al mundo un nuevo comienzo y una nueva luz, la plenitud del amor fiel de Dios, que se entrega a los hombres. Por otra parte, la verdadera maternidad de María ha asegurado para el Hijo de Dios una verdadera historia humana, una verdadera carne, en la que morirá en la cruz y resucitará de los muertos. María lo acompañará hasta la cruz (cf. Jn 19,25), desde donde su maternidad se extenderá a todos los discípulos de su Hijo (cf. Jn 19,26-27). También estará presente en el Cenáculo, después de la resurrección y de la ascensión, para implorar el don del Espíritu con los apóstoles (cf. Hch 1,14). El movimiento de amor entre el Padre y el Hijo en el Espíritu ha recorrido nuestra historia; Cristo nos atrae a sí para salvarnos (cf. Jn 12,32). En el centro de la fe se encuentra la confesión de Jesús, Hijo de Dios, nacido de mujer, que nos introduce, mediante el don del Espíritu santo, en la filiación adoptiva (cf. Ga 4,4-6).
60. Nos dirigimos en oración a María, madre de la Iglesia y madre de nuestra fe.
¡Madre, ayuda nuestra fe!
Abre nuestro oído a la Palabra, para que reconozcamos la voz de Dios y su llamada.
Aviva en nosotros el deseo de seguir sus pasos, saliendo de nuestra tierra y confiando en su promesa.
Ayúdanos a dejarnos tocar por su amor, para que podamos tocarlo en la fe.
Ayúdanos a fiarnos plenamente de él, a creer en su amor, sobre todo en los momentos de tribulación y de cruz, cuando nuestra fe es llamada a crecer y a madurar.
Siembra en nuestra fe la alegría del Resucitado.
Recuérdanos que quien cree no está nunca solo.
Enséñanos a mirar con los ojos de Jesús, para que él sea luz en nuestro camino.
Y que esta luz de la fe crezca continuamente en nosotros, hasta que llegue el día sin ocaso, que es el mismo Cristo, tu Hijo, nuestro Señor.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el 29 de junio, solemnidad de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo, del año 2013, primero de mi Pontificado.
FRANCISCUS

Beato Pier Giorgio Frassati

[Visto: 1247 veces]

Beato Frassati

Pier Giorgio había nacido el 6 de abril de 1901 en Turín. Su padre, Alfredo, era el fundador del periódico La Stampa, en el que se divulgaban ideas liberales, no ciertamente favorables a la Iglesia. Alfredo llegó a ser embajador de Italia ante Alemania, lo cual permitió a la familia el vivir y establecer amistades en el mundo alemán.
Pier Giorgio recibió en casa una educación correcta, pero sin una fe vivida. Al iniciar la adolescencia sintió una fuerte necesidad de zambullirse en el Evangelio, de ser un cristiano al cien por ciento. Por eso fue miembro de un gran número de asociaciones católicas: tenía un gran anhelo de conocer más su fe, de crecer en la vida de oración, de vivir en un sincero compromiso por los demás, sea en la asistencia social, sea en el enseñar y dar testimonio de sus convicciones cristianas.
Cuando llega a la Universidad, percibe un ambiente hostil contra todo lo que huela a católico. Pier Giorgio no duda en promover actividades espirituales entre los universitarios. A veces a riesgo de más de algún choque violento con grupos intolerantes (esos que presumían de “liberales”, de “libertadores comunistas”, o de “patriotas” en las filas del fascismo).
En el panel de anuncios de la universidad de Turín pone un día, entre las muchas hojas y folletos que hablan de fiestas y diversiones, un cartel para invitar a los estudiantes a la adoración nocturna. Los “anticlericales” deciden intervenir para arrancar la “provocación” de Pier Giorgio. Al llegar, se encuentran allí delante al joven, que defiende enérgicamente su derecho a expresar las propias convicciones. Al final el panel queda completamente destruido, y el anuncio de Pier Giorgio acaba hecho pedazos…
Además del trabajo con los jóvenes universitarios, Pier Giorgio quiere dedicarse a los más necesitados, a los pobres, a los enfermos. Encuentra también tiempo para acompañar a un sacerdote dominico que da catequesis a los niños de un barrio obrero para defenderle ante los insultos y agresiones de algunos comunistas amenazadores, y no pocas veces se llega a los golpes…
Cuando el fascismo llega a su apogeo, Pier Giorgio intuye el carácter anticatólico (y antihumano) de la nueva ideología, y no duda en enfrentarse con los nuevos enemigos. Se irrita especialmente cuando ve cómo algunos católicos muestran su simpatía hacia los fascistas. Su fama de enemigo del nuevo poder llega a ser conocida. Hasta tal punto, que un domingo, cuando Pier Giorgio come en casa con su madre, un escuadrón de fascistas entra para destrozarlo todo. Nuestro joven aparece en el vestíbulo de ingreso, arranca un bastón a uno de los agresores y, con el bastón en mano, pone en fuga a los fascistas.
Es una vida apasionante: compromiso social, compromiso político, compromiso militante en numerosas organizaciones católicas, especialmente en los grupos de universitarios católicos. Compromiso, como dijimos, entre los más necesitados.
A muchos impresiona ver al hijo de los Frassati por las calles con un carro con los bártulos de gente pobre que busca una casa, o mientras visita a los hijos de los obreros para darles catequesis. En su familia lo tienen por loco. Casi siempre llega tarde, muchas veces sin dinero. No duda en prescindir del tranvía para dar lo ahorrado a quien pueda necesitar una limosna.
Un día invita a uno de sus amigos a un mayor compromiso de caridad, a visitar y atender a los pobres. El amigo le dice que tiene miedo, que no se atreve a entrar en casas miserables, donde todo es suciedad, donde las enfermedades contagiosas dominan por doquier. Pier Giorgio le responde con sencillez y convicción: visitar a los pobres es ¡visitar a Jesús!
Entre los pobres la providencia tenía prevista la llegada de la hora definitiva. Un día de finales de junio de 1925, el peligro se hace realidad. Pier Giorgio contrae, después de una de sus visitas, una poliomielitis fulminante.
Empieza a sentir fuertes dolores de cabeza y pierde el apetito. En su casa, sin embargo, no le hacen mucho caso, pues apenas tiene 24 años y es un joven robusto. Además, la abuela se encuentra muy grave, y todos están volcados sobre ella.
Pier Giorgio siente cómo el mal va avanzando, sin que se le atienda debidamente. Sólo cuando ya se encuentra en una situación dramática, sus padres se dan cuenta y reaccionan. Demasiado tarde. Desesperados, piden un suero especial al instituto Pasteur de París, pero ya no queda nada por hacer.
Con la humildad y el desapego con el cual había vivido se enfrentaba ahora, en plena juventud, a la muerte. O, mejor, al encuentro con aquel Jesús que tanto había amado, por el cual había luchado en la universidad y en la calle, entre los pobres o entre jóvenes de clase media poco activos en su fe.
Por eso no resultó extraño su último gesto. Pidió a su hermana Luciana que tomase de su habitación una caja con inyecciones, y escribió encima de ella la dirección de la persona a la cual había que llevar la medicina.
La muerte llega el 4 de julio de 1925. Los funerales se tienen dos días después. Son una explosión de cariño y afecto hacia un joven que había vivido para los demás. Son también el momento en el cual los padres de Pier Giorgio descubren realmente quién era su hijo, cuánta gente lo quería, lo mucho que había hecho, sencillamente, sin aspavientos, en las largas horas que pasaba fuera de casa.
Vivir sin fe, sin un patrimonio que defender, sin mantener una lucha por la Verdad no es vivir, sino ir tirando…”. La vida de Pier Giorgio fue, realmente, vida. Porque amó su fe, y porque su fe le llevó a amar y a servir a Jesús en sus hermanos.
Pier Giorgio Frassati fue declarado beato por Juan Pablo II el 20 de mayo de 1990.
Fuente: http://somos.vicencianos.org

Mártires pasionistas

[Visto: 2987 veces]

Martires pasionistas

Por José Antonio Mayordomo Pino
Detenidos tres religiosos en Ciudad Real
En Carrión de Calatrava (Ciudad Real) son fusilados tres religiosos, de los cuales dos eran pasionistas y uno marianista. Los pasionistas pertenecían al convento de Daimiel (Ciudad Real) que habían sido expulsados por los milicianos en la noche del 21 al 22 de julio de 1936; luego de recibir la absolución y la sagrada comunión los religiosos abandonaron el convento y se dividieron en grupos. Uno de esos grupos lo formaron los dos pasionistas fusilados. El resto de los pasionistas (como ya hemos recordado y seguiremos haciéndolo), hasta un total de 26, murieron en fechas diversas: 23 y 25 de julio, 25 de septiembre y 23 de octubre; y todos fueron beatificados por el papa Juan Pablo II el día 1 de octubre de 1989.
El Padre Bengoa y el Hno. Leoz salieron juntos aquella noche carretera adelante hacia Torralba (Ciudad Real), pero agotados por la caminata, fueron ayudados por otro grupo de cinco pasionistas que iban campo a través y juntos llegaron en autobús a Ciudad Real. Allí se separaron. Estos cinco (2 sacerdotes y 3 estudiantes) pasaron a Madrid, lograron zafarse de la persecución y luego pudieron testificar tras la guerra sobre lo ocurrido en Daimiel en la noche del 21 de julio.

 vspace=Nuestros dos protagonistas prefirieron quedarse en la ciudad. Primero solicitaron asilo en el Seminario, y después en la casa de los claretianos. Éstos les recomendaron una pensión en el nº 6 de la calle Montesa. Esto ocurría en la mañana del 22 de julio.
Allí coinciden con el sacerdote diocesano Eduardo Hoyos y con Jesús Hita Miranda, marianista. También se hallan acogidas dos monjas dominicas y otras dos del servicio doméstico. El día 27, llega un padre claretiano, Padre Tomás Ramos.
Según declaración de Antonia Martínez, dueña de la pensión:
Todas las mañanas se levantaban a las cinco, hacían sus rezos y su oración. Desayunaban a eso de las nueve de las mañana. Dedicaban el tiempo a la lectura espiritual… y recitaban el Oficio Divino, que el padre Juan Pedro no omitió en todo el tiempo… Confesaba a todos los que estaban en casa.
Comían a eso de la una y después de un rato de recreo hacían su oración y se dedicaban a la lectura de cosas espirituales: rezaban en común con otros religiosos que allí estaban y con la familia… El P. Juan Pedro y el Hno. Pablo María rezaban aparte los quince misterios del rosario.
El P. Juan Pedro animaba y alentaba a los demás a soportar el martirio, de cualquier manera que viniese, y para ello pedían todos los días esta gracia del Señor… Hablando de la posibilidad de que los sacaran para matarlos, decían a la dueña de la casa:
-Si alguno nos saca para fusilarnos, os pedimos que a nadie tengáis rencor, por mal que nos hagan. El Señor lo permite para nuestra santificación.
Durante todo el tiempo que permanecieron en la pensión, el P. Juan Pedro llevaba unos cilicios de cuerda… El Hermano Pablo ayudaba cuanto podía en las faenas de la casa, ayudando a veces de cocinero y preocupándose del corral… Con su trabajo deseaba no ser gravoso a nadie y ganar algo, por eso se le buscó una zapatería para poder trabajar como zapatero…”

 vspace=Resultó que a primeros de septiembre, el gobernador civil de Ciudad Real dio la orden de entregar diariamente las listas de los que se alojaban en ellas. Así que, finalmente, el 24 de septiembre, como a las 10.30 de la mañana fueron arrestados los dos pasionistas junto al religioso marianista. Jesús Hita, según cuentan sus biógrafos “siguió a sus verdugos con toda tranquilidad, despidiéndose de la dueña de casa con una sonrisa”. Los llevaron al seminario, convertido en checa, y allí los dejaron encerrados bajo llave hasta la noche. Sobre las diez los sacaron y trasladaron al pueblo vecino de Carrión de Calatrava. Junto al cementerio los fusilaron. Según confesaron los mismo asesinos “cuando lo iban a fusilar, el Padre Bengoa apretó el crucifijo contra el pecho mientras daba vivas a Cristo Rey”. Eran las primeras horas del 25 de septiembre.
Sus cuerpos fueron arrojados, junto con varios centenares de sucesivos fusilamiento, en un profundo pozo que hay al lado del cementerio. Así, en este documento fotográfico del Ayuntamiento de Carrión puede leerse:
“…únicamente se sabe que de noche traían a personas procedentes de la cárcel de Ciudad Real asesinándolos dentro del cementerio de esta población y echándolos en una noria que existe dentro del cementerio calculándose que habrá en dicha noria más dos zanjas unos seiscientos cadáveres”.
Acaba la guerra, fue imposible identificarlos entre tantos otros fusilados. Todos fueron exhumados y el 13 de mayo de 1961 fueron trasladados a la Abadía de la Santa Cruz de El Valle de los Caídos.

Beato Juan Pedro Bengoa Aranguren
 vspace=Nació en Santa Águeda de Guesatíbar, en Guipúzcoa, el 19 de junio de 1890 en el seno de una familia numerosa y cristiana, que tenía una buena amistad con el cura de Santa Águeda, a la que éste correspondía enseñándole a José María latín y perfeccionando su educación literaria y moral. Decidida su vocación religiosa, ingresó el 15 de agosto de 1907 en la congregación pasionista, y al tomar el hábito cambió su nombre por el de Juan Pedro de San Antonio. Emitió los primeros votos el 9 de noviembre de 1908. En el verano de 1910 fue destinado a México, a la comunidad estudiantil de Toluca. Al llegar la revolución carrancista en 1914 los estudiantes hubieron de huir y esconderse. Entonces el cónsul español les facilitó la salida del país y se fueron a los Estados Unidos, donde el 17 de junio de 1916 fue ordenado sacerdote. Al poco tiempo fue destinado a Cuba, y casi enseguida volvió a España, a Daimiel. Pero a comienzos de 1921 volvía a México como superior de la casa de Toluca. Aquí trabajó con gran celo. En 1923 volvió a España para el capítulo provincial. Quedó de vicario en Corella y se ocupó de la predicación por los pueblos cercanos. En 1926 fue destinado a Daimiel y luego quedó como rector de la nueva casa de Zaragoza. En 1932 volvía de vicario a Daimiel. Ya tenía la salud resentida pero no dejó de predicar por los pueblos del contorno. Llegada la persecución religiosa y al tener que dispersarse los religiosos, el P. Juan Pedro y su compañero el hermano Pablo María llegaron con gran trabajo a Ciudad Real.
Beato Pablo María Leoz y Portillo
 vspace=Nació en Leoz (Navarra) el 16 de febrero de 1882 en una familia que dio también otros hijos a la Iglesia y que los educó a todos en la fe cristiana con mucho esmero. Fue un niño y un joven de hermosas costumbres. A los 26 años optó por la vida religiosa en la misma Congregación Pasionista en la que ya tenía un hermano, renunciando a marchar a América en busca de fortuna como hasta entonces tenía pensado. Había rechazado también un matrimonio y había dejado de pensar en la Cartuja, a la que se sintió inclinado. Profesó el 8 de septiembre de 1909 como hermano coadjutor con el nombre de Pablo María de San José. Estuvo once años en Corella, luego pasó a Daimiel, de ahí a Zaragoza, y en 1929 vuelve a Daimiel como portero y luego limosnero, oficio éste en el que recibió muchos insultos, ante los que él callaba y sonreía. Llegados los días de la persecución religiosa se fue con el P. Juan Pedro Bengoa a Ciudad Real.
Beato Jesús Hita Miranda
Jesús nació en Calahorra (La Rioja), el 17 de abril de 1900. Después de pasar dos años en el Seminario Diocesano, entró en el Postulantado Marianista, donde destacó por su piedad y su entrega. También se observó en él una tendencia a la tartamudez, especialmente en momentos de tensión. Hizo sus primeros votos en Vitoria, el 14 de agosto de 1918. Al hacer los votos definitivos sufrió una gran prueba, pues los Superiores no le destinaron al sacerdocio, como era su aspiración. Animado por su director espiritual marianista y movido por su entrañable amor a María, decidió finalmente profesar como religioso laico dedicado a la educación de los jóvenes.
Desde 1921 hasta su muerte, Jesús Hita se entregó de corazón a la enseñanza en los diversos Colegios donde fue destinado: Suances (Santander), Escoriaza (Guipúzcoa), Vitoria, Ciudad Real, Jerez de la Frontera y Madrid. Fue un excelente educador, solícito del bien de sus alumnos, siempre dispuesto a desempeñar trabajos complementarios o de suplencia y muy tenaz en su trabajo personal. Sin dejar la enseñanza obtuvo el título de licenciado en Historia por la Universidad de Zaragoza, con buenas calificaciones. Fue un religioso profundamente piadoso y abnegado, amante de la Virgen, fiel cumplidor de sus votos. A pesar de algunas dificultades debidas a su carácter perfeccionista y a su extrema sensibilidad, buscó con decisión la perfección de su estado: “ser santo, ser útil, darse, son tres frases que tengo metidas en el fondo de mi alma”.
A finales de Junio de 1936, los Superiores destinaron a Jesús a Ciudad Real, para dar allá las clases de verano en sustitución de D. Fidel Fuidio, todavía convaleciente. Se despidió de algunos parientes con estas palabras: “Sea lo que Dios quiera, si somos mártires mejor”.
Al llegar a Ciudad Real, el 6 de julio encontró una situación caótica. Días después, cuando el Colegio fue ocupado, se refugió por indicación del superior local en una pensión de familia, donde residían otros religiosos. Allá vio cómo se iba desencadenando la persecución religiosa, que afrontó con ánimo sereno. Se dedicó a la oración y a la penitencia, tratando de prepararse al martirio, que veía cada vez más inminente y del que hablaba a menudo. Se confesaba frecuentemente con el padre Juan Pedro. Fue beatificado el 1 de octubre de 1995 junto con otros hermanos marianistas.
Apéndice
El pasado 23 de julio de 2011, el Padre Fernando Rabanal, Provincial de los Padres Pasionistas, dirigía una carta a los miembros de su Congregación con motivo del 75 aniversario de los Beatos Mártires de Daimiel, en la que terminaba diciendo:
“En este 75 aniversario de nuestros Mártires, incluidos los cinco de Barcelona, pedimos a la Virgen Dolorosa, Reina de los Mártires y Madre de la Santa Esperanza que nos una en vivas comunidades fraternas y el Espíritu Santo nos estimule para vivir hoy sin miedo ciertas “exageraciones” del Evangelio con un poquito “menos cordura y más locura” y dar la vida al estilo de nuestros Hermanos Mártires Pasionistas, a quienes estamos unidos los primeros por la comunión de los santos”.
Beato Nicéforo de Jesús y María Díez Tejerina
 vspace=En primer lugar, el actual Rector del Santuario de Santa Gema en Barcelona, Padre Carlos Cano, recuerda que la obligación de este homenaje con la creación del nuevo altar viene marcado porque el titular de la Causa de los Mártires pasionista, el Beato Nicéforo Díez Tejerina, fue quien, un 14 de enero de 1933, fundó la primera comunidad pasionistas en Barcelona.
El padre Nicéforo de Jesús y María había sido destinado, el 25 de octubre de 1932, a abrir una casa en Barcelona. Dejó un diario de los pasos dados y de los malos momentos: en la curia diocesana eran contrarios a la entrada de congregaciones. El Siervo de Dios Manuel Irurita, admirador de los Pasionistas, sólo intervino cuando vio que peligraba la fundación. Y por fin, después de unas navidades poco optimistas, el 14 de enero de 1933 se autorizó la fundación en la barriada del Besós. El 16 de febrero se abrió la capilla provisional; en octubre se inauguró la nueva dedicada a la beata Gema Galgani, beatificada en mayo.
La Vanguardia informa, el 15 de enero de 1935, da la noticia de la bendición de la nueva parroquia de San Juan Bautista en San Adrián de Besós. La celebración tuvo lugar el 13 de enero de 1935, en la fiesta de la Sagrada Familia. Presidió la santa misa el Rvdo. P. Nicéforo, Superior de los PP. Pasionistas, y predicó el Obispo de la Diócesis, Dr. D. Manuel Irurita Almándoz, glosando la liturgia de la misa y exhortando a todos a contribuir en lo posible a remediar las necesidades de la nueva parroquia. De Barcelona, se fue a fundar casa a Valencia y en julio de 1935 sería elegido Superior Provincial.
Provincia de la Sagrada Familia en Barcelona
Los cinco mártires pasionistas de Barcelona son:
Padre Tomás del Sagrado Corazón de Jesús (Tomás Tellería Gurruchaga). Nació en Gaviria (San Sebastián) el 7 marzo 1890. Hizo la profesión perpetua el 12 de abril de 1909. El 10 de febrero de 1918 recibió la ordenación sacerdotal en la Basílica romana de los Santos Juan y Pablo. Tenía fama de “hombre de Dios”, muy amado por todos sus súbditos y alumnos. El P. Tomás fue designado superior en el verano de 1935. Se trataba de una barriada obrera, en la que predominaba el anarquismo. Al estallar la guerra el trató de refugiarse en casa de gente amiga, pero, como sucedió a otros compañeros, ninguna familia quiso correr el riesgo de proteger a los religiosos. Desde aquel momento se pierde la pista del P. Tomás y de sus compañeros de comunidad, de los cuales solo dos sobrevivieron a la guerra civil. No se sabe ni cuándo ni cómo fueron asesinados. Concluida la guerra civil, se trató de localizar testigos de su muerte, como se hizo también con los de Daimiel, pero en el caso de Barcelona no fue posible. Por eso no se procedió a abrir el Proceso, por falta de testimonios y pruebas. Tampoco se pudo localizar los cadáveres.
Padre Alberto de San Pablo de la Cruz (José Antoñanzas Palacios). Nació en Quel (La Rioja) el 17 de marzo de 1899. El 5 de mayo de 1915 hizo su profesión temporal y luego el 6 de enero de 1922, la profesión perpetua. El 7 diciembre de 1924 recibió la ordenación sacerdotal. Después de varios destinos, en 1935 fue destinado al ministerio entre los obreros en Barcelona. Colaboró a la mejora social de los necesitados.
Padre Joaquín de la Madre del Amor Hermoso (Joaquín Muñoz Mateo). Nació en Corella (Navarra) el 16 de abril de 1909. El 8 de noviembre de 1925 hizo la profesión temporal y el 11 de enero de 1931, la profesión perpetua. Recibió la ordenación sacerdotal el 19 de junio de 1932. El P. Joaquín mantuvo correspondencia con alguna familia amiga de Barcelona; parece que intentó pasarse a la llamada “zona nacional”. Se supone que en este intento sufrió la muerte, pues se interrumpió la correspondencia.
Padre Eusebio de la Inmaculada (Eusebio Redondo Vélez). Natural de Amayuelas de Ojeda (Palencia), nació el 3 de noviembre de 1911.
El 29 de septiembre de 1929 hizo la profesión temporal. El 21 de noviembre de 1935 hizo la profesión perpetua. El 19 de enero de 1936 fue ordenado sacerdote. Aunque no se sabe con certeza, parece que fue uno de los primeros asesinados, junto con el Padre Tomás. El 26 de febrero de 1936 fue destinado a la fundación de Barcelona. Estaba dotado de una gran capacidad de concentración para la vida espiritual y la dirección de espíritus.

Hermano Esteban de San Gabriel de la Dolorosa (Esteban Lombraña Suances). Nació el 3 de agosto de 1909 en Perazancas (Palencia). El 30 de agosto de 1928 hizo su profesión temporal. El 8 de diciembre de 1932 la profesión perpetua. Los trabajos propios de los hermanos coadjutores en una comunidad. Sus compañeros lo recordaban como de carácter muy abierto y jovial, piadoso y siempre dispuesto a prestar cualquier favor.

San Pedro y San Pablo

[Visto: 1380 veces]

Pedro y Pablo

Por Antonio Elduayen Jiménez CM, desde Madrid
¿Creen ustedes que se pueden unir tolerancia y radicalidad? ¿Ser al mismo tiempo tolerante y radical? En su evangelio, Lucas (9, 51-62) nos muestra que sí y que Jesús fue al mismo tiempo tolerante y radical. Tolerante y comprensivo para con los demás y exigente y radical para consigo mismo y para con sus seguidores.
En relación con la tolerancia, Lucas nos cuenta cómo, subiendo Jesús de Galilea a Jerusalem y llevando prisa, quiso alcorzar pasando por Samaría, Región intermedia y enemiga de los judíos. Como era de esperarse no se lo permitieron, con la consiguiente indignación de sus apóstoles, que le propusieron hacer bajar fuego del cielo y acabar con ellos. No sé cómo hubiéramos reaccionado nosotros, pero sí sé cómo reaccionó Jesús poniendo en práctica su ley de la no violencia (Mt 5,38-41): tranquilos, les dijo, vámonos por otra parte.
Esta actitud de Jesús contrasta con sus exigencias, rayanas en radicalidad, para con quienes quieren seguirle. Y que ejemplariza en tres individuos. Podremos dar variadas interpretaciones sobre lo que Jesús les exige y podremos decir que lo que intenta es sólo poner de relieve, por contraste, que hay que estar con Jesús por encima de todas las cosas… El texto de Lucas 14, 25-27 apuntaría en esta última dirección. Pero sin soslayar ni minimizar las exigencias del seguimiento de Jesús.
Ante todo y dado el caso, el discípulo ha de saber vivir alegremente con lo mínimo, como Jesús que a veces no tenía donde reclinar la cabeza para dormir. Luego ha de saber vivir desprendido de todo afecto desordenado y/o absorbente. El discípulo del Señor, que es también un apóstol o misionero, no puede darse el lujo de pasarse quince días o más celebrando un entierro, como era la costumbre de los judíos. ¡Hay tanto que hacer y la gente nos está esperando! Finalmente, ha de saber comprometerse con todo el alma y para siempre, lo que Jesús expresa con una frase famosa: “el que pone la mano en el arado y mira hacia atrás no vale para el reino de Dios” (Lc 9, 62)
Lo que Jesús dice y pide de sus seguidores debe hacernos pensar. No es fácil ser un buen seguidor o discípulo misionero de Jesús. Es ciertamente un honor y un privilegio, pero no es fácil, sobre todo cuando no hay mucho amor. Tiene su costo, que no siempre estamos dispuestos a pagar. Jesús lo puso de este modo: “El que no carga con su propia cruz para luego seguirme, no puede ser mi discípulo. (Lc 14,27). Es decir, no se puede ser su discípulo si antes no se está dispuesto a asumir la propia vocación e historia, no importa cuán difíciles sean. Sólo entonces se le podrá seguir… Que no nos desanimen las dificultades inherentes al seguimiento del Señor, pues son señales de que vamos con El.

¿Quién dicen que soy yo?

[Visto: 1783 veces]

Quien es Jesus

Por Antonio Elduayen Jiménez CM
¿Quién dice la gente que soy yo? Y ustedes ¿quién dicen que soy yo?, es la gran pregunta que Jesús hizo a sus apóstoles (Lc 9, 18-24) y nos la hace a nosotros. Es una pregunta permanente, que exige una respuesta también permanente: de cada hora, día, mes y año. A la pregunta de Jesús se han dado y seguimos dando 4 principales respuestas: la de la mayoría, que es una respuesta aprendida, de memoria; la de la minoría que es una respuesta personal y comprometida; luego viene la de Pedro, que es la de los apóstoles y, finalmente la del mismo Jesús. ¿Cuál de estas respuestas es la que busca y espera Jesús? Le invito a examinarse sinceramente y a ubicar su respuesta donde corresponde, con vistas, claro, a revisarla y cambiarla, si fuera el caso.
Creo que a Jesús no le agrada mucho la respuesta de memoria, aprendida, como la de decirle, con el catecismo, que Tú eres el Hijo de Dios hecho hombre… La respuesta es ciertamente muy sabia y buena, pero de qué sirve si no nos inquieta, si no logra hacernos reaccionar y cambiar. Jesús no quiere repetidores (cristianos loros) sino discípulos. También el diablo llama a Jesús el Santo de Dios (Mc 1,24), pero sigue siendo el diablo. Sin duda a Jesús le agrada más la respuesta personal y comprometida: aquella que, al darla, involucra por entero en Jesucristo a quien la da La pregunta de Jesús se convierte entonces en esta otra: ¿quién es Él para mí? ¿Qué significa para mí, qué lugar ocupa en mi vida, lo hago el centro de todo (cristocentrismo)? ¿Hasta poder decir con san Pablo: ahora no vivo yo, es Cristo quien vive en mí? (Ga 2, 20).
Entiendo que esta respuesta le agrada mucho al Señor, pero hay una tercera que le complace aún mucho más. Es la que le dio san Pedro (Mt 16, 15-19). Le agradó tanto que no pudo menos que felicitarlo y premiarlo (convirtiéndolo en la piedra fundamento de su Iglesia y en el jefe de la misma). Pero lo que tanto le agradó no fue exactamente lo que le dijo, a pesar de ser tan grande (Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo), siién no el por qué y cómo se lo dijo: por revelación del Padre de Dios, que daba así un espaldarazo a lo que Jesús tenía en mente hacer e hizo. Digamos entonces que, a la pregunta de marras (y a cualquier otra pregunta Suya), la respuesta que más agrada al Señor no es la más docta (la que le dice grandes cosas) ni la más comprometida (porque se es coherente con lo que se dice), sino aquella que viene inspirada por el Padre Dios o por el Espíritu de Dios. Como es el caso de toda la Biblia o como cuando Dios se revela a los sencillos y pequeños (Lc 10,21)
De todos modos es lógico que la repuesta más acertada a la pregunta que Jesús hace sobre sí mismo es la que Él se da, pues conoce muy bien quién es Él y cuál es la misión por la que está en el mundo. Lucas nos da esa respuesta a continuación (Lc 9. 22-27): Yo soy el Hijo del Hombre que tiene que sufrir mucho y…morir (en una cruz) y resucitar al tercer día. Y añade: quien quiera seguirme que renuncie a sí mismo y que tome la cruz de cada día…. Quizá no guste mucho lo que Jesús dice, pero ahí está. Ocho siglos antes Isaías lo había llamado “varón  de dolores” (Is 53, 3-12); unos años después, Pablo sobre todo, lo llamará el Crucificado. Para Cristo y para los cristianos llevar la cruz (el deber hasta las últimas consecuencias), no es algo facultativo sino una misión que hay que abrazar con amor. La respuesta a quién es Jesús y cuál es su misión debe pasar indefectiblemente por su pasión y muerte. A la Luz se va por la Cruz. No lo olvidemos. Saludos y bendiciones.

Acoger la Palabra y la Eucaristía

[Visto: 2770 veces]

Mujer arrepentida
Por Antonio Elduayen Jiménez CM
El evangelio de Lucas (7,36-8,3) nos cuenta la acogida que dan a Jesús un fariseo llamado Simón y una mujer NN de mala vida. Nos cuenta también la reacción de Jesús frente a la acogida de cada uno. Ambas cosas son muy ilustrativas y de aplicación múltiple. Es aplicable, por ejemplo, a la acogida que damos a la gente y a la acogida que damos al Señor, por ejemplo al recibirlo en la comunión. El evangelio nos habla también: 1. del poder divino que Jesús tiene y usa para perdonar los pecados; 2. de la predicación itinerante que hace yendo de ciudad en ciudad y de pueblo en pueblo; y 3. del grupo fiel de mujeres importantes que le acompañan -(cita a tres por su nombre)- y le ayudan con sus bienes. Es una pena que no haya espacio para comentar cosas tan interesantes.
La acogida que da Simón a Jesús es formal, interesada y mezquina. La de la pecadora, es cordial, entusiasta y generosa. Sin duda los dos han oído hablar de Jesús y han hecho lo imposible para estar con Él. Pero la razón que tiene cada uno y la manera en que lo trata son muy diferentes, así como es muy diferente el amor que le tienen. El fariseo no muestra ninguna simpatía por Jesús; todo lo contrario, y tanto que uno se pregunta por y para qué le invitó a su casa. La mujer en cambio es apasionada y pone su pasión en cuanto hace por Jesús. Se ve que lo quiere y que le está muy agradecida, tanto que no sabe qué más hacer por Él: llora sobre sus pies, los besa con amor, los unge con valioso perfume y se los seca con sus cabellos…
La reacción de Jesús en cada caso es también totalmente distinta y franca. Llama la atención al fariseo, que se ha portado como un malcriado y un malpensado, y alaba y bendecir a la mujer que se ha portado bien y ha pensado lo mejor de Él. Dándonos ejemplo, Jesús hará todo esto con prudencia y caridad, mediante una breve parábola que inventa para el caso y que les invito a releer (Lc 7, 41-47). La parábola termina con una pregunta inquietante, que el mismo Jesús responde, pero cuyo sentido (se refiere a la pecadora), los exégetas aún siguen analizando. Para nosotros, la respuesta de Jesús es consoladora y clara: Dios perdona mucho a quien ama mucho; y perdona poco a quien ama poco. Acto seguido y escandalizando (sic) a los fariseos presentes (y futuros), perdonó a la mujer. Vete en paz, le dijo después.
Aplicando todo esto a quienes, en el trato con la gente y/o en la eucaristía, acogen a Jesús en sus vidas, vemos que hay también dos clases de cristianos. Los que se parecen más al fariseo Simón: hacen el bien a medias y/o comulgan por cumplir, casi como una rutina o un deber, regateándole al Señor tiempo y cariño, pues llegan tarde y se van antes de terminar la misa. Y los que se parecen más a la mujer: comulgan apasionadamente y todo les parece poco para agradar a su Señor… Para ellos el amor es razón, forma y medida de todo. Que sea así para nosotros.

Sigue leyendo

Resurrección del hijo de la viuda de Naím

[Visto: 1785 veces]

Viuda de Naim

Por Antonio Elduayen Jiménez CM
La resurrección del hijo único de una viuda de Naím, se titula el evangelio de hoy, que nos trae Lucas (7,11-17). Nos presenta el lado humano y divino de Jesús y el drama muerte-vida de nuestra existencia. Ante todo el lado humano de Jesús, que Lucas, médico y humanista griego, tanto pone de relieve en su evangelio. Movido a compasión, en Cafarnaún acababa de hacer un “milagro a distancia” al servidor de un capitán romano y se había puesto en camino hacia Naím. Fue a las afueras del pueblo donde Jesús que va acompañado de los discípulos y de una gran muchedumbre de cafarnaunitas, se encontró con el penoso y triste cortejo fúnebre. A la viuda le acompañaba también una gran muchedumbre, sin duda la casi totalidad del pueblo, conmovido por su desgracia.
Debió ser emocionante cuando Jesús miró a la viuda con ternura y compasión y debió ser escalofriante cuando con gesto y voz firmes tocó el féretro, deteniendo el cortejó, y ordenando levantarse al joven. ¿¡Qué iría a pasar!? El muerto se incorporó y Jesús se le entregó a su madre, dice sobriamente Lucas. Y añade: un santo temor se apoderó de todos y alababan a Dios. Había entrado en acción el lado divino de Jesús, al que sólo acudía cuando quería dar algún signo (milagro o profecía) sobre quién era Él y el mensaje que traía. Significativamente es la primera vez que, en su Evangelio, Lucas llama a Jesús: Kirios  (Señor), como sinónimo de Dios, de Salvador divino, vencedor de la muerte y dador de vida (Fil 2,9 +).
¿Fue casual el encuentro de Jesús con el cortejo fúnebre? ¿O fue intencionalmente buscado por el Señor? En este caso, Jesús que habría sabido de la muerte del joven y de la abrumadora desgracia de la pobre viuda, se conmovió y partió hacia Naím, pueblo cercano a Nazareth y que sin duda Jesús conocía. Iba decido a resucitar al muerto y a entregarlo vivo a la madre, dolido por la muerte intempestiva del joven y, aún más, por la soledad y el abandono en que quedaba la madre. Su corazón compasivo le movió a hacer el milagro. Pero le movió también su fastidio e ira (divina) contra la enfermedad y la muerte, obras del pecado.
Para nosotros la relación vida-muerte es un drama. Un terrible drama, que nos golpea y golpea a los nuestros. Podremos dar mil explicaciones y hasta justificaciones al hecho de la muerte, pero, vista desde la vida, no deja de ser el hecho más brutal. Sobre todo para quienes piensan que todo acaba con la muerte. A lo largo de su vida Jesús no dejó de sanar enfermos y de resucitar muertos (4, incluido el suyo). Supuesta su compasión, decimos que lo hacía para hacer ver que el Reinado de su Padre ya había empezado y que Él, Jesús, es el Señor. Ciertamente, pero también para acabar con la enfermedad y la muerte e iniciar una Gran Cruzada contra la cultura de la muerte y en favor de la Cultura de la Vida. Es lo que debiera ser Naím para nosotros.
SEGUIMIENTO, COMUNIÓN, COMPARTIR
Son las tres palabras-guía de la homilía del Papa en el Corpus Christi en Roma: “denles ustedes de comer” (Lc 9,13).Que sean también para nuestro Corpus Christi parroquial.
1.- Ante todo: ¿quiénes son aquellos a los que dar de comer? La respuesta es la muchedumbre, la multitud, que sigue a Jesús. Jesús está en medio de la gente, la recibe, le habla, la sana, le muestra la misericordia de Dios…Y la gente, con gozo, bendice al Señor. Esta mañana la multitud del Evangelio somos nosotros. También nosotros intentamos seguir a Jesús para escucharlo, para entrar en comunión con Él en la Eucaristía, para acompañarlo y para que nos acompañe. Preguntémonos: ¿cómo sigo a Jesús? Jesús habla en silencio en el Misterio de la Eucaristía y cada vez nos recuerda que seguirlo quiere decir salir de nosotros mismos y hacer de nuestra vida no una posesión nuestra, sino un don a Él y a los demás.
2.- Demos un paso adelante: comunión o común-unión. ¿De dónde nace la invitación que Jesús hace a los discípulos de saciar ellos mismos el hambre de la multitud? Nace de dos elementos: sobre todo de la multitud que, siguiendo a Jesús, se encuentra en un lugar solitario, lejos de los lugares habitados, mientras cae la tarde; y luego de la preocupación de los discípulos que piden a Jesús despedir a la gente para que vaya a los pueblos y caseríos a buscar alojamiento y comida (Lc 9, 12). Frente a la necesidad de la multitud, ésta es la solución de los apóstoles: ¡despedir a la gente! ¡Cuántas veces nosotros cristianos tenemos esta tentación! No nos hacemos cargo de la necesidad de los otros… Pero la solución de Jesús va en otra dirección, una dirección que sorprende a los discípulos: “denles ustedes de comer”.
El ¿cómo es posible…? de los apóstoles no desanima a Jesús, que hace el milagro de la multiplicación de los panes y que da a los discípulos para que los distribuyan. Es un momento de profunda comunión: la multitud alimentada con la palabra del Señor, es ahora nutrida con su pan de vida. Y todos se saciaron, escribe el Evangelista. Esta mañana también nosotros estamos en torno a la mesa del Señor, a la mesa del Sacrificio eucarístico, en el que Él nos dona su cuerpo una vez más y hace presente el único sacrificio de la Cruz. Es en la escucha de su Palabra, en el nutrirse de su Cuerpo y de su Sangre, que Él nos hace pasar del ser multitud a ser comunidad, del anonimato a la comunión. La Eucaristía es el Sacramento de la comunión, que nos hace salir del individualismo para vivir juntos el seguimiento, la fe en Él. ¿Son así nuestras celebraciones eucarísticas?
3.- Un último elemento: “dar”, compartir. ¿Qué cosa comparten los discípulos? Lo poco que tienen: cinco panes y dos peces. Pero son justamente esos panes y esos peces los que en las manos del Señor saciarán el hambre de toda la gente… Esto nos indica que en la Iglesia, pero también en la sociedad, existe una palabra clave a la que no tenemos que tener miedo: “solidaridad”, o sea saber `poner a disposición de Dios aquello que tenemos, nuestras humildes capacidades, porque solo en el compartir, en el donarse, nuestra vida será fecunda, dará frutos. Esta mañana, una vez más, el Señor distribuye para nosotros el pan que es su cuerpo, se hace don. Así, también nosotros experimentamos la “solidaridad de Dios” con el hombre, una solidaridad que no se acaba jamás, y que nunca termina de sorprendernos.
Claire LyClaire Ly
Por Giorgio Bernardelli- Vatican Insider
Encontró al “Dios de los occidentales” a través de las duras pruebas de los campos de reeducación de Pol Pot, después de que los khmer rojos hubieran asesinado a su esposo y a su hermano (durante esa barbarie que entre 1975 y 1979 provocó la muerte de 2 millones de personas en un país con menos de 8 millones de habitantes). Es la historia de Claire Ly, que ahora llega al Festival Bíblico de Venecia para hablar de “Fe en diálogo: yo, puente entre las culturas”.
Puente entre culturas, porque la salida del camino tortuoso que ha recorrido esta mujer (que desde 1980 vive en Francia, en donde encontró el cristianismo) es una experiencia en la que el encuentro con Jesús se propone como un diálogo constante con las propias raíces budistas. Todo esto lo narra la misma Claire Ly en su último libro “El manglar”. Se trata de la narración de un viaje imaginario de Ravi y Somaya, dos mujeres camboyanas que viven el exilio en Francia y que vuelven a su país después de muchos años.
Ramy sigue siendo budista y Somaya abrazó el catolicismo. Dos mujeres que dialogan entre ellas y que recuerdan el drama que vivieron, en el que no es difícil reconocer la experiencia personal de Claire Ly, que se expresa eficazmente con la imagen del manglar.
«En el mal absoluto, el Dios de los occidentales se hizo presencia», escribe Ly. «Encerrada en el sufrimiento, no lograba dejar sitio para los demás. Hasta que Él no me hizo tomar consciencia de que todavía pertenecia a la humanidad. Durante dos años pasé mi tiempo insultando al Dios de los occidentales, porque lo relacionaba con el marxismo que arrolló a mi país: es una ideología que nació en Occidente, no en el mundo budista. Así, cuando los khmer rojos, al final de la “reeducación”, decidieron que había finalmente pasado de burguesa a compañera campesina, le dije al Dios de los occidentales: estoy aquí en silencio, ahora espero tus aplausos. Pero justamente entonces empecé a descubrir que ese silencio estaba habitado por Alguien».
Un recorrido que la llevó al Bautismo en 1983. Pero con la convicción de que sus raíces budistas no eran una experiencia accidental. «En Francia, por ejemplo, también en la vida cristiana encontré mucho ruido, muchas palabras –escribe. Así, mi alma budista me decía: vuelve al silencio, porque Jesucristo está más allá de nuestras palabras». Y después, la imagen del manglar: «como discípulos de Jesús estamos llamados a ser puentes entre culturas y tradiciones –concluye Claire Ly. Por lo demás, Jesús nos lo dijo: él nos espera en Galilea, es decir en la encrucijada entre las naciones».

Cuerpo y sangre de Nuestro Señor Jesucristo

[Visto: 2577 veces]

Yo soy el pan de vida

Por Antonio Elduayen Jiménez CM
Corpus Christi es el Jueves Santo celebrado en olor de multitudes. Porque ciertamente son multitudes las que se reúnen hoy en torno a la eucaristía (misa y procesión) en todas las catedrales del mundo. Con alegría y gratitud al Señor por el regalo de su presencia real entre nosotros, Él, que al mismo tiempo está sentado a la derecha del Padre… Y como signo eucarístico y de unidad fraterna eclesial. Por feliz coincidencia, este año y en el atrio de la catedral, a los miles de cristianos de siempre, se unirán las muchas delegaciones de los países hermanos, que han venido a participar del I Congreso Internacional sobre cómo proteger el futuro de las Familias del siglo 21. Siendo la eucaristía el corazón de la familia, han querido tener la clausura en este hermoso Día de Corpus Christi y participar en su misa y procesión.
Estas multitudes, reunidas en torno a Jesús Eucaristía, son la continuación de aquellas muchedumbres que le seguían, buscando algún milagro que los sanase. Y a las que, para empezar, Jesús dio de comer multiplicando milagrosamente unos pocos panes, signo de la multiplicación de su cuerpo hecho pan de vida por nosotros. Es lo que nos cuenta el evangelio de hoy (Lc 9, 11b-17). El relato de la institución de la eucaristía -lo que siempre esperamos escuchar al celebrar Corpus Christi-, nos lo transmite Pablo (1Cor 11,23-26), con la observación de que es una tradición que ha recibido y que procede del Señor. En esta tradición Jesús ofrece pan y vino, que convierte en su cuerpo y en su sangre, y actúa como un sacerdote no aarónico sino según el orden de Melquisedec (Gen 14, 18-20).
El conjunto de las lecturas nos presenta un Corpus Christi muy humano, en el que priman el hambre del pueblo (milagro de la multiplicación de los panes), el amor misericordioso de Jesús (la compasión que le lleva a hacer el milagro), la participación de todos (alguien aporta unos panes, los apóstoles ayudan en el reparto, etc.), la expectativa que se origina (la gente pensando que proclamando Rey a Jesús está resuelto el problema del hambre, y Jesús entendiendo que ha llegado la hora de anunciar su gran e inimaginable promesa: la de darles a comer su cuerpo, pan de vida, que el que lo come nunca más tendrá hambre).
Es como, en gran medida, el evangelista Juan plantea y nos transmite la Última Cena, que con tanto amor preparó el Señor, y en la que el momento de suspenso es el lavatorio de los pies (la mutua ayuda) y el mandamiento nuevo del amor (amarnos como Jesús nos amó) (Jn 13, 4-15.34-35). Ciertamente Corpus Christi (la eucaristía) es Pan de Vida para el camino, momento de encuentro comunitario y personal, gozoso e íntimo, con el Señor, memorial de su pasión-muerte y resurrección, etc. Pero exigen de nosotros un compromiso verdadero: tener hambre y comer con provecho su pan de vida, vivir en solidaridad y comunión verdaderas con los hermanos, hacer que la misa del Señor sea nuestra misa dando nuestra vida hasta derramar la sangre por los demás…
LA EUCARISTÍA: SIGNO DE UNIDAD
Una de las cosas más bellas y emocionantes de la misa (eucaristía) es la gente que participa en ella. Damos por descontado que tiene que haber gente y nos alegra el corazón cuando vemos que hay mucha. Más aún, si participa activamente en la misma (cantando, respondiendo, guardando las posturas debidas de estar de pie, sentado o de rodillas). Pero lo bello y emocionante no es exactamente eso sino el hecho de que estén  unidos constituyendo una asamblea santa, presidida por el sacerdote. ¿Quién hace el milagro de ponerlos y estar  juntos, sin distingos ni diferencias sociales o de edad? El rico junto al pobre, el sabio junto al ignorante, el anciano junto al niño, etc. A la comunión, que luego recibiremos, nos estamos preparando con esta común-unión de los fieles en la misa (y antes en casa y en la ciudad).
Decididamente, la eucaristía es, como dice San Agustín, “signo de unidad”. Y es bella y significativa la iglesia-comunión que ahí se expresa, la unidad que ahí se vive: Jesucristo, el sacerdote y los fieles en y como Asamblea Santa. Por donde se la mire la eucaristía, que exige la unidad de los creyentes para poder celebrarla, es unidad y crea unión. Claro que produce otros muchos efectos -(nos da fuerza para el camino, perdona los pecados, es germen de resurrección, etc.)-, pero el de la unidad es el más valioso y decidor. Significativamente, los mismos pan y vino salen de la unión de muchos granos de trigo y de uva.
La primera y más querida unión que produce la eucaristía es con Jesucristo. Tanto que nos transforma en Él, que es lo que quiso, cuando al celebrar la Última Cena instituyó la eucaristía y el sacerdocio (para que nunca falte la eucaristía). La parábola de la vid y los sarmientos (Jn 15, 1-6) y la oración sacerdotal de Jesús (Jn 17, 21), se refieren a esta unión con Él. Pero también a la unión entre nosotros, tan requerida y sin embargo tan olvidada. “El cáliz de nuestra Acción de Gracias (eucaristía), ¿no nos une a todos en la sangre de Cristo? Y el pan que partimos ¿no nos une a todos en el cuerpo de Cristo? El pan es uno, por eso nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo, porque comemos todos del mismo pan (1 Cor 10, 16-17)
Para los cristianos y, en especial para los que tanto comulgamos, saquemos dos aplicaciones prácticas. La primera se refiere a la importancia de la unidad, de vivir unidos entre nosotros. Es lo que más ha querido el Señor. Lamentablemente, pareciera que es lo que menos queremos nosotros. La unidad, que es la otra cara de la caridad, no parece ser virtud de nuestra devoción. ¡Tantas familias y vecindarios y confesiones religiosas y países divididos! ¡El mundo siempre dividido! La otra aplicación práctica tiene que ver con nuestra actitud ante la eucaristía. Hablando en general, somos individualistas y subjetivos. Muchos van a su misa y reciben su comunión, olvidando que la misa es asamblea y la comunión unión con los hermanos.
No podemos participar y/o recibir la eucaristía sin entrar en comunión con los hermanos y sin comprometernos a vivir en paz y con caridad. Al respecto es sintomático que la oración que la Iglesia nos pide rezar, como preparación inmediata para la comunión, termine pidiendo la paz y la unidad para la iglesia. Literalmente, “que no mire nuestros pecados sino la fe de su Iglesia y que, conforme a su palabra, le conceda la paz y la unidad”, que son condición para acercarnos a comulgar.

A fuerza de fe

[Visto: 2988 veces]

Santisima Trinidad

Por Antonio Elduayen Jiménez CM
Todo viene del Padre Dios y va a Él. Y viene y va en y con Jesucristo por la acción del Espíritu Santo. Es lo que con otras palabras nos dice el evangelio de hoy (Jn. 16, 12-15), en relación la Santísima Trinidad, cuya fiesta estamos celebrando. Dios es tres Personas: Padre, Hijo, que se hizo hombre en Jesucristo, y Espíritu Santo. Tres Personas, que son diferentes, pero que están a lo mismo: su comunión en el amor y el bien que hacen a los hombres… Para expresar todo esto los cristianos nos santiguamos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Como señal de nuestra fe en el Dios Unitrino, que nos reveló Jesucristo; y como ofrecimiento de cuanto hacemos y nos disponemos a hacer, para que Él lo bendiga (desde la levantada en la mañana hasta nuestra oración antes de dormirnos, incluido el sueño).
Fuimos bautizados y nacimos a la vida divina en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, y desde entonces somos trinitarios y entramos en una relación muy especial y marcada con cada una de estas tres Divinas Personas. Con cada una y con la comunión de las mismas, que llamamos Santísima Trinidad. Esta relación con la Santísima Trinidad es lo fundamental y específico del cristiano y de nuestra religión cristiana. Es lo que nos da identidad (como cristianos) e identificación (frente a las demás religiones). Es decir, es lo que marca trinitariamente nuestra vida (la oración, la vida espiritual, el comportamiento en el mundo, etc.), y es lo que nos diferencia de todos los otros credos.
Ser cristiano es creer que Dios es uno en naturaleza y trino en Personas, las que, según nos enseñó Jesús, llamamos Padre, Hijo y Espíritu Santo (Mt 28, 19). No creer esto es no ser cristiano, aunque se crean otras cosas sobre Cristo. (Es el caso de los Testigos de Jehová y de los Mormones). Creer esto es ser cristiano. Por eso, respetando la fe en Dios de todos los hombres, nos esforzamos en llevarlos al conocimiento del Dios que Jesucristo nos reveló (Jn 17,3). Respetamos la fe de cada persona, pero no aceptamos el relativismo de quienes dicen: qué más da, con tal de que crean en Dios… Es bueno que crean en Dios, pero no basta, tienen que creer en el Dios verdadero.
Les decía antes que para ser y actuar como cristianos tenemos que vivir refiriéndolo todo al Padre, al Hijo Jesucristo y al Espíritu Santo. Y practicando el ser uno en la diversidad y el actuar como equipo (uno para todos y todos para uno), como pasa en Dios Trinidad. Lamentablemente muy pocas veces vivimos así, por lo que en la práctica nos diferenciamos muy poco de los no cristianos. Veamos el caso de la oración. Para que una oración sea cristiana tendrá que dirigirse al Padre Dios, en Jesucristo, por medio del Espíritu Santo. Sin estas referencias, explícitas o implícitas, nuestra oración será como la de un musulmán o la de un budista… ¿No será por eso que oramos y oramos y no pasa nada? Hagamos la prueba de orar como cristianos.