Mensaje del Papa Francisco a la COP28

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Lamento no poder estar reunido personalmente con ustedes, como hubiera querido, pero me hago presente porque la hora es apremiante. Me hago presente porque, ahora más que nunca, el futuro de todos depende del hoy que escojamos. Me hago presente porque la devastación de la creación es una ofensa a Dios, un pecado no sólo personal sino estructural que repercute en el ser humano, sobre todo en los más débiles; un grave peligro que pende sobre cada uno y que amenaza con desencadenar un conflicto entre generaciones. Me hago presente porque el cambio climático es «un problema social global que está íntimamente relacionado con la dignidad de la vida humana» (Exhort. ap. Laudate Deum, 3). Me hago presente para formular una pregunta a la que estamos llamados a responder ahora: ¿trabajamos por una cultura de la vida o de la muerte? Les pido de corazón: ¡escojamos la vida, elijamos el futuro! ¡Escuchemos el gemido de la tierra, oigamos el clamor de los pobres, demos oídos a las esperanzas de los jóvenes y a los sueños de los niños! Tenemos una gran responsabilidad: velar porque no se les niegue el futuro.
Está demostrado que los cambios climáticos actuales derivan del calentamiento del planeta, causado principalmente por el aumento de gases de efecto invernadero en la atmósfera, provocado, a su vez, por la actividad humana, que en los últimos decenios se ha vuelto insostenible para el ecosistema. La ambición por producir y poseer se ha convertido en una obsesión, y ha desembocado en una avidez sin límites, que ha hecho del ambiente objeto de una explotación desenfrenada. El clima trastornado es una advertencia para que detengamos semejante delirio de omnipotencia. El único camino para poder vivir en plenitud es que volvamos a tomar conciencia, con humildad y valentía, de nuestro límite.
¿Qué obstaculiza este itinerario? Las divisiones que existen entre nosotros. Pero un mundo interconectado, como el actual, no puede estar desvinculado en quienes lo gobiernan, mientras las negociaciones internacionales «no pueden avanzar significativamente por las posiciones de los países que privilegian sus intereses nacionales sobre el bien común global» (Carta encíclica Laudato si’, 169). Nos hallamos frente a posturas rígidas, cuando no inflexibles, que tienden a proteger los ingresos propios y de sus empresas, justificándose a veces por lo que otros han hecho en el pasado, con reiteradas evasiones de responsabilidad. Pero la tarea a la que estamos llamados hoy no es hacia el ayer, sino hacia el mañana; un mañana que, nos guste o no, será de todos o no será.
Impresionan, en particular, los tentativos de atribuirle la responsabilidad a los pobres o al número de nacimientos. Son tabús que hay que objetar con decisión. No es culpa de los pobres, porque casi la mitad del mundo, la más pobre, es responsable de apenas el 10% de las emisiones contaminantes, mientras que la distancia entre los pocos acomodados y los muchos desfavorecidos nunca ha sido tan profunda. Ellos son, en realidad, las víctimas de lo que está sucediendo. Pensemos en las poblaciones indígenas, en la deforestación, en el drama del hambre, de la inseguridad hídrica y alimentaria, en los flujos migratorios provocados. Con respecto a los nacimientos, no son un problema, sino un recurso; no están en contra de la vida, sino a su favor, mientras que ciertos modelos ideológicos y utilitaristas que se les imponen a las familias y poblaciones, con guantes de seda, son verdaderas colonizaciones. Que no se perjudique el desarrollo de tantos países, ya sobrecargados de pesadas deudas económicas, sino más bien se considere la repercusión que tienen pocas naciones, que son responsables de una preocupante deuda ecológica respecto a otras (cf. ibíd., 51-52). Sería justo encontrar modos adecuados para condonar la deuda económica que grava sobre varios pueblos, teniendo en cuenta la deuda ecológica que hay en favor de ellos.
Señoras y señores, permítanme que, en nombre de la casa común donde vivimos, me dirija a ustedes, como a hermanos y hermanas, para preguntarles: ¿cuál es el camino para salir de esto? Es el que ustedes están recorriendo en estos días: un camino conjunto, el multilateralismo. En efecto, «el mundo se vuelve tan multipolar y a la vez tan complejo que se requiere un marco diferente de cooperación efectiva. No basta pensar en los equilibrios de poder […]. Se trata de establecer reglas globales y eficientes» (Laudate Deum, 42). En tal sentido, causa preocupación que el calentamiento del planeta esté acompañado por un enfriamiento del multilateralismo, por una creciente desconfianza en la Comunidad internacional, por una pérdida de la «conciencia común de ser […] una familia de naciones» (S. Juan Pablo II, Discurso a la quincuagésima Asamblea General de las Naciones Unidas, Nueva York, 5 octubre 1995, 14). Es esencial reconstruir la confianza, fundamento del multilateralismo.
Esto es válido para el cuidado de la creación y también para la paz. Son las temáticas más urgentes y están mutuamente relacionadas. ¡Cuántas energías está malgastando la humanidad en las numerosas guerras en curso, como en Israel y Palestina, en Ucrania y en muchas regiones del mundo; conflictos que no resolverán los problemas, sino que los aumentarán! ¡Cuántos recursos desperdiciados en armamento, que destruyen vidas y arruinan la casa común! Lanzo de nuevo una propuesta: «con el dinero que se usa en armas y otros gastos militares, constituyamos un Fondo mundial para acabar de una vez con el hambre» (Carta enc. Fratelli tutti, 262; cf. S. Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 51) y llevar a cabo actividades que promuevan el desarrollo sostenible de los países más pobres, para combatir el cambio climático.
Es tarea de nuestra generación prestar oído a los pueblos, a los jóvenes y a los niños para sentar las bases de un nuevo multilateralismo. ¿Por qué no comenzar por la casa común? Los cambios climáticos muestran la necesidad de un cambio político. Salgamos del atolladero de los particularismos y nacionalismos, que son esquemas del pasado. Abracemos una visión alternativa, común; esta nos permitirá una conversión ecológica, porque «no hay cambios duraderos sin cambios culturales» (Laudate Deum, 70). En tal sentido, les aseguro el compromiso y respaldo de la Iglesia católica, particularmente activa en la educación y sensibilización a la participación común, así como en la promoción del cuidado de la casa común.
Hermanas y hermanos, es esencial un cambio de ritmo que no sea una modificación parcial de ruta, sino un modo nuevo de avanzar juntos. Si en la senda de la lucha contra el cambio climático, que se abrió en Río de Janeiro en 1992, el Acuerdo de París supuso «un nuevo comienzo» (ibíd., 47), urge ahora relanzar el camino. Se necesita dar un signo de esperanza concreto. Que esta COP sea un punto de inflexión, que manifieste una voluntad política clara y tangible, que conduzca a una aceleración decisiva hacia la transición ecológica, por medio de formas que posean tres características: «que sean eficientes, que sean obligatorias y que se puedan monitorear fácilmente» (ibíd., 59). Y que se realicen en cuatro campos: la eficiencia energética, las fuentes renovables, la eliminación de los combustibles fósiles y la educación a estilos de vida menos dependientes de estos últimos.
Por favor, vayamos hacia adelante, no para atrás. Es notorio que varios acuerdos y compromisos asumidos «han tenido un bajo nivel de implementación porque no se establecieron adecuados mecanismos de control, de revisión periódica y de sanción de los incumplimientos» (Laudato si’, 167). Se trata aquí de no aplazar más, no sólo de desear sino de realizar el bien de vuestros hijos, de vuestros ciudadanos, de vuestros países, de nuestro mundo. Sean ustedes artífices de una política que dé respuestas concretas y unificadas, demostrando de este modo la nobleza de la responsabilidad que revisten y la dignidad del servicio que prestan. Porque para eso está el poder, para servir. No tiene ningún sentido preservar hoy una autoridad que mañana será recordada por su incapacidad de intervenir cuando era urgente y necesario (cf. ibíd., 57). La historia se los agradecerá. Y también las sociedades en las que viven que, en su interior, se encuentran nefastamente divididas en “bandos”: catastrofistas o indiferentes, ambientalistas radicales o negacionistas climáticos. Es inútil que nos adentremos en estas formaciones; en este caso, como en la causa de la paz, no llevan a ninguna solución. El remedio es la buena política: si un ejemplo de concreción y cohesión viene del vértice, beneficiará a las bases, donde tantos, sobre todo jóvenes, ya están comprometidos con la promoción del cuidado de la casa común.
Que el 2024 marque el punto de inflexión. Para ello, desearía que un episodio que tuvo lugar en 1224 fuera un signo favorable. En ese año Francisco de Asís compuso el Cántico de las criaturas. Lo hizo tras una noche de sufrimiento físico, ya completamente ciego. Después de esa noche de lucha, con el ánimo reconfortado gracias a una experiencia espiritual, quiso alabar al Altísimo por todas aquellas criaturas que ya no podía ver, pero que percibía como hermanos y hermanas, porque provenían del mismo Padre y eran comunes a todos los hombres y mujeres. Un iluminado sentido de fraternidad lo llevó, de esa manera, a transformar el dolor en alabanza y el cansancio en compromiso. Poco después le agregó otra estrofa, en la que alababa a Dios por los que perdonan, y lo hizo para zanjar ―con éxito― una escandalosa pelea entre el primer magistrado y el obispo. También yo, que llevo el nombre de Francisco, quisiera decirles con sinceridad de corazón: ¡dejemos atrás las divisiones y unamos las fuerzas! Y, con la ayuda de Dios, salgamos de la noche de la guerra y de la devastación ambiental para transformar el futuro común en un amanecer luminoso. Gracias.

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